1. Introducción
No hay que identificar límite de certeza especulativa con el límite de conocer. Las certezas especulativas que el hombre posee son muy pocas, afortunadamente el ámbito del conocer se extiende mucho más allá. Cuanto mayores sean nuestras exigencias críticas en el conocer humano, más estrechos serán los límites de nuestro conocimiento y viceversa. Por tanto, hay que hablar de varios niveles de límites.
¿Hay un límite absoluto en el conocer?; y ese límite ¿se trata de un límite de incognoscibilidad o de un límite de incapacidad del hombre?
La configuración del tema de los límites del conocimiento es lenta y tardía en la historia de la teoría del conocimiento. Así, en la filosofía griega y medieval, si cabe hablar del límite, tal límite no estaba del lado del conocimiento mismo, sino del lado de las realidades conocidas que, por sí mismas, carecían de las condiciones de cognoscibilidad. Para poder hablar del límite desde el conocimiento mismo, hay que esperar a la modernidad, cuando, al someterse el conocimiento a un autoanálisis riguroso, se empieza a entrever que la capacidad cognoscitiva puede tener, en sí misma, unos topes irrebasables. La actitud frente al conocimiento deja de ser una actitud confiada para, desde Descartes, convertirse en una actitud cautelar, cuya mejor expresión es la aceptación de que hay que contar con un método que embride las “facultades” conque el hombre conoce. Pues, aunque, de acuerdo con la tradición, se siga manteniendo que la razón, entendida como conjunto de los dinamismos de conocimiento, es el lugar donde se lleva a cabo la revelación de la realidad, ya no se trata de una revelación confiada, sino que requiere precaución y crítica.
Esta actitud crítica tiene como primer objetivo la propia razón o capacidad del hombre para medir sus fuerzas y regular metódicamente su modo de funcionar.
Y en ese autoanálisis crítico resulta inevitable hacerse cuestión de los límites del conocer. Para ello se hace preciso ganar la autonomía de la razón, sobre todo la autonomía que liberase a la razón de su teologización medieval, por la que se consideraba a la razón humana como participación de la razón divina. Porque, obviamente, si la razón humana estaba respaldada por y apoyada en la razón creante, hablar de límites, sobre todo de límite absoluto, sería ponerle, en cierta medida, límites a la razón divina. Por eso el problema del límite adquiere su pleno sentido en una razón secularizada, tal como Hume dice que debe ser el discurso filosófico en su ensayo Sobre la inmortalidad del alma.
La pregunta que cabe plantear en torno al problema de los límites del conocimiento no es si toda realidad es permeable al conocimiento humano (pues, sea cual sea la respuesta a esta pregunta, se puede decir que carece de importancia), sino que la pregunta obvia, desde una modernidad que se centra y se enclaustra en el yo y en la razón, es ésta: ¿hasta dónde llega la capacidad del conocimiento humano?
Salta a la vista que el planteamiento del problema del límite y, sobre todo, la posible admisión de un posible límite último del conocimiento humano, está indisolublemente unido con el tema de lo irracional: si hay un límite absoluto del conocimiento, cabe pensar, que no conocer, un más allá de ese límite. Con ello estaríamos en los dominios de lo irracional. Esto significa que límites e irracionalidad son, en definitiva, dos caras de un mismo problema.
2. Configuración histórica de la noción de límite
La filosofía griega y su adaptación al pensamiento cristiano en el Medioevo pertenecen a lo que llamamos realismo natural. Estamos en la concepción del conocimiento como “asimilación” formal y representativa de la realidad conocida. Se da, asimismo, con las precauciones inevitables ante el hecho del error, una confianza en la fidelidad del conocimiento a lo conocido, ya que, según la interpretación sobre pautas de causalidad, al ser el conocimiento producido por los objetos como causas, tal conocimiento como efecto debe asimilarse a aquello que lo causa.
Hay, además, en la filosofía griega un principio implícito que es imprescindible tener en cuenta para entender el límite. Según ese principio, ser e inteligibilidad son coextensivos, es decir, el conocimiento puede abarcar el ámbito barrido por el ser, sin poder ir más allá. Por consiguiente, el límite del ser es el límite del conocimiento. Y en la filosofía griega el ser no agota la realidad en todas sus dimensiones. Centrándonos en Aristóteles como ejemplo modélico, el ser exige determinación, y esa determinación la confiere la formade acuerdo con el hilemorfismo. Por lo tanto, la carencia de forma supone un péras, un límite al ser, que, automáticamente, se convierte en límite del conocer. Como todo conocimiento es conocimiento de formas, si no hay forma, no hay conocimiento estrictamente tal.
En la Edad Media, al margen de las correcciones que impone la metafísica creacionista, el tema sigue igual en sus líneas fundamentales, lo cual acarrea enormes dificultades en el conocimiento del individuo, por ser la materia el principio de individuación, según la interpretación que se impuso de la teoría aristotélica del individuo. Las cosas sólo son en cuanto que, creadas, corresponden a la idea previa pensada en el intelecto divino, es decir, en el espíritu de Dios, y de ese modo son ordenadas a la idea, adecuadas, y en ese sentido verdaderas. El intelecto humano es también un ser creado. Como facultad conferida por Dios al hombre, debe satisfacer su idea. Pero el entendimiento es adecuado a la idea sólo en el caso que cumpla en sus proposiciones la adecuación de lo pensado a la cosa, que por su parte debe ser conforme a la idea. La posibilidad de la verdad del conocimiento humano, si todo ente es “creado”, se fundamenta en que la cosa y la proposición están ordenadas a la idea en igual forma y, por eso, surgidas de la unidad del plan divino de creación, se ajustan una a la otra. La verdad como adecuación de la cosa (creada) y el intelecto da la garantía para la verdad como adecuación del intelecto (humano) a la cosa (creada).
En la modernidad, por el contrario, el límite se va a extender como límite gnoseológico. El polo del conocer ya no es básicamente el objeto/cosa, tal como sucedía en la filosofía anterior, sino el sujeto, la conciencia, las “facultades” cognoscitivas. En segundo lugar, desde Descartes, entramos en una racionalidad cautelar, escarmentada en el escepticismo de Montaigne, Charron, etc. Esta actitud cautelar no sólo lleva a admitir fallos en nuestro conocimiento, sobre todo si no se realiza en atenencia al método, sino que, por principio, se admite que nuestro conocimiento racional es un conocimiento sometido a límites.
De modo especial, por la tentación de fenomenismo que recorre toda la modernidad, la gnoseología irá, aunque sea por pasos, renunciando a conocer esencias, sin que ello signifique negarlas. Esto, entre otras cosas, significa que se va produciendo un progresivo desajuste entre el conocimiento y la realidad: la filosofía moderna se instala en el pensamiento, en la conciencia, en la razón, centrándose en el estudio de su “naturaleza”, funciones y reglas metódicas que ella misma se da. El puente de paso a la realidad es difícil, porque no sabemos si la realidad se ajusta al pensamiento, a la razón. De ahí el frecuente recurso a Dios como garante del acuerdo de mi conocimiento con las cosas. Según la razón va ganando autonomía respecto de Dios en camino a la secularización, ese posible desajuste irá creciendo. El conocimiento humano, el conocer racional, se queda a solas consigo mismo. En esa situación se hará inevitable la pregunta ¿qué conocemos? ¿hasta dónde conocemos?
