Como problema y como disciplina filosófica la “Historia de la filosofía” ha sido objeto de investigación y de análisis sólo desde hace aproximadamente dos siglos. Durante la Antigüedad, la Edad Media y parte de la Edad Moderna la “Historia de la filosofía” consistió en buena parte en una descripción de las vidas o de las opiniones de los filósofos y de las llamadas “sectas filosóficas”. Ha habido ciertas excepciones a esta tendencia: las referencias de Aristóteles a las doctrinas filosóficas anteriores a la suya propia no son meras descripciones de vidas u opiniones de filósofos, sino examen crítico de doctrinas que se suceden unas a otras de un modo más o menos ordenado, de tal manera que cada una de ellas constituye una respuesta a insuficiencias manifestadas por doctrinas anteriores y a la vez revela ciertas insuficiencias corregidas por doctrinas posteriores. Pero aun en Aristóteles y otros autores que siguieron sus tendencias “histórico-crítica” no hallamos una “Historia de la filosofía” en el sentido “normal” y corriente de esta expresión.
Sin embargo, si tomamos la expresión de referencia en un sentido muy amplio e incluimos en ella toda descripción de asuntos filosóficos en un pasado, podemos decir que ya desde la antigüedad hay trabajos de “Historia de la filosofía”, si bien casi siempre orientados hacia la citada descripción de vidas, opiniones y “sectas”. En todo caso, hallamos ya desde la Antigüedad lo que pueden llamarse “materiales para el estudio de la Historia de la filosofía”.
Las recopilaciones de “opiniones” tan abundantes en la Antigüedad continuaron en la Edad Media. Ejemplo al respecto es la obra de Gualterio Burleigh, De vitis et moribus philosophorum, aparecida en la primera mitad del siglo XIV. Gran parte del material procede de Diógenes Laercio. El género de las “recopilaciones, “extractos” y “florilegios” se cultivó asimismo durante el Renacimiento. Aquí, ocupa un lugar destacado la obra de Juan Luis Vives, De initiis, sectis et laudabibus philosophiae. Pero antes de ella había habido (especialmente en Florencia) producciones de factura análoga.
El interés por la historia de la filosofía como derivación del interés general por la historia nace propiamente en el siglo XVIII, cuando los enciclopedistas, sin dejar de someterse a considerables limitaciones determinadas por su consideración crítica del pasado, conciben la historia como una unidad y como la expresión de un proceso. El sentido histórico que alienta en esta concepción adquiere gran vuelo y madurez en el romanticismo y ante todo en Hegel, al definir la historia como un autodesarrollo del Espíritu y, consiguientemente, como una evolución en donde todos los momentos anteriores son necesarios en cuanto manifestaciones parciales del Espíritu, el cual engloba en cada etapa las fases anteriores. Las contradicciones de los grandes sistemas entre sí no son concebidas ya como una demostración de la futilidad de toda especulación filosófica, como hacían los escépticos, sino como aspectos distintos y sucesivos de una misma y única marcha. La historia de la filosofía es, pues, para dicha época, un proceso, pero al mismo tiempo un progreso en el sentido de que todo momento es considerado como superior en valor al momento antecedente. La unidad del espíritu fundamenta la unidad de la historia y ésta la unidad de la filosofía. Desde fines del siglo XVIII y comienzos del XIX aparece la historia de la filosofía como disciplina filosófica, pero está todavía embebida en una filosofía de la historia o, mejor dicho, en una metahistoria como consecuencia de las nociones de proceso y de unidad esencial del espíritu.
El tratamiento sistemático de las cuestiones que afectan a la historia filosófica ha determinado en lo sucesivo, por una parte, un mejor y más acabado conocimiento del pasado filosófico, y, por otra, un abandono del optimismo de la idea del progreso, pero no ha desvirtuado de ninguna manera la idea de la historicidad de la filosofía. Por el contrario, ésta se ha entendido cada vez más como una disciplina arraigada en la historia. Del romanticismo a la idea de la esencial historicidad de la filosofía, pasando por Hegel, la escuela de Cousin y las investigaciones de Dilthey, Windelband y Rickert, hay una noción común a pesar de sus divergencias. En primer lugar, se ha podido advertir que la historia filosófica no es un conjunto de momentos del espíritu rigurosamente encadenados según una ley metahistórica, pero no es tampoco un arbitrario montón de opiniones y sistemas enteramente aislados o contradictorios. La investigación en detalle de la historia de la filosofía permite averiguar que todo saber filosófico brota en un medio cultural que forma el horizonte desde el cual cada época histórica tiende a ponerse en claro consigo misma. Por otro lado, se ha comprobado que no hay en la historia de la filosofía cortes radicales, como pudiera hacerlo pensar, por ejemplo, la diferencia entre la Edad Media y el Renacimiento. Cada época prosigue, admitiéndolos, los temas y métodos propios de la época anterior. Así, la Edad Moderna no representa una época totalmente distinta de la medieval, sino que siguen perviviendo en ella los elementos que contenía la anterior dentro de sí y que había heredado desde la Antigüedad greco-romana. Esta unidad de la historia de la filosofía no es la unidad del espíritu en un sentido hegeliano, sino la unidad de la filosofía como saber brotado en la vida del hombre, como un hecho que le acontece en su existencia y que hace de la filosofía no una disciplina que tiene una historia, sino un hecho que es histórico. Lo que es esencial a la filosofía, prescindiendo de que su evolución constituya una marcha progresiva o, lo que es más probable, un perfil variado, compuesto de innumerables curvas, desviaciones y retrocesos, es lo que, según Dilthey, forma la nota constitutiva de la psique: la continuidad.
Vinculada de este modo la filosofía a la historia, la exposición del pasado filosófico ofrece en la actualidad un haz de problemas que sólo desde hace muy poco tiempo empiezan a ser tratados con rigor.
Se suele dividir la historia de la filosofía en grandes periodos coincidentes aproximadamente con la historia general de la cultura de Occidente. El problema de la llamada filosofía oriental, que para unos equivale a un círculo cultura enteramente distinto del Occidente, pero en cuya evolución se manifiestan formalmente las mismas etapas, y para otros no es más que una fase anterior a la filosofía griega, debe ser abandonado de momento para los fines de la exposición perseguidos por los historiadores de la filosofía. Sin negar que el Oriente ha ejercido considerable influencia sobre la vida griega, se estima que solamente con ésta llega a la “madurez” la filosofía y, por lo tanto, que solamente puede hablarse de filosofía en sentido estricto partiendo de Grecia.
La conservación de estos esquemas no excusa, con todo, la formulación de un problema que deberá ser resuelto a medida que la consideración histórica de la filosofía aporte mayores luces sobre estas cuestiones, problema al cual se han dado ya hasta el presente soluciones más o menos satisfactorias, pero dependientes todas ellas de concepciones metafísicas o metahistóricas, como las que se encuentran en Hegel, en los esquemas de Víctor Cousin y de Auguste Comte, en los ensayos clasificadores de Renouvier, en las “fases de la filosofía” de Brentano, en la teoría de las concepciones del mundo de Dilthey o en el esquema de los tres momentos de la filosofía europea de Santayana.
Entre otras posibilidades de división están las que escinden la historia de la filosofía en una etapa realista y en una etapa idealista, abarcando la primera todo el pensamiento griego y medieval y la segunda el pensamiento moderno; la que distingue entre una filosofía del ser, propia de la Antigüedad, desde Tales al neoplatonismo, y una filosofía desde la nada, que abarca desde S. Agustín hasta Hegel; las que atienden más bien a la actitud vital a que se reduce toda filosofía y al punto de vista adoptado como horizonte general del pensamiento filosófico: filosofía desde la Naturaleza, filosofía desde Dios o filosofía desde el hombre.
La filosofía se ha entendido a sí misma de modos muy diversos en el transcurso en el transcurso de los tiempos. La filosofía no es otra cosa que el proceso mismo de su madurez; que, a diferencia de la ciencia, la filosofía consiste en la búsqueda y en la conquista de su propia idea. Lo intrincado del panorama, la multitud de teorías, pensamientos, sistemas, observaciones, críticas, etc., toda esa efervescencia intelectual que a primera vista nos aparece, necesita una configuración; son imprescindibles unos criterios orientadores que nos conduzcan a ese fundamento unificador de la diversidad. Según Ortega, «lo decisivo para que un conjunto de pensamientos sea filosofía estriba en que la reacción del intelecto ante el Universo sea integral, universal».
1. La ilusión de una filosofía atemporal
La interpretación de una obra del pasado no surge sólo de ella misma (pues no tiene significado propio, autóctono), ni es arbitraria (ella misma surge de su conexión diferencial con la interpretación presente en otros textos, hasta fraguar una Historia de la Filosofía). Tal interpretación no es inherente ni adventicia, sino suplementaria: da al texto un exceso de sentido por el que se engrana con otros. Esto quiere decir que un texto no se explica por sí mismo, pero tampoco recibe su sentido de fuera, como algo accidental. Este carácter liminar entre inmanencia y trascendencia marca justamente la aparición de la historicidad.
Que todo texto sea histórico significa ante todo que su sentido es sólo disponible en una serie diferencial, y según una regla secuencial (como mínimo la cronológica), y que por ende lo que dice está más allá de la verdad o la falsedad, el bien o el mal.
Y sin embargo, su pasado no supone en absoluto su extinción. Al contrario: viven y tienen vigencia sólo en cuanto pasados. No se lee a Aristóteles o Descartes para pensar como ellos, sino porque el presente especioso de Occidente tiene como integrante esencial el pensamiento pasado.
Durante buena parte de su historia, la filosofía no ha tenido Historia, a menos que queramos considerar como tal una sarta de placita philosophorum o una gradación jerárquica entendida como praeparatio evangelii. La filosofía era más bien entendida al modo de una summa de conocimientos, regidos por la metáfora espacialista del tableau sinóptico.
En esta filosofía atemporal, no obstante, destaca De Civitate Dei de S. Agustín, para el cual no poseemos la verdad que Dios atesora; y, por ello, nos vemos obligados a buscar a Dios como en un espejo enturbiado, condenados al desciframiento y recuento de inicios que nos acerquen a una verdad nunca da por entero. Si el homo viator no se pierde en las miserias de su peregrinaje, ello se debe a que recibe llamadas de Dios, que lo encaminan hacia Dios. Nuestra tarea es el desciframiento de signos que acercan a la Divinidad: y esta lectura unitaria ofrece además una historia única, orientada, que lleva al olvido y descrédito las antiguas concepciones cíclicas (griegas y prehelénicas). Sin embargo, S. Agustín sigue preso de una concepción diadoquista en lo referente a su exposición temática: la filosofía griega es vista como mera preparación para el cristianismo, pues “la filosofía cristiana es la verdadera filosofía”. La grandeza de S. Agustín radica en la búsqueda incesante de un centro que, en última instancia, no se da, sino que otorga diferencias, cortes y dilaciones que permiten hablar, por vez primera, de una Historia en el sentido pleno del término: la idea de una Historia unitaria y progresiva en la que ánima y desarrollo temporal se corresponden en su itinerario.
La historia erudita renacentista inaugura, de algún modo, la historia filológica. Aquí, se guarda la ilusión de que el limpiado y restauración de las gangas adheridas a una obra devolverá el sentido de esta en toda su pureza. Desde una posición hermenéutica cabría calificar este proceder de anti-histórico, desde el momento en que el restaurador olvida que lo es, y pretende borrar el tiempo, como si su opacidad fuera la responsable de la falta de sentido de la obra: la historia efectual es (ilusoriamente) desechada, en nombre de una supuesta verdad desnuda que alienta en una obra repristinada y dispuesta para ser leída sin prejuicios. Sin embargo, este prejuicio gigantesco produce un efecto opuesto en buena medida a lo deseado: en efecto, quien quiera captar el significado verdadero de una obra renacida del pasado se ve obligado a estudiar el idioma original y, por ende, a sumergirse en ese mundo cultural, con lo que no puede por menos de irse estableciendo paulatinamente conciencia de la irremediable diferencia e hiato que separa la época de la obra estudiada y la época del estudioso. Una obra se halla, para siempre, en el pasado. Ahora se establece por vez primera un hiato, no entre el Pensamiento eterno de Dios, por naturaleza inalcanzable, y el discurso temporal humano, sino entre dos épocas de la Historia. Así se va estableciendo una condensación, no tanto del saber, cuanto de la distancia entre saberes, distancia que queda fijada mediante la cronología y confinada a la memoria.
El Renacimiento había nacido gracias, en buena medida, a la proliferación mecánica de los textos, aliada a la lectura interior, por parte de cada cual, de libros. La Edad Moderna nace en cambio como reacción a todo esto. Descartes es un caballero que se escandaliza de todo: del gusto por lo maravilloso y exótico, gusto por la lectura, que favorece la memoria pero achata el acies mentis, gusto por la polyhistoria, en busca de sustancias literarias como si se tratara de mariposas. Para Descartes, la verdad no se busca ya en los textos, sino en la evidencia de la idea clara y distinta. Todo el interés de Descartes se endereza hacia la naturaleza. Ella está ahí, presente y disponible para ser dominada. La suerte está echada, para toda la Modernidad. Saber mucho de Platón y Aristóteles, dice Descartes, no basta (ni ayuda, en verdad) para dar un juicio sólido sobre algo.
Con ello, la Historia no es sólo arrumbada como algo fútil, sino condenada como algo peligroso. Hay que esperar a Leibniz para que se produzca una síntesis entre la historia erudita y la razón cartesiana, pretendidamente atemporal. Leibniz resucita la metáfora de la mina de oro y la ganga para rescatar un núcleo racional en los textos antiguos, comparados, no con la Verdad ya conquistada, sino entre sí y con los descubrimientos nuevos, de acuerdo con una characteristica universalis. El resultado es la perennis quaedan Philosophia. Pero, en todo caso, se trata tan sólo de un adorno en la marcha segura y triunfal de la razón filosófica.
Incluso Kant se burlará de aquellos eruditos, “para los cuales la Historia de la filosofía (sea antigua o moderna) es ella misma su filosofía”. A este respecto, bien cabe afirmar que la filosofía moderna es radicalmente anti-histórica. La razón se pliega sobre sí misma por mediación del conocimiento analítico y se encamina a la dominación de una naturaleza presente, a la mano: inerte y troquelada.
2. El progresismo unitario
Aristóteles suele comenzar el tratamiento de un área problemática dando un resumen orientado de los resultados hasta él obtenidos, en orden a la superación de la aporía, superación alcanzada (o al menos se da razón de la imposibilidad de escapar a la aporía) en la propia exposición de la doctrina. No obstante, Aristóteles no es un pensador progresista en historia en general (por ende, tampoco en historia de la filosofía). Como Platón, también él cree en cortes abruptos debidos a catástrofes naturales que hacen retroceder el estadio alcanzado a sus orígenes primeros, aunque siempre quedan reliquias de la antigua sabiduría que permite reorientar trabajosamente el progreso.
Entre los pensadores que han creído en el progreso destaca Nicolai Hartmann. Este pensador parte de la distinción neokantiana entre historia de los sistemas e historia de los problemas, concretable incluso en las figuras individuales de los filósofos: así habría pensadores sistemáticos y pensadores de problemas. Según Hartmann, los primeros serían los neoplatónicos, Spinoza y los idealistas alemanes. Su atención estaría dirigida a la consecuencia sistemática y la concordancia. Los segundos (Platón, Aristóteles, Leibniz o Kant) trabajarían en problemas concretos, sin cuidados sistemáticos, más dedicados a preguntar que a resolver. Los pensadores sistemáticos se afanan en la construcción de grandes edificios, duraderos y habitables por distintas generaciones: pues bien, no consiguen sino algo temporalmente condicionado, un edificio efímero. Por contra, quien va tras problemas consigue alcanzar el conocimiento, algo supratemporal. Hartmann cree que los sistemas son sarcófagos de las ideas, y que se separan entre sí cada vez con mayor fuerza; en cambio, los problemas subyacentes a aquellos, e imperceptibles al parecer para los sistemas mismos, se ensamblan cada vez más y se complementan.
3. El objeto específico de estudio de la historia de la filosofía
Si nos atenemos al criterio de la identificación de Ciencia y Filosofía, la extensión de su objeto material será idéntica a la de la ciencia, es decir, que abarca el proceso histórico del desarrollo de las diversas ramas de la ciencia desde que aparecen hasta nuestros días. La ciencia no constituye un saber unitario, sino dividido y articulado en diversas partes o en numerosas “ciencias”. Por esto cabe, o bien hacer una Historia general que las abarque a todas, o bien ceñirse a cualquiera de sus múltiples ramas particulares. Del conjunto de esas Historias parciales resultaría la Historia general de la Ciencia, o, lo que es lo mismo, la Historia de la Filosofía. En cambio, si el término “Filosofía” se restringe a significar un tipo especial de saber, distinto del de las”ciencias”, en ese caso tropezamos con la dificultad de desglosarlo de éstas y de tener que definir su fisonomía propia y característica.
En cualquier caso, no es admisible considerar la Historia de la Filosofía como una superfilosofía, o “metafilosofía”. Pero tampoco es exacto reducirla a la condición de una ciencia subsidiaria respecto de la Filosofía, asignándole la misión de recoger, ordenar, catalogar y estructurar una masa ingente de materiales brutos sobre los cuales debería ejercerse la labor de la segunda, o de considerarla como una especie de Introducción general a la Filosofía.
4. Principales interpretaciones de la historia de la filosofía
El concepto de Historia como saber científico es muy reciente. Los numerosos trabajos históricos de los griegos tienen un valor inapreciable en su aspecto informativo, pero no constituyen Historias de la Filosofía propiamente dichas. Carecen de perspectiva. Prevalece lo anecdótico. Las doctrinas son consideradas como opiniones de las diversas “sectas” (doxografía). Pero no se aprecia el sentido de la conexión de unos sistemas con otros, ni de sus relaciones mutuas, ni menos su integración en un proceso de carácter universal. Cosa semejante hay que decir de la Edad Media. No existe un solo intento de trazar un panorama general del desarrollo de la Filosofía. Los teólogos y los filósofos enumeran y utilizan las opiniones de los antiguos, pero sin cuidarse de ordenarlas y sistematizarlas. Tampoco avanzó gran cosa en el Renacimiento el concepto de Historia de la Filosofía. Aparecen estudios sobre algunos filósofos y sus respectivas “sectas”, pero sin visión de conjunto, y basadas en fuentes de información limitadísimas, que se reducían a Diógenes Laercio y a algunas referencias dispersas en autores griegos y latinos. Los humanistas ignoraban la Edad Media, y ni siquiera sospechaban la importancia extraordinaria que esos siglos habían tenido en la formación del pensamiento europeo, y en particular del suyo propio.
4.1 La “historia de la filosofía” de Aristóteles
El primero que intenta hacer una historia de la filosofía anterior a él es Aristóteles. Éste hace en su obra una referencia muy concreta a la historia, y precisamente a la historia de la filosofía. En el libro primero de la Metafísica nos ha dejado la primera historia de la filosofía occidental. De hecho, Aristóteles, además de narrarnos algunas de las opiniones de los primeros filósofos, establece entre ellos determinadas conexiones y dependencias.
Aristóteles, en medio de su discurso, hace un paréntesis para explicarnos que, en realidad, los filósofos anteriores a él habían hablado de los mismos temas al preocuparse de las causas y principios de la realidad, si bien los habían expresado de manera confusa. El pensamiento histórico aparece aquí como un progreso, y no sólo como la confirmación de que la verdad del pensamiento de Aristóteles ha sido ya vislumbrada por sus predecesores. La historia de la filosofía es, pues, el paulatino desarrollo de unos determinados temas que, a pesar de los múltiples caminos y descarríos, encuentran siempre, si de verdad responden a una auténtica exigencia intelectual, su plena solución. El método iniciado por Aristóteles muestra, para muchos, cuál debe ser el modo de realizar una historia de la filosofía, pues en ella encontramos una historia filosófica de la filosofía.
A lo largo del primer libro de la Metafísica encontramos numerosas indicaciones en las que se descubre este sentido de continuidad que Aristóteles atribuye al pensamiento filosófico. Así, refiriéndose a los milesios nos dice Aristóteles que pensaron «que la única causa es la que se dice tal en el sentido específico de “materia”. Sin embargo, al avanzar de este modo, el asunto mismo les abrió el camino y los obligó a seguir buscando» (984 a18-19). Aquí se percibe una característica fundamental del pensamiento filosófico. Esta necesidad a que empujan los hechos y descubrimientos intelectuales no está vista desde el mero ángulo individual, sino dentro de un marco histórico mucho más amplio, en cuyo contexto el pensamiento encuentra no sólo la solución de ciertas cuestiones, sino además la incitación para seguir planteando y desarrollando los problemas que de esas soluciones podrían de nuevo plantearse.
El sentido de continuidad y progreso está tan acusado en Aristóteles que no duda en atribuir al mismo Hesíodo el origen remoto de algunas de las ideas posteriores (984b23 ss.), preocupándose, por tanto, de la prioridad y, en consecuencia, de la temporalidad del pensamiento. Es cierto que Aristóteles vio su propio pensamiento como una culminación de toda la filosofía anterior; esta idea de sentir el propio pensamiento como eslabón final de un proceso histórico significa no tanto la finalización de una etapa filosófica, cuanto el reconocimiento del sentido evolutivo y temporal de la filosofía. Al hacer que su historia de la filosofía fuese, principalmente, una historia de los problemas, Aristóteles no sólo concedía importancia al pasado, sino que se reconocía en él. Por consiguiente, las opiniones de los pueblos y de los primeros filósofos no han de considerarse falsas, sino que encierran una especie de anticipación de aquellas ideas que el filósofo enfrentado con ellas, en su propio presente, puede reelaborar con más claridad. Aristóteles ve confirmados en los primeros filósofos sus propias ideas, y esto prueba que la historia es una evolución llena de sentido, que va desde la oscuridad primitiva hasta la claridad y diferenciación.
4.2 La tradición doxográfica
El fundamento de la tradición doxográfica son los 16 (o 18) libros De las opiniones de los físicos de Teofrasto. Después de Teofrasto, y basándose en gran parte en su compilación, hay una serie de colecciones o doxografías. Pueden clasificarse del siguiente modo: 1) obras doctrinales; 2) obras biográficas, 3) “sucesiones”. Las obras doctrinales consisten en compilaciones de acuerdo con temas, en cada uno de los cuales se indican las opiniones de varios autores. Las obras biográficas consisten en compilaciones de opiniones de acuerdo con los autores. Las “sucesiones” consisten en compilaciones de opiniones de acuerdo con las “sucesiones” de autores en varias escuelas.
Esta división puede considerarse como el fundamento de tres grandes modos de presentar la historia de la filosofía que de alguna manera han subsistido hasta la fecha: por “problemas”, por “autores” y por “escuelas”. Algunas veces las obras biográficas están asimismo organizadas por escuelas o “sectas”.
Dentro de las obras o doxografías que hemos llamado “doctrinales” – las que siguen el método de presentación de Teofrasto – se halla una recopilación a la que Diels dio el nombre de Vetusta Placita. Esta compilación contenía no sólo “opiniones” de autores hasta Teofrasto, sino también de filósofos peripatéticos, estoicos y epicúreos. La compilación doxográfica más importante de este estilo que ha llegado hasta nosotros es la del Pseudo-Plutarco, titulada Placita philosophorum.
Entre las doxografías biográficas destaca la de Diógenes Laercio, en la que se recogen informaciones proporcionadas por numerosos historiadores y biógrafos de la época alejandrina. Diógenes estudia cada escuela filosófica de forma cronológica pero aislada de las otras, por lo que carece de sistematicidad. Tampoco pone en evidencia las diferencias ni las semejanzas entre los diversos autores tratados, por lo que la evolución del pensamiento no queda clara. El plan utilizado para cada autor es siempre el mismo: nombre y origen del filósofo, educación, hechos relevantes de su vida, carácter moral, anécdotas, relato de su muerte, epitafio, discípulos, obras y síntesis de su doctrina.
En cuanto a las sucesiones, la más importante de ellas es la obra de Soción de Alejandría. De ella procede la distinción clásica entre la escuela de los jónicos y la de los itálicos.
4.3 Los diádocos
En la historiografía filosófica antigua se llama diádoco al jefe de una escuela filosófica que sucede a otro diádoco o que viene inmediatamente después del fundador de la escuela. Como (especialmente a partir de Sócrates) gran parte de las actividades filosóficas se desarrollaron en el seno de las escuelas, llegó a considerarse la descripción de la doctrina de los diádocos y su sucesión cronológica como un método adecuado de exposición de la historia de la filosofía. Tal método fue fomentado por el peripatético Soción de Alejandría, que redactó unos Diádocos (o Sucesiones) de los filósofos. Fue seguido por varios autores, entre los que destacan Heráclides lembos, Antístenes de Rodas, Jasón de Rodas, Filodemo de Gadara, Sosícrates, Diocles de Magnesia y Alejandro Polihístor.
Método parecido al de la historiografía por diádocos es el seguido por Diógenes Laercio en su Vidas de los filósofos, donde se toma como base la clasificación de las escuelas filosóficas en las llamadas serie de los jónicos y serie de los itálicos.
4.4 El cristianismo y su concepción de la historia
Con el cristianismo entró en el pensamiento occidental una nueva concepción de las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y el tiempo. El argumento decisivo contra el concepto clásico del tiempo es un argumento moral: la doctrina pagana es una doctrina sin esperanza, ya que la esperanza y la fe están, por esencia, orientadas hacia el futuro, y un verdadero futuro sólo puede darse si el tiempo pasado y el futuro no son fases semejantes en medio de un retorno cíclico, sin principio ni fin. Por eso, el cristianismo es una religión histórica: su fundamento está en un suceso histórico singular “en medio de los tiempos”, y abre una perspectiva suprahistórica, con relación a la cual comienzan los hombres a vivir. El hombre cristiano se concibe como un ser que desde el presente apunta hacia el futuro. Es dentro de esta concepción donde la realidad del hombre se hace algo histórico y donde la historia comienza a interesarle inmediata y verdaderamente.
Las características de la historiografía cristina son las siguientes:
1. La historia será universal. No existe un determinado centro de gravedad, como ocurría en la historiografía pagana, sino que interesa toda la historia desde el origen del hombre, y si ha de establecerse como un centro de gravedad, ese centro trasciende el mismo devenir histórico.
2. La historia no obedece ya a la sabiduría o voluntad de sus agentes, sino que la marcha de la historia está determinada por la Providencia. Esta historia providencial es fruto de Dios; el hombre sigue siempre los caminos que éste le marca y se convierte, así, en un vehículo de los propósitos divinos. El hombre que se da cuenta de este hecho se encuentra ya situado a un nivel superior al que marcaba la vieja sabiduría pagana. Esta es a razón por la que los creadores y herederos de la sociedad antigua pasaron a ser, casi hasta nuestros días, en sermones y escuelas dominicales, y en la opinión pública, no seres vivos ni racionales que supieran apreciar las artes y las ciencias, sino proscritos que no entraban en el sistema divino de la historia universal.
3. La historia es apocalíptica. La historia entera gira en torno a la vida histórica de Cristo, que divide la historia del hombre en dos momentos: un periodo de tinieblas anterior a Cristo y un periodo de luz, posterior a Él.
4.5 San Agustín de Hipona y su filosofía de la historia
En S. Agustín se concreta un nuevo modelo de entender la historia radicalmente distinto del que supone el pensamiento griego. La Ciudad de Dios es el ejemplo perfecto de esta revolución histórica que no es en el fondo una filosofía de la historia sino una exposición dogmática del cristianismo insertada en el devenir del mundo.
La Ciudad de Dios fue la respuesta que S. Agustín dio a un hecho histórico concreto: la caída de roma en poder de Alarico. Este hecho le sirve a S. Agustín para elevarse, por encima de las consideraciones particulares, hacia una interpretación en la que se explique de alguna forma la conexión entre los sucesos humanos. En el fondo de este hecho histórico, del que arranca la Ciudad de Dios, ve S. Agustín el devenir humano como un ininterrumpido combate entre dos reinos invisibles: la civitas Dei y la civitas terrena. Estos reinos no se identifican con la Iglesia visible por un lado y con el Estado por otro, sino que constituyen dos reinos místicos. La civitas terrena comienza sobre la tierra con el fratricidio de Caín, la civitas Dei con Abel. Caín es el ciudadano de este saeculum y, por su crimen, fundador del reino terrenal. Abel, por el contrario, es en este saeculum el peregrinans hacia una meta supraterrena. Abel, por el contrario, es en este saeculum el peregrinans hacia una meta supraterrena. Los descendientes espirituales de Abel viven in hoc saeculo y, por tanto, en el reino de Caín, pero sin por ello ser sus fundadores y moradores. Por consiguiente, la historia de la Ciudad de Dios no puede cordinarse con la ciudad de los hombres, sino que el verdadero devenir histórico de la ciudad de Dios consiste en la peregrinatio. En el pensamiento cristiano de S. Agustín el progreso no es otra cosa que una incansable peregrinación hacia una última meta final. Como civitas peregrinans la Iglesia tiene que relacionarse con los sucesos terrenales, en tanto que éstos sirvan para edificar la casa de Dios. Los hijos de la luz consideran su existencia terrena como un medio para la última alegría en Dios; los hijos de las tinieblas consideran a sus dioses como un medio para su alegría terrenal. De esta manera la auténtica historia consiste en una lucha constante entre la fe y la incredulidad.
Un rastro de platonismo se vislumbra en esta dualidad que Agustín establece. Por un lado el reino ideal de Dios, creador y orientador de la libertad terrena; por otro lado, esta misma realidad terrena despegada de su contraste ideal y apartada, por consiguiente, de su justificación y de su matriz. Pero frente a Platón y al pensamiento griego hay en Agustín un componente original y desconocido anteriormente. Las dos ciudades, como los dos amores, no son sólo dos realidades objetivas, sino que yacen en el fondo del espíritu humano y, en él, continúan también su lucha. Esta lucha, además de permitir al hombre moverse en libertad dentro del plan divino, supera el inmovilismo platónico, convierte al hombre en un peregrino de una meta futura, y a la historia en un progreso bajo la única forma en que éste puede ser aceptado por Agustín: como una separación cada vez más decidida entre fe e incredulidad, entre Cristo y el Anticristo. En la Ciudad de Dios también encontramos extractada una historia de la filosofía, siempre desde su peculiar perspectiva. Aparecen, pues, Anaximandro, Anaxímenes, Sócrates, Platón, Aristóteles, etc. La parte más extensa de su obra la dedica a exponer el pensamiento de Platón y de los neoplatónicos. El cuadro de la historia de la filosofía expuesto por Agustín no es, como el de Aristóteles, el preámbulo para la construcción de su propio sistema, sino que todo este pensamiento anterior es visto en aras de la meta última, pues la filosofía no es otra cosa sino una peregrinación.
4.6 La vía crítica: Kant
Kant distingue entre el concepto académico y mundano de filosofía. En el primer caso el sistema de conocimientos es buscado sólo como ciencia, sin mayor finalidad ni interés que el de la unidad sistemática del saber, o sea: la perfección lógica del conocimiento. El segundo concepto deja ver en cambio la filosofía como teleología rationis humanae: se trata de buscar la relación de todo conocimiento con los fines esenciales de la razón.
Distingue Kant cuidadosamente entre sistema y agregado. Este es un mero montón de noticias sueltas, que sólo mecánicamente (por yuxtaposición de partes) –y por ende exteriormente– puede ser visto como unidad. Por el contrario, el sistema está íntimamente unificado por una Idea, esto es: por un principio de enlace, jerarquización y valoración de conceptos en una perspectiva de totalidad. Según esto, en el sistema deben poder anticiparse sus límites de crecimiento y los elementos –su tipo– que lo compondrán. Crece, pues, de dentro a fuera, y la estructura que le compete es la articulatio, en la que cada parte está en función del todo, mientras que este no existe sino en la tensión de los miembros.
Es obvio, pues, que en el caso de la Historia del pensamiento, si esta quiere reflejar una verdadera historia filosofante de la filosofía, no podrá proceder histórica o empíricamente, sino racionalmente o a priori. Ello quiere decir: esa Historia considerará retrospectivamente toda doctrina pasada como sistema, a pesar de lo que ella explícitamente pretenda. De lo contrario sería imposible toda ordenación. He aquí, pues, una profunda justificación filosófica para hablar de Historia de los sistemas filosóficos, y no meramente de Historia de la filosofía. El pensamiento sólo puede ocuparse del pensamiento. Y ello es así, en tal grado, que sólo esta ocupación con el pasado de sí mismo permite un regressus trascendentalis en el que se recupere la propia esencialidad, de manera que bien puede decirse que, en Kant, el discurso filosófico habla de sí mismo al hablar de otros discursos, y sólo porque habla de estos.
Toda la filosofía kantiana está sostenida por la tensión entre la necesidad, pensada por las ideas regulativas, de un sistema, y la imposibilidad fáctica de este, dada la irreductibilidad última de la receptividad como fundamento innato. Tanto en el territorio teórico como en el práctico, debe ser lo que no puede eo ipso (nunca del todo) ser. Esta tensión dual es ejemplificada por Kant mediante la distinción entre el systema doctrinale y el systema naturale. El primero es, al menos en sus aspectos puros alcanzable, y aun a corto plazo. Se trata, en una palabra, de una Enciclopedia unificada de las ciencias filosóficas. Por el contrario, el systema naturale sería la plasmación de la doctrina de la empiria, que en modo alguno podría justificar o verificar los proyectos racionales, pero sí mostrar el camino de la aplicación sensata de estos. Dado el Mecanismo de la Naturaleza, regido según Kant por el Principio de los axiomas de la intuición (“todas las intuiciones son magnitudes extensivas”), esto es: según el Principio de partes extra partes, la dispersión indefinida de lo empírico impide a radice toda unificación global, a pesar de los esfuerzos del sistema trascendental humano. Con todo, es posible establecer una línea jerárquica (relaciones de progreso, pues), según vayan siendo cumplidas en la naturaleza las exigencias de la razón, por el avance mancomunado de la ciencia y la política. En este último caso, tenemos incluso ya presente (utópicamente presente), como idea regulativa, el cierre de ambos sistemas en una unificación civil dentro de una sociedad universal, cuyo primer paso sería una liga de naciones.
No hay ningún ejemplo, en las ciencias o en la política, que deje entrever otra cosa que la proyección asintótica de esa unificación final. Y sin embargo, existe un ámbito privilegiado en el que esa unificación está a punto (cree Kant) de ser lograda. En la filosofía, y sólo aquí el systema naturale (la historia) y el doctrinale (la Historia) coinciden, o bien sólo falta para ello pequeños aditamentos y perfeccionamientos (la derivación de los predicables, la transición entre los territorios racionales y los empíricos, la mediación entre legalidad y moralidad.
La Historia filosófica no es mera Historie (recuento de anécdotas u opiniones) sino Geschichte, esto es: acontecimiento regulado por aquello que la razón proyecta retrospectivamente como material de su realización. No todos los textos conservados y archivados bajo el rótulo de “Filosofía” lo son, sino sólo aquellos en los que cabe constatar empíricamente el camino que la razón humana, al cabo de la calle, se ha trazado. Tal es el valor de lo a priori sobre la historia: sólo lo orientado tiene sentido: miramos donde debemos mirar. Y a la inversa: esa historia –montón de textos– no está enteramente disponible, sino que en ella misma muestra rasgos, incitaciones, sugerencias o rechazos que apuntan en una dirección, y que van genéticamente formando la historia de la filosofía como reflexión de (parte de) esos textos sobre sí mismos.
Si el criticismo se puede reconocer como tal (si es, pues, crítica: enjuiciamiento) es porque él se muestra necesariamente en la historia como el momento de decisión de sistemas, y aun de métodos. El propio Kant lo reconoce, al final de la primera Crítica.
Allí se distinguen los movimientos filosóficos según el objeto de los conocimientos racionales (sensualismo o intelectualismo, Epicuro y Platón), según el origen del conocimiento puro (empiristas o noologistas: Aristóteles o Platón, Locke o Leibniz), y según el método (naturalista o científico; y este último, a su vez, dividido en dogmático o escéptico: Wolff o Hume).
4.7 Hegel: la historia de la filosofía como despliegue racional del Geist
La Historia de la filosofía no puede consistir –según Hegel– en la presentación de una serie de opiniones contingentes, y menos aún en una galería de necedades. El solo hecho de hablar de “opinión filosófica” muestra a las claras que no se sabe lo que se dice. Esos términos mientan una contradictio in adjecto; la opinión siempre es cosa de uno, y la filosofía se ocupa de lo universal. Hegel rechaza así vigorosamente toda concepción doxográfica, que a lo sumo no sería testimonio sino de “erudición”.
Parecido ataque se lleva a cabo contra una historia filológica de la filosofía, guiada por el presunto (des)interés de narrar los hechos sin parcialidad alguna, interés ni fin. Se trataría de dar cuenta de lo que hay, ni más ni menos. Esta falta de prejuicios, piensa Hegel, oculta el prejuicio máximo: la conversión del (archivo del) pensamiento humano en una cosa externa y sin vida, ladrillos o piedras que hay que enumerar. Sólo que, ¿bajo qué criterio? ¿Basta la cifra cronológica, la mera diferencia numérica, para explicar cambios (o semejanzas) entre doctrinas filosóficas? La historia de la filosofía sólo puede ser entendida por aquel que ya de antemano sepa qué es filosofía. Privada de su concepto, la filosofía en su historia será cosa tornadiza y vacilante. Hasta los cuentos de hadas para niños tienen una finalidad. ¿Cómo el relato –la relación– del pensamiento mismo sería en cambio cosa inconexa y sin orientación? La famosa apelación a los “hechos” es falaz: primero hay que enjuiciar de qué clase es un hecho. En nuestro caso: primero hay que decidir si un texto es filosófico o no lo es. Al “hecho” lo hace una descripción interpretativa.
Otra idea a desechar de todas estas opiniones (que cabría agrupar como Historia externa de la filosofía) es la del agnosticismo (escepticismo encubierto) ante el “peso” de la historia. ¿Cómo podría edificar un sistema que, además, diera razón de los intentos anteriores cuando hasta ahora todos han fracasado? Esa falsa modestia es desvelada por Hegel como genuina y desmesurada arrogancia: en efecto, el que contempla el pasado como ruinas lo está condenando a ser ruinoso; el que suspende su juicio ante la disparidad de opiniones está decidiendo (lo diga o no) que la filosofía es imposible.
Hegel huye también de todo cientificismo: la Historia de la filosofía no es nada comparable con la de las ciencias: estas pueden progresar por yuxtaposición o, como en la matemática, por ampliación. No así la filosofía. Tampoco la filosofía puede creer que, una vez proyectado el diseño verdadero del edificio, ella permanecerá sin cambios y sin otro aditamento que el de la popularidad. No; el saber mismo del devenir filosófico es ya filosofía, y no praeparatio de ésta: “la filosofía es conocimiento racional, la historia de su desarrollo tiene que ser ella misma algo racional, la historia de la filosofía tiene que ser ella misma filosófica”. De esta manera no sólo queda la Historia de la filosofía elevada al rango de ciencia filosófica, sino que incluso cabría interpretar a esa ciencia como la última y suprema.
La racionalidad (“concepto”) inherente a los textos filosóficos se encuentra de inmediato referida a algo otro, que la niega y a la vez la determina. Esa unidad inmediata es esente; es decir: en ella prepondera el lado del ser, en el sujeto. Esto significa que los aparentes cambios a los que se entregan las diferentes doctrinas en el tiempo inhieren en el sujeto, que así va ganando determinidad. Y a su vez, la determinación sólo alcanza sentido encarnada en una doctrina o sistema. En este quiasmo, la variación aparente se trueca en movimiento de introducción en sí mismo y de profundización en sí mismo. A medida que un texto va condensando su sentido, hasta ser capaz de hablar sólo de sí mismo (autorreferencialidad), en esa misma medida el texto ex-pone el mundo (lo otro de él). En el límite, texto, mundo, y el dar cuenta de esa relación, son una y la misma cosa. En nuestro caso: en el límite, cuando el espíritu borra el tiempo, Filosofía, historia de la filosofía, e Historia de la Filosofía son una y la misma cosa.
La filosofía del Estado conduce a Hegel a realizar una filosofía de la historia: la historia, como despliegue del espíritu, no puede ser sino racional; el sujeto es el espíritu y su objeto es el máximo desarrollo de la libertad. El espíritu absoluto es el espíritu de nuevo consciente de sí mismo, verdad final de todo el proceso dialéctico anterior: último desarrollo de todas las fases anteriores de pensamiento, naturaleza, espíritu subjetivo y espíritu objetivo. En su estado final, como resultado, el espíritu ya no actúa; contempla todo el proceso, cuyo resultado es él mismo, de una forma sensible a través del arte, de una forma emotiva y representativa a través de la religión y, mediante conceptos, a través de la filosofía. Tres maneras de aprehender el absoluto: como intuido, como representado y como pensado en conceptos. Si idea de filosofía es histórica, porque no es sino el desarrollo del espíritu que se piensa a sí mismo a lo largo del tiempo: filosofía e historia de la filosofía son lo mismo.
La filosofía es pensamiento que se acerca a la conciencia, que se ocupa consigo mismo, que se convierte a sí mismo en objeto, que se piensa a sí mismo y, sin duda, en sus diferentes determinaciones. La ciencia de la filosofía es, de esta manera, un desarrollo del pensamiento libre, o, mejor, es la totalidad de este desarrollo, un círculo que vuelve sobre sí, permanece enteramente en sí, es todo él mismo el que quiere volver sólo a sí mismo. Cuando nosotros nos ocupamos con lo sensible, entonces no somos libres en nosotros mismo, sino que somos en lo otro. Otra cosa sucede al ocuparnos con el pensamiento; el pensamiento existe solamente en sí mismo. Así la filosofía la filosofía es el desarrollo (evolución) del pensamiento, que no es impedido en su actividad. De esta manera la filosofía es un sistema. Pero la significación propia del sistema es totalidad, y es solamente verdadero en tanto que la totalidad que comienza desde lo simple y a través del desarrollo se hace siempre más concreto. En la filosofía como tal, en la filosofía actual, en la última, está contenido todo aquello que ha producido el trabajo durante miles de años, la filosofía actual es el resultado de todo lo precedente, de todo el pasado. Y el mismo desarrollo del espíritu, considerado históricamente, es la historia de la filosofía. Ella es la historia de todos los desarrollos que el espíritu ha hecho desde sí mismo, una representación de estos momentos, de estas etapas, como se han sucedido en el tiempo. Éste es el sentido, la significación de la historia de la filosofía. La filosofía emerge de la historia de la filosofía, y al contrario. Filosofía e historia de la filosofía son una misma cosa, una la imagen (trasunto) de la otra.
La mejor interpretación de la realidad es pensarla como idea (aspecto lógico) o espíritu (aspecto real), que se desarrolla en fases distintas dialécticamente relacionadas, y cuyo resultado no es meramente el término final, sino la totalidad del desarrollo. Lo real es espíritu y lo real es racional. El espíritu es autoconciencia, sujeto y objeto a la vez: el yo del hombre, pero es también el yo universal, el nosotros de todos los tiempos que ha tomado conciencia de sí mismo en la íntima interacción de todas las conciencias, porque nada es más real y verdadero que lo intersubjetivo, lo que a conciencia universal ha pensado como ciencia, moral, arte, religión o filosofía. Todo lo real es espiritual, porque todo es un momento del desarrollo del espíritu, y el espíritu es lo absoluto, porque nada tiene sentido fuera de su relación con el espíritu. Todo lo real es racional y a la inversa; por consiguiente, si no es racional no es real.
Para Hegel, la filosofía, en tanto que elemento de lo real, no escapa al imperativo, a la necesidad, de pensarse a sí misma. Pensar filosóficamente la pluralidad, la unidad de las filosofías en la historia y en la filosofía, este es el proyecto de Hegel, expuesto en la “Introducción” a las Lecciones sobre la historia de la filosofía. La filosofía se da, sobre todo, como la sucesión histórica de un gran número de pensadores que se contradicen entre sí. Lo cual no significa que se trate en esta obra, pese a su título, de una “historia de la filosofía”, que diera cuenta de las doctrinas pasadas de los filósofos. Para Hegel la historia pasada no es una cosa muerta.
Hegel considera la filosofía como la forma de conciencia más elevada que el Espíritu pueda tomar de sí mismo, por encima incluso de la religión y el arte. La toma de conciencia filosófica hunde su raíz en la historia real, porque la filosofía es siempre la conciencia filosófica de cada tiempo. De esta forma, el lector asiste a la elaboración progresiva de lo Absoluto a través de la sucesión de los grandes sistemas filosóficos. No son los filósofos lo que interesa a Hegel, sino sus pensamientos, entendidos como momentos en el interior de un proceso total. Cada uno de esos momentos, cada una de esas filosofías, tiene su misión, su función histórica, precisamente delimitada, al mismo tiempo que también se precisan sus límites: “El filósofo no puede hacer profecías”. Ningún pensador puede transgredir los límites de su historia concreta; cada filosofía es la expresión del pensamiento que es posible en su momento histórico; nadie puede ir más allá, sino sólo la Razón absoluta. En este sentido, el ardid de la razón también podría explicarse, análogamente, en este aspecto, y no sólo en el del héroe político.
Para Hegel existe una unidad profunda dentro de la totalidad del proceso que constituye la historia de la filosofía. La verdad se da en el proceso como totalidad, y este proceso es el único que adquiere verdadera justificación racional. La auténtica filosofía, la verdadera, no es una filosofía particular, sino la totalidad que constituye el sistema de la verdad de la historia.
Así pues, la verdadera filosofía es la totalidad del proceso del desarrollo del Espíritu, concretado en la historia, que conduce a la negación de la negación que es el saber absoluto, el que el Espíritu tiene de sí mismo. Todas las filosofías son filosofía, pero ninguna filosofía concreta es la filosofía. El proceso dialéctico se percibe en la permanente afirmación y refutación de unos sistemas filosóficos por otros. Todos estos sistemas se perciben, pues, como necesarios, como lo son sus refutaciones. Éstas no hacen que las filosofías anteriores desaparezcan en la nada, sino que sean asumidas en la totalidad; la verdad se da en la totalidad, en el proceso como tal, y en éste también entran los sistemas que podrían calificarse de “erróneos”, pues estos sistemas también forman parte de la totalidad, y han sido condición necesaria de su superación. En este sentido Hegel no pretendía presentar la última filosofía, la verdadera, sino que se tiene a sí mismo como la culminación de un proceso, que toma conciencia, al fin, de sí mismo.
4.8 Hillebrand: la historia de la filosofía como esfuerzo del Espíritu en el tiempo
Joseph Hillebrand, en Propädeutik der Philosophie nos ofrece una matizada definición de la historia de la filosofía cuando propone que consiste en la «exposición de aquellos esfuerzos del Espíritu que han tenido lugar a lo largo del tiempo en relación con la concreción del concepto de filosofía». Dos ideas eminentemente hegelianas aparecen en esta definición. La primera es su concepción del Geist que aspira a expresarse a sí mismo. La segunda es esa realización del concepto de filosofía a lo largo del tiempo. La historia de la filosofía es, pues, la manifestación del Espíritu en su decurso temporal. Hillebrand ofrece además una serie de consejos o propuestas metodológicas para abordar el estudio de las fuentes de la filosofía: 1) clara exposición de las distintas doctrinas filosóficas; 2) mención de las circunstancias especiales que han condicionado el surgimiento de cada sistema; 3) mostrar las conexiones externas e internas de los sistemas.
4.9 Rixner: la historia de la filosofía como historia
Rixner enfoca la historia de la filosofía de una manera que hoy se suele llamar filosófica, aunque sin caer en los tópicos de creer que la verdadera historia de la filosofía consiste en las especulaciones sobre lo que han pensado y escrito los filósofos. El acento, según Rixner, recae en lo histórico, armonizando los datos en un todo coherente. Para él la historia es la “exposición científica del surgir en el tiempo de todo aquello que ha tenido lugar en algún momento; bien sea en el ámbito de la naturaleza, o en el ámbito de la humanidad”. Y una parte de la historia general es la historia de la filosofía, que Rixner define como la «investigación científica, comunicación y exposición del nacimiento y desarrollo, en el tiempo, de la ciencia de los últimos principios y leyes, tanto de la Naturaleza como de la Libertad».
Y en la historia hay que diferenciar su materia de su forma. La primera son las manifestaciones del espíritu en los diferentes pueblos; la forma es la unidad de la razón. Las razones en que se apoya esta profunda unidad de la razón son: 1) la unidad de la razón en todos los pueblos y tiempos; 2) la unidad de las metas últimas de la investigación filosóficas en todos los sistemas; 3) la unidad de sus objetivos teóricos y prácticos; 4) la unidad de las relaciones de la filosofía con los demás dominios del pensamiento. Por esto, no importa que cada sistema, como parte de una razón eterna y de una verdad inmutable, sea refutado por un sistema opuesto. El sistema es un punto de vista, y el punto de vista es algo perecedero. Desde esta perspectiva la historia de la filosofía debe ser:
1. Orgánica, como un organismo que descansa en sí mismo, y se cierra en sí mismo, y crece desde sí mismo.
2. Armónica, en el sentido que aparezcan en ella lo uno y lo múltiple, lo eterno y lo temporal, lo finito y lo infinito. Formalmente parecen separados y distintos; sin embargo, considerando los sistemas desde el punto de vista de la razón, son como rayos que confluyen en una misma luz.
3. Especulativa, porque la historia de la filosofía es, también ella, filosofía.
4. Poética, pues Rixner entiende por tal el que la exposición del pensamiento se considere ago así como la Iliada y la Odisea del espíritu humano.
En definitiva, la historia de la filosofía es una rama particular de la historia general de la cultura, cuyo objetivo es el estudio crítico de la aparición, la exposición y el desarrollo de los problemas filosóficos a lo largo del tiempo y de las diversas tentativas de los hombres para darles soluciones. El concepto de filosofía lleva implícita la noción de historia, porque la filosofía es un producto de la actividad intelectual del hombre elaborado a lo largo del tiempo. Las cosas inmutables tienen duración, pero no historia. Solamente tienen historia los resultados de la actividad humana que se hacen, se desarrollan y perfeccionan en el tiempo. Si existiera la filosofía en sí misma, como una entidad sustancial hecha y estática, tendría duración, pero no historia. Lo mismo sucedería si hubiese sido hecha de una vez para siempre. En este caso a la historia solamente le correspondería señalar la fecha de su aparición. Pero la filosofía no existe de esa manera. Los que existen, o han existido, son los filósofos, que son quienes la han ido haciendo poco a poco, con la aspiración de llegar a la conquista de la verdad. El desarrollo y la sucesión de esas vicisitudes a lo largo de la existencia de la Humanidad, con sus aciertos y errores, sus aproximaciones y desviaciones hacia la consecución de su objeto, es la materia sobre la que versa la Historia de la Filosofía.
4.10 Brentano
Brentano desecha toda semejanza entre la historia de las ciencias y la de la filosofía. Aquellas pueden conocer períodos de inactividad, embarcarse en vías muertas, sufrir presiones externas, etc. Mas, en general, su desarrollo es continuo y lineal. La historia de la filosofía se asemeja más a la del arte. Este autor respeta la distinción tradicional de épocas: antiguos, medievales, modernos, más afirma que la estructura del desarrollo es análoga en los tres. Cada período está escandido en cuatro estadios:
1. La fase inicial es el momento del desarrollo y auge: a un vivo interés, teoréticamente puro (conocimiento sin interés, por tanto), se une un “método esencialmente conforme a lo natural”. La gran filosofía es una metafísica realista y adecuada al sano sentido común
2. Tal metafísica pierde sin embargo su pureza por mezclarse con “algunos motivos prácticos”; extiende ciertamente los principios de la primera fase, en un laudable propósito de ilustración: mas esta dispersión desemboca forzosamente en un escepticismo creciente.
3. El escepticismo engendra como reacción un movimiento dogmático, que busca consolidar sin prueba alguna doctrinas basadas en última instancia en intereses prácticos
4. Tal fijación dogmática acaba desvinculándose por entero del mundo en que surgió y se inventa un mundo propio, tan etéreo como falso: se da aquí “el punto más extremo de la caída”. La filosofía cae en los abismos del irracionalismo y el misticismo.
4.11 Hösle
Su división es, en general, quíntuple: tesis, conexión y paso entre tesis y antítesis, antítesis, conexión y paso entre antítesis y síntesis, y síntesis.
1. Tesis. Filosofía realista. Se caracteriza por atender a una secuencialidad lógico-formal, tender al dogmatismo y al racionalismo y pretender alcanzar un Objeto único, eterno y en quietud. Separa ingenuamente lo finito de lo infinito, parte de presupuestos no probados, procura copiar metódicamente el proceder de las ciencias hipotético-deductivas y no cuestiona la cognoscibilidad del absoluto, a pesar de que la distinción de que esta filosofía parte (la separación entre sujeto y objeto, entre cognoscente y conocido) lleva en su seno, necesariamente, el paso al escepticismo
2. Paso de la tesis a la antítesis. Escepticismo. Se trata de una ampliación y divulgación del dogmatismo anterior, lo cual implica necesariamente la pérdida de la rígida (abstracta) distinción entre lo racional y lo sensible, lo legal y lo fenoménico. Ahora la naturaleza se dispersa en una multiplicidad. La filosofía no pretende ya adueñarse dl método de las ciencias, sino convertirse ella misma en una ciencia (aunque sea una ciencia de la ciencia, o una ciencia general): cientificismo. Metafísicamente hablando, estos períodos son materialistas, y epistemológicamente sensualistas aunque, sin darse cuenta de ello, se usen dogmáticamente categorías abstractas
3. Antítesis. Escepticismo. Representa el grado máximo de decadencia. La filosofía (o lo que de ella queda) se caracteriza por su carácter de negatividad abstracta. En estos periodos quedan negados el Absoluto mismo, la verdad y aun la pura exterioridad. Queda en pie, tan sólo, la propia subjetividad, entendida empero como “teatro” o “campo de acción”, sin centro ni sujeto, o bien como “átomos” impenetrables e inescrutables (aún para ellos mismos). En esta fase predominan las categorías negativas: alteridad, finitud, pluralidad, …
4. Paso de la antítesis a la síntesis. Filosofía trascendental finita. La interna contradictoriedad del escepticismo y la destrucción producida por la marea sofística entrañan necesariamente una reacción (no sólo filosófica, sino también política). De ahí el pensar trascendental, cuyo presupuesto básico es que toda expresión (aún la del escepticismo) implica verdad (esto es: universalidad lógica e intersubjetividad). Se trata pues de buscar las condiciones de posibilidad garantes de toda pretensión veritativa. Sin embargo, dada la procedencia del trascendentalismo (la etapa escéptica), la identidad axial en torno a la cual se originan esas condiciones es finita; en términos gnoseológicos: es subjetiva, en cuanto exige necesariamente un opuesto valor objetivo (aunque en su raíz permanezca desconocido). Y en términos éticos esta etapa preconiza y peralta la libertad, mas como autonomía (sólo las leyes son universales y libremente asumibles; y ello justamente porque en lo concreto se admite un mundo hostil o indiferente a esas leyes
5. Síntesis. Filosofía de la identidad. Se agrupan aquí el idealismo objetivo y absoluto. El planteamiento es el de la ontoteología.
4.12 La concepción de la “Historia de la filosofía” en Víctor Cousin
Concibió, como Hegel, la historia de la filosofía como la manifestación de sucesivas etapas del espíritu; pero, en oposición a Hegel, no la entendió como una revelación o autodespliegue del Espíritu absoluto en el proceso de la historia, sino como formas del espíritu susceptibles de regresión e indefinidamente repetidas. Estas formas pueden reducirse a cuatro. Ellas son los diferentes aspectos de una historia de la filosofía que no puede sustituir a la propia filosofía, porque hay en ésta, como conciliación superior, algo más que en su historia: “la historia de la filosofía no lleva en sí misma su claridad y no constituye su propio fin”. En primer término, hay el sensualismo, que quiere explicar por la sensación todos los fenómenos o, mejor aún, que considera aquélla como el único orden de fenómenos existente en la conciencia. A su lado, el idealismo atiende a otra realidad descuidada por el sensualismo, pero a su vez descuida la sensación y olvida la coexistencia de idea y sensación en la conciencia. Luego, el escepticismo refuta los dos dogmatismo anteriores, pero toma por error total lo que no es sino error parcial, acabando en un dogmatismo de nuevo cuño. Finalmente, para salvar las dificultades anteriores, la reflexión se inclina a la espontaneidad y, situándose más acá de todo análisis, se convierte en misticismo. Estos cuatro sistemas “han sido; por lo tanto, son verdaderos cuando menos en parte”, sino uno de ellos perece “toda la filosofía está en peligro”.
Según Cousin, la observación directa de la realidad, tal como es dada a la conciencia, permite advertir el origen de los datos que el análisis de Condillac había descompuesto artificialmente en sensaciones, y permite, al propio tiempo, que sean aceptadas como primitivas las facultades activas del espíritu y las mismas condiciones de la posibilidad del conocimiento universal de las cosas. Dicha razón de origen equivale a reconocer como verdaderos los principios negados o dejados en suspenso por el análisis escéptico y afirmar las entidades que, como las substancia y la causalidad, y en cuanto soporte de ellas, Dios, son disueltas o relegadas a lo inconcebible por la crítica.
El eclecticismo cousiniano fue uno de los motores principales que llevaron a ocuparse seriamente de historia de la filosofía.
4.13 Comte
Para Comte, la historia entera de la filosofía se escinde, como la historia general, en tres fases: la teológica, la metafísica y la positiva, fases que representan no sólo distintas orientaciones del pensamiento, más también el predomino de una forma de sociedad.
La fase teológica es aquella en la cual el hombre explica los fenómenos por medio de seres sobrenaturales y potencias divinas o demoníacas; a este estadio, cuyas fases son el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo, corresponde un poder espiritual teocrático y un poder temporal monárquico, unidos en un Estado de tipo militar. Le sigue un estadio metafísico, que arranca del monoteísmo como compendio de todas las fuerzas divinas en un solo ser y que, al personalizarlas en una unidad permite al propio tiempo su despersonalización. Las causas de los fenómenos se convierten entonces en ideas abstractas, en principios racionales. Es un período crítico, negativo, una desorganización de los poderes espirituales y temporales, una ausencia de orden que tiende continuamente a la anarquía, pues en el estadio metafísico irrumpen todas las fuerzas disolventes de la inteligencia. Finalmente, sobreviene el estadio positivo, que sustituye las hipótesis y las hipóstasis metafísicas por una investigación de los fenómenos limitada a la enunciación de sus relaciones. A esta altura del progreso intelectual corresponde una superación de la fase crítica intermedia; el poder espiritual pasa entonces a manos de los sabios, y el poder temporal a manos de los industriales.
Su doctrina de las tres fases es menos un intento de comprensión de la historia de la filosofía que la expresión del deseo de encontrar en una nueva ortodoxia el fundamento de una sociedad que supere el período crítico moderno.
4.14 Renouvier
Renouvier, por un lado, supone que la historia de la filosofía es la eterna contraposición de dos metafísicas últimas que adoptan los más diversos nombres y contenidos, pero que acaso puedan reducirse a la dramática contraposición del impersonalismo y el personalismo.
El personalismo es, desde el punto de vista metafísico, el resultado de la opción por lo relativo frente a lo absoluto y por lo concreto frente a lo abstracto. Lo abstracto es impersonal. Lo concreto es personal. Desde el punto de vista de la persona concreta, la moral deja de ser para Renouvier una mera “hipóstasis”; se convierte en un orden humano, en un ideal que puede ser alcanzado, aunque sólo de modo aproximado. En la realización de este ideal interviene la personalidad como “libertad a través de la historia”. La personalidad es la base de la historia y de la moral. Sólo por ser una persona y, por ello, un agente libre puede el hombre, al hacer su propia historia, realizar un efectivo progreso y no el mero desenvolvimiento de una serie de momentos predeterminados. La fatalidad de la historia es eliminada radicalmente de una concepción que ve en la libertad personal la condición del progreso efectivo y concreto tanto como de la moralidad. Por eso une Renouvier a su lucha contra el determinismo el intento de la demostración de la posibilidad de una historia distinta de la que ha sido que muestre, por la irrupción de factores azarosos, la posible desviación del curso seguido hasta ahora por la humanidad.
4.15 Dilthey
Comprender es, en Dilthey, conocer la ley de formación de un fenómeno a través de la reacción del individuo frente a la comprensión “de término medio” propia del método histórico. Esto se enmarca en la metáfora biologicista de interacción de un ser vivo con su medio. El medio sería, aquí, lo que Dilthey llama “conexión vital”; a saber, en el caso de un pensador, el “mundo” de sus colaboradores, adversarios y personas por él influenciadas. Todo ello sobre la base de que la estructura psíquica de esos hombres, reflejada en sus productos, es la misma que la de la figura central. Historia será justamente el medium de la comprensión de sí de la actividad intelectual en su despliegue social. De aquí que la historia, en sentido estricto, sea biografía: una activa reacción a las fuerzas del mundo para otorgarles forma unitaria original: existencia como obra de arte.
Ello supone la imposibilidad de trazar a priori un esquema necesario y anticipatorio de los distintos modos de reacción. El proceso histórico va urdiendo su trama al hilo de los modos inéditos de existir que estrenan, elegantemente, personalidades poderosas, guiadas por el ideal de la vivencia de conjunto: el conocimiento inmediato de carácter total de nuestro interior. Tal vivencia presenta un doble aspecto: por un lado, es algo comprobable por introspección psíquica; por otro, funciona como condición trascendental de posibilidad de toda otra vivencia que pretenda tener sentido, y de toda interpretación. En este sentido toda vida plena es teleológica, puesto que adelanta volitivamente su sentido. Sobre esa Gesamterlebnis es posible, en definitiva, la erección ulterior de las ciencias del espíritu, cuyo centro será evidentemente, a su vez, la psicología, mas no como ciencia explicativa, sino como disciplina fundamental que “describiendo, comparando y analizando inicia y funda el conocimiento del mundo histórico humano”. Se trata pues de una psicología descriptiva.
Toda filosofía supone una reflexión sobre el nivel de la vida cotidiana y se endereza a la comprensión de las producciones culturales, con la pretensión de trazar una síntesis válida que dé un sentido coherente a la vida espiritual. Su centro es la autognosis. Desde ella puede pasarse a una fundamentación de la ciencias del espíritu y, posteriormente, de las de la naturaleza. Tras la exposición de las conexiones entre ciencias y cultura, cabría llegar así a una reflexión sobre los fundamentos últimos del saber. Se establece así una jerarquía de las ciencias: psicología descriptiva, teoría del conocimiento, enciclopedia de las ciencias y totalidad sistemática.
Dilthey impone sobre estas pretensiones el hecho indiscutible de su fracaso histórico. Justamente esto convierte a la filosofía en metafísica: el olvido de la conciencia histórica, que establece necesariamente la parcialidad de los rendimientos de la conciencia, surgidos de un afecto no menos parcial (particular); armónico de la experiencia de la vida, lleva a las filosofías a la absurda pretensión de querer vale como la cosmovisión universal y absoluta. El filósofo olvida, en sus exigencias de validez general, que en todo sistema “viene a expresarse, en la mera forma del pensar filosófico, un determinado comportamiento afectivo”.
Y no sólo ello: también las circunstancias climáticas, raciales, nacionales, etc. modifican cada presunto sistema y lo hacen incompatible con otro. Todo esto puede resumirse en un hecho, para Dilthey incontestable: las filosofías pasan, mueren y son olvidadas: “lo que está condicionado por relaciones históricas es también relativo en su valor”. Dilthey recurre al famoso tribunal de la historia como interno a la historia misma (contra Kant): la historia universal es el juicio final en el que todo sistema metafísico queda juzgado como relativo, efímero y perecedero.
Se trata de buscar las razones de este trasiego (nacer y perecer) de los sistemas. Ahora bien, estas razones son heterogéneas a las presentadas por los sistemas mismos. Estas últimas son de orden lógico, argumentativo; tras estas razones se encuentra la astucia de la vida, que se genera en múltiples modulaciones y se sostiene en aquel trasiego. Tales modulaciones admiten un recuento significativo de humores o talantes, en torno a los cuales se agrupan. Estos talantes forman la capa inferior que configura el desarrollo de las cosmovisiones.
Es posible, pues, entresacar las Lebensstimmungen responsables de la variedad de los sistemas. En su raíz sigue habiendo, con todo, algo irracional, incognoscible, que hace imposible todo intento de composición de esos talantes en un fundamento común. La causa verdadera que explica un sistema, dice Dilthey, es “algo en definitiva persona… un modo de vivir y de ver que le era justamente apropiado a este genio”. Este último bastión incognoscible es lo que hace del hombre concreto, individual, el cuerpo fundamental de la historia. Y por ello es la biografía el tópos decisivo donde tal cuerpo fundamental llega a comprensión.
Según Dilthey, por una parte es posible establecer tipos, obtenidos por comparación histórica pero pertenecientes a la estructura psíquica de la vida, y que a ella sirven y representan teleológicamente. Por otra parte, esos tipos están radicados en el genio concreto e individual de cada filósofo (qua hombre personal), de modo que la agrupación tipológica será en todo caso una taxonomía superficial, que nunca podrá arrogarse la pretensión de establecer un orden, valoración o conexión cualquiera entre esos tipos: la Historia de la Filosofía es así dependiente, a nivel del pensamiento organizativo y propuesto colectivamente, de la psicología descriptiva. Cada filosofía representa con igual legitimidad (más allá de sus vanas pretensiones de absolutez) la vida en general, y no sólo una época determinada, de la misma manera que todas las filosofías de una época la representan con igual legitimidad.
Un punto clave en su doctrina historiográfica es el de la radical discontinuidad entre los sistemas: el paso de una filosofía a otra, cree, no está forzado ni influenciado por el sistema anterior. Según él, los principios de una época o sistema se agotan, luego viene principios contrarios que son aceptados, y que se muestran fecundos durante cierto tiempo.
Un punto clave en la comprensión de la Historia por Dilthey es que la ley del desarrollo de los sistemas no es inherente a estos; es decir, que el paso de una filosofía a otra no está forzado ni promovido por el sistema anterior. Al contrario, es necesario olvidar la tradición para que surja el sistema que la renueva.
La tipología de la historia de la filosofía de Dilthey distingue tres grupos: naturalismo, idealismo de la libertad e idealismo objetivo. Al naturalismo le acompañan sensualismo (en epistemología), materialismo (en metafísica), mecanicismo (en filosofía de la naturaleza) y hedonismo (en ética). El idealismo de la libertad parte de la experiencia del valor capital de la libertad humana, como irreductible a la naturaleza. El idealismo objetivo es ambiguo, pues tiene aspectos naturalistas e idealistas a la vez.
4.16 Santayana
Santayana manifiesta que el curso de la filosofía occidental parece haber alcanzado su mayor culminación en tres grandes sistemas: el naturalismo, el sobrenaturalismo y el romanticismo, y que cada uno de éstos se halla representado, más que por un filósofo, por un gran poeta: Lucrecio en el primer caso, Dante en el segundo, Goethe en el último.
4.17 La visión postmoderna de la historia de la filosofía: Rorty
Para Rorty, la forma de concebir la filosofía, el modo de concebir la historia de la filosofía, tiene un antes y un después de Kant. Según Rorty, la idea de que existe una disciplina autónoma llamada “filosofía”, distinta de la religión y de la ciencia y capaz de emitir juicios sobre ambas, es de origen muy reciente. Se ha dicho que los iniciadores de la filosofía moderna son Descartes y a Hobbes, pero ellos pensaban en su función cultural en términos de “la guerra entre la ciencia y la teología”. Estaban luchando (aunque discretamente) para conseguir que el mundo intelectual fuese seguro para Copérnico y Galileo. No se veían a sí mismos como si estuvieran ofreciendo “sistemas filosóficos”, sino como contribuidores al florecimiento de la investigación en matemáticas y mecánica, y como liberadores de la vida intelectual frente a las instituciones eclesiásticas.
Sólo después de Kant se impuso la moderna distinción filosofía-ciencia. Hasta que no se quebró del dominio de las iglesias sobre la ciencia y la erudición, las energías de los hombres a quienes ahora consideramos como “filósofos” se dirigían a la demarcación de sus actividades separándolas de la religión. Sólo cuando se hubo ganado esa batalla pudo plantearse la cuestión de la separación de las ciencias.
La demarcación entre filosofía y ciencia que llegó a imponerse fue posible gracias a la idea de que el núcleo de la filosofía era la “teoría del conocimiento”, una teoría distinta de las ciencias debido a que era su fundamento; esta idea no se incorporó a la estructura de las instituciones académicas, y a las auto-descripciones espontáneas de los profesores de filosofía, hasta bien entrado el siglo XIX. Kant, sin embargo, consiguió transformar la antigua idea de la filosofía –la metafísica en cuanto “reina de las ciencias” por ocuparse de lo que era más universal y menos material– en la idea de una disciplina “más básica” –una disciplina con carácter de fundamento. La filosofía se convirtió en “primaria” no ya en el sentido de “la más alta” sino en el sentido de “subyacente”. Cuando Kant hubo escrito su obra, los historiadores de la filosofía pudieron situar a los pensadores de los siglos XVII y XVIII como hombres que trataban de dar respuesta a la pregunta “¿Cómo es posible nuestro conocimiento?” e incluso de proyectar esta cuestión hasta los pensadores de la antigüedad.
Kant colocó a la filosofía “en el camino seguro de la ciencia” colocando el espacio exterior dentro del espacio interior (el espacio de la actividad constituyente del ego trascendental) y afirmando luego la certeza cartesiana sobre el interior para las leyes de lo que antes se había considerado como exterior. De esta manera reconcilió la afirmación cartesiana de que podemos tener certeza únicamente de nuestras ideas con el hecho de que ya teníamos certeza –conocimiento a priori– de lo que parecían no ser ideas. La revolución copernicana se basaba en la idea de que sólo podemos tener conocimiento de los objetos a priori si los “constituimos”, y Kant no se preocupó nunca por la pregunta de cómo podríamos tener conocimiento apodíctico de estas “actividades constituyentes”, pues se suponía que eso corría a cargo del acceso privilegiado cartesiano. Una vez que Kant hubo sustituido la “filosofía de la comprensión humana del celebrado Mr. Locke” por “la materia mítica de la psicología trascendental”, la “epistemología” había llegado a la mayoría de edad.
Además de elevar “la ciencia del hombre” de un nivel empírico a un nivel a priori, Kant hizo otra cosa que contribuyeron a que la filosofía-como-epistemología adquiriera confianza en sí misma y carácter auto-consciente. Al identificar como problema central de la epistemología las relaciones entre dos clases de representaciones –“formales” (conceptos) y “materiales” (intuiciones)– igualmente reales pero irreductiblemente distintas, hizo posible que se vieran importantes continuidades entre la nueva problemática epistemológica y los problemas (los problemas de la razón y de los universales) que habían preocupado a los hombres de la Antigüedad y de la Edad Media. De esta manera hizo posible que se escribieran “historias de la filosofía” de corte moderno, en donde se concibe a la filosofía principalmente como epistemología.
Según Rorty, Kant proporcionó un marco de referencia para entender la confusa escena intelectual del siglo XVII cuando dijo que “Leibniz intelectualizó las apariencias”, lo mismo que Locke … sensualizó todos los conceptos de la comprensión” (Crítica de la razón pura, A271, B327). De esta manera creaba la versión clásica de “la historia de la filosofía moderna” según la cual la filosofía pre-kantiana fue una lucha entre el “racionalismo”, que quería reducir las sensaciones a conceptos, y el “empirismo”, que quería realizar la reducción inversa. Si en vez de eso Kant hubiera dicho que los racionalistas querían dar con una forma de reemplazar las proposiciones sobre cualidades secundarias con proposiciones que realizaran de alguna manera la misma función pero que fueran conocidas con certeza, y que los empiristas se oponían a este proyecto, los dos siguientes siglos de pensamiento filosófico podrían haber sido muy diferentes. Si el “problema del conocimiento” se hubiera formulado en términos de las relaciones entre proposiciones y el grado de certeza que se les atribuía, y no en términos de supuestos componentes de las proposiciones, quizá no hubiéramos heredado nuestra idea actual de “Historia de la filosofía” según la cual la historia de la filosofía es la historia de una problemática descubierta por los griegos y objeto de preocupación hasta nuestros días, problemática que se puede resumir como “la relación entre universales y particulares”.
La aportación de Kant, una de las aportaciones, a la historia de la filosofía consistió en distinguir en nuestra experiencia cognitiva dos elementos: los datos inmediatos, como los de los sentidos, que son presentados o dados a la mente, y una forma, construcción o interpretación, que representan la actividad del pensamiento.
La actual concepción de la filosofía como “teoría del conocimiento” se debe a un error de Kant. Si Kant hubiera pasado directamente de la idea de que no se debe identificar “la proposición singular” con “la singularidad de una presentación al sentido” (ni, por lo tanto, al intelecto) a una concepción del conocimiento como relación entre personas y proposiciones, no habría necesitado la idea de “síntesis”. Podría haber considerado a la persona como una caja negra que emitía oraciones, estando la justificación de estas emisiones en su relación con su entorno (incluyendo las emisiones de sus iguales, las otras cajas negras). Entonces, la pregunta “¿Cómo es posible el conocimiento?” habría sido semejante a la pregunta “¿Cómo son posibles los teléfonos?”, en un sentido parecido a “¿Cómo se puede construir algo que haga eso?”.
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