1. El Estado de bienestar
1.1 Concepto
El concepto de Estado de bienestar se alza como el anhelo de proyecto social en la mayor parte de las sociedades tecnificadas actuales. Pero no se trata de un asunto novedoso; surge, siquiera como reconocible en sus puntos fundamentales de desarrollo, en el curso de la modernidad. La conceptualización de Estado de bienestar atañe a lo que, genéricamente, denominaríamos provisión y satisfacción de ciertas necesidades consideradas básicas de carácter económico, educativo, sanitario, etc., sancionadas por las sociedades modernas desde instancias diversas, así privadas como públicas, al amparo del Estado como garante y regulador. El máximo desarrollo de este concepto y de su aplicación se alcanza en el seno de los países democráticos de economía capitalista. Dadas las supuestas características pluralistas de estas sociedades, la aspiración del Estado de bienestar plantea mayor complejidad de índole política, económica y ética. Así el cúmulo de problemas se extiende para el interés de las diversas disciplinas, debiéndose ceñir nuestro análisis a los ámbitos de la ética y de la sociología donde atender, específicamente, a los asuntos de la libertad y de la alienación posibles en estas sociedades.
Los creadores del Estado del bienestar reconocieron, en coincidencia con el diagnóstico de los marxistas, que en el capitalismo la acumulación de riqueza por los propietarios implica el empobrecimiento de los no propietarios. Pero el Estado de bienestar, en confrontación con el diagnóstico de los marxistas, no se proponía eliminar las causas de este fenómeno tan negativo –que hacía impopular al capitalismo–, sino sólo los efectos: únicamente aspiraba a atenuar los conflictos que se derivan de tales diferencias. El gran instrumento de esta auto-reforma del sistema capitalista es el sistema fiscal, que atiende a la subvención de las actividades del Estado y, sobre todo, a una redistribución menos discriminatoria de la riqueza producida.
De acuerdo con Keynes, a quien corresponde la paternidad del Estado social, éste se propone la combinación y conjunción de un crecimiento económico ilimitado, por un lado, y por el otro, una mejor redistribución de la riqueza, una mayor justicia social, lo que queda resumido en la llamada fórmula keynesiana: Desarrollo económico más bienestar social.
Aquí el Estado aparece no sólo como garante del orden público, de la defensa exterior y del imperio de la ley, sino como distribuidor más justo de la riqueza, como protector de los sectores más débiles y, sobre todo, como previsor de futuro para los más pobres; gracias al Estado, el individuo se encuentra amparado literalmente desde la cuna a la tumba, porque el Estado está presente de modo eficaz en todos los momentos de la vida de la persona. El capitalismo, que se había mostrado profundamente celoso de las intromisiones del Estado en la sociedad, utiliza ahora a aquél para irrumpir en ésta.
El llamado compromiso socialdemócrata expresa muy bien la gran operación del Estado de bienestar keynesiano. Aquí el movimiento obrero renuncia a poner en cuestión las relaciones de producción –a poner en cuestión la propiedad privada–, a cambio de la garantía de la intervención estatal en el proceso de redistribución a fin de asegurar condiciones de vida más igualitarias, seguridad y bienestar a través de los servicios, asistencia y defensa del empleo. Existe un compromiso o acuerdo entre clases instituido políticamente, mediante el cual los trabajadores aceptan prácticamente todo, a cambio de la seguridad de un nivel mínimo de vida y de los derechos liberal-democráticos. Como consecuencia, las organizaciones de la clase obrera (sindicatos y partidos políticos) reducen sus reivindicaciones. Crecimiento económico y seguridad social son indispensables, pues cada clase debe prestar atención a los intereses de la otra clase. Las clases poseedoras aceptan las políticas de redistribución de las rentas, a cargo del Estado, pero exigen la intangibilidad de los fundamentos de la producción capitalista: la propiedad privada de los medios de producción, sin limitación. Las clases subalternas aceptan esa intangibilidad de los fundamentos de la producción a cambio de la política de rentas y del reconocimiento, por las clases propietarias, de sus propias instituciones (partidos y sindicatos). Es lo que se denomina la “reconciliación de capitalismo y democracia”.
El fundamento ideológico del Estado de bienestar se encuentra en la tesis keynesiana de que la economía no es capaz por sus propios resortes de lograr el equilibrio con pleno empleo de los recursos. Al contrario, Keynes llegó a demostrar que se puede alcanzar la situación de equilibrio (una situación de la que la economía no esta en condiciones de salir de sí misma), pero manteniendo un alto grado de desempleo. Tal situación no era, por supuesto, deseable. Y, sin embargo, ante ella no cabía más alternativa que forzar las cosas desde fuera para reactivar la economía y salir del desempleo. Esta tarea era responsabilidad del Estado. Ahora bien, puesto que para Keynes la causa última de este estancamiento era la resistencia a invertir (él estaba convencido –en contra de sus predecesores– de que el ahorro no se transformaba automáticamente en inversión), dos posibles caminos se ofrecían al Estado para contrarrestar esta tendencia: gastar él más de lo que podía, endeudándose a través del déficit público (política fiscal), o abaratar el dinero mediante tipos de interés bajo que animaran a la inversión retraída (política monetaria). La solución fue un Estado intervensionista cuya política estaba a mitad de camino entre la política fiscal y la política monetaria.
1.2 Tipos de estado del bienestar
Cabe delimitar dos formas, situadas en los dos extremos de una gradación ideal, del concepto de Estado de bienestar según la clasificación de Lebeaux y Wilensky. Estos distinguen bienestar social de carácter:
1. Residual. La concepción residual considera que las instancias proveedoras de bienestar deben actuar tan sólo en el caso de insuficiencia de las “estructuras normales” con ese fin. Reclama del Estado una mínima intromisión en los asuntos del bienestar social, sosteniendo que son la familia y el mercado las “estructuras normales” referidas. Sólo en el caso de insuficiencia de estos mecanismos debe el Estado erigirse en garante del cumplimiento mínimo de estas asistencias. Los méritos del ciudadano resultan el principal criterio de conformación de su bienestar y no la necesidad.
2. Institucional. Observa los servicios como constituyentes básicos y constantes de las sociedades desde el Estado. Alienta una mayor cobertura de los servicios por parte del Estado.
Titmus distingue tres formas de Estado de bienestar: a) residual; b) logro personal-cumplimiento laborar y c) institucional redistributivo. La segunda forma, novedosa respecto a la anterior clasificación, se perfila como la atención a las necesidades sociales desde el punto de vista de la productividad y del rendimiento. Titmus añade que es necesario apreciar, adecuadamente, tres categorías de bienestar de cuya distinción cabría reconocer las variedades y matices que, en sus políticas, abordarían los diversos Estados. Así señala: a) bienestar social; b) fiscal; y c) ocupacional. La primera de estas categorías de bienestar atañe a los servicios sociales, la segunda a los subsidios y desgravaciones y la tercera, por último, a las retribuciones y derechos derivados de la actividad laboral. Cabe deducir, pues, que Titmus incorpora un nuevo criterio en su segunda clasificación. Si en la primera que hemos revisado, era el del papel del Estado en la provisión del bienestar ahora es el aspecto particular de bienestar que debe garantizarse.
1.3 Avatar histórico del Estado de bienestar
La expresión “Estado de bienestar” se acuña por vez primera en el Reino Unido durante los años de la Segunda Guerra Mundial como manera de aludir a las transformaciones en política social que acontecían en esta sociedad por aquel tiempo. Norman Johnson resume en tres grupos estos cambios:
1. La introducción y ampliación de una serie de servicios sociales en los que se incluía la seguridad social, el Servicio Nacional de Salud, los servicios de educación, vivienda y empleo, y los de asistencia a los ancianos y minusválidos así como a los más necesitados.
- El mantenimiento del pleno empleo como el objetivo político primordial.
- Un programa de nacionalización.
Decisivos en esta concepción resultaron tanto el pensamiento de Keynes como algunos aspectos del socialismo fabiano. Pareciera ser que estas transformaciones se produjesen como un logro exclusivo y propio de la sociedad británica. Sólo hoy se admite la procedencia del Estado de bienestar desde el ámbito de todas las sociedades de economía capitalista. Esta procedencia, además, conoce una evolución que culmina en el llamado Estado de bienestar. Los recientes estudios históricos que analizan el fenómeno advierten sus signos ya en la política sueca social de fines del XIX, en los proyectos de garantías sociales de Bismarck del mismo período. Así pues, la gran parte de los países adscritos a la forma de economía capitalista se encaminan en el mismo proceso de constitución del bienestar social aunque a distintas velocidades y como respuesta a dos desarrollos fundamentales: la formación de Estados nacionales, su transformación en democracias de masas después de la Revolución Francesa, y el desarrollo del capitalismo, que se convierte en el modo de producción dominante después de la Revolución Industrial. Ciertamente, el requerimiento de la sociedad democrática insiste en la necesidad de mayor igualdad y en la de garantizar la seguridad económica y de servicios. Del mismo modo la economía capitalista emergente y asentada procura, en la concesión del bienestar, una suerte de salvación de sus propias contradicciones. La constatación de la existencia de las diferentes vías de formación del Estado de bienestar de los distintos países capitalistas ha supuesto la apertura de una discusión teórica que se establece entre quienes pretenden atribuir tales diferencias desde, fundamentalmente, factores socioeconómicos y quienes lo hacen desde otros de tipo político. Los primeros sostienen la existencia de un vínculo causal inmediato entre el desarrollo económico y las garantías de bienestar. Aún así tal consecuencia no resulta tan evidente. Estos analistas insisten, además, en que el desarrollo económico debilita el papel de la familia y transfiere al Estado la cobertura de las necesidades y apoyos tradicionalmente gestionados por aquella. Por otra parte la nueva constitución social que proviene de este desarrollo requiere mayor especialización profesional, someterse a los avatares de los mecanismos de una economía que entraña mayores riesgos en la seguridad de la propia solvencia que deben ser previstos. En el otro caso, el de la explicación de índole política, se atiende a factores tales como el papel de los partidos políticos y del aparato burocrático. La importancia de los primeros en la consecución del bienestar se nutre de la competencia entre estos grupos en la búsqueda del voto, por un lado, y del mayor peso de las exigencias de los partidos situados a la izquierda. En lo que atañe a la participación del corpus burocrático, ésta resultaría fundamental en el logro de la provisión del bienestar en tanto que resultaría imposible realizar semejante tarea sin una administración eficaz. Mas no solamente por esto. A la postre el sistema racional burocrático refina el propio método de gestión ajustándose al ámbito de posibilidades que puede ofrecer el proyecto político.
Si bien esta disputa entre los partidarios de una explicación predominantemente política o económica ha alimentado buena parte de la literatura en torno a la sociedad del bienestar, en la actualidad se ha llegado a una complementariedad de ambos esquemas como lo demuestran los trabajos recientes de Heidenheimer, Castles y Heclo. Hechas estas consideraciones, proseguimos con la descripción del desarrollo histórico del estado de bienestar. Nos encontramos, así, en la declaración universal de los derechos humanos de las naciones unidas, de 1948, al fin de la Segunda Guerra Mundial, con la homologación del conjunto de los derechos sociales y económicos con aquellos otros políticos y civiles en un afán de universalidad. En el documento se lleva a tal proclamación: “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado para la salud y bienestar propios y de su familia, incluyendo alimentación, el vestido, la vivienda, asistencia técnica y los servicios sociales necesarios, y derecho a la seguridad en el caso de desempleo, enfermedad, incapacidad, viudedad, vejez o en otros casos de falta de sustento en circunstancias que escapan a su control”. La adhesión a este principio entre los países capitalistas fue general en mayor o menor medida. Desde ahí se aprecia con mas nitidez La tendencia global en Europa y en Estados Unidos hacia la absorción de un alto porcentaje de los recursos económicos a través de la presión fiscal con miras al gasto público. Este planteamiento actual ha nacido desde tres etapas de bienestarismo, según el estudio de Heclo. La primera de estas etapas, desde los años 1870 hasta el segundo decenio del siglo XX, es llamada “periodo de experimentación”. En este periodo se producen los debates sobre los principios fundamentales como es el papel del estado. Coincide esta fase con la expansión del régimen democrático y con el surgimiento de nuevos medios de organización laboral. Tras este primer estadio se define un segundo, entre los años treinta y cuarenta, de mayor planificación y de asentamiento de la política social creciente, sobre todo en Europa, la convicción de que la actuación del Estado, a través del gobierno, puede ser determinante en la moderación de la desigualdad y en el aumento de las seguridades sociales. Por último se asistiría a un tercer estadio, previo inmediatamente al actual, en el curso de los años cincuenta y sesenta, de máxima asistencia social desde el esplendoroso desarrollo de la economía. De este modo, desde el final de la gran guerra, vemos cuatro factores clave para comprender el talante de este tercer estadio: a) el impacto de la guerra y el consecuente deseo de estabilidad en Europa occidental como defensa tanto contra el comunismo como contra el fascismo; b) el recuerdo del desempleo de entreguerras y el deseo de los electorados, al menos en Europa occidental, de no volver a tener gobiernos que no estuvieran comprometidos en políticas de pleno empleo y reforma social; c) crecimiento económico sostenido; d) aceptación de las teorías económicas keynesianas. Es en este estadio donde hallamos el apogeo del Estado de bienestar.
En la actualidad, sin embargo, las opiniones de los analistas se ciernen sobre la crisis profunda, a diferencia de hace unos años, que atenaza al Estado de bienestar de nuestros días.
1.4 Caracteres básicos del Estado de bienestar
El Estado de bienestar se caracteriza por:
1. Intervensionismo en la política económica. En el Estado de bienestar, y bajo la inspiración keynesiana, se han abandonado en la práctica algunos de los elementos de la teoría liberal del Estado, y así ha dejado de ser no intervensionista, estimándose que llega a controlar entre el 40-50% del PIB.
2. Intervención en el mercado de trabajo en orden a la promoción del pleno empleo. Para ello el Estado de bienestar hubo de regular un tanto paternalista y coactivamente las condiciones de seguridad y de higiene en el trabajo, así como el salario mínimo interprofesional, que es progresiva y frecuentemente actualizado.
3. Presidir las “negociaciones colectivas”. El Estado de bienestar actúa de árbitro en negociaciones a tres bandas, con la presencia de los sindicatos y la patronal
4. Procurar la seguridad social para toda la población.
5. Generalizar un alto nivel de consumo. Tal pretensión estaba fundada en la idea de que el consumo estimula la creación de puestos de trabajo y, por ende, la promoción del empleo, de suerte que la mejor inversión estaría en la obtención de un universo de consumidores; por otro lado, los consumidores se convierten, por serlo, en elementos integrados en el sistema.
6. Garantizar un nivel de vida mínimo incluso para los marginados. En el Estado de bienestar se da una explosión del “gasto social” que tiene como contrapartida la obtención de un “voto cautivo”, un voto fiel de aquellos ancianos, parados, etc., cuya supervivencia depende de la citada subvención estatal.
7. Subsidiar políticas educativas y culturales. De este modo se obtiene el control de las ideologías y de los intelectuales, gracias al sistema de subvenciones y asignaciones controladas, favorables a los fieles y sumisos al sistema, y contrarias a sus críticos.
8. Intervenir con políticas monetarias y presupuestarias. Con ello se trata de evitar la caída de la economía así como aquellos procesos sociales que puedan terminar en revoluciones o revueltas.
En definitiva, los criterios más importantes del estado de bienestar son:
1. Globalización: el Estado de bienestar se dirige a toda la población, tanto activa como pasiva, y se extiende a todas las necesidades básicas sociales de la persona.
2. Política activa contra la marginación: las personas y los grupos marginados o marginales podrán encontrar las condiciones que les posibiliten ejercer sus derechos reconocidos legalmente para todos los ciudadanos.
3. Prevención: esta actuación intenta conocer los problemas, dándoles una solución previa.
4. Generalización: sin tener en cuenta las diferencias basadas en el estatus social, en sus recursos culturales, económicos, sanitarios, etc., deben reconocerse los derechos del hombre fundamentales: vivienda, trabajo, alimentación, etc.
5. Autonomía: los entes autonómicos o los Estados federales disfrutan de su propia capacidad de planificación en sus territorios.
6. Participación: el usuario de los servicios también debe participar en la resolución de sus propios problemas.
7. Coordinación: las políticas de solidaridad deben actuar coordinadamente, sin que los diferentes ámbitos políticos se interfieran negativamente en su repercusión en la donación de servicios.
2. Fundamentos filosóficos del Estado de bienestar
El Estado de bienestar ha tenido sus fundamentos ideológicos en una teoría económica (el capitalismo) y en una doctrina filosófica (el utilitarismo) y, en función de los cambios en estas doctrinas, podemos distinguir dos grandes etapas en el Estado de bienestar; la primera de ellas, que abarcaría hasta los años treinta tiene su fundamento en la primera economía del bienestar y en el utilitarismo cardinalista clásico; la segunda de ellas, desde los años treinta hasta hoy, tiene su fundamento en la nueva economía del bienestar y en el utilitarismo ordinalista. En este apartado nos centraremos básicamente en el estudio de los aspectos filosóficos del estado de bienestar, estudiando por ello principalmente las doctrinas utilitaristas.
Las teorías de la justicia pueden ser de dos tipos: 1) teorías que se limitan a establecer un conjunto de procedimientos, la estricta observancia de los cuales haría a una sociedad justa independientemente del resultado. A esas teorías se las llama deontológicas, y su esquema general es el siguiente: definen un conjunto de derechos y llaman justa a cualquier sociedad que respete esos derechos, sean cuales fueren las consecuencias que el respeto de los mismos traiga consigo. Y 2) teorías que, en cambio, determinan sustantivamente un resultado al que debe llegar cualquier sociedad que quiera merecer la calificación de justa. A esas teorías se las llama consecuencialistas, y su esquema general es el siguiente: primero definen el distribuendum, aquello que hay que distribuir, y luego determinan el criterio, o el conjunto de criterios, con que hay que proceder a la distribución. Justa es, según una teoría consecuencialista, toda sociedad que llegue al resultado de un reparto del distribuendum por ella definido acorde con los criterios por ella determinados.
2.1 El utilitarismo cardinalista clásico y la primera economía de bienestar
Las teorías consecuencialistas pueden clasificarse según el modo en que definen lo que hay que distribuir y según los criterios que proponen para distribuirlo. La primera economía de bienestar –hasta los años 30 del presente siglo– puede entenderse como una versión precisa y formalizada de la ética social utilitarista decimonónica clásica.
En el utilitarismo clásico, el distribuendum, aquello que hay que distribuir entre los componentes de la sociedad, es la utilidad cardinal. Por utilidad pueden entenderse dos cosas distintas: a) el grado de satisfacción de los deseos o preferencias de los individuos; o b) la cantidad de placer de los individuos. En la economía normativa se impuso la primera interpretación; es decir, el grado de utilidad se interpretó como que el grado de satisfacción de los deseos de los individuos es equivalente a afirmar que el bienestar, la felicidad de los individuos, se reduce a colmar preferencias, de modo que lo que hay que distribuir entre los individuos de la sociedad es el bienestar o la felicidad así entendidos.
Para el utilitarismo clásico la utilidad tiene dos propiedades métricas definidas por la economía de bienestar. En primer lugar, la utilidad es cardinalmente medible, es decir, podemos asignar un número –no meramente ordinal– a los deseos de los individuos. (Eso implica que podemos hacer operaciones aritméticas tales como sumar, restar, multiplicar y dividir las diversas utilidades que diversos objetos o actividades pueden generar en un individuo). En segundo lugar, la utilidad es una medida interpersonalmente conmensurable, lo que implica que también podemos operar aritméticamente con las diversas utilidades de los diversos individuos). Además de esas dos propiedades métricas, se supone que la utilidad tiene un conjunto de propiedades topolóticas (convexidad, conectividad, continuidad, etc.) que hacen que una función matemática de utilidad caiga bajo el teorema de Weierstrass y se pueda afirmar la existencia en ella de un único máximo.
Como criterio de distribución, el utilitarismo clásico decimonónico había propuesto la fórmula de “la mayor utilidad para el mayor número posible de individuos” de Bentham. El utilitarismo de la primera economía de bienestar sustituye esa fórmula por el siguiente criterio: es justa la sociedad que consigue maximizar la suma de las utilidades de todos los individuos, es decir, maximizar la felicidad del conjunto de la sociedad. La viabilidad técnica de ese criterio depende crucialmente de que se cumplan las propiedades métricas y topológicas atribuidas a la utilidad. Pues si la utilidad no fuera cardinalizable, no podría sumarse las diversas utilidades y desutilidades de un mismo individuo; si no fuera interpersonalmente comparable, no podrían sumarse utilidades de individuos diversos; y si la función de utilidad no cayera bajo el teorema de Weierstrass, no podría maximizarse.
Ahora bien, aunque el distribuendum sea la utilidad, no se puede ir distribuyendo y redistribuyendo directamente utilidades; hay que hacerlo indirectamente mediante recursos generadores de utilidad. Por eso es inevitable referirse a la relación utilidad-recursos. Si el bienestar subjetivo o la utilidad tuvieran una relación lineal con los bienes económicos, el problema sería muy sencillo: la distribución de bienes objetivos equivaldría exactamente a la distribución de bienestar subjetivo. El supuesto más importante del utilitarismo cardinalista en su concepción de la relación utilidad subjetiva-recursos objetivos es la ley psicológica de Fechner-Weber, que describe a esa relación como logarítmica. En general, cuantos más recursos se tengan, menos utilidad generará una unidad adicional de ellos, y cuantos menos recursos haya, mayor utilidad se obtendrá de una unidad adicional.
Un gobierno utilitarista convencido de todo lo que se acaba de decir no tendría, en principio, más que una política económica justa a su disposición, a saber: empezar una redistribución a gran escala de recursos, expropiando a los ricos a favor de los pobres, un proceso que sólo habría de detenerse en el momento en que el último céntimo arrebatado a un rico generara en éste una desutilidad igual a la utilidad que el destinatario pobre del mismo fuera capaz de conseguir. Porque ese momento coincidiría exactamente con el máximo de la función de utilidad social agregada, es decir, en ese momento se conseguiría maximizar el monto total de la felicidad (entendida utilitaristamente) de la sociedad.
Esta teoría afronta, sin embargo, dos grandes tipos de problemas:
2.1.1 Problemas el consecuencialismo
Los principales problemas que un formato consecuencialista acarrea a una teoría normativa tienen que ver con las dificultades de esta teoría para respetar los derechos incondicionales de los individuos (en el plano de la ética social) y para acomodar los compromisos (en el plano de la ética individual).
Supongamos que, dado el perfil de las utilidades individuales en una sociedad, lo que maximizara la función agregada de utilidad social fuera la esclavización del 2% de sus miembros menos capaces de generar utilidad. El utilitarismo cardinalista estaría obligado entonces a considerar como justo ese cupo de esclavitud. Para ser antiesclavista, el utilitarismo necesitaría demostrar antes que, por alta que sea la utilidad social global de mantener un cupo de esclavos, siempre hay una institucionalización alternativa, no esclavista, de la vida económica que arroja una utilidad social agregada superior –algo que depende de las circunstancias históricas y de los hechos, no de la perspectiva normativa adecuada–. Con lo que nos encontramos con que esta teoría parece violar intuiciones ético-personales y ético-sociales que parecen básicas.
La respuesta a esta dificultad fue la reformulación del utilitarismo como utilitarismo de las reglas, en la esperanza de sacar a la teoría del atolladero en el que la había sumido su interpretación tradicional como utilitarismo de los actos. Según esa reinterpretación, habría que admitir que la promoción de la máxima utilidad social puede venir más de la observancia de determinadas reglas (como las que recomiendan respetar derechos), que de la realización de determinados actos. Así, por ejemplo, un utilitarista reformado en esa dirección no tendría dificultad en recomendar el respeto incondicional de la norma que obliga a respetar la libertad de las personas o, al menos, que prohibe esclavizarlas si un cálculo de utilidad demostrara que obedecer esa norma lleva –al menos a la larga– a cotas de utilidad social superiores.
2.1.2 Problemas de la utilidad cardinal
La pretensión de que la única información relevante a la hora de hacer juicios normativos es la información procedente de la cardinalización de la utilidad conlleva tres problemas éticos:
1) El problema de que la información sobre el origen de las funciones de utilidad de los individuos (es decir, sobre la formación de sus deseos y preferncias) queda fuera del alcance valorativo de la teoría. Supongamos que llevaran razón los cronistas patriarcalistas del esclavismo y que, efectivamente, muchos esclavos estuvieran satisfechos con su condición de tales. Hay un montón de mecanismos psicológicos adaptativos que pueden explicar eso: reducción de disonancias cognitivas, pensamiento desiderativo, etc. Parecería natural que una teoría normativa se interesara por esos mecanismos y los cribara: llegara desear algo simplemente para reducir la disonancia cognitiva que genera una realidad muy amarga, por ejemplo, no puede ser tan “legítimo” como llegarlo a desear en un contexto relativamente libre de coerciones. Pues bien: excluir la información sobre el origen de las preferencias implica la imposibilidad conceptual de distinguir entre mecanismos “legítimos” e “ilegítimos” de adquirir deseos.
2) En segundo lugar está el problema de la responsabilidad de los individuos respecto de sus propias preferencias. Si se toma como distribuendum la utilidad cardinal, la utilidad que le genera a Pedro el consumo compulsivo de caviar iraní contará tanto, a la hora de distribuir recursos, como la utilidad que le genera al paralítico Juan una silla de ruedas. Sin embargo, parece que hay un sentido en el cual puede decirse que Pedro es éticamente responsable de tener gustos caros, mientras que no puede responsabilizarse a Juan de su parálisis: quizá la sociedad debe contribuir a financiar la necesidad de Juan, pero no se ve por qué habría de subvencionar los caprichos de Pedro. Es mas: si resultara que Pedro fuera persona de buen temperamento y un excelente generador de bienestar subjetivo (de utilidad), mientras que Juan fuera un ser permanentemente amargado, mal generador de utilidad por muchos recursos que se le transfirieran, el utilitarista cardinalista podría incluso llegar a recomendar que no se financiara la silla de ruedas de Juan y se invirtieran todos los recursos disponibles en la subvención del caviar de Pedro. Pues, al excluir la información que permite hacerlas, la métrica de la utilidad cardinal es ciega ante esas distinciones cotidianas sutiles, y así, embota la sensibilidad ética de ellas dimanante. Aunque frecuentemente se presenta al utilitarismo como el producto de una civilización individualista, lo cierto es que en la cultura pública de una sociedad utilitarista los individuos nunca se harían responsables de sus preferencias y de sus gustos.
3) Problema de las “preferencias inmorales”. Las funciones de utilidad se consideran dadas en la sociedad, y no se califican moralmente. La tarea ético-social de las autoridades públicas es agregar de algún modo esas utilidades y procurar que satisfagan el o los criterios de justicia distributiva considerados correctos. Eso quiere decir que, a la hora de distribuir los recursos públicos para satisfacer de un modo justo los deseos de los miembros de la sociedad, los deseos altruistas, generosos, solidarios, tolerantes y modestos cuentan, en principio, lo mismo que los deseos egoístas, envidiosos, sádicos, intolerantes y onerosos. Es más: si los individuos depositarios de “preferencias inmorales” sienten esas preferencias con más intensidad y fanatismo que los depositarios de “preferencias morales” (y son, por lo tanto, mayores generadores de utilidad subjetiva), serán acreedores a transferencias de recursos mucho mayores, lo que, una vez más, va contra la intuición.
2.2 El utilitarismo ordinalista de la “nueva economía de bienestar”
Las dificultades del utilitarismo cardinalista llevaron a sustituirlo por una versión ordinal del mismo. Medir ordinalmente la utilidad significa conformarse con la información acerca del orden de preferencias de los individuos, renunciando a la información sobre la intensidad de esas preferencias.
La primera implicación de ese cambio de métrica es que con números ordinales no se pueden realizar operaciones aritméticas, razón por la cual no puede ya hablarse de funciones de utilidad social agregadas mediante la suma (o la multiplicación) de las funciones de utilidad individuales. De aquí se sigue que cualquier criterio de justicia que presuponga ese modo de agregar las utilidades individuales (maximización de la suma, maximización del producto, etc.) es inviable partiendo de una métrica ordinal de la utilidad. El cambio de métrica dejaba al nuevo utilitarismo huérfano de criterios de justicia redistributiva más o menos remotamente emparentados con el utilitarismo filosófico decimonónico.
La nueva economía de bienestar recurrió inmediatamente al criterio de eficiencia económica usado por la teoría económica y lo hizo suyo como criterio normativo de justicia. Este criterio es el criterio de optimalidad de Pareto: una situación es un óptimo de Pareto si y sólo si nadie puede mejorar su utilidad sin empeorar la de otro. El criterio puede entenderse también como una condición de unanimidad: no estamos en un óptimo de Pareto si nadie veta un posible cambio, o, lo que viene a ser lo mismo, si nadie sale perjudicado con el cambio y al menos uno sale ganando; al revés, estamos en un óptimo de Pareto si al menos uno veta el cambio.
Que una sociedad justa satisfaga la optimalidad paretiana parece una condición necesaria indiscutible (sobre un marco utilitarista), pues equivale a decir que, siempre que sea posible mejorar el bienestar de alguien sin perjudicar al de otros, hay que hacerlo. Mas pretender que ese criterio sea también suficiente como criterio de justicia distributiva plantea dos problemas, uno metodológico, y otro ético-social.
El problema metodológico es que una teoría normativa que se conformara con la optimalidad paretiana como criterio de justicia sería una teoría muy poco informativa. Pues el óptimo de Pareto es compatible con las estructuras socio-económicas más dispares desde el punto de vista redistributivo. Una teoría normativa que se limitara a afirmar que una sociedad justa debe ser una sociedad económicamente eficiente, Pareto-óptima, sería una teoría evaluativamente impotente ante la muchedumbre de situaciones sociales que pueden llegar a satisfacer esa condición.
El problema ético consiste en que la optimalidad paretiana es compatible con situaciones de extrema desigualdad. Supongamos una sociedad de libre mercado en la que, debido a unas dotaciones iniciales extremadamente desiguales, se llegara a un óptimo de Pareto en el que el 1% de la población recibiera el 99% de los recursos. Cualquier intento de cambiar esto, procediendo a grandes redistribuciones de recursos de los ricos hacia los pobres, en busca de otro óptimo de Pareto más equitativo, quedaría fuera del alcance de la teoría, y tendría que ir, por así decirlo, normativamente a tientas.
Para solucionar el problema de elegir entre óptimos de Pareto distintos se pensó lo siguiente: dada la frontera de óptimos paretianos accesibles a una sociedad, encarguemos a la sociedad misma que elija el que ella quiera mediante algún mecanismo de elección social. Por mayoría simple, democráticamente, la democracia sería un mecanismo de elección que se compadecería bien con el utilitarismo ordinalista, pues ella misma se limita a proporcionar información ordinal sobre las preferencias de los electores. Optimalidad paretiana más elección democrática podría resultar un buen candidato para un criterio de justicia destinado a devolver al utilitarismo la capacidad selectiva e informativa perdida en la metamorfosis ordinalista.
Sin embargo, estas esperanzas se vieron frustradas en 1951, cuando John Kenneth Arrow demostró que la combinación de optimalidad paretiana y democracia no es viable. El teorema de Arrow demuestra que ningún mecanismo de elección social (incluida la democracia) puede respetar simultáneamente un conjunto de condiciones todas ellas aparentemente muy razonables. Esas condiciones son básicamente seis:
COa. Dominio no restringido de la función de elección social (que garantiza que todas las ordenaciones individuales de preferencias serán tenidas en cuenta por la función de elección social).
COb. Exogeneidad y estabilidad de las preferencias (las preferencias son exógenas al proceso de elección social, y no varían a lo largo de ese proceso).
C1. Racionalidad colectiva (que garantiza fundamentalmente que la función de elección social respetará alguna condición débil de transitividad).
C2. Independencia de alternativas irrelevantes 8que asegura que si, por ejemplo, en el menú de un restaurante se puede optar entre cocido y gazpacho, y Pedro elige cocido, luego, por el simple hecho de que se le ofrezca una tercera posibilidad, arroz, Pedro no nos avergonzará diciendo: “Estupendo, ¿así que también hay arroz? Pues … en tal caso, en vez de cocido, comeré gazpacho”.
C3. Optimalidad paretiana
C4.No Dictadura (que excluye la dictadura de uno de los miembros como mecanismo de elección social.
Arrow demostró que, dadas COa y COb, {C1, C2, C3, C4}.
Los resultados de Arrow han sido fuertemente criticados. Entre todas las críticas, las más interesante parece ser aquella según la cual la condición C2 no es razonable. La condición C2 puede parecer muy razonable en el ejemplo puesto anteriormente. Pero no lo es en el siguiente: entre votar a la izquierda o al centro, Pedro prefiere la izquierda; sin embargo, al observársele que en las próximas elecciones podría ganar una tercera opción, la derecha, Pedro decide cambiar de voto, votar “útil”, y dar su papeleta al centro.
3. Problemas actuales: ¿crisis del Estado de bienestar?
En el ámbito de estos nuevos análisis a los que aludimos se señalan cuatro elementos básicos que contribuyen a cuestionar la solvencia del Estado de bienestar: 1) problemas de tipo económico; 2) problemas de gobierno; 3) problemas de tipo fiscal; 4) crisis de legitimidad. Estos tres tipos de problemas se combinan para crear una crisis de legitimidad.
3.1 Problemas de tipo económico
Se inician con la grave crisis del petróleo acaecida en 1973 que produjo la importante recesión en todo el mundo. Esta recesión se manifestó en tasas más bajas de crecimiento económico, en niveles más altos de desempleo y en tasas inferiores de inversión, en notable contraste con lo ocurrido en los decenios inmediatamente anteriores. La caída de las inversiones ha sido determinante en la crisis. Surge, entre algunos analistas, la sospecha que esta caída venga propiciada, también, por un crecimiento del gasto público. Defensores de esta tesis se muestran Bacon y Eltis. Otro interesante problema desde el punto de vista económico es el que observa O’Connor donde, a largo plazo, el Estado de bienestar puede reducir las oportunidades de acumulación de capital en pro de un mayor asentamiento del individualismo que busca tan sólo mejores salarios y servicios: «La política social tiene el efecto de hacer más autónomos a los individuos no en relación con el control de los medios de producción capitalista sino en relación con el acceso y control de los medios de subsistencia». La política social tendría, por tanto, efectos similares a la acumulación de viviendas, bienes de consumo duraderos y otros.
3.1.1 Buchanam: el contrato postconstitucional y el Estado productivo
Según Buchanam la función protectiva del Estado no es propiamente electiva. El Estado no es responsable de la ley y de los derechos que garantiza, sino de que se cumpla esa ley y de que esos derechos, previamente instituidos, se respeten.
Este Estado legal o protectivo, la institución de la ley, interpretada ampliamente, no es una instancia decisoria. No tiene una función legislativa, y no está propiamente representado por las instituciones legislativas. Este Estado no incorpora el proceso a través del cual las personas en la comunidad eligen colectivamente, más que privada o independientemente. Este último proceso caracteriza el funcionamiento del conceptualmente separado Estado productivo, esa agencia a través de la cual los individuos se proveen a sí mismos de “bienes públicos” en el contrato postconstitucional. En este último contexto la acción colectiva se extiende como un complejo proceso de intercambio en el que participan todos los miembros de la comunidad. Este proceso está adecuada representado por las instancias legislativas, y el proceso decisorio, de elección, es denominado con propiedad “legislatura”. En vivo contraste con esto, el Estado protectivo que lleva a cabo la tarea coercitiva que se le asigna en el contrato constitucional, no hace “elección” alguna en el sentido estricto de este término. Ideal o conceptualmente, la exigencia coercitiva de cumplimiento podría ser mecánicamente programada con anterioridad a la violación de la ley. Un contrato o derecho se viola o no se viola; ésta es la determinación que ha de hacer “la ley”. Y esta determinación no es una “lección” en el sentido clásico según el cual los beneficios de una alternativa se miden contra sus costes de oportunidad (los beneficios a los que se renuncia). “La ley”, impuesta por el Estado, no es necesariamente el conjunto de resultado que mejor representa algún tipo de balance de intereses opuestos. Propiamente interpretada, “la ley” que se impone es la que se especifica que debe ser impuesta en el contrato inicial, cualquiera que éste sea (The limits of Liberty)
A partir de la “distribución natural” de bienes el contrato constitucional establece los derechos de cada individuo y determina así lo que a cada uno pertenece. Esto supone una evidente mejora para todos. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que se haya alcanzado la máxima utilidad posible para todos los miembros del grupo; significa tan sólo que cualquier avance en utilidad habrá de hacerse, bien mediante un esfuerzo productivo individual (es decir, mediante el trabajo personal), bien mediante el intercambio de los derechos de propiedad constitucionalmente fijados incluyendo genéricamente, por supuesto, los frutos del trabajo. Mediante el comercio, aportando a los demás lo que nos sobra a cambio de lo que nos falta.
Este proceso comercial voluntario constituye la sociedad de mercado y da lugar a los fenómenos interpersonales que representan el objeto tradicional propio de la economía, referido a los bienes privados y al proceso interpersonal, y privado por tanto, en el que se intercambian libremente bienes y servicios.
Si los derechos individuales están bien definidos y son mutuamente aceptados por las partes, las personas estarán voluntariamente motivadas a iniciar comercios de bienes y servicios que sean divisibles, de aquellos que se caractericen por la plena o casi plena divisibilidad entre personas distintas o pequeños grupos. Es decir, más o menos espontáneamente emergerán mercados a partir de la conducta de individuos centrados en su interés propio, y los resultados serán beneficiosos para todos los miembros de la comunidad. Los beneficios potenciales del comercio serán plenamente explotados, y todas las personas saldrán ganando con respecto a sus iniciales posiciones postconstitucionales con dotes bien definidas y capacidades asentadas en una estructura de derechos humanos y de propiedad legalmente vinculante (ibíd, p. 36)
Más allá del común beneficio posible y realizado por los intercambios personales, los miembros de una comunidad pueden obtener ulteriores beneficios si se ponen de acuerdo en contribuir, no cada uno al beneficio de otro (eso es el comercio normal), sino cada uno al beneficio de todos. Se trata de un nuevo tipo de contrato que tiene por objeto la provisión y consumo de bienes públicos, por oposición a los bienes privados propios del comercio interpersonal.
Respecto de estos bienes, el “contrato social”, es decir, el acuerdo constituyente de una comunidad, no se limita a lo que Buchanan define como “estadio constitucional”, sino que tiene que ampliarse en un contrato postconstitucional que tiene por objeto la producción y consumo de bienes públicos. La ordenada anarquía constituida por el desarrollo económico postconstitucional se ve ahora puesta en cuestión por la ampliación del contrato social a ese ámbito económico: la colectividad, de alguna forma institucionalizada, sí que tiene al final algo que decir sobre el intercambio de bienes y servicios.
Muchos teóricos de la “Economía del bienestar” sostienen que una comprensión individualista de la vida social puede bastar para explicar la dinámica propia de los mercados, con los bienes que comporta. En ese ámbito está justificado el principio liberal de no-injerencia. Pero los bienes públicos tienen que ser responsabilidad colectiva y, por tanto, su provisión y distribución ha de tener un carácter político, supraindividual. Lo que justifica los bienes públicos es un poder estatal que no es meramente protectivo, sino que es productivo y distributivo, por encima de las voluntades individuales de los miembros de una comunidad. Si acaso serán responsabilidad de una “voluntad general”, políticamente articulada mediante mecanismos de representación mayoritaria; pero no se puede pretender respecto de ellos la aquiescencia de voluntades particulares, incapaces de constituir bien público alguno, movidas como están por el interés propio, y no por el interés general, que sería exclusivo de los magistrados políticos.
La escuela pública de la “elección pública” no niega en absoluto la existencia de esos bienes públicos, ni siquiera su necesaria extensión en una sociedad compleja. Precisamente ése es el objeto de su reflexión; y su pretensión es explicar el desarrollo de ese contrato postconstitucional en esta dimensión pública, a partir de las mismas condiciones de racionalidad económica individualista que son suficientes para explicar los procesos económicos del libre mercado.
Nosotros consideramos la acción colectiva como una forma de actividad humana mediante la cual se hacen posibles mutuos beneficios. De este modo, consideramos que la actividad colectiva, como la actividad de mercado, es una tarea genuinamente cooperativa en la que todas las partes, conceptualmente, pueden ganar (The Calculus of Consent, p. 266)
La elección pública entiende que los bienes públicos son igualmente objeto adecuado de elección privada, es decir, se constituyen en un proceso voluntariamente acordado de intercambio de derechos que responde a una dinámica económicamente racional movida por el interés general de las partes.
Algunos de los potenciales beneficios del comercio que están disponibles para todos los miembros del grupo no emergerán espontáneamente, incluso si los derechos individuales iniciales están bien definidos y garantizados. El intercambio de bienes públicos genuinos no se consumará voluntariamente en el mismo marco institucional que facilita el intercambio de bienes privados (The Limits of Liberty, pp. 37 ss.)
En la medida en que haya bienes públicos, el máximo de Parte para una sociedad no es alcanzable espontáneamente: hay situaciones en las que todas las partes saldrían beneficiadas, que no se logran porque, para cada una tomada aisladamente, resulta económicamente rentable, aquí y ahora, no cumplir lo que sería necesario para alcanzar ese óptimo de Pareto, aunque al final resulte ella misma perjudicada.
La conclusión precipitada por parte de los partidarios de la mano pública es que el máximo de Pareto, el Bienestar Social, no es espontáneamente obtenible sin un punto de coerción social, sin una voluntad general capaz de imponer el “bien común” e impedir el “mal común” por encima de la voluntad de las partes. Esta conclusión, diría Buchanan, es apresurada, porque, con el fin de asegurar la provisión de bienes públicos aún puede resultar posible, y necesaria, la ampliación del contrato social desde el estadio constitucional, que tiene por objeto la asignación y garantía de los derechos individuales, al estadio postconstitucional con el objetivo de suministrar bienes colectivos a partir del intercambio de los bienes y derechos inicialmente asignados, sobre la misma base de unanimidad del contrato constitucional.
Si es posible pensar una reorganización de esos derechos de la que todos salgan beneficiados, esa unanimidad es por principio posible. El problema de los bienes públicos no es distinto al problema de la ley, o la tendencia al incumplimiento de los contratos privados en ausencia de una autoridad que exija coercitivamente el cumplimiento de lo unánimemente aprobado. Del mismo modo como es racional para las partes acordar en el ámbito constitucional la obligatoriedad de la ley, e incluso de los contratos privados, lo es también extender el poder coercitivo del estado a los acuerdos para la provisión de bienes públicos. La única condición es que esos bienes sean eficientes desde el punto de vista de Pareto, es decir, que constituyan un bien que para todos compense los costes; y por tanto un bien cuya provisión y consumo pueda en principio ser objeto de una decisión unánime. El contrato es social no tanto en función de su objeto común, sino porque por su propia naturaleza afecta a la totalidad, y, por supuesto, por la autoridad que se le da al Estado para perseguir las infracciones. De este modo es posible la provisión de bienes públicos, objetos de una decisión colectiva, pero que se asienta sobre la base individualista de no dar a nadie un poder de decisión que no proceda, en cada caso, de la voluntad particular.
Una regla de unanimidad garantizará a cada individuo que no será dañado por la acción colectiva. Pero los individuos, hasta y al menos que se organicen específicamente bajo un “contrato social” como el indicado, no alcanzarán privada e independientemente resultados eficientes mediante intercambio o comercio voluntario (The Limits of Liberty, p. 38)
Pero las dificultades para esta provisión contractual y libre de bienes públicos, teóricamente posible desde el punto de vista individualista, continúan con la consideración de otros problemas que este punto de vista implica.
En primer lugar, lo que Buchanan llama “costes transaccionales”. Aparte de lo que las partes tienen que aportar, todo acuerdo tiene unos costes que son inherentes a la misma transacción. Pues bien, los costes de transacción de un acuerdo social en condiciones de unanimidad para la provisión de un bien social, pueden ser enormes. El tiempo que todos tendríamos que dedicar a la discusión política anularía los posibles beneficios del acuerdo; sobre todo teniendo en cuenta que esos costes se disparan conforme nos acercamos a la exigencia de unanimidad.
Aparte el simple esfuerzo por llegar al acuerdo en las mejores condiciones de igualdad, hay que tener en cuenta que forman parte de esos costes de transacción las dificultades que se derivan de que el beneficio que se busca con el acuerdo no es el mismo para todos. Es cierto que todos tienen que beneficiarse si la condición de unanimidad tiene que ser exigida; pero no todos por igual. Ello ofrece la posibilidad de resistencias estratégicas (chantaje, en términos coloquiales). La exigencia de unanimidad multiplica los costes transaccionales estrictamente políticos en contra del principio individualista de que los intereses individuales valen sólo por uno.
Parece que un acuerdo para unirse a una colectividad que fuese a tomar decisiones sólo bajo la regla de unanimidad, podría lograrse de forma no coercitiva. Semejante acuerdo puede requerir, sin embargo, que a ciertos miembros del grupo se les permita ganancias diferencialmente superiores sólo por su resistencia a cooperar. Por otro lado, si se concede este tipo de tratamiento diferencial, podría a su vez hacerse inaceptable para personas que de otra forma estarían dispuestas a acordar lo pactado. El principio, básico en el orden político colectivo, de igual trato, sería violado en el origen. Por paradójico que pueda parecer, la conclusión es que una colectividad que incluya a todos no puede organizarse voluntariamente, ni siquiera una que esté muy limitada por una requerida adhesión a una regla de unanimidad en la decisión de opciones colectivas (ibíd., p. 39)
De este modo, los partícipes del acuerdo constitucional no pueden acordar una regla de unanimidad, por ideal que ésta sea para la salvaguarda de su libertad individual, para la continuación postconstitucional del contrato social con vista al intercambio tendente a realizar bienes públicos. Porque de acordar esto estaría aprobando, o la inviabilidad de esos acuerdos postconstitucionales productivos de bienes públicos, o la posibilidad siempre abierta de un chantaje político en cada uno de esos acuerdos.
Parece que a fin de poder llegar a acuerdos para la provisión de bienes públicos, los partícipes del contrato social se verían obligados a adoptar normas de decisión en las que no se exija la unanimidad, y por tanto a asumir la posibilidad de que otros, pocos, muchos, la mayoría más o menos cualificada, todos menos yo, decidan lo que yo tengo que hacer, cómo tengo que contribuir y en qué medida puedo beneficiarme, de la provisión de esos bienes públicos. En consecuencia no está asegurado que esos bienes públicos sean bienes para mí, y no hay ninguna garantía de que mi situación vaya a mejorar por la decisión adoptada. La posible mejora de bienestar social, el individuo la paga con el riesgo de pérdida de bienestar personal.
Está claro que esa producción y distribución de bienes públicos puede afectar a los derechos de propiedad iniciales, ya que esos bienes públicos tienen carácter comercial e implican la reasignación de derechos. De este modo, la producción y distribución de bienes públicos encomendada a la colectividad, esto es, a algún tipo de agencia política que actúa en nombre de la colectividad, puede fácilmente tener resultados confiscatorios.
De aquí se sigue que si se adopta un contrato constitucional que define diferentes personas en términos de derechos de propiedad, y si esos derechos se entiende en general que suponen la inclusión en una comunidad política autorizada a tomar decisiones colectivas bajo reglas menores que la unanimidad, cada persona tiene, en esta etapa original, que haber aceptado las limitaciones de sus propios derechos que este proceso decisorio debe producir (ibíd., p. 43)
La ampliación postconstitucional del contrato social limita los derechos constitucionales según las reglas decisorias de ese proceso postconstitucional. Ahora nos cabe considerar dos casos. En el primer caso esas reglas decisorias por menos que unanimidad “están restringidas externamente de forma que se garanticen resultados que podrían, conceptualmente, haber sido alcanzados unánimemente, sólo que sin dificultades de discusión y acuerdo”, es decir, sin costes de transacción. En este caso, el abandono de la regla de unanimidad tiene un claro sentido práctico, y se garantiza que no será lesivo, porque en cualquier caso los resultados del proceso de producción y distribución de bienes públicos redundará en beneficio de todos, y no tendrá por tanto carácter expropiatorio.
En el segundo caso, no hay reglas que restrinjan la acción colectiva en el sentido expuesto: “un individuo se puede encontrar sufriendo pérdidas netas de utilidad por el hecho de ‘participar’”. En el primer caso los derechos quedaban relativizados en el sentido de que la colectividad o la agencia política podían decidir sin tener en cuenta la decisión de cada uno, pero siempre a favor de todos. En la práctica esa relativización consiste en negar a los particulares el derecho a boicotear el proceso de formación de la elección pública, negándosele así el adicional derecho, en absoluto considerado en la asignación original, de obtener ulteriores rentas políticas. En este segundo caso, sin embargo, la relativización de los derechos es absoluta, y la colectividad puede actuar expropiatoriamente.
Una colectividad que no restringe su acción en el sentido de reflejar en ella el mismo consenso que ha dado lugar al proceso constituyente, anula ese mismo contrato constituyente. La operativa política puede entonces anular el acuerdo fundacional y convertirse en elemento que erosiona los derechos y que puede llegar a hacer burla de ellos, hasta convertirse en una institución propia del estado de naturaleza.
En la medida en que se permite a la acción colectiva romper los límites impuestos por el carácter mutuo de las ganancias del intercambio, tanto directo como indirecto, la comunidad ha dado un paso importante de vuelta a la jungla anarquista (ibíd., p. 50)
La acción política se hace explotadora. Pues, del mismo modo como en ese estado de naturaleza no había derechos, y los hombres tenían que invertir en acoso y defensa, de igual manera la acción política, si no se la restringe en el sentido indicado, puede convertirse en medio salvaje de obtener títulos y riqueza.
La acción política es vista por los votantes como una inversión de carácter económico en el que, a cambio de votos, obtienen rentas. Ya no se trata de exigir al poder público que proteja derechos previamente delimitados, sino precisamente lo contrario: que redistribuya mediante un proceso expropiador esos derechos individuales. La producción, asignación y coercitiva financiación de bienes públicos, en un sistema decisorio en el que no se requiere el consenso y que no está limitado constitucionalmente por derechos individuales (civiles y de propiedad) previamente definidos, se convierte en la excusa perfecta para cuestionar todo derecho previo. “Esto equivale a decir que sólo la colectividad, el gobierno, tiene algo que pueda ser llamado derecho”.
El pacto fundacional de una sociedad, genera, a fin de garantizar, coercitivamente si es necesario, los derechos acordados, un poder colectivo, un Estado, frente al que los individuos rinden su soberano derecho al uso de la fuerza. Con ello hemos creado la posibilidad de la tiranía. Muy rápidamente hemos supuesto que ese Leviathan es controlable por el mismo pacto constitucional cuyo contenido define la acción protectiva del Estado. Pero la necesidad de una ulterior colaboración social en la producción de bienes públicos, exige una ampliación del pacto constitucional en acuerdos postconstitucionales de carácter productivo y distributivo, que no pueden limitarse a procedimientos consensuados sino que deben regirse por reglas decisorias que pueden dejar fuera, al menos, a minorías para las que esos acuerdos pueden ser perjudiciales y lesionar derechos previamente definidos.
3.2 Problemas de gobierno
Se observa una posible sobrecarga de la actividad estatal a través del gobierno. No pocos analistas anuncian, incluso, una “bancarrota política” desde posiciones centro-derecha. Se aprecia, desde la izquierda, un intento de revisar el modelo de intervencionismo del Estado. Esta previsión a corto plazo de “bancarrota política” se alcanzaría en tres fases: la primera de ellas consiste en saturar la economía por medio de la expansión del gasto público y del consentimiento de que el beneficio salarial de la familia se sitúe sobre la capacidad general de la economía. La segunda supone una mengua del beneficio familiar precisamente forzada por su acusado fortalecimiento. La tercera acusa la desconfianza y el descontento de los ciudadanos al constatar que sus representantes no protegen sus intereses como ellos desean.
En general se percibe una reconsideración del intervencionista poco favorable a éste, denunciándose la ineficacia de su gestión. Desde la “nueva derecha” esta denuncia resulta más insistente, acusando a los partidos políticos de demasiado proclives a atender, en provecho de su conquista de votos, una insaciable demanda de servicios desde buena parte del electorado. Así se establecería una suerte de “mercado político” solapado al libre mercado económico. Ciertamente las políticas económicas de corte keynesiano otorgaron justificación a los endeudamientos del estado siendo, simultáneamente, exitosos sus proyectos sin preverse, a la larga, esta sobrecarga y la munificencia de la ciudadanía. Para muchos cabe advertir una sobrecarga en el volumen administrativo en tanto existe y proliferan un gran número de protocolo programas de actuación a cargo de los burócratas que, una vez aprobados, puede no ser desmantelados si es el caso de que ya no son útiles, con la consiguiente acumulación de planes inservibles y presupuestados. En definitiva, desde la perspectiva de la “nueva derecha” se plantea la necesidad de un mínimo intervencionismo del Estado y un retorno a la política del “laissez faire”. Esta demanda proviene de una identificación entre la libertad, en su sentido más sustantivo, y la libertad económica y persigue, a la postre, una fórmula del bienestar social de carácter residual donde el estado ciña su protección de los individuos de la coerción, como mediador en las disputas y, garante de las estructuras básicas del dejarles social.
En el caso de los analistas de izquierda, sumidos aún en el replanteamiento de sus fundamentos políticos tras los acontecimientos del este europeo, el diagnóstico sobre el actual estado de bienestar, en tanto que acuciado por una sobrecarga en sus atribuciones no discrepa absolutamente del anterior. Pero su interpretación consiguiente si resulta un tanto divergentes. Para éstos los problemas derivan de las propias contradicciones del capitalismo. Así Offe señala que una de estas contradicciones “es que mientras que el capitalismo no puede coexistir con el estado de bienestar tampoco puede existir sin él mismo”. En esta misma línea insiste Wolfe anunciando la contradicción que se produce entre las teorías políticas liberales y democráticas del estado: Las primeras pretende facilitar la acumulación de capital y las segundas aspiran a la participación máxima de todos los ciudadanos; así lo expresa: “La crisis de legitimidad se produce por la incapacidad del separado capitalista avanzado para mantener su retórica democrática si trata de preservar la función de acumulación o la incapacidad para exportar una mayor acumulación si trata de que sea de verdad de ideología democrática”. Wolfe indica como forma de superación de la contradicción la implantación de un socialismo realista donde los ciudadanos dispongan de cauces efectivos donde manifestar sus inclinaciones sobre la inversión y la distribución de la riqueza.
3.3 Problemas de tipo fiscal
Lugar de acuerdo más evidente entre los analistas de uno u otro signo es ante los problemas fiscales que padece el Estado de bienestar. Los analistas de la “nueva derecha” lo relacionan con el excesivo ámbito de proyección de los recursos en aras de cubrir mayores áreas de participación del Estado. Para aquellos otros adscritos a la izquierda el problema fiscal deriva de las contradicciones que supone el intervencionismo del Estado en la sociedad capitalista. El problema fiscal, en general, resulta de buscar el equilibrio entre la demanda de servicios por parte de la ciudadanía y su aceptación del pago de impuestos. El desequilibrio nace, según Kohl, por los sucesivos aumentos de oferta de los servicios públicos que requieren mayores impuestos simultáneamente. Si la oposición a la subida impositiva cobra más fuerza se produce un abismo entre las iniciativas de gasto público y los ingresos reales del Estado. La crisis se provoca, pues, por el déficit de las arcas estatales que pretenden sostener la oferta de bienestar público sin una correspondencia real de ingresos. Desde el punto de vista de la izquierda ha sido O’Connor quien más detenidamente ha estudiado el sistema fiscal. Este parte de la idea de que el Estado en las sociedades capitalistas acomete, como tareas prioritarias, la acumulación de capital y su legitimación, pudiendo ambas provocar un conflicto entre sí. En su opinión la existencia de los servicios sociales desde el Estado tiene como finalidad la garantía del apoyo público y la legitimación de las fórmulas de acumulación de capital. Esta acumulación se realiza a través de dos caminos: por medio del gasto público en infraestructura económica (vías de comunicaciones, transporte, … y haciendo frente a los costes de reproducción de la fuerza de trabajo a través de la provisión de la educación, vivienda, etc. Así es que el Estado afronta estos gastos, pero los beneficios obtenidos recaen en la propiedad particular. Concluye O’Connor: «Cada clase social y económica y cada grupo quiere que el gobierno gaste más y más dinero en más y más cosas. Pero ninguno quiere pagar nuevos impuestos o unos tipos más elevados en los antiguos impuestos. En realidad casi todo el mundo quiere unos impuestos más bajos».
Una análisis especialmente interesante y reciente sobre el problema actual es el que nos ofrece Galbraith, aunque dedicado de modo particular a la sociedad norteamericana actual. En este caso el rechazo a la contribución fiscal, por parte de un amplio sector “satisfecho” socialmente, proviene de la negativa a proporcionar al sector más empobrecido beneficios que constituyan una dádiva y no un logro obtenido en el libre juego del mercado. El papel del Estado no debe ser, en opinión de esta mayoría “satisfecha”, nunca intervencionista salvo en dos casos específicos: el gasto militar y el apoyo económico a las instituciones financieras en quiebra. El asunto de fondo queda escrito en estas palabras de Galbraith:
Los afortunados pagan, los menos afortunados reciben. Los afortunados tienen voz política; los menos afortunados no. Sería un improbable ejercicio de caridad que los afortunados reaccionasen calurosamente ante unos gastos que benefician a otros. Por eso se considera el Estado, con todos sus costos, como una carga sin funciones, algo que es para los afortunados en una medida notable. En consecuencia, hay que reducirlo al mínimo, junto con los impuestos que lo sostienen; de lo contrario, se vería coartada la libertad del individuo. Y los políticos responden con toda lealtad. Hacer campaña para un cargo prometiendo mejores servicios para los más necesitados a un coste aún más alto es algo que muchos, tal vez todos, consideran un ejercicio de suicidio político.
Se plantea el problema, pues, de la asociación entre voz política-voto y solvencia económica. El talante de esa mayoría “satisfecha” fuerza a los representantes de su gobierno a acometer una empresa de distribución de los fondos públicos como es la exigida por el electorado, del que queda desvinculado, precisamente, el sector económicamente más débil. La mayoría “satisfecha” presenta algunos rasgos que merecen enunciarse para comprender mejor el fenómeno al que venimos aludiendo. En primer lugar el convencimiento pleno de que pertenecen a una “meritocracia” donde sus beneficios son el justo resultado de su dedicación y esfuerzo. La equidad nunca debe servir para eliminar algún beneficio a quien lo ha obtenido lícitamente en el marco del libre mercado. En segundo lugar una oposición a la actividad del Estado salvo en los asuntos de pensiones, garantías financieras y desarrollo militar. Por último, en tercer lugar, una tácita tendencia a optar por el beneficio a corto plazo sin que los posibles riesgos de un vago futuro pesen en la decisión. De aquí que la fiscalidad se observe como una carga innecesaria (salvo en los casos mencionados) que entorpece, en la mayor parte de las situaciones, el desarrollo del sistema “meritocrático”.
3.4 Crisis de legitimidad
Si tenemos en cuenta los problemas suscitados en las páginas precedentes y se llega a tal situación en la que el Estado o bien no alcanza a satisfacer lo que promete o bien es conminado a eliminar gran parte de los fondos dispuestos para provisión social resulta altamente probable que la ciudadanía comience a retirar su confianza al proyecto y se produzca menoscabo de su legitimidad. En este sentido resulta interesante el análisis que el alemán Habermas lleva a cabo en su libro Crisis de legitimación. Aquí afirma que «el sistema político precisa una lealtad de las masas que es todo lo difusa que le sea posible». En el capitalismo desarrollado el Estado se torna muy activo interviniendo en la economía a favor del capital, amparando las infraestructuras que aquel retiene. Esta implicación del Estado estimula su legitimación que debe equilibrar los impuestos con la provisión satisfactoria de los ciudadanos. Para Habermas estos desequilibrios producidos en la realidad son indicios de una posible crisis en la que aún no estamos sumergidos. En resumen, el actual modelo general de Estado del bienestar recibe diatribas desde los puntos de vista de la derecha y de la izquierda. Los autores del primer grupo insisten en que el Estado de bienestar es culpable de los desproporcionados gastos en la organización general privando de autonomía a la libertad individual en aras de una ficticia igualdad entre los ciudadanos a los que exime de iniciativa personal en detrimento de la productividad. Los autores del segundo grupo se muestran interesados en detectar las contradicciones del Estado capitalista y de bienestar. Advierten también que, si es cierto que el Estado de bienestar ha reportado ciertas mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores particularmente, no ha supuesto una transformación profunda en la distribución de la riqueza puesto que el afán que mueve a aquel es el interés del capital. Como dice N. Johnson: «el Estado podría estar más preocupado por el control social que por el cambio social, en tanto se prevé desde las instancias del poder político que los beneficiados por la provisión social se tornen provechosos y dóciles para el Estado».
El Estado de bienestar es un Estado democrático, y en democracia no sólo tiene el poder quien deposita su voto en la urna; hay muchas más fuentes de poder, entre otras: las corporaciones económicas y profesionales, las asociaciones patronales y sindicales, los colegios profesionales, etc. Todas estas asociaciones tienen una gran presencia y reconocimiento públicos, presionando al legislador. La legislación se hace así pactada, concertada con el propio Parlamento: con ello se amplían los potenciales de legitimación y paz social pero, a su vez se subordinan en ocasiones los intereses generales a esos de las más fuertes corporaciones, con residuos casi de democracia orgánica. El resultado es así un Estado fuerte con los débiles y débil con los fuertes. No todo el mundo tiene el mismo peso, la misma fuerza, el mismo poder, en la mesa de la negociación: y prácticamente ninguno los no corporativizados, o los pertenecientes a débiles corporaciones. De la vieja desigualdad individualista liberal se puede así estar pasando o haber pasado a una desigualdad grupal o corporativa, desde luego disfrutada o sufrida también en última instancia por individuos particulares.
3.4.1 Hayek: el espejismo de la justicia social
Cuando desde criterios propios de una moral comunitaria se pretende regular el orden moral y legal propio del orden extenso, a fin de que en la sociedad, que viene a ser entendida entonces como un cuasi-organismo unipersonal, se alcancen los fines que serían propios de una comunidad interpersonal de ámbito reducido surgen –según Hayek– problemas tanto de justicia como de convivencia. Es el tipo de dinámica que entra en juego cuando se entiende que la sociedad es responsable de satisfacer las necesidades de los individuos. Comienza entonces a hablarse de “justicia social”, como armonía cuasi-familiar por la que la sociedad, organizada por el poder del Estado, se hace responsable de que los individuos logren aquellos fines que se supone competen a su dignidad. Ello supone una radical transformación de la idea de justicia. Ya no se trata en ella de delimitar el orden privado a partir del cual se puede seguir el intercambio de los medios de los que los individuos pueden disponer para el logro de cualesquiera fines que decidan proponerse, sino que se trata ahora de aportar coercitivamente –mediante una política redistributiva– los medios necesarios para que todos los ciudadanos alcancen los fines –una determinada educación, una concreta asistencia sanitaria, una específica seguridad social –que las autoridades determinan como aquellos que deben poder ser logrados por todos los ciudadanos.
Con esta idea de justicia social ocurren varias cosas. En primer lugar se descompone a partir de ella el marco legal en el que los hombres disponían de su propiedad, de forma tal que a través de esa libre disposición se abrían los cauces de información necesarios para la mejor disposición de los recursos.
Para los modernos, la justicia era lo que legalmente definía el marco de lo posible, sin determinar los fines que desde ese marco se podían alcanzar. Se trataba de lo que los teóricos del derecho llamaban una idea procedimental o deontológica de justicia. Responde a esta idea lo que llamamos “reglas del juego”. Según ella es injusto echar la zancadilla al compañero de carrera, pero no correr más que él y llegar antes a la meta. Por el contrario, la idea contemporánea de justicia es teleológica, tiene esencialmente que ver con los resultados, y pretende compensar por las posibles desigualdades en el punto de partida –como si los corredores más veloces tuvieran que partir de más atrás para que fuera justa la carrera–.
Su argumentación en contra de la así llamada justicia social se apoya en la inviabilidad histórica de un modelo de sociedad que se apoyase en ella. De este modo, por medio de tales errores, se llaga a llamar “social” lo que en realidad constituye el principal obstáculo para la buena marcha de la “sociedad”.
Suele afirmarse que el calificativo “social” es aplicable a todo aquello que reduce o elimina las diferencias de renta. ¿Por qué se califica de “social” a semejante corrección? ¿Se trata, acaso, de un método destinado a propiciar la mayoría, es decir, a obtener por este medio unos sufragios que vengan a sumarse a los que ya se espera conseguir por otros cauces? Es posible que así sea, pero también es cierto que toda exhortación a que seamos “sociales” constituye un paso más hacia la “justicia social” que el socialismo propugna. Y así, el uso del término “social” se hace virtualmente equivalente a propiciación de la “justicia distributiva”. Ahora bien, todo ello es radicalmente incompatible con un orden de mercado competitivo y con el aumento e incluso mantenimiento de la población y riqueza actuales. De este modo, por medio de tales errores, se llega a llamar “social” lo que en realidad constituye el principal obstáculo para la buena marcha de la “sociedad”. Lo “social” debería más bien tacharse de antisocial (La fatal arrogancia, p. 45)
Y es que no hay término medio: una sociedad que pretendiese garantizar determinados resultados en el reparto de recursos necesariamente tiene que sustituir –en una medida proporcional a su pretensión– el libre juego de las iniciativas individuales por la decisión administrativa acerca del mejor uso de dichos recursos con vistas a los resultados que se quieren obtener. Y ya sabemos el resultado: toda la información necesaria para esas decisiones se encuentra dispersa y fuera del alcance de toda posible autoridad centralizada. En suma, forzar el curso social hacia esos resultados que se estiman dignos de ser alcanzados implica el dispendio del principal bien que ofrece una sociedad libre, a saber, la información necesaria para el mejor uso de los recursos, que depende de la libre disposición de éstos por sus propietarios.
En realidad, insistir en que todo cambio futuro sea justo equivale a paralizar la evolución. Esta impulsa a la humanidad tan sólo en la medida en que se van produciendo situaciones no propiciadas por nadie y que, en consecuencia, no cabe prever ni valorar sobre la base de cualquier principio moral. A este respecto, basta preguntarse cómo sería hoy el mundo si antaño alguien hubiera podido, como por arte de magia, imponer sobre sus semejantes determinados criterios de justicia basados en la igualdad y el mérito. Resulta fácil colegir que, en dicho supuesto, la sociedad civilizada no habría llegado a aparecer. Un mundo rawlsoniano jamás llegaría a la civilización, ya que al reprimir las diferencias, habría paralizado la posibilidad de nuevos descubrimientos. En ese mundo careceríamos de esas señales abstractas que permiten a los distintos actores descubrir las necesidades que siguen insatisfechas tras las innumerables alteraciones experimentadas por las circunstancias y que, además, permiten orientar el comportamiento hacia la optimización del flujo productivo facilitado por el sistema.
Pueden los intelectuales seguir empecinados en el error de creer que el hombre es capaz de diseñar nuevas y más adecuadas éticas “sociales”. En definitiva, tales “nuevas” reglas constituyen una evidente degradación hacia módulos de convivencia propia de colectivos humanos más primitivos, por lo que son incapaces de mantener a los miles de millones de sujetos integrados en el macro-orden contemporáneo (ibíd., p. 129)
3.5 Alternativa al Estado de bienestar
Como consecuencia de todos los problemas mencionados más arriba, Elías Díaz propone como alternativa al Estado de bienestar lo que él denomina Estado democrático de Derecho, el cual debería tener las siguientes características:
1) Paso de un Estado casi exclusivamente obsesionado y a remolque de un imposible e indiscriminado intervencionismo en exceso cuantitativo, hacia un Estado de intervención mucho más cualitativa y selectiva: que éste, por querer hacer demasiadas cosas no deje de ningún modo de hacer, y de hacer bien (sin corrupciones, chapuzas, ni despilfarros), aquello que le corresponde hacer en función de las metas, necesidades y obligaciones generales que nadie va a tener interés ni posibilidad de atender tanto como él. Importancia, pues, del Estado, de las instituciones jurídico-políticas, frente a los simplismos liberales, por la derecha, pero también frente a los reduccionismos libertarios, por la izquierda, aunque recuperando de éstos el énfasis en la sociedad civil.
2) Se trataría de esforzarse por construir desde aquellos valores más democráticos una sociedad civil más vertebrada, más sólida y fuerte, con un tejido social más denso, de trama mejor ensamblada e interprenetrada, más ajustada, donde la presencia de las corporaciones económicas, profesionales, laborales, sea complementada y compensada con la de los nuevos movimientos sociales o la de las plurales organizaciones no gubernamentales con su tan decisiva acción a través del voluntariado social. Pasar del corporativismo al cooperativismo, de una exclusiva ética de la competición a una ética también de la colaboración. La calidad de vida, y no tanto la cantidad de productos consumidos y destruidos (medio ambiente incluido), serían objetivos más concordes con tal modelo de sociedad.
Mayor presencia e intervención, pues, de la sociedad civil pero operando ahora en toda su plural plenitud y no sólo en privilegiados sectores, estamentos o poderosas corporaciones; y, a su vez, imprescindible acción en el Estado de Derecho de las instituciones jurídico-políticas. Intentando superar las tendencias unilaterales de, por un lado, la socialdemocracia y el Estado social, que confiaron en exceso y casi en exclusiva en las instituciones, y de, por otro, los movimientos libertarios, siempre recelosos de éstas, esperándolo todo de una mitificada sociedad civil.
3) En el campo de la economía y de la producción, el necesario sector público de ella ya no sería sólo ni tan prioritariamente sector estatal, sino que asimismo actuaría y se configuraría a través de un más plural y dinámico sector social; y junto a ellos está el espacio, que tiene y debe tener muy amplia presencia, del sector privado, que opera más prevalentemente con los criterios y las instancias del libre mercado.
En el Estado democrático de Derecho el imperio de la ley no es, ni debe ser en modo alguno reductible al mero reconocimiento de la iusnaturalista ley del mercado. A diferencia de la acumulación privada del capital (guiada, como es lógico, por fines de lucro, rentabilidad y crecientes tasas de beneficio, con riesgos en gran parte asumidos por el capital social), el Estado y el gasto público actúan en sectores que no generan ganancias ni, por tanto, acumulación, pero que son absolutamente necesarios (servicios, infraestructuras) para el grupo social, y de ahí la exigencia de una adecuada política fiscal.
4. La herencia ilustrada: libertad, igualdad, autonomía
4.1 Libertad e igualdad
Dos conceptos han conocido importancia preeminente sobre un tercero en su proclamación conjunta al cabo de la Revolución Francesa: “libertad” e “igualdad” en detrimento de “fraternidad”. Hoy, popularmente, se tienden a asociar en sus significados quizá por su vecindad recitativa en aquella proclama. No obstante, ya en el seno de la Ilustración, en la emergencia del pensamiento liberal, y entre los analistas de la incipiente sociedad de masas moderna se planteó, como en la obra de Kant, el problema de libertad versus igualdad. La tradición clásica del liberalismo ha venido definiendo la igualdad como igualdad ante la ley. Esta se configura como la determinación de unas reglas de fuego a las que deben someterse todos los partícipes y cuyos fines son cobijar y amparar la libertad de decidir sus negociaciones y actos. El objetivo principal de esta idea liberal ha sido conseguir la reducción de la coerción por el gobierno así como La regla de libre negociación. Para el pensamiento liberal los hombres son diferentes en sus capacidades y necesidades. De aquí surge el requerimiento de distinguir entre tratar a la gente de manera igual y hacerlos iguales. Intentar hacerlos iguales exige un mecanismo de corrección en unos y no en otros, lo que supondría tratarlos de manera desigual. En este aspecto importante coincide otro pensamiento surgido también del seno de la ilustración: La tradición socialista. La “igualdad”, en este caso, tampoco pretendió, en su concepción, sugerir un carácter liberador en todos los aspectos. Lo que Marx y los primeros marxistas solicitaban era la desaparición de los “privilegios de clase” y de las “distinciones de clase”, en general de aquellas formas arbitrarias sancionadas socialmente. Si éstas fuesen descartadas sólo se presentarían las diferencias de carácter natural. Que la magnitud de las posesiones de un hombre fuese mayores que las de otro quedaba justificado si aquellas hubiesen sido labradas como recompensa proporcional a una labor. Estas consideraciones sobre la igualdad, liberal y socialista, atañen a su sustancia. D. Bell se encarga de abordar el problema distinguiendo tres dimensiones posibles de la igualdad:
1. Igualdad de condiciones. Aquí se hace referencia a las libertades públicas o derechos políticos y civiles como la igualdad ante la ley o el derecho de libre movimiento.
2. Igualdad de medios. Aquí se alude a la igualdad de oportunidades donde no prevalezcan distinciones por rango o clase. El pensamiento liberal ha dado amparo a este principio, exigiendo la igualdad de que cada individuo pueda alcanzar el máximo provecho por medio de sus capacidades naturales aplicadas al propio esfuerzo en el seno de las reglas de juego social. Desde estas el individuo puede aspirar a un mejor status social pero, precisamente por su esfuerzo y no merced a las arbitrariedades externas.
3. Igualdad de resultados. Atiende al hecho de que, si bien los logros personales por los que un individuo alcanza mayor rango social legitiman este, no deben servir su posición o autoridad para tan sólo obtener desmesurada ventaja material y social sobre otros.
El problema de la igualdad y del mérito se encuentran en la base del problema de la “justicia social” que confiere consistencia al discurso del Estado de bienestar. Ciertamente esta consideración debe tenerse en cuenta en tanto que el Estado debe disponer de una concepción sólida a este respecto para actuar sobre la distribución de la riqueza.
4.2 Autonomía
En ¿Qué es la Ilustración? Kant formula algunos principios básicos de lo que considera atributos supremos del nuevo hombre que, por mor de la Razón alcanza una nueva dimensión ética en la cual sus actos quedan desvinculados de la mera emoción, de la piedad o del sentimentalismo, y sólo obedece al imperativo categórico. En algunas de estas páginas Kant dedica su atención a la posibilidad nueva que se le abre al hombre con carácter universal: la plena adopción de una autonomía tanto en el juicio como en la acción en el seno de un absoluto consenso que llegan al inequívoco fin racional. Kant abomina del paternalismo y del servilismo como las formas más deplorables de despotismo. La autonomía ética por la cual un individuo dispone, libremente, de su quehacer supone la máxima conquista del hombre postrrevolucionario y es Kant quien se encarga de formalizar ese ímpetu surgido en las postrimerías del siglo XVIII. Pero, ¿qué significa “libremente”? Es crucial determinar aquí que esta “libertad” a la que alude el pensador alemán no es sino el resultado del ejercicio de aplicar el régimen racional que ha superado la crisis, la criba de la razón práctica. El asunto nos lleva a una nueva antropología y, si cabe, a un nuevo humanismo. Este concepto formalizado por Kant conoce el mismo talante en la obra de Voltaire u otros librepensadores coetáneos. El sueño moderno ilustrado se deslumbra por el resplandor de las “luces” y pretende que el hombre, convenientemente instruido, pueda ser lo que se desee en el saludable ejercicio de la razón. Pero ¿qué hay de cierto en esta concepción?. Si bien es cierto que el proyecto ha calado profundamente en la conciencia del hombre contemporáneo, no menos lo es que las pautas de comportamiento que impone la sociedad regida por el Estado moderno cercenan esta capacidad para transformarla en mero asentimiento y desvinculación de la acción moral en tanto se participa en entidades que, dotadas de una impecable estrategia basada en el principio máximo beneficio/mínimo coste, favorece el distanciamiento del individuo del vasto plan en el que se inmiscuye sin conocimiento del fin total de la tarea a la que él contribuye en la segmentación de decisiones y aportaciones, de modo que no puede ver ni asumir su responsabilidad compartida. Si los pensadores ilustrados concebían la Humanidad libre, equitativa y fraterna, supeditando su consecución a la educación como cultivo de las potencias raciocinantes, el mundo contemporáneo nos devuelve la paradoja de una concepción de la sociedad regida por un modelo de Estado en el que triunfa el paradigma racional-burocrático aséptico, dominado por la planificación del logro de un fin en el que sólo caben la eficiencia y la economía de medios, agilizados, para la obtención de los máximos resultados. Tecnócratas y funcionarios, gestores de empresa privada se erigen en los verdaderos geómetras de la construcción social, quizá en los verdaderos últimos representantes del viejo proyecto computacional pitagórico-platónico. La pretendida autonomía moral del hombre moderno queda en entredicho si revisamos la columna que vertebra el modelo de Estado contemporáneo: el sistema burocrático.
5. Alienación en el Estado moderno
5.1 La alineación del trabajo en Marx
El texto clásico que tiene como centro el concepto de alineación es el conocido como Manuscritos de Economía y Filosofía, escrito en París en 1844. Allí Marx expone por primera vez su concepción del trabajo alienado.
En el desarrollo del concepto de alineación, al final del primer Manuscrito, Marx distingue cuatro formas o aspectos de la alineación del trabajo: a) al objeto del trabajo; b) a la propia actividad productiva; c) a la esencia genérica del hombre; d) a su relación con otros hombres.
Desde la distinción entre objetivación y enajenación, la conversión del trabajador en mercancía se traduce en que «el objeto producido por el trabajo, su producto, se le opone como algo extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo fijado en un objeto, convertido en una cosa, es la objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece en un estado de economía política como irrealidad del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y esclavitud bajo él, la apropiación como enajenación, como extrañación».
El objeto del trabajo se le convierte a su “creador” en una existencia externa, extraña, independiente, ajeno, en un poder autónomo frente a él mismo. Finalmente el trabajador se hace esclavo de su objeto. Marx se hace eco de la paradoja de que la riqueza creada a través del trabajo tiene como contrapunto la pobreza y el invilecimiento del trabajador. La alineación afecta también al propio acto de la producción. El trabajo le resulta externo a su propietario, no le pertenece a su ser.
Por lo tanto el trabajador no se afirma a sí mismo en su trabajo, sino que se niega; no se siente bien sino a disgusto; no desarrolla una libre energía física e intelectual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su mente. De ahí que el trabajador no se sienta suyo hasta que sale del trabajo, y en el trabajo se siente enajenado. Cuando no trabaja, se siente en cada; y cuando trabaja, fuera
Interpretando que la alienación del objeto es una pérdida de la relación del hombre con la naturaleza, y desde la alineación de su propia función activa, se sigue para Marx que la vida de la especie se convierte para el trabajador en un medio para la vida individual.
De modo que el trabajo enajenado, arrebatándole al hombre el objeto de su producción, le priva de su vida de especie, de su objetividad real como especie, y convierte su ventaja sobre el animal en su contrario: la pérdida de su cuerpo anorgánico, la naturaleza. Del mismo modo el trabajo enajenado, al degradar a un medio la actividad propia y libre, convierte para cada hombre la vida de su especie en medio de su (individual) existencia física. O sea que la enajenación transforma la conciencia que el hombre tiene de su especie hasta el punto de que la vida como especie se le convierte en un medio.
Como consecuencia de los aspectos anteriores, la propia sociabilidad, la relación de unos hombres con otros queda también afectada por la alineación.
Cuando el hombre se opone a sí mismo, se le opone también el otro hombre. Lo que vale de la relación del hombre con su trabajo, del producto de su trabajo consigo, vale también de la relación del hombre con el otro hombre, con el trabajo de éste y con el objeto de su trabajo
Con la enajenación de la sociabilidad, Marx da cuenta de la introducción de una escisión básica en la sociedad ,que muestra la existencia de otro hombre que es “ajeno, hostil, poderoso”, y que introduce la autoridad, la coacción y el yugo. En este sentido, el desarrollo de este aspecto de la alineación ha de verse en coincidencia con la teoría del “poder social extraño”, presente en La ideología alemana y con la caracterización de la falsa universalidad y racionalidad encarnadas en el Estado moderno. Por ello, el análisis de la alineación encuentra su continuidad en la teoría del fetichismo de la mercancía, en un capítulo fundamental de El Capital.
5.2 El sistema racional burocrático
La estructura del sistema racional burocrático responde a la de un instrumento que, si bien compuesto por seres humanos, la clase funcionarial, está concebido para la administración y la agilización en la gestión que supone disponer de las materias de las que se sirve el Estado: así desde las materias primas hasta los propios ciudadanos. El Estado moderno ha renovado las propiedades de este instrumento. Como sabemos por los estudios históricos su existencia se constata en las más dispares geografías y épocas. Conocemos el prodigioso modelo antiguo chino, por citar un caso distante en el tiempo y en el espacio: su densa provisión de funcionarios, la compleja trama de jerarquía y de ascensos, el criterio de preparación y de selección de los más aptos. Bien pudiera parecer que el sistema burocrático contemporáneo (y entiéndase que no sólo cabe en esta categoría el propio del Estado, sino también el sistema adoptado por la mayor parte de las empresas privadas de cierta envergadura) no es más que la perpetuación de aquellos pretéritos que han acompañado a la gobernabilidad. Sin embargo, convendremos en que el sistema burocrático moderno conoce algunos atributos que le distinguen claramente de sus predecesores. Así el nuevo sistema basa su competencia en la eficiencia como máximo criterio y en la intercambiabilidad de sus elementos constituyentes como si de una computadora de infinitas posibilidades se tratara. Ciertamente, sea el Estado o la multinacional que fuese, éstos persiguen la consecución de unos fines determinados previamente por las más altas instancias de la jerarquía: abastecimiento de víveres, producción de un cierto número de coches, distribución de tal número de alumnos en las escuelas, etc. Una vez asentada la necesidad y recibida la aquiescencia por las autoridades gestoras se pone en marcha el mecanismo exacto para que tal fin prospere.
A partir de ahí la satisfacción del fin es lo único importante y en su logro participarán todos los segmentos del aparato, que recibirán las instrucciones precisas para que, en suma, llegue a producirse. Imaginemos, por caso, la decisión de un gobierno, acuciado por una complicada guerra, de elaborar una nueva bomba de notable capacidad destructiva. Inmediatamente técnicos, geógrafos, transportistas, científicos, etc., se ponen en marcha correspondiéndoles a cada uno la tarea de cumplir, en sus particulares ámbitos, lo encomendado. La suma de todas sus acciones debe resultar coordinada en un exquisito alarde de prioridades en la economía de tiempo, dinero y energía aprovechables en otras funciones. En el ejemplo que nos ocupa a la fabricación de la bomba, pero igual, e incluso simultáneamente, a la de generadores para la industria pesada o al abastecimiento de luz. Posiblemente muchos colaboradores no sepan en qué están trabajando: el productor de aluminio que provee al proyecto puede o no conocer que su material servirá de revestimiento a la espoleta; la investigación del científico quedará imbricada en las disposiciones presupuestarias y sus hallazgos sugeridos por demandas externas. Lo fundamental es que la estructura de la maquinaria burocrática actúe desde principios señalados de eficiencia y versatilidad que requieren la imaginación de un perfecto organizador. La agilidad de este criterio se percibe tanto mejor si recordamos cómo en la antigüedad los pasos en el ascenso de cada ramo burocrático exigían comenzar desde el estrato más bajo e ir evolucionando a lo largo de todo el escalafón. En la modernidad el acceso a cualquiera de los puestos viene dado por la habilidad en la aplicación que, si polivalente, de mayor grado. Así, un hábil gestor en el sector automovilístico puede, perfectamente, ser transferido a otro proyecto de muy distinta naturaleza, pongamos que a la producción agrícola, puesto que toda materia es susceptible de ser computable y mensurable como incluso los seres humanos que el Estado debe controlar. De todo esto se sigue que el mejor proceder para facilitar la actividad racional burocrática es eliminar la autonomía moral que el propio mecanismo deshace. El burócrata no puede responsabilizarse de una acción de la que solamente alcanza ver un pequeño fragmento inconexo, a excepción de pertenecer al más alto grado de la jerarquía. La mayor aspiración del funcionario es el buen cumplimiento de la misión asignada y su máxima capacidad autónoma la de aportar alguna afortunada idea que agilice el plan en marcha, pero que no provoque un cuestionamiento de su globalidad. El análisis de este modelo pone, indudablemente, en tela de juicio la proclamación kantiana.
5.3 La Escuela de Francfort
5.3.1 Marcuse: la sociedad unidimensional y el individuo “mimético”
Según Marcuse, decir que las capacidades de la sociedad actual son desmesuradamente mayores de cuanto nunca hayan sido en el pasado equivale a decir que el volumen del dominio de la sociedad sobre el individuo es desmesuradamente mayor de cuanto nunca haya sido en el pasado. Es verdad que nuestra sociedad se distingue de las demás por cuanto sabe domar las fuerzas centrífugas por medio de la Tecnología antes que por medio del Terror, sobre la doble base de una eficiencia aplastante y de un más elevado nivel de vida. En efecto, el término “totalitario” no se aplica
solamente a una organización política terrorista de la sociedad, sino también a una organización económico-técnica, no terrorista, que opera a través de la manipulación de las necesidades por parte de intereses constituidos.
El rostro totalitario de la sociedad actual consiste en el hecho de que ella impone sus exigencias económicas y políticas “sobre el tiempo de trabajo como sobre el tiempo libre, sobre la cultura material como sobre la intelectual”. La tesis de formas rígidas de control por parte del sistema industrial-tecnológico presente, podría generar la acusación de una “sobrevaloración” excesiva de los media, que no tiene en cuanta el hecho de que las personas “sienten” efectivamente como “propias” las necesidades impuestas por la publicidad. En realidad, argumenta Marcuse, “la objeción no hace al caso” puesto que
El precondicionamiento no comienza con la producción en masa de programas radio-televisivos, y con la centralización de estos medios. Cuando se llega a esta fase, las personas son seres condicionados por largo tiempo; la diferencia decisiva está en la ocultación del contraste (o del conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las insatisfechas”.
Ocultación claramente “unidimensional” porque si el trabajador y su jefe asisten al mismo programa televisivo y visitan los mismos lugares de vacaciones; si la mecanógrafa se pinta y se viste de una manera tan atractiva como la hija del patrón, … –todo esto no significa la desaparición de las clases, sino el hecho de que los individuos actuales, más allá de las persistentes diferencias, tienen en común una misma “introyección” del universo de necesidades y de ideas que conviene a las elites dominantes.
Hoy en día, “la producción y la distribución en masa reclaman al individuo entero, y la psicología industrial ha dejado desde hace tiempo de estar confinada en la fábrica” por lo cual los
múltiples procesos de introyección parecen haberse fosilizado en reacciones casi mecánicas. El resultando no es la adaptación sino la mímesis: una identificación inmediata del individuo con su sociedad y, a través de esta, con la sociedad como un todo.
Tanto es así que “las personas se reconocen en sus mercancías; encuentran su alma en su automóvil, en el tocadiscos de alta fidelidad, en la casa de dos plantas, en el equipamiento de la cocina”, sin ser capaces de distinguir críticamente entre necesidades “verdaderas” y necesidades “falsas”.
Las necesidades falsas son aquellas que vienen impuestas al individuo por parte de intereses sociales particulares a los cuales interesa su represión; son las necesidades que perpetúan la fatiga, la agresividad, la miseria y la injusticia. Ciertamente, puede darse que el individuo encuentre extremo placer en satisfacerlas –”el resultado es, por tanto, una euforia en medio de la infelicidad”– pero esta “felicidad” no es una condición que deba ser conservada y protegida si sirve para detener el desarrollo de la facultad crítica “de reconocer la enfermedad del conjunto y coger las posibilidades que se ofrecen para curarla”. El sustancial carácter “totalitario” y “unidimensional” de la sociedad actual no queda en modo alguno desmentido por el pretendido carácter “democrático” y “tolerante” de las instituciones políticas occidentales:
No es sólo una forma específica de gobierno o de dominio de los partidos lo que produce el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y de distribución, sistema que puede ser muy bien compatible con un “pluralismo” de partidos, de periódicos, de “poderes que se contrarrestan”.
Los derechos y las libertades burgueses, si bien han sido factores de importancia “vital” en los orígenes y en las primeras fases de la sociedad capitalista (cuando han servido para promover una cultura material e intelectual más productiva y racional), hoy han perdido cualquier fuerza y contenido:
Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la cual habían llegado a ser parte integrante. La realización elimina las premisas
De ahí la completa minusvaloración –y el explícito desprecio– de la democracia formal:
La libre elección de los dueños no suprime ni a los dueños ni a los esclavos
Por lo que respecta a la tolerancia de la cual los estados democráticos se vanaglorian, Marcuse habla de tolerancia represiva, entendiendo, con este concepto, el método propio de las sociedades neocapitalistas, consistente en la tendencia a permitirlo todo (permisivismo), a condición de que ello, incluida la libertad de opinión, no perjudique concretamente los intereses de fondo del sistema. En consecuencia, no obstante las diferencias formales existentes entre ellos, USA y la URSS presentan ambos una sustancial estructura totalitaria, que se expresa en una manera de vivir y de pensar unidimensional impuesta a los ciudadanos.
El pensamiento a una dimensión es promovido sistemáticamente por los potentados de la política y por aquellos que les suministran informaciones para la masa. Su universo de discurso está poblado de hipótesis que se autovalidan, las cuales, repetidas incesantemente por fuentes monopolizadas, se convierten en definiciones o dictados hipnóticos. Por ejemplo, “libres” son las instituciones que operan (o son utilizadas) en los países del Mundo Libre; toda otra forma trascendental de libertad equivale, por definición, a la anarquía, o al comunismo, o es propaganda. “Socialistas” son todas las interferencias en el campo de la iniciativa privada que no son llevadas a cabo por la misma iniciativa privada (o por imposición de contratos gubernamentales), como el seguro médico extendido a todos y a todos los tipos de enfermedades, a la protección de la naturaleza de los excesos de la especulación, o la institución de servicios públicos que puedan perjudicar el provecho privado. Esta lógica totalitaria del hecho consumado tiene su contrapartida en Oriente. Allá, la libertad es el modo de vida instituido por el régimen comunista, y toda otra forma trascendental de libertad es llamada capitalista, o revisionista, o pertenece al sectarismo de izquierda. En ambos campos las ideas no operativas no son reconocidas como forma de comportamiento, son subversivas.
No es nada extraño, pues, que en esta situación el sujeto mimético y unidimensional de la sociedad masificada actual tienda a hacerse “conciencia feliz” (o sea, a creer “que lo real es racional” y que el sistema establecido, a pesar de todo, mantiene las promesas) perdiendo así el sentido de la diferencia entre aquello que de hecho es y aquello que de derecho debería ser. En efecto, fuera del sistema en el que vive, el individuo no consigue percibir otros posibles o diferentes modos de existir y de pensar, o bien es llevado a considerarlos “abstracciones utópicas” o “fantasías inconsistentes” de las cuales su mente “concreta” y “científicamente” educada debe huir. De este modo, la realidad consigue englobar todo ideal que intente refutarla.
La filosofía que corresponde a este tipo de sociedad y constituye una de sus estructuras portantes es el “pensamiento positivo”. En el pensamiento neopositivista Marcuse percibe la derrota de todo pensamiento de la protesta y el triunfo de una “filosofía unidimensional” que hace la función de doble apologético de la sociedad unidimensional. No es sólo la potencia de los media y el éxito de la mentalidad positivista –inclinada a creer, con Wittgenstein, que la filosofía debe “dejar cada cosa como es”– lo que facilita la integración del individuo en la sociedad, sino también aquello que Marcuse llama “desublimación represiva”, es decir, la concesión, por parte del sistema, de una (pseudo)libertad institucional que, de hecho, refuerza la sumisión del sujeto al sistema.
5.3.2 Adorno. Crítica de la cultura contemporánea: el mundo administrado
Una de las tesis básicas de Adorno es que “los sueños del idealismo se han hecho realidad en forma de pesadillas”. Es decir: el ideal del sistema cerrado concebido por Hegel se ha materializado perversamente en una totalidad social donde el individuo (como representante de la singularidad irreductible, de la “diferencia” respecto a la identidad universal) no tendría ya escapatoria ninguna. Según esto, el proceso de racionalización sistemática del universo natural y social ha conducido a lo que Adorno llama un “mundo administrado”.
El “mundo administrado” responde al momento histórico en que domina universalmente la lógica del capitalismo avanzado, es decir, la lógica de la producción de mercancías. En ese “mundo administrado”, tanto el trabajo como el ocio, la economía como la cultura, el ámbito privado como el público, cada uno de los aspectos de la vida queda sometido a los criterios utilitaristas –mercantiles y administrativos– de la organización social pretendidamente racional: todo queda supeditado a la omnipresente ideología tecnocrática.
Según Adorno, en contra de lo que se hubiera podido esperar desde un punto de vista ingenuamente ilustrado, la aplicación de las nuevas tecnologías a los medios de comunicación de masas no ha conducido a una verdadera generalización de la cultura. En lugar de servir a la divulgación universal del saber, poniendo así al alcance de todo el mundo los medios que favoreciesen la resistencia contra los peligros de la irracionalidad, la superstición o la intolerancia, la cultura de masas se ha revelado como el más potente vehículo de la ideología, implacable transmisor de mitos y de prejuicios: los medios de masas son hoy el principal instrumento de la manipulación planificada de las conciencias.
Dos son las causas del carácter catastrófico de este fenómeno. En primer lugar, el carácter sistemático de todas sus manifestaciones: cada uno de los medios de comunicación remite a todos los demás, de manera que se forma la apariencia de una estructura compacta a través de la cual se filtra toda la realidad. El hombre corriente, en efecto, sigue siendo ajeno a la cultura en su sentido profundo, pues el carácter alienante de su trabajo le impide conducir su vida de acuerdo con las exigencias críticas de una auténtica vida intelectual. En consecuencia, ve el mundo a través de ese “velo” de la cultura de masas, un velo que no es capaz de traspasar.
En segundo lugar, la cultura de masas se encuentra siempre al servicio del poder. Esto es así no sólo en los países totalitarios, donde los medios de comunicación se convierten en meros vehículos de propaganda, sino incluso en el mundo capitalista democrático, donde el criterio que impera es el de la mercancía. En cuanto que la cultura de masas se presenta como “industria cultural”, el objetivo perseguido no puede ser sino el beneficio económico. Ahora bien, éste depende de la satisfacción de las necesidades de unas masas alienadas y fetichistas. Por eso la cultura de masas tiende a evitar todo aquello que exija esfuerzo por parte del consumidor: busca la fácil comprensión, el efectismo inmediato, espectacular y superficial: la “magia”. Trata de cautivar al individuo borrando todo rastro de reflexión, procurándole un aparente “consuelo” en su “tiempo libre” como recompensa de su agotadora jornada de trabajo. Así le ayuda a soportar su existencia infeliz, bloquea su capacidad crítica y sus impulsos de transformación de la sociedad. La “industria cultural”, por tanto, es ideología incluso con independencia de sus contenidos: lo es por su propia esencia, en cuanto sirve para perpetuar la injusticia del “mundo administrado”.
Pero, también la alta cultura ha quedado presa de ese sistema de la “industria cultural”. En el “mundo administrado” se hace inevitable la “administración” de la cultura misma: las grandes obras del pasado, del arte, de la literatura y hasta del pensamiento, se pervierten en cuanto son tratadas y distribuidas como mercancías: se convierten en fetiches adorados por sus supuestos poderes (su capacidad para dispensar prestigio, aparentar refinamiento espiritual, connotar status social). Por el contrario, cuando es rescatada del intercambio mercantil y administrada oficialmente por el Estado, la cultura se convierte en un instrumento al servicio del poder político: en este contexto queda “neutralizada” toda disidencia, toda contestación al sistema.
La Dialéctica de la Ilustración –obra conjunta de Adorno y Horkheimer–contiene un programa cuyo punto de partida es el siguiente: ¿cómo es posible que en el momento histórico en que la humanidad podía sentirse orgullosa de haber alcanzado el máximo de progreso y de conocimiento técnico y científico, se dé también el máximo de barbarie jamás conocido, tal como se evidenciaba en las atrocidades (científicamente planificadas) de los campos de exterminio nazis? La respuesta consistirá en mostrar que esa contradicción no sería un mero desajuste accidental de la razón, sino el producto de una especie de culpa intrínseca al progreso racional mismo.
Los autores se enfrentan al tipo de racionalidad triunfante en la época moderna, sobre todo desde el siglo de la Ilustración. El modelo de esa racionalidad es la ciencia, y el modelo del conocimiento que se combate como falso o como ficción no racional es el del mito. Con todo, sostienen, “el mito es ya iluminismo”, mientras que “el iluminismo se ha convertido en mitología”. Pues “los mitos que caen bajo los golpes del iluminismo eran ya productos del propio iluminismo”: no eran sino el primer esfuerzo del hombre por imponer un orden intelectual en una realidad que, de lo contrario, aparecía como permanente fuente de incertidumbres, de amenazas, de angustia. Los autores ponen como ejemplo el relato de la Odisea: las luchas del “astuto” Ulises con seres mitológicos representan el itinerario del emergente sujeto racional en su afán por dominar la naturaleza. Así pues, esos mitos no son estrictamente irracionales, sino que constituyen la otra cara de la propia razón.
El Iluminismo vuelve a caer en el mito. Esto significa que la razón no es lo bastante racional, que se revela como un producto de la misma angustia (de origen animal) que impulsó al hombre a inventar los mitos para así afirmar su dominio sobre la realidad que le circunda.
“Iluminismo” es la idea de un “pensamiento en continuo progreso”, es decir, la confianza en el desarrollo continuado de la razón y la mejora de la especie humana. Este progreso consiste, por un lado, en la desmitificación o “desencantamiento” del mundo, tanto del universo físico como social; esto implica la sustitución de las viejas creencias por las nuevas explicaciones científicas.
Por otro lado, estas explicaciones científicas son evaluadas en última instancia por su capacidad para generar nuevas aplicaciones técnicas, o sea, por su utilidad práctica. En realidad, “lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres”. El criterio es “el cálculo y la utilidad”: la pura forma lógica (la matemática) y la tecnología (el control sobre las cosas). El saber queda supeditado al poder. Sólo que ese poder no es la capacidad de la especie humana para establecer las condiciones de su felicidad universal, sino que responde a los intereses de las clases dominantes, que aprovechan los avances técnicos para asegurarse sus privilegios: “La razón misma se ha convertido en un simple accesorio del aparato económico omnicomprensivo. Desempeña el papel de utensilio universal para la fabricación de todos los demás”.
Este proceso conduce a la virtual monopolización del saber por parte de la ciencia, lo cual tiene como consecuencia la virtual exclusión de los fines éticos del ámbito de la razón y la “verdad objetiva”: el problema de la justificación de las preferencias morales –y estéticas– queda relegado al cuarto oscuro de la subjetividad privada. Así, en lugar de servir a la emancipación de los hombres, la racionalidad científica degenera en instrumento ciego al servicio de la dominación. En tal sentido, la racionalidad de la razón se revela como una falsa apariencia. Se convierte en mito: en ideología.
5.3.3 Horkheimer: el ocaso de la humanidad
Según Horkheimer, «la totalidad [la sociedad como un todo, el mundo organizado] ha perdido el rumbo y en un movimiento incansable se sirve a sí misma en vez de al hombre». Esa pérdida de rumbo es consecuencia de la imposibilidad de un discernimiento racional de las posibles metas. De modo que el proceso de funcionalización o instrumentalización, falto ya de sentido fuera de sí, se hace reflexivo y se vuelve contra sí mismo. Y esto quiere decir, contra el hombre a cuyo servicio debería estar, que queda igualmente funcionalizado e instrumentalizado. Por eso
el progreso de los medios técnicos se ha visto acompañado por un proceso de deshumanización. Ese progreso amenaza con destruir la meta que quería realizar: la idea del hombre.
El sistema productivo, termina por producir un aparato instrumental cada vez más perfecto, pero que al final repercute sólo en su propio incremento y, como contrapartida, en un incremento de la instrumentalización total del cosmos, sin otro fin que la absolutación del dominio.
En tanto que lo particular sólo tiene un sentido en la función que se impone, queda sólo el sistema como absoluto, pero desparticularizado y abstracto. Lo que quiere decir que el beneficio, el valor añadido o riqueza que el sistema crea, lo es de nadie; mientras que respecto de lo particular el sistema representa la generalización de la pobreza; pobreza para el individuo precisamente allí donde más cosas tiene, de las que ya no puede gozar, porque apenas le queda tiempo, pero cuyo consumo en cantidades industriales es esencial para el sistema, a la vez que de algún modo sirven como narcótico estadístico para acallar la conciencia de una represión creciente. El poder que el sistema genera ya no es otro que el que necesita para esta represión.
Éstas son las consecuencias de la confusión entre los fines y los medios que ha producido la razón ilustrada. De donde podemos deducir como esta razón se niega a sí misma y termina en su propia disolución.
La razón en realidad nunca ha dirigido la realidad social; pero ahora está tan libre de toda tendencia o inclinación específica que por fin ha renunciado a la tarea de juzgar las acciones y formas de vida del hombre. La razón ha abandonado esto a la definitiva sanción de los intereses en conflicto, a los que parece que nuestro mundo ha sido entregado.
Si todo es racional en función de un fin último que no lo es, el sistema emerge como monstruo irracional que termina difundiendo su demencia en un mundo de locos. Todo tiene sentido en función de algo que ya no puede tenerlo, por definición. La totalidad ya no tiene sentido, y en la medida en que el hombre forzadamente se identifica con esa totalidad, tiene necesariamente que ir realizando ese sinsentido en su propia vida; sinsentido del que ya no es consciente, porque ha perdido toda capacidad particular de reflexión.
5.3.4 Habermas: la disociación de sistema y mundo vital
La pregunta que Habermas se hace es qué y por qué ha salido mal en la historia de la Modernidad para que, lo que comenzó siendo emancipación, se haya convertido en puro autocontrol del sistema de medios, en el que se disuelve el sentido y la libertad personales y la comunicación interpersonal. Tampoco esto es un proceso fortuito, y comprender su necesidad es condición para la liberación. No basta con diagnosticar el síndrome, sino que hay que avanzar una etiología, si la terapia ha de ser posible, y no queremos conformarnos con dar nombres a lo que nos pasa.
Una sociedad, entendiendo como tal un conjunto activo de individuos que cooperativamente pretenden reproducir, mantener y mejorar sus condiciones de vida, se constituye e integra en dos dimensiones: por un lado como ámbito de integración subjetiva (metonímicamente habla Habermas simplemente de “integración social”, entendiendo por tal las estructuras de acuerdo lingüísticamente materializadas); y por otro como acción, más o menos coordinada, dirigida a fines, fundamentalmente a dominar un medio ambiente adverso.
A esto último llama Habermas “sistema”, y entiende por tal el conjunto funcional, externamente observable y describible, mediante el que los miembros de una sociedad desarrollan su acción guiados por criterios racionales adecuados al control de sus circunstancias vitales en medio del mundo. Sistema es el conjunto de capacidades, usos, tecnologías, funciones, etc., que permiten el desarrollo de la vida humana en sociedad y en su medio ambiente.
La integración de un sistema de acción se hace en el primer caso, a través de un consenso normativamente garantizado o comunicativamente alcanzado; en el segundo caso, se establece mediante una regulación no normativa de decisiones particulares que trasciende la conciencia de los actores. La diferencia entre la integración social […] y la sistemática […] nos obliga a la correspondiente diferenciación en el mismo concepto de sociedad. […] La sociedad se concibe (por un lado) desde la perspectiva de los sujetos participantes en la acción como mundo vital de un grupo social. Por otra parte, se puede entender la sociedad desde la perspectiva de un observador imparcial como un sistema de acciones; con lo que corresponde a esas acciones, según su contribución al mantenimiento de la existencia del sistema, un valor funcional
Junto al “sistema social”, incorporándolo en un contexto más amplio, aparece el ámbito de la integración intersubjetiva, como conjunto de las estructuras comunicativas, lingüísticamente articuladas, mediante las cuales los hombres establecen en sociedad el acuerdo básico que rige su cooperación en el campo sistemático de la acción.
No podemos confundir estas estructuras comunicativas básicas, con lo que antes se ha descrito como razón comunicativa. Se trata más bien de ese acuerdo implícito, tácito, ciertamente verbalizable, pero no objeto de discusión, que para cada cultura constituye el presupuesto incuestionado, muchas veces sólo vagamente consciente, de la acción social.
Antes de alcanzar relevancia situacional [ese acuerdo] está dado sólo en el modo de una obviedad del mundo vital de la que el afectado está intuitivamente al corriente, sin contar con la posibilidad de problematizarla. En sentido estricto no es siquiera algo “sabido”, si caracterizamos el saber como lo que puede ser discutido y fundamentado. Sólo los aspectos limitados del mundo vital que se incluyen en un horizonte situacional forman un contexto de acción comunicativa susceptible de tematización y adquieren la categoría de saber
Para designar ese presupuesto básico de la acción comunicativa, Habermas recurre al término fenomenológico de “mundo de la vida” (aquellas cosas que damos por supuestas, no discutimos, o forman parte de nuestro acervo cultural. Aquello que damos por supuesto en todo acto de comunicación).
La explicitación racional de la validez del discurso, tiene un trasfondo, no expresamente verbalizado pero verbalizable, por tanto variable, que funciona siempre como presupuesto no tematizado de toda discusión.
En la medida en que asumimos una actitud teorética, en la medida en que nos disponemos a un discurso, incluso en general a la acción comunicativa, realizamos ya a priori determinados presupuestos; por ejemplo la presuposición de que las verdaderas proposiciones son preferibles a las falsas, y las normas correctas a las incorrectas
Este mundo vital intersubjetivamente participado forma el trasfondo de la acción comunicativa. Por ello hablan fenomenólogos como A. Schütz del mundo vital como de un horizonte copresente, no temático, dentro del cual se mueven en común los partícipes en la comunicación, allí donde se refieren temáticamente a algo en el mundo
A ese presupuesto cuasitrascendental (ya que funciona como su condición de posibilidad) de la acción comunicativa, incluyendo su dimensión sistémica, lo denomina también Habermas “mundo vital”.
El mundo vital es el lugar trascendental en el que se encuentran hablante y oyente, en el que pueden plantearse recíprocamente la pretensión de que sus expresiones se corresponden con el mundo (objetivo, social o subjetivo); y en el que critican y confirman esas pretensiones de validez, dirimen sus disensiones y pueden lograr un acuerdo. En resumen: respecto de lenguaje y cultura, los partícipes no pueden in actu guardar la misma distancia que respecto de la totalidad de los hechos, normas y vivencias sobre los que es posible la comunicación.
[…] Hablante y oyente se entienden desde su común mundo vital acerca de algo en el mundo objetivo, social o subjetivo
Ese mundo vital es el trasfondo aceptado e implícitamente reconocido como válido que define, casi podríamos decir a priori, nuestras posibilidades de actuar comunicativamente, estableciendo así los presupuestos de toda racionalidad.
Esta reserva de saber provee a los miembros (de una sociedad) no con problemáticas convicciones de fondo, supuestas en común como garantizadas. Y de éstas se forma en cada caso el contexto de los procesos de entendimiento en los que los partícipes utilizan bien probadas definiciones situacionales o conciertan otras nuevas
El mundo de la vida representa, no sólo el marco verbalizable de la comprensión, sino de toda la acción social. En las culturas primitivas, los hombres actúan racionalmente, no sólo porque su acción se adapta al medio –de otra forma no sobrevivirían–, sino porque es acción está integrada desde unos supuestos que todos comparten y desde los cuales se establece una comunicación susceptible de ser racional: esa acción no sólo está adaptada al mundo y es racional como sistema, sino que también es expresión de un acuerdo básico, está integrada en el mundo de la vida. La supervivencia de una cultura depende desde el punto de vista sistemático de la funcionalidad tecnológica de su acción; pero también de la cohesión comunicativa en la que esa funcionalidad necesariamente se enmarca.
Desde la perspectiva interior del mundo vital la sociedad se presenta como una red de cooperaciones comunicativamente mediadas […]. Lo que une respectivamente a los individuos socializados y asegura la integración de la sociedad, es un tejido de acciones comunicativas, que sólo se logran a la luz de tradiciones culturales; y no mecanismos sistemáticos, extraños al saber intuitivo de sus miembros. El mundo vital que esos miembros construyen a partir de comunes tradiciones culturales, es coextensivo con la sociedad misma; pone todos los acontecimientos sociales bajo el foco de procesos cooperativos de interpretación; proporciona a todo lo que ocurre en sociedad la transparencia de aquello sobre lo que se puede hablar
Es pues muy importante subrayar este retroanclaje del sistema tecnológico en el acuerdo social básico que constituye el mundo vital. Ese retroanclaje tiene lugar mediante las instituciones sociales que definen las funciones y modos de actuar mediante formas, más o menos ritualizadas, que son expresión adecuada de una comprensión compartida, normalmente verbalizable en la forma de un “mito”.
Habermas considera que la historia se pone en marcha cuando este equilibrio no es ya sostenible. En primer lugar, la innovación tecnológica permite el progresivo –en el sentido de incrementada racionalidad instrumental– desarrollo de roles sociales y diferenciaciones de acción personal que ya no pueden ser controlados desde la estructura ritualizada de una sociedad tribal, especialmente por la asignación de funciones propias del sistema familiar de parentesco. Al mismo tiempo, esa innovación tecnológica y la creciente diferenciación que permite, da lugar a la división del trabajo, y con ello al desarrollo de un sistema de intercambio de la producción cuyo ajuste y compensación tampoco puede ser controlado por la estructura sistemática anterior. Dicho de otra forma, el sistema amenaza con desarrollarse fuera de control, al independizarse, y necesariamente, del anterior complejo institucional que permitía su integración con una acción comunicativa garantizada por el mundo vital. Esto se ve en la experiencia elemental que se presenta cuando todo progreso material implica un momento de descomposición en el que la gente “ya no entiende lo que pasa”. Es decir, el funcionamiento sistemático de la sociedad se escapa a la capacidad comprensiva de la comunicación cotidiana, y se hace accesible, como un mundo extraño, sólo para la investigación sociológica.
El señalado desequilibrio, no sólo fuerza el desacople de sistema y mundo vital, sino que obliga ahora al desarrollo de mecanismos de control que son específicamente propios del sistema, toda vez que ese sistema ha dejado de estar regulado por el mundo vital. Como elementos de ese sistema, que tienen que ser funcionalmente integrados, aparecen ahora instancias de control propiamente sistemáticas, que no forman parte del complejo comunicativo y que adoptan criterios de racionalidad propios del sistema, es decir, criterios instrumentales de racionalidad.
Los dos medios fundamentales de control que considera Habermas son el poder, que controla la diferenciación e independencia personal a que ha dado lugar el desarrollo sistemático; y el dinero, que controla el intercambio de una producción que mediante la división del trabajo también se hace independiente, permitiendo así un cálculo de costes y compensaciones accesibles al individuo particular. Poder y dinero pasan a ser los elementos de control de los que el sistema se dota en su orden propio, a fin de mantener su, del sistema, necesaria integración.
Los desequilibrios que estos desarrollos provocan en el mundo vital son: en primer lugar, los sistemas de rito y parentesco colapsan en su función de control. Esto tiene como consecuencia un aumento de la problematicidad comunicativa. El desequilibrio de la comunicación cotidiana, que se hace conflictiva en virtud de los descontroles sistemáticos, obliga a incluir en la discusión expresa más y más cuestiones que permanecían incuestionadas en el ámbito del mundo vital.
Cuanto más deciden las tradiciones culturales qué pretensiones de validez, y cuándo, dónde, para qué, de quien y frente a quién, deben ser aceptadas, tanto menos posibilidad tienen los partícipes de explicitar y examinar las potenciales razones sobre las que se apoyan sus tomas de posición afirmativas o negativas.
Cuando juzgamos los sistemas de interpretación cultural desde este punto de vista, se ve por qué las imágenes míticas del mundo representan un instructivo caso límite. En la medida en que se interpreta el mundo vital de un grupo social por medio de una imagen mítica, se le quita la carga de la interpretación al partícipe individual, así como la posibilidad de generar en sí un acuerdo crítico […]. La imagen lingüística del mundo se reifica como orden cósmico y no puede ser percibida como sistema de interpretación criticable
Pero esta sólida estructura mitológica comienza a cuartearse conforme porciones cada vez más extensas de presupuestos comunicativos tienen que ser cuestionadas, con el objetivo de lograr acuerdos tan elusivos como sea necesario para reestabilizar la comunicación social que se precisa a fin de mantener la cooperación sistemática. El contenido del mundo vital cada vez se aleja más de lo cotidiano, y cada vez sirve menos para regular la vida ordinaria, anteriormente ritualmente estabilizada.
La consecuencia de este alejamiento del horizonte del mundo vital respecto de los problemas ordinarios es sumamente positiva, porque suponen la liberación de un potencial de racionalidad que no estaba explicitado en el anclaje mitológico del mundo vital. Conforme este anclaje mitológico se debilita, más y más contenidos del mundo vital tienen que ser sometidos a discusión, ser puestos en cuestión, criticados, y entran así a formar parte de aquello que se puede acordar como resultado de una acción concertada entre interlocutores libres e iguales, es decir, pasan a ser material de debate en una comunidad de libre comunicación; libre al menos de la coerción interna que suponía la invariabilidad del mundo vital. La disolución de la unanimidad mitológica es lo que permite el acuerdo racional, como base de un consenso que ya no es el acuerdo implícito, no tematizado, irracional en suma, del mundo vital, sino el acuerdo expresamente racional en el que las propuestas lingüísticas resultan aceptables, precisamente porque pueden ser comunicativamente rechazadas.
En la medida en que se disuelve el consenso religioso fundamental y la fuerza del Estado pierde su cobertura sacral, la unidad de la colectividad sólo se puede ya establecer y mantener como unidad de una comunidad de comunicación, a saber, mediante un consenso comunicativamente alcanzado en la publicidad política
En consecuencia un mundo vital puede considerarse racionalizado cuando permite interacciones controladas, no por un acuerdo que se adscribe normativamente, sino por un entendimiento –directo o indirecto– que se logra comunicativamente
El proceso de racionalización es, en principio, unitario; y debemos entenderlo como un proceso de diferenciación interna que se refleja en una creciente complejidad, tanto por el lado del sistema como por parte del mundo vital; una diferenciación que lo es, también, del uno respecto del otro. De alguna forma, mundo vital y sistema social se independizan uno de otro.
Sin embargo, esta independencia no puede ser total. Ésta es la clave de lo que van a ser los fenómenos patológicos de racionalización económico-burocrática descritos por Weber, y también de la esperanza de superarlos que puede ponerse en la base de una teoría crítica de la sociedad. Pero, de momento, esta sólo relativa diferenciación del sistema y mundo vital, es lo que hace que ambos se influyan respectivamente, acelerando respectivamente a partir de sus diferencias y complejidades internas el proceso de diferenciación en, y de, el otro ámbito.
La integración comunicativa de la complejidad sistemática se hace en todo caso más y más problemática. Ésta tiende a generar, mediante el poder y el dinero, sus propios mecanismos de control, regidos por la racionalidad instrumental específica del sistema al margen de la comunicación social. Sin embargo el desacople de sistema y mundo vital, ni tiene que ser absoluto, ni, si en un momento lo es, tiene por qué ser definitivo. Desde el punto de vista del análisis teórico, el incremento de complejidad social no tiene necesariamente que arruinar su integración comunicativa.
Y es que la ampliación del horizonte del mundo vital que se produce en el proceso de su racionalización, permite ahora recuperar la dinámica propia del sistema, con sus nuevos elementos de poder y dinero, y reintegrarla en un marco comunicativo. Esa recuperación era imposible en un complejo institucional ritualizado en el que el control se extendía a lo más cotidiano, sin dejar margen a la diferenciación del sistema necesaria para su progreso tecnológico. Por eso ese progreso tecnológico rompe las instituciones rituales y amenaza con independizarse del ámbito comunicativo organizado por un mundo de la vida tan estable como estrecho. Pero la descomposición mitológica de ese mundo de la vida y su consiguiente ampliación racional, dejan bajo sí un mucho más amplio margen de maniobra.
Sobre este fondo queda claro qué propiedades formales deben tener las tradiciones culturales, si es que ha de ser posible en un correspondientemente interpretado mundo vital una orientación racional de la acción; si es que han de poder consolidarse en un estilo de vida racional: a) La tradición cultural tiene que proporcionar conceptos formales para el mundo objetivo, social y cultural; tiene que permitir criterios de validez diferenciados (verdad proposicional, corrección normativa, veracidad subjetiva) y promover una correspondiente diferenciación de actitudes básicas (objetivante, adecuada a normas y expresiva) […]
b) La tradición cultural tiene que permitir una relación reflexiva consigo misma; tiene que desvestirse de la dogmática, hasta el punto en que se pueda poner en cuestión y someter a una revisión crítica las interpretaciones acumuladas por la tradición […].
c) La tradición cultural en sus elementos cognitivos y evaluativos tiene que poder asociarse con modos de argumentación especializados, hasta el punto en que se puedan institucionalizar socialmente los correspondientes procesos de aprendizaje. Por esta vía pueden surgir subsistemas culturales para la ciencia, la moral y el derecho, para música, cultura y literatura, en los que se formen tradiciones argumentativamente fundamentadas, fluidificadas por la crítica constante, pero a la vez profesionalmente garantizadas.
d) La tradición cultural debe, por fin, interpretar el mundo vital de modo que la acción utilitaria orientada al éxito se pueda independizar, al menos desacoplar parcialmente, de los imperativos de una acción comunicativa que se debe renovar constantemente. De este modo se hace posible una institucionalización social de la acción utilitaria respecto de fines generalizados, como por ejemplo formación de subsistemas controlados por dinero y poder para la racional economización y la racional administración civil
Este desarrollo a la modernidad social tiene como condición de posibilidad lo que Habermas describe como “generalización de valores”. Las reglas que definen lo correcto son muy rígidas en las sociedades mítico rituales y descienden a lo nimio en un sistema de producción muy estabilizado y por tanto muy regulable. Pero la racionalización del mundo de la vida, amplía el horizonte de lo indiscutible. Los valores incuestionables se hacen más y más generales, mientras que el acuerdo social se explicita y racionaliza en muchos dominios.
Cuanto más progresa la generalización de valores y motivos, tanto más se libera la acción comunicativa de formas normativas de conducta concretas y tradicionales. Con este desacople, la carga de la integración social se desplaza con cada vez más fuerza desde un consenso religiosamente garantizado a procesos lingüísticos de consensuación […]. En esta medida, la generalización de valores es una condición necesaria para la liberación del potencial de racionalidad implícito en la acción comunicativa. Ya esto nos autoriza a entender el desarrollo moral y jurídico al que se refiere la generalización de los valores como un aspecto de la racionalización del mundo vital
Fruto de la doble confluencia de generalización y racionalidad, es la sustitución de los controles sociales ritualizados por reglas de acción racionalmente acordadas (en el sentido de la racionalidad comunicativa, es decir, activa y libremente consensuables tras una crítica discusión). Se trata de reglas de acción que en su generalidad sirven para controlar esa acción, no en concreto, diciendo a cada uno lo que en cada caso tiene que hacer, sino de un modo general que permite integrar bajo ellas el racional desarrollo (en el sentido de la racionalidad instrumental) de los medios sistemáticos de control (poder y dinero).
¿Qué ha sucedido para que el desarrollo histórico haya terminado en la situación que describen Weber, Lukács y la Escuela de Francfort, como racionalización económico-burocrática de los fenómenos sociales, como proceso histórico de cosificación, como extensión general de la razón instrumental y de la lógica de dominio?
La clave está en el desacople entre la racionalidad comunicativa del mundo vital, por un lado, y los procesos sistemáticos que se siguen según criterios de racionalidad funcional, por otro. Pero ese desacople no es por sí mismo perverso. Es más, es condición de posibilidad para la diferenciación interna de la misma racionalidad comunicativa, que sólo en la medida en que se independiza en cierta medida del control inmediato de los procesos productivos puede desarrollar la discusión crítica en la que se despliega su potencial racional.
Ahora bien, si es cierto que el desacople y relativa independización de la funcionalidad sistemática es buena y necesaria, condición no sólo de progreso tecnológico, sino incluso de la descarga necesaria en el orden comunicativo para que ése sea un ámbito más de discusión que de control inmediato; por otra parte, ese desacople y la forma en que se hace, es peligroso, es más, es lo que ha salido mal, ya que esa independización se ha hecho absoluta. Los mecanismos de control de la interacción social, han abandonado el ámbito comunicativo, sin ser reintegrados en él; y los medios de control propios del sistema se han convertido en sustitutos de la coordinación tribal que se hacia mediante instituciones comunicativas, si no explícitamente racionales, mitológicamente ancladas. Al mito lo ha sustituido la discusión sólo en el nivel comunicativo; en el sistemático, la responsabilidad (mejor, la irresponsabilidad) del control social ha sido asumida por la dinámica propia de una economía monetaria y de una administración pública regida por el principio de la racionalidad burocrática, sin otro fin que el mantenimiento del sistema mismo.
El problema consiste en que, no sólo el sistema se independiza en el despliegue de la racionalidad propia de sus mecanismos de control económico-burocráticos; como además la unidad entre sistema y mundo vital es consustancial a ambos, y requiere del constante retroanclaje del uno en el otro, ocurre entonces también que el sistema sólo puede mantener su independencia en la forma de una primacía funcional sobre el mundo vital que se refleja en la descomposición de éste. Es lo que Habermas denomina “la paradoja de la racionalización”:
La racionalización del mundo vital posibilita un tipo de integración sistemática, que entra en competencia con el principio de integración de la comunicación y, en determinadas condiciones, retroactúa con efectos desintegradores sobre el mundo vital (ibíd, I, p. 459)
La consecuencia es lo que Habermas denomina la “colonización interna del mundo vital”.
Ésta es la situación en la que ha descarrilado el proyecto de la Modernidad. El progreso tecnológico se nos ha ido de las manos, se ha escapado del ámbito lingüístico que controla la acción social mediante el acuerdo. Los fines de esa acción social ya no son algo que reflexivamente podamos asumir, sino que están determinados por las exigencias de mantenimiento del sistema mismo, que coordinan la necesaria acción cooperativa, no mediante el mundo vital en el que los hombres aún podrían considerarse protagonistas del desarrollo, sino a través de medios propios que rigen el despliegue del sistema según sus –del sistema– necesidades.
Ni la secularización de las imágenes del mundo, ni las diferenciaciones estructurales de la sociedad, tienen per se consecuencias patológicas inevitables. Ni son la diversificación y peculiar desarrollo de las esferas culturales de valor, lo que lleva al empobrecimiento cultural de la cotidiana praxis comunicativa, sino la escisión elitista de culturas de expertos del contexto de la acción comunicativa del día a día. No es el desacople de subsistemas de control de medios y de sus formas de organización respecto del mundo vital, lo que lleva a la racionalización unilateral o cosificación de la praxis comunicativa cotidiana, sino sólo la intrusión de formas de racionalidad económica y administrativa en ámbitos de acción, que se resisten a ser entendidos desde el poder y el dinero, porque están especializados en tradiciones culturales, integración social y educación, y se refieren a la comunicación y entendimiento como medio de la coordinación de acciones (ibíd, II, p. 488)
La crítica no se dirige a la Modernidad en bloque y a un concepto generalizado de razón que, sin embargo, los francfortianos sólo pueden interpretar instrumentalmente. Esto significaría recluir la crítica a la vaciedad de la protesta informe. Habermas entiende más bien, que la misma racionalidad comunicativa ofrece la base, la única, para cuestionar lo que desde ella se muestra como ilegítima intrusión en su ámbito propio de criterios extraños que pervierten su sentido.
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