La pregunta sobre hasta dónde se extiende la capacidad de la razón humana está planteada con claridad por Descartes en la Regla VIII:
Nada podemos conocer antes de conocer nuestra inteligencia porque el conocimiento de todas las cosas depende de la inteligencia y no la inteligencia del conocimiento; después de examinar lo que sigue inmediatamente al conocimiento de la inteligencia pura, enumerará los medios de conocer que poseemos, además de la inteligencia, y verá que no hay más que dos: la imaginación y los sentidos. Distinguirá cuidadosamente estos tres medios de conocimiento, y, viendo que la verdad y el error, hablando con propiedad, no pueden estar más que en la inteligencia, aunque con frecuencia tienen su origen en la imaginación y en los sentidos, se aplicará a conocer todas las cosas que pueden extraviarla y las vías abiertas al hombre para hallar la verdad, y elegirá la que más convenga a este propósito […] en cuanto el sujeto a que nos referimos distinga los conocimientos que no sirven más que para adornar la memoria de aquellos otros que constituyen la verdadera sabiduría […] quedará plenamente convencido de que si algo ignora no es por su falta de ingenio o capacidad, porque nada puede saber otro, que él no sea capaz de conocer aplicando a ello su inteligencia de la manera expuesta. Y aunque con frecuencia se le presenten muchas cuestiones cuya solución le impide buscar nuestra regla, comprenderá claramente que esa solución no está al alcance del espíritu humano […] Para no estar inciertos respecto al poder de nuestro espíritu, y evitar que se fatigue inútilmente, es preciso, antes de abordar el estudio de alguna cosa en particular, saber cuáles son los conocimientos que puede alcanzar la razón humana […] Nada más absurdo que el discutir audazmente sobre los misterios de la naturaleza, sobre la influencia de los astros, sobre los secretos del porvenir y sobre otras cosas análogas, como hacen muchas personas, y no haberse preocupado de indagar si la razón humana puede profundizar en tales materias. No debe parecernos muy difícil la determinación de los límites del espíritu que sentimos en nosotros mismos […] Siempre que apliquemos nuestro espíritu al conocimiento de la verdad, sucederá una de estas cosas: lo conseguiremos plenamente; descubriremos que el éxito depende de una experiencia que no podemos hacer, y por lo tanto nos detendremos en la investigación; o nos convenceremos de que el conocimiento de la cosa que estudiábamos no está al alcance del espíritu humano, y, por consiguiente, no nos creeremos más ignorantes porque ese convencimiento es una ciencia en nada inferior a las demás (Reglas para la dirección del espíritu, regla VIII)
Sin embargo, la pregunta no tiene una respuesta clara en sus obras, situación que era de esperar debido a su teologismo gnoseológico, que recurre a Dios como garante de la conformidad de mis ideas con las cosas en ellas representadas. Hay un claro reconocimiento de límite en la finitud del hombre, límite que es más ontológico que gnoseológico.
Para contar con un planteamiento claro y bastante coherente, hemos de esperar a Locke:
Siendo, pues, este mi propósito de investigar los orígenes, la certidumbre y el alcance del entendimiento humano, junto con los fundamentos y grados de las creencias, opiniones y asentimientos, no me meteré aquí en las consideraciones físicas de la mente, ni me ocuparé en examinar en qué consiste su esencia (Ensayo sobre el entendimiento humano, I, i, 2)
Si por esa investigación acerca de la naturaleza del entendimiento logro descubrir sus potencias; hasta dónde alcanzan; respecto a qué cosas están en algún grado de proporción, y dónde nos traicionan, presumo que será útil para que prevalezca en la ocupada mente de los hombres la conveniencia de ser más cauta en meterse en cosas que sobrepasan su comprensión, de detenerse cuando ha llegado al extremo límite de su atadura, y asentarse en reposada ignorancia de aquellas cosas que, examinadas, se revelan como estando más allá del alcance de nuestra capacidad. Quizá, entonces, no seamos tan osados, presumiendo de un conocimiento universal, como para suscitar cuestiones y para sumirnos y sumir a otros en perplejidades acerca de cosas para las cuales nuestro entendimiento no está adecuado, y de las cuales no podemos tener en nuestras mentes ninguna percepción clara o distinta, o de las que (como acaece con demasiada frecuencia) carecemos completamente de noción. Si logramos averiguar hasta qué punto puede llegar la mirada del entendimiento; hasta qué punto tiene facultades para alcanzar la certeza, y en qué casos sólo puede juzgar y adivinar, quizá aprendamos a conformarnos con lo que nos es asequible en nuestro presente estado (ibid. , I, i, 4)
Está clara la pregunta sobre el límite, lo cual no impide que aparezcan en su formulación aspectos que pueden desvirtuar esa misma claridad: primero, se mezcla la pregunta sobre los límites del conocimiento con la cuestión de los límites de la certeza, siendo evidente que son dos problemas muy distintos: una cosa es saber hasta dónde llega mi conocimiento, y otra saber hasta dónde alcanza la certeza sobre esos conocimientos. Una cosa es conocer y otra estar cierto de lo que conozco. Segundo, en el último texto, al menos en cierta medida, se trata de encontrar el límite desde las cosas que han de ser conocidas, con lo que no buscaríamos el límite desde el conocer mismo, sino desde los objetos/cosas, lo cual sería volver a planteamientos anteriores a la modernidad.
Si buscamos dónde o en qué pone Locke el límite del conocimiento, su respuesta sí es clara: en las ideas simples que recibimos por vía de sensación o de reflexión
Porque, siempre que pretendemos avanzar más allá de esas ideas simples que recibimos de la sensación y de la reflexión, y sumergirnos dentro de la naturaleza de las cosas, de inmediato caemos en las tinieblas y en la oscuridad, en perplejidad y en dificultades, y sólo descubrimos nuestra propia ceguera e ignorancia (ibid., II, xxiii, 32)
Para Locke, el límite del conocimiento es la experiencia, posición perfectamente coherente con el empirismo que profesa. Esta misma ubicación del límite de la experiencia es defendida por Hume. Desde la Introducción del Tratado nos dice ya que ninguna ciencia “puede ir más allá de la experiencia, o establecer cualesquiera principios que no se funden en esta autoridad”. Todo intento de ir más allá de la experiencia es condenarse a perderse en especulaciones sin fundamento.
En la Ilustración se sigue poniendo el límite del conocimiento en la experiencia. Así, Voltaire, en el Filósofo ignorante, nos dice: «Hay que haber renunciado al sentido común para no estar de acuerdo en que nada sabemos en el mundo, si no es por experiencia».
Sin embargo, nadie como Kant advirtió el problema de los límites del conocimiento. Como el genuino conocimiento sobre el que Kant teoriza es el conocimiento objetivo, resultado de la síntesis entre lo dado en las afecciones sensibles y lo puesto por el dinamismo trascendental del sujeto con sus elementos aprióricos y la apercepción trascendental del Yo pienso, la determinación de los límites se hará en función de ese modo de entender el conocimiento objetivo. Es decir, estamos ante los límites dentro de los cuales se puede llevar a cabo la objetivación en el sentido de Kant.
Kant recibe del empirismo y de la Ilustración la atribución del límite a la experiencia, aunque la va a entender reduciendo sus funciones a la aportación de la materia bruta sensorial, aportación absolutamente necesaria para que los conocimientos no se diluyan en la vaciedad.
Kant parte del hecho de que el sujeto se puede hallar en dos actitudes plenamente diferenciadas entre sí: la actitud dogmática y la actitud escéptica, que se encuentran separadas, además, entre sí por un especial campo intermedio –el del escepticismo–. De este modo, la razón, en su encaminamiento a su plena mayoría de edad, pasa por tres momentos: la razón dogmática, la razón escéptica y la razón crítica. Mientras que en su primer estado no puede hablarse de crítica, ya que el dogmatismo no es otra cosa que «el procedimiento dogmático de la razón pura sin previa crítica de su propia capacidad» (B-XXXV), cuando alcanzamos el segundo nivel, el de la crítica escéptica, se da un significativo paso adelante en las cuestiones de la razón, sin llegar a ser algo decisivo y permanente: el motivo está en que en este estadio escéptico la razón se censura a sí misma para evitar todo uso trascendente de los principios, encerrándose en su propia intimidad, para llevar a cabo una «cierta fisiología del entendimiento» (A-IX). Por eso, ya que ni el dogmatismo ni el escepticismo pueden significar un ideal estable para la razón, ni son, con respecto al conocimiento, actitudes que nos permitan entender la posibilidad y la justificación del saber científico, es preciso acceder a un nivel nuevo, el de la actitud crítica, para que, con ella, la razón
Emprenda la más difícil de todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento, y, por otra parte, para que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias, no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e invariables que la razón posee. Semejante tribunal no es otro que la misma crítica de la razón pura (A-XI, XII)
El primer paso en las cuestiones de la razón pura y el que señala su edad infantil es dogmático: representa la actitud de quien confía plena e ingenuamente en el poder de la razón, sin que se haya puesto en duda ni reflexionado sobre las propias capacidades cognoscitivas. El dogmático avanza con “aire solemne, sin desconfiar de sus principios objetivos originarios, es decir, sin crítica alguna”. Frente a ella, la razón escéptica introduce un cambio de rumbo volviendo sus pasos sobre sí misma, constituyéndose como una censura de la razón, que pone en duda la posibilidad de utilizar de forma trascendente nuestros principios cognoscitivos. Esta censura conduce inevitablemente a dudar de todo uso trascendente de los principios, poniendo de manifiesto la prudencia de un juicio escarmentado por la experiencia. Sin embargo, su papel no resulta satisfactorio ya que no nos instruye acerca de lo que se puede o no se puede conocer:
El fin de toda polémica escéptica es romper sus esquemas [del dogmatismo] y conducirlo al autoconocimiento, pero, por sí misma, no decide en absoluto qué es lo que podemos y lo que no podemos saber (A-763, B-791)
La censura de la razón, típica del escepticismo, nos lleva a poner en tela de juicio la posibilidad de un conocimiento objetivo y científico acerca del mundo. Es una labor restrictiva con respecto a las aspiraciones de la razón, dando como resultado una desconfianza general acerca de las posibilidades reales de un conocimiento objetivo. A pesar de todo, la crítica escéptica ejerce un papel de sana crítica. No siendo satisfactoria es, sin embargo, instructiva:
El escéptico es, pues, el educador del sofista dogmático, el cual es inducido a efectuar una sana crítica del entendimiento, y de la razón misma. […] El método escéptico no es, por tanto, satisfactorio en sí mismo en relación con las cuestiones planteadas por la razón, pero sí es instructivo en orden a despertar en ella la cautela y a indicarle cuáles son los medios adecuados para asegurar su legítima posesión (A-769, B-797)
Es un momento transitorio que debe reemplazarse por medio de una radical actitud crítica. La crítica debe decir cuáles son los límites de derecho y dónde se encuentran las razones de nuestra ignorancia respecto de todas las cosas, es decir de la ignorancia necesaria –lo que debe quedar demostrado a partir de principios, no de conjeturas–. Así pues, la crítica, en su más profundo sentido, es aquella que pretende someter a examen no los hechos de la razón, sino la razón misma, atendiendo a su capacidad a priori para los conocimientos. En definitiva, lo que busca la crítica de la razón pura no es otra cosa que instituir un singular tribunal para dictaminar acerca del poder que tiene la razón en general, en relación a todos los conocimientos a los que puede aspirar desde sí misma, según su propia configuración a priori:
No entiendo por tal crítica la de libros y sistemas, sino la de la facultad de la razón en general, en relación con los conocimientos a los que puede aspirar prescindiendo de toda experiencia (A-XII)
En primer lugar, la crítica pretende realizar un desbroce del campo de la razón, con una labor de limpieza y allanamiento de un suelo que todavía no ha sido cultivado. También la crítica ha de servir para encontrar un fundamento adecuado al conocer científico y objetivo: así se dice explícitamente cuando Kant indica que la crítica «no se propone ampliar el conocimiento mismo, sino simplemente enderezarlo y mostrar el valor o falta de valor de todo conocimiento a priori» (A-12, B-26). Finalmente, esta crítica debe delimitar con exactitud y profundizar en la estructura de la subjetividad, para reparar en el fundamento de la objetividad:
No sólo hemos recorrido el territorio del entendimiento puro y examinado cuidadosamente cada parte del mismo, sino que, además, hemos comprobado su extensión y señalado la posición de cada cosa. Ese territorio es una isla que ha sido encerrada por la misma naturaleza entre límites invariables. Es el territorio de la verdad […] y está rodeado por un océano ancho y borrascoso, verdadera patria de la ilusión […] Antes de aventurarnos por este mar para explorarlo en detalle y asegurarnos que podemos esperar algo, será conveniente echar antes un vistazo al mapa del territorio que queremos abandonar e indagar primero si no podríamos acaso contentarnos con lo que contiene, o bien si no tendremos que hacerlo por no encontrar tierra en la que establecernos (A-235, B-295)
Pone el límite, que podríamos llamar inferior, del conocimiento en la experiencia sensible, vista como la pluralidad de afecciones sensibles que me llegan de la cosa-en-sí. Si no contamos con estas afecciones sensibles, no es posible el conocimiento. No obstante, hay que advertir que esta experiencia tiene también en Kant el sentido de conocimiento fenoménico constituido por la síntesis entre esa experiencia sensible y el dinamismo trascendental. Obviamente, ésta no es la experiencia-límite, sino que debe contar con el límite de la experiencia genéticamente originaria, que es la experiencia sensible.
Otro límite de Kant es el noúmeno, al que podemos llamar límite superior. Está fuera del alcance del conocimiento, es decir, es un límite negativo, ya que negativo es el uso que quiere que se haga de este concepto, puesto que, entendido en sentido positivo, sería el objeto de una intuición intelectual, de la que el hombre carece. Así pues, la gnoseología de la objetividad de Kant es una rigurosa gnoseología de límites. Sólo entre tales límites estamos, según su alegoría, en la isla de seguridad del conocer objetivo.
En la filosofía contemporánea el tema de los límites ha decaído en importancia. El motivo es obvio: si la filosofía contemporánea, es una filosofía abierta a los más diversos irracionalismos, esa aceptación de los irracionalismos es, automáticamente, una aceptación de los límites del conocer. Sin embargo, a pesar de esta decadencia del tema, nos encontramos con un representante destacado: N. Hartmann. Para él los límites del conocimiento «tienen sus raíces no en la esencia del ser, sino en la esencia del conocimiento… El sujeto no puede ensanchar a su antojo la objetificación. La resistencia está en la estructura de nuestro conocimiento mismo y de sus leyes» (Metafísica del conocimiento, Buenos Aires, Losada, 1957, p. 295). El planteamiento parece afín al de Kant, pero aparecerá una diferencia fundamental: el límite no es fijo como en Kant, sino que es movible: «El límite de la objeción no está fijo. Es desplazable; y resulta desplazado en el progreso del conocimiento. Cada nuevo conocimiento lo empuja hacia delante» (Ontología. I, Fundamentos, México, F.C.E., 1954, p. 396)
3. Consideración teórica del límite
Es conveniente distinguir entre limitaciones y límite del conocimiento. Todos somos conscientes de las múltiples limitaciones a las que está sometido nuestro conocimiento. Por muy inteligentes e instruidos que nos consideremos, siempre serán muchas más las cosas que desconocemos que las que conocemos. Cada sociedad, cada cultura o etapa cultural, está instalada en un determinado nivel de conocimiento, desde el cual, como plataforma, puede aspirar al progreso de conocimiento que esa plataforma posibilita. Lo demás le está vedado. Pero se trata simplemente de una limitación situacional, que poco o nada tiene que ver con un posible límite absoluto.
Con las limitaciones del conocimiento tropezamos también ante el hecho frecuente de los errores en que descubrimos haber incurrido. Son experiencias que nos alertan sobre las deficiencias de nuestra capacidad o sobre el mal uso que de ella hacemos. Una situación parecida es la duda, sobre todo en aquellos casos en que, por más esfuerzos que hagamos, no somos capaces de fundamentar racionalmente ni siquiera una opinión razonable.
En todos estos casos no estamos ante límites teóricos, sino ante límites o, más bien, limitaciones situacionales o incluso circunstanciales, que, si bien pueden de hecho ser irrebasables para los individuos o para comunidades o sociedades concretas, no constituyen en modo alguno un límite teórico al conocimiento humano como tal. Teóricamente esas situaciones o circunstancias son superables.
El tema se tiene que plantear de una manera más radical: ¿es posible saber hasta dónde llega el conocimiento humano? ¿Existe un límite absoluto del conocer humano? Que hay un límite del conocimiento humano, parece algo indudable y claro. Lo que ya no tiene nada de claro es saber cuál es ese límite hasta dónde puede llegar el conocimiento humano. El hombre ha progresado y sigue progresando en las conquistas del conocimiento: ¿podría seguir haciéndolo indefinidamente o existe un límite a ese progreso? Y, si lo hay, ¿dónde está el límite?
Dada la estructura relacional del conocimiento entre sujeto y objeto, parece que el límite ha de buscarse o desde el sujeto, o desde el objeto, o desde la interrelación sujeto-objeto. Buscarlo desde el objeto/cosa nos lleva a la discusión de la cognoscibilidad de las cosas tal como son en sí. Este sería un planteamiento más metafísico que gnoseológico. En la modernidad no hay que esperar a Kant para poner en crisis la cognoscibilidad de las cosas tal como son en sí. Se fue imponiendo progresivamente el fenomenismo, es decir, la reducción del conocimiento de las cosas a su modo de dárseme a mí, a su modo de aparecer y presentarse. Ello supone renunciar al conocimiento de la naturaleza o esencia de las cosas, quedándonos en sus fenómenos o “apareceres”. No se niega que las cosas tengan su esencia o naturaleza, lo que se niega es la idoneidad del conocimiento humano para acceder a ella. Esto quiere decir que carece de sentido hablar de un límite radicado en la incognoscibilidad de la realidad en sí misma, sino que el límite ha de buscarse de parte del sujeto, que no cuenta con capacidad para penetrar en la realidad en sí misma, realidad que muy bien puedeser cognoscible para una inteligencia superior o simplemente distinta de la humana.
4. El escepticismo griego
Pirrón de Elis muestra que las cosas 1) son de igual forma, sin diferencias, sin estabilidad, indiscriminadas; por eso, nuestras sensaciones y nuestras opiniones no son ni verdaderas ni falsas. 2) No es preciso, por lo tanto, otorgar nuestra confianza a éstas, sino carecer de opiniones, de inclinaciones, de sacudidas, diciendo acerca de todas las cosas “es no más de lo que no es” o “es y no es” , o bien “ni es ni no es”. 3) Aquellos que se encuentran en esta disposición lograrán primero la apatía y luego la imperturbabilidad.
Según Pirrón, las cosas mismas son indiferenciadas, inmensurables e indiscriminadas, y como consecuencia de ello los sentidos y las opiniones no pueden afirmar ni la verdad ni la falsedad. En conclusión, las cosas, al ser como son, incapacitan los sentidos y la razón para llegar a la verdad y a la falsedad. Pirrón negó el ser y los principios del ser, reduciéndolo todo a apariencia. Las cosas son meras apariencias en función del principio dualista de la existencia de cosas en sí, que son inaccesibles para nosotros.
Si las cosas son indiferentes, inmensurables e indiscernibles, y si por consiguiente los sentidos y la razón no pueden afirmar ni la verdad ni la falsedad, la única actitud correcta que puede asumir el hombre consiste en no otorgar confianza alguna a los sentidos o a la razón. Es preciso permanecer sin opinión. Hay que abstenerse del juicio y por consiguiente carecer de inclinación, sin inclinarse hacia una cosa más bien que hacia la otra, y carecer de turbación, no dejándose conmover por nada.
Carnéades defiende la doctrina de lo probable, que puede resumirse en los siguientes términos:
- Con respecto al objeto, su representación es verdadera o falsa. En cambio, con respecto al sujeto aparece como verdadera o falsa. Dado que lo objetivamente verdadero escapa al hombre, hay que atenerse al criterio de lo que aparece como verdadero y esto es lo probable.
- Dado que las representaciones se dan siempre vinculadas entre sí, aquella representación que se halla acompañada por otras, de manera que ninguna de éstas la contradice, es la que nos ofrece un grado más elevado de credibilidad. Se tiene entonces la representación persuasiva y no contradicha, que posee un mayor grado de probabilidad.
- Por último, se tiene una representación persuasiva no contradicha y examinada por todas partes, cuando a las garantías de los dos tipos precedentes se añade la garantía de un examen metódico y completo de todas las representaciones vinculadas a ella. Aquí hallamos un grado mayor de probabilidad.
En aquellas circunstancias en que sea preciso decidir con urgencia, nos tendremos que contentar con la primera representación. Si tenemos más tiempo, trataremos de obtener la segunda. Y si disponemos de todo el tiempo requerido para proceder a un examen completo, conseguiremos la tercera clase de representación.
Si no existe una representación comprensiva, todo es incomprensible y hay que asumir una de estas dos posturas: a) la epoche, la suspensión del asentimiento y del juicio, o b) el asentimiento otorgado a aquello que, sin embargo, resulta objetivamente incomprensible. Si bien desde un punto de vista teórico la primera posición es la correcta, para vivir los hombres debemos abrazar en cambio a la segunda postura, por motivos prácticos.
5. Los límites del conocimiento en el empirismo inglés
5.1 Locke y la conciencia crítica del límite del conocimiento
Para Descartes la razón es una fuerza única, infalible y omnipotente: única porque es igual en todos los hombres, y todos la poseen en la misma medida; infalible, porque no puede errar si sigue su método, que es único en todos los campos de sus posibles aplicaciones; omnipotente porque extrae de sí misma su material y sus principios fundamentales que le son “innatos”, o sea, constitutivos. Para Locke la razón no posee ninguno de estos caracteres. No hay ni se garantiza la unidad de la razón, sino más bien hay que formarla y garantizarla mediante una adecuada disciplina. «Hay una gran variedad visible entre las inteligencias humanas, y sus constituciones naturales establecen, en este aspecto, una diferencia tan grande entre los hombres que el arte y la industriosidad nunca lograrían nada», decía Locke.
La infalibilidad de la razón resulta imposible por la limitada disponibilidad de las ideas, por su frecuente oscuridad, por la falta de pruebas, y se excluye por la presencia en la mente humana de falsos principios y por el carácter imperfecto del lenguaje que, sin embargo, la razón necesita. Locke niega que la razón produzca desde sí misma los principios y el material de que se sirve: «Nada puede hacer la razón, esta poderosa facultad de argumentar, si antes no se ha supuesto o concedido algo. La razón hace uso de los principios del saber para construir algo mayor y más elevado, pero no pode estos principios. La razón no pone el fundamento, si bien con frecuencia erige una construcción majestuosa y eleva hasta el cielo las cimas del saber».
Dadas estas limitaciones constitutivas, la razón puede comprender dentro de su ámbito la esfera del saber probable. «Así como la razón percibe la conexión necesaria e indudable que todas las ideas o pruebas tienen unas con otras, en cada grado de una demostración cualquiera que produzca conocimiento, así también, en forma análoga, percibe la conexión probable que une entre sí a todas las ideas o pruebas de cada grado de una demostración a la que juzgue se deba asentimiento».
Pero con esta extensión a lo probable, la razón viene a ser la guía o disciplina de todo el saber, por modesto que sea, y fuera de ella sólo quedan (según palabras de Locke) aquellas opiniones humanas que son puros “efectos de la casualidad y de la fortuna”, es decir, “de un espíritu que flota en el dominio de toda aventura, sin elección y sin dirección”.
Locke entiende por razón no la facultad del entendimiento que forma el discurso y deduce los argumentos, sino algunos determinados principios prácticos de los que dimanan las fuentes de todas las virtudes y todo lo necesario para formar bien las costumbres, «ya que lo que se deduce correctamente de estos principios, se afirma con todo derecho, conforme a la recta razón».
La razón no es creadora ni omnipotente, sino que ha de contar con la experiencia. La acción condicionante de la experiencia es la que establece los límites de los poderes de la razón y, en último análisis, del uso que el hombre puede hacer de sus poderes en todos los campos de su actividad. La experiencia condiciona a la razón en primer lugar proporcionándole el material que ella es incapaz de crear o producir de sí misma: las ideas simples, esto es, los elementos de cualquier saber humano. Y la condiciona, en segundo lugar, proponiendo a la misma razón las reglas o modelos y, en general, los límites con arreglo a los cuales se ordena o puede ser utilizado este material.
Locke tomaba del cartesianismo el concepto de la actividad racional como actividad sintética y ordenadora y de las ideas como del material basto de que dispone esta actividad; pero corregía el punto de vista cartesiano no sólo descubriendo únicamente en la experiencia la fuente de este material, sino también atribuyendo a la experiencia misma la función de control de todas las constricciones que el espíritu humano puede sacar fuera de sí mismo. Esta función de control es el límite fundamental que la experiencia impone a la actividad de la razón, impidiéndole aventurarse en construcciones demasiado audaces o en problemas cuya solución en uno u otro sentido no puede ser sometida a prueba.
Pensar y tener ideas es la misma cosa. Y aquí introduce Locke la primera limitación fundamental: las ideas proceden exclusivamente de la experiencia, es decir, son fruto no de una espontaneidad creadora del entendimiento humano, sino más bien de su pasividad ante la realidad. Y puesto que para el hombre la realidad o es interna (su yo o conciencia) o es realidad externa (las cosas naturales), por esto las ideas pueden derivar de una u otra de estas realidades y se llamarán ideas de reflexión si se derivan del sentido interno, o ideas de sensación si se derivan del sentido externo.
Más allá del conocimiento cierto se extiende el ámbito del conocimiento probable. El conocimiento cierto es muy restringido: consiste solamente en la intuición de nuestro yo, en la demostración de la existencia de Dios, y en la sensación actual de las cosas externas. El hombre está dotado de una facultad que suple la carencia de conocimientos ciertos: el juicio. Éste, como el conocimiento, consiste en el acuerdo o desacuerdo de las ideas entre sí. El juicio no da demostraciones, sino solamente probabilidades; la probabilidad se refiere a las proposiciones que no son ciertas y sólo ofrecen una pequeña persuasión; los fundamentos de la probabilidad son dos: a) la conformidad de alguna cosa con el conocimiento, la observación y la experiencia; y b) el testimonio de los demás hombres, que testifica sus observaciones y sus experiencias.
Por tanto, los límites del conocimiento racional vienen dados por:
- La limitada disponibilidad del material empírico y la falibilidad de la misma razón humana. La razón no puede hacer nada donde falten las ideas. Donde no haya ideas, el pensamiento debe detenerse.
- Aún disponiendo de ideas, la razón se ve limitada o impedida por su confusión o imperfección.
- Se ve limitada por falta de pruebas, es decir, por la falta de aquellas ideas que deberían servir para demostrar la concordancia cierta o probable entre dos ideas. Pese a esto, con todos sus límites, la razón es, según Locke, la única guía de que dispone el hombre en todas las actividades de su vida.
5.2 Hume: los límites del conocimiento. Escepticismo
Todo conocimiento tiene como punto de partida la experiencia; pero, la experiencia, desde el momento en que no es algo completo, algo que penetra en la esencia de las cosas, no nos conduce a un conocimiento completo de la realidad. Por el contrario, nosotros sólo observamos hechos; pero, al no existir una conexión necesaria entre la causa y el efecto, cuando nosotros observamos un hecho (efecto) no podemos deducir a partir de él la causa que lo ha producido. Las causas, que pueden ser consideradas como los principios últimos de nuestro conocimiento, están, por tanto, vedadas al conocimiento humano.
¿Por qué es ello así? Debido a que nosotros no podemos conocer más allá de los límites que nos marca la experiencia; pero mediante la experiencia nosotros percibimos solamente hechos contingentes, y nunca inferencias demostrativas; ahora bien, son estas inferencias demostrativas las que constituyen el verdadero conocimiento. Nuestras inferencias son producto de la costumbre o el hábito, “pues siempre que la repetición de un acto y operación particular produce una propensión a reconocer el mismo acto y operación, sin estar impelido por ningún razonamiento o proceso del entendimiento, decimos siempre que esta propensión es el efecto de la costumbre”. Pero, la costumbre es lo que podríamos denominar un conocimiento de segundo grado, un conocimiento útil para la vida, pero no es un verdadero conocimiento que penetre en las causas últimas de las cosas ya que “la naturaleza nos ha tenido a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y los principios de los que depende totalmente el influjo de estos objetos”.
La costumbre es un conocimiento útil para la vida humana, y es tanto más útil cuanto que la crítica de la noción de causalidad nos ha privado de todo verdadero conocimiento. En efecto, en función de la crítica a la causalidad hemos llegado a la conclusión de que no hay ningún conocimiento cierto, pero sin certezas la vida humana sería imposible. Así, yo no podría salir a la calle si no pudiese tener una certeza razonable de que la tierra no se va a abrir delante de mí tragándome, pero a la vez no podría permanecer en mi casa si no tuviera una certeza razonable de que no se va a hundir atrapándome debajo. Esta certeza razonable, que es a lo más que podemos aspirar no es verdadero conocimiento, y desde el momento en que no es verdadero conocimiento estamos ante un escepticismo; pero tampoco es un escepticismo radical, ya que el escepticismo radical es algo autocontradictorio.
Por tanto, hemos de concluir que la postura filosófica de Hume es la de un escepticismo en materia de conocimiento; pero un escepticismo moderado, que consiste en una constante duda y suspensión del juicio, en una prevención ante las deducciones precipitadas, en limitar las investigaciones del entendimiento a los límites puestos por la experiencia y en renunciar a todo tipo de especulaciones que vayan más allá de la vida y comportamiento comunes.
6. Los límites del conocimiento en Kant
Los objetos de la experiencia, dice Kant, son fenómenos. Los objetos de la experiencia son apariciones o apariencias; ahora bien, la apariencia es lo que se opone a lo real. Pero, si nuestro conocimiento de la experiencia son meras apariencias, nuestra experiencia, nuestro conocimiento, será un conocimiento de engaños, una ilusión que nos oculta la verdadera realidad.
Ahora bien, dice Kant, sólo pueden ser objetos de conocimiento aquellos que puedan ser referidos a la unidad de la consciencia científica, aquellos que puedan ser intuidos y pensados. Sólo pueden ser intuidos aquellos que lo sean en la intuición pura o en la empírica; sólo pueden ser pensados aquellos que son sintetizados en las categorías. Los objetos tienen, pues, que ser aparentes para ser conocidos; tienen, por tanto, que ser fenómenos para ser objetos de conocimiento. Lo que no sea fenómeno no es objeto de conocimiento posible.
¿Significa esto que nuestro conocimiento es ilusorio, engañoso? No, el conocimiento no es ilusión ni engaño, sino conocimiento real; pero lo es con una condición: que sus objetos sean cognoscibles, sean aparentes. ¿Qué se quiere decir con esto? Que de las cosas sólo podemos conocer aquello que sea apariencia, aquello que se nos aparece, no lo que ellas son en sí mismas. Lo que las cosas son en sí mismas (la cosa-en-sí) es lo que Kant denomina noúmeno.
De la cosa-en-sí no podemos tener mas que un concepto negativo, no podemos decir de ella sino que no es fenómeno, que no es objeto de conocimiento, no es cognoscible. Si el fenómeno es la apariencia, la cosa-en-sí es lo que se oculta tras esa apariencia, la cosa íntima y verdadera, encubierta por el velo subjetivo que entre ella y nosotros tienden las formas de la sensibilidad y las categorías. Y como nosotros no podemos percibir mas que en las formas del espacio y el tiempo, ni pensar mas que con las categorías, la cosa-en-sí resultará siempre inintuible, impensable, incognoscible.
El fenómeno se compone de una materia y una forma: la materia es aquello que proviene del exterior del sujeto, consiste en una multiplicidad de impresiones sensibles; la forma es el orden o estructura aplicada a las impresiones sensibles por la actividad del sujeto, consiste en el espacio, tiempo y uso de categorías. Esta es la tesis básica establecida hasta ahora en la Estética y Analítica trascendentales.
Ahora bien, dado que el fenómeno es la realidad que percibimos, resulta que ésta, sólo en parte, proviene del exterior. Es decir, la realidad es también producto de nuestra manera de percibir y conocer aquello que percibimos. Todo aquello que es forma fenoménica es puesto por nuestra razón, y nada nos permite suponer que el espacio, el tiempo, o cualquiera de las categorías sean realidades existentes en sí mismas con independencia respecto al sujeto.
Kant denomina noúmeno o “cosa en sí” a esta realidad independiente de nuestra razón. Noúmeno sería la realidad externa de la que provienen las impresiones sensibles, y es previa a la ordenación que realizan la sensibilidad y el entendimiento. Por definición no conocemos en qué consiste el noúmeno. Cuando la razón conoce lo hace aplicando las formas del espacio, tiempo y categorías, ya que no es posible conocer de otra forma. Pero entonces transformamos la realidad, que ya no es noúmeno, sino fenómeno; ya no estamos ante la realidad en sí misma, sino ante la realidad tal y como se nos aparece. Sabemos que el noúmeno existe, pero no sabemos qué es: está más allá del espacio, del tiempo y de las categorías y, por tanto, más allá de nuestra forma de conocer. El noúmeno ni puede ser percibido ni puede ser conocido.
Por tanto, según Kant nuestro conocimiento es limitado, pues no podemos conocer lo que las cosas realmente son, sino lo que nosotros ponemos en ellas, no conocemos noúmenos, sino fenómenos; los límites de nuestro conocimiento proceden de dos fuentes: por un lado de la experiencia, pues «todo conocimiento comienza con la experiencia», de donde se sigue que todo aquello que no procede de la experiencia no puede ser objeto de conocimiento cierto; pero, por otro lado, al afirmar que «no todo él [el conocimiento] procede de la experiencia», Kant nos está diciendo que nosotros conocemos de las cosas aquello que ponemos en ellas; es decir, nuestro conocimiento está limitado por nuestra capacidad de conocer y por las estructuras subjetivas que nos llevan a construir el conocimiento.
Sin embargo, Descartes y el ocasionalismo había afirmado que podemos tener una especie de conocimiento intuitivo; este conocimiento intuitivo se caracteriza por su evidencia y todo lo que es evidente es cierto. Con lo cual, parece que podemos alcanzar un conocimiento absoluto, aunque no a través de un proceso intelectual, sino mediante un proceso intuitivo. ¿Es esto cierto? Según Kant, es imposible que en el hombre pueda darse una intuición intelectual.
De cualquier manera y por cualquier medio que un conocimiento pueda relacionarse siempre con los objetos, aquél por el cual se relaciona inmediatamente a ellos, y al que todo pensar tiende como medio, es la intuición. Pero ésta no tiene lugar hasta que nos es dado el objeto: pero esto, a su vez, no es posible, al menos para nosotros los hombres, a no ser que él afecte de alguna manera al espíritu (A 19/B 33)
Según Kant, la intuición es un modo de conocimiento que se relaciona inmediatamente con el objeto, pero «los objetos nos vienen dados mediante la sensibilidad, siendo ésta la única (fuente) que nos suministra intuiciones» (ibídem). Frente a la intuición humana, sensible y derivada, estaría una intuición divina que ya no puede depender de la presencia del objeto, dado previamente al acto de conocimiento; una forma originaria de intuición que, siendo intelectual, carece de las limitaciones de la sensible. El intuitus originarius es un conocimiento absoluto caracterizado por su total y radical autoactividad y plena espontaneidad. Pero éste no es el caso de la intuición humana. Por una parte, si el conocimiento humano es, con propiedad “conocimiento” –y conocer implica intuir–, es claro que ha de haber intuición. Pero dado que se trata de un conocimiento limitado, propio de una subjetividad finita, queda exigido otro elemento: el entender, el pensar: «Por medio del entendimiento los objetos son pensados y de él proceden los conceptos». Igualmente resulta que la intuición sensible del hombre habrá de ser una intuición no creadora del objeto, sino de una intuición receptiva:
Así pues, la intuición de nuestra mente es pasiva, y por ello mismo, sólo es posible en tanto que algo puede afectar a nuestros sentidos. Pero la intuición divina que es principio de sus objetos, y no es algo principiado, como independiente que es, es arquetipo y por lo mismo intelectual (Dissertatio de 1770, Madrid, CSIC, 1950, parágrafo 10, p. 93)
La intuición humana ha de ser receptiva y sensible. Con ello quiere decirse que ésta procede del pensar, del entendimiento. Ahora bien, dicha facultad del pensamiento no puede ser ya intuitiva. Un “entendimiento intuitivo” vendría a ser una expresión sin sentido o contradictoria. El entendimiento humano es una facultad que exige una referencia a la intuición sensible: «Todo pensar tiene que hacer referencia directa o indirecta a las intuiciones y, en consecuencia, (entre los hombres) a la sensibilidad, ya que ningún objeto se nos puede hacer presente de otra forma» (A 19/B 33). Para la compleción del conocer humano se exige el pensamiento, en cuanto facultad no intuitiva, y los conceptos, “orientados a la posibilidad de un objeto”, así como las intuiciones sensibles, las cuales nos habrán de dar y presentar algo que, subsumido bajo el concepto, representa la auténtica y completa objetividad.
Si nuestro entendimiento fuera intuitivo no tendría otros objetos que lo real. No existirían conceptos, (orientados sólo a la posibilidad de un objeto), ni las intuiciones sensibles, que nos dan algo, sin por ello hacérnoslo conocer como objeto (Crítica del juicio, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, parágrafo 76, p. 380)
Según Kant, sólo cabe pensar una intuición sensible en un intuitus derivativus como el humano. En el caso de poderse dar una intuición intelectual en el hombre, ésta debería situarse a nivel de entendimiento, a nivel del pensar. Pero el pensar implica una actividad mediada por conceptos que han de ser referidos a intuiciones para alcanzar su completud. De este modo se manifiesta que el conocimiento intuitivo intelectual, en cuanto modo de conocimiento, no puede ajustarse a las limitaciones del conocer humano.
7. El rechazo hegeliano del conocimiento intuitivo
Hegel rechaza todo intento de saber inmediato. La conciencia sensible, o el espíritu inmediato, para convertirse en auténtico y real ha de proseguir un largo y trabajoso camino, sin el cual acabaría identificándose con lo “carente de espíritu”. Hay, pues, un proceso que es medio obligado para alcanzar lo absoluto que es, esencialmente, resultado. Lo absoluto, en cuanto fin, es inseparable del proceso y movimiento por el que se constituye como lo verdadero y positivo. Fuera de ese proceso sólo existen intentos destinados al fracaso. Y así, las filosofías del saber inmediato, las que preconizan la intuición intelectual como modo de conocimiento privilegiado por el que penetrar en tal saber de manera inmediata, no manifiestan otra cosa que una “impaciencia que se afana en lo imposible, en llegar al fin sin los medios”. Caen así inevitablemente en un dogmatismo que, como modo de pensar en el saber y en el estudio de la Filosofía, “no es otra cosa que creer que lo verdadero consiste en una proposición que es resultado fijo, o que es sabida de un modo inmediato”.
La certeza sensible no puede, ni siquiera, ser calificada de verdadero conocimiento. La intuición sensible es “lo carente de espíritu”. De este modo Hegel pone las bases para rechazar de pleno todo el empirismo y atacar a la conciencia positivista. Tampoco es posible mantener una postura dogmática acerca de la pretendida inmediatez de la intuición intelectual. La sensibilidad sin el entendimiento, y el entendimiento sin la sensibilidad, vienen abocados al fracaso. Es necesario abrir una nueva vía “sintetizadora” que permita superar los “viejos cierres de la tienda de la teoría del conocimiento”, engarzando de modo seguro la sensibilidad y el entendimiento, mediante una teoría del concepto que, al intentar superar la vieja abstracción, se constituya como la “unidad de lo universal y lo particular”.
La crítica hegeliana se dirige contra la mentalidad positivista. Si toda la corriente empirista moderna encontraba la evidencia de la inmediatez y el fundamento del conocimiento en los datos sensibles inmediatos, Hegel no dudará en elevarse “muy por encima de todo esto” al demoler la tesis de la mera inmediatez como fundamento del conocimiento y echar abajo el concepto empirista de experiencia. No hay en ella ninguna de sus aparentes cualidades, ni goza de prerrogativa alguna. No cabe sostener sus aspiraciones ni su falsa creencia de poseer la máxima riqueza, ni la plena vedad, porque, en realidad, no manifiesta sino la verdad más pobre y abstracta, siendo igualmente ilusoria su pretendida inmediación:
La certeza sensible se manifiesta como el conocimiento más rico e incluso como un conocimiento de riqueza infinita […] como el más verdadero, pues aún no ha dejado a un lado nada del objeto que tiene ante sí en toda su plenitud. Pero de hecho, esta certeza se muestra ante sí como la verdad más abstracta y más pobre […] Se presenta como una relación inmediata entre un yo y un esto, pero si reflexionamos acerca de esta diferencia vemos que ni el uno ni el otro son en la certeza sensible algo inmediato, sino al mismo tiempo algo mediado. Yo tengo la certeza por medio de otro que es precisamente la cosa, y ésta, a su vez, es en la certeza por medio de otro que es precisamente el yo (Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1966, p. 63)
Hegel reconoce que la intuición intelectual, como modo de conocimiento autónomo y desprendido del proceso y del camino de mediación por el que puede configurarse como real, resulta inviable. Una intuición intelectual, como modalidad cognoscitiva autosuficiente y autárquica, a través de la cual se alcanzase inmediatamente el saber absoluto, requeriría, en primer lugar, una inmediatez por parte del espíritu. Pero “el espíritu, en general, no es algo inmediato”. No es posible una conciencia directa e inmediata del pensamiento, ya que el pensamiento es una actividad mediadora, de forma que el que piensa se desprende de su inmediatez.
Para Hegel no existe posibilidad de alcanzar ningún saber inmediato. Si alguien tiene, o piensa tener, tal saber, en realidad lo que posee es un saber al que le falta la conciencia de la mediación.
8. El conocimiento y lo irracional
Estamos en un momento en que lo irracional está ganando adeptos y defensores. Si, en etapas anteriores, lo irracional se aceptaba a regañadientes, hoy da la impresión de que nos situamos en una posición contraria. Parece que la filosofía occidental, que nació esforzándose por distanciarse racionalmente del mito y que se programó como una filosofía del logos, de la razón, ha entrado en desconfianza de esa razón y ha abierto sus brazos acogedores a lo irracional. Lo irracional se nos presenta como atractivo. No lo vemos como desorden, como ignorancia, sino, es que se puede decir así, como otro modo de saber, al margen de la canónica racional que, precisamente por no atenerse a las reglas de la razón, puede abrir puertas nuevas hacia terrenos vedados a esa razón.
No hacen falta especiales dotes de observador para darnos cuenta de que nos encontramos ante un nuevo estilo de cultura. En efecto, estamos asistiendo a un proceso de desracionalización de nuestra cultura, que no es incompatible con la defensa de dominios de alquitarada racionalidad, como sucede con las ciencias formales, los saberes científico-técnicos, etc. Frente a la razón, por la que los griegos definieron al hombre, se han reivindicado y se siguen reivindicando en ese hombre las dimensiones refractarias a esa razón: los instintos, lo vital, lo pulsional… Por otra parte, estamos más interesados en la acción que en el pensamiento, en la actividad que en la especulación racional. Las urgencias de la acción no dejan lugar a la reflexión de la razón que, a lo más, viene tras la actuación con intentos justificatorios. Indudablemente las urgentes actividades a que nos obliga una vida agitada no pueden esperar y supeditarse a previas decisiones razonadas, ya que eso sería casi paralizar la vida.
Ahora bien, a pesar de este presencia y actualidad de lo irracional en la cultura y filosofía contemporánea, nos sale al paso esta pregunta: ¿una teoría del conocimiento debe ocuparse de lo irracional?
En términos generales el irracionalismo se refiere a todo aquello que es inaccesible a la razón humana, o a lo que no puede expresar adecuadamente en conceptos, y también a lo que supera los límites de la razón. Lo irracional, en sentido amplio, es lo que no es conforme a la razón. Y esto puede ser por dos motivos: a) porque la razón tiene unos límites que no puede traspasar por incapacidad propia, o b) porque contradice la lógica de la razón y es absurdo. En ambos casos, lo irracional es lo contrario a lo racional.
También en un sentido amplio se consideran irracionales –o no racionales– ciertos ámbitos de la vida humana en que no rigen las leyes del pensamiento o de la lógica de la razón, como la vida, el arte, la religión o la fe: las afirmaciones y creencias que en ellos se generan no proceden de las tradicionales fuentes de conocimiento a través del entendimiento; por esta misma razón, se considera también irracional lo mágico, lo misterioso, lo milagroso, lo sobrenatural.
Irracionales son asimismo las pasiones, los instintos o los sentimientos, los fenómenos del inconsciente o los sueños, que no siguen las leyes del discurso racional. El irracionalismo, en general, es visto como un defender lo irracional como una característica del ser humano o de cosas relativas al hombre. Esta defensa consiste en la valoración de otras fuentes de conocimiento distintas de la razón y la experiencia, y en su grado máximo en la valoración del absurdo.
Dentro del irracionalismo se pueden distinguir múltiples matices:
- En primer lugar, se refiere a un ataque directo al racionalismo dogmático;
- además, existe un irracionalismo metafísico: la realidad no es racional;
- y también está el irracionalismo epistemológico, que supone una desconfianza ante la razón y que acusa a la gnoseología o teoría del conocimiento tradicional de intelectualista, abstracta y ajena a la vida.
8.1 Múltiples perspectivas en el planteamiento de los irracionalismos
También respecto del irracionalismo hay que tener presente que la filosofía antigua y medieval era una filosofía del ser, subordinando a él la explicación del conocimiento, mientras que en la modernidad, con todos los titubeos previsibles, se invierten las tornas.
Como consecuencia de ello, el planteamiento de lo irracional, en la filosofía antigua y medieval, se hace desde la realidad: hay realidades que, por deficiencia o por exceso, resultan incognoscibles, irracionales, bien por carecer de la forma o determinación que la haga cognoscible, bien por exceder toda forma o determinación cognoscible.
Una perspectiva de planteamiento de lo irracional que, con diversos matices, aparece en distintos momentos de la historia es la que se origina de la relación de lo irracional con el concepto de razón. Terminológicamente al menos, lo irracional es lo opuesto a la razón. Y en este caso, por paradójico que parezca, la razón puede ser una fuente de irracionalidad. El concepto de razón dista mucho de ser unívoco. No estamos ante un concepto estable y permanente a lo largo de la historia. Por el contrario, la razón es un concepto histórico que cambia según cambian las culturas o épocas de las mismas, según cambian los sistemas filosóficos o incluso los diversos filósofos dentro de una misma corriente filosófica. Obviamente, el historicismo de la razón conlleva cambios en los cánones de racionalidad impuestos por los cambios en la concepción de la razón. Tales cambios implican que lo que para una determinada concepción de la razón es racional se convierta en irracional en otra concepción distinta. Estos cambios de concepción de la razón y, en paralelo, de lo irracional van a multiplicarse en las filosofías posteriores a Kant: razón dialéctica, razón histórica, razón vital, razón formal… Cada razón viene con su bagaje de normas, exigencias metodológicas, categorías que le son propias, etc. Lo que no se ajusta a este conjunto de imperativos es, para esa razón, irracional.
Sin embargo, desde el hombre, son más destacables otras fuentes de irracionalidad. Nuestra cultura y nuestra filosofía occidental han destacado en el hombre la dimensión de racionalidad, consecuencia inevitable de la aceptación generalizada de la definición por la que los griegos hicieron del hombre normal”>animal racional. La razón es entendida como la característica esencial del hombre y como dinamismo que debe dominar y dirigir todos los demás dinamismos del hombre.
Este modo de entender la subordinación de todos los dinamismos del hombre a la razón es llevado al extremo en los filósofos calificados como racionalistas. Ejemplo ilustre es el de Spinoza, quien, en el Prefacio a la III parte de su Ética, se propone tratar los afectos del mismo modo que la razón trata las líneas, planos o cuerpos geométricos. No deja de resultar curioso que, desde el otro lado del Canal de la Mancha, años más tarde, Hume, en postura radicalmente opuesta, llegue a decir que «la razón es y debe ser únicamente la esclava de las pasiones, sin que jamás aspire a ningún otro oficio que a servirlas y obedecerlas» (Tratado de la Naturaleza Humana, II, iii, 3) ¿Qué sucede, pues? Que, ni de hecho ni teóricamente, nunca se entendió al hombre como pura razón, aunque se admitiese su rectoría sobre los otros dinamismos. Pero, sobre todo desde mediados del XIX, se empezaron a valorar esos otros dinamismos del hombre –afectividad, pasiones, instintos, pulsiones, etc.– Esa valoración llegó en muchos casos a anteponerlos a la razón misma. Sobre todo en el mundo de la praxis, actuamos, nos movemos y decidimos no por razones de la razón, sino por motivos no racionales, o sea, vitales, instintivos y pulsionales. Y son estos motivos los que, de manera más o menos oculta, sirven de acicate a la razón misma, dejando su actividad contaminada de irracionalidad.
Dentro de la consideración en el hombre de dimensiones o dinamismos extraños a la razón y en disputa de preferencia frente a ella, nos encontramos con la voluntad. La filosofía occidental formuló con carácter de principio el viejo aforismo según el cual nada es querido si no es previamente conocido. Con ello se asentaba que el conocimiento, la inteligencia o razón deben anteceder y dirigir los actos de la voluntad. Pero esto ha dejado de ser así, sobre todo a partir de la filosofía idealista. Buena parte del idealismo, por influencia del Kant de la segunda normal”>Crítica, se inclinó más por la razón práctica que por la teórica, concediéndole a la voluntad un puesto de preferencia, llegando incluso en algún caso a hacer de la Voluntad el sustrato último de la realidad (Schopenhauer). La voluntad en el hombre deja de aceptar la rectoría de la razón, asumiendo ella la iniciativa y dirección del conocimiento. La racionalidad pierde su carácter fundamental y fundante, para pasar a ser simplemente una actividad derivada, que sólo puede pretender justificar racionalmente lo que, en su origen, es proceder irracional de una voluntad no gobernada por el conocimiento racional.
Otra fuente de irracionalismos se encuentra en las filosofías de la segunda mitad del XIX y primeros años del XX, en las que el ser o la sustancia, a los que se había considerado como el soporte de toda la realidad, son despojados de ese carácter. Como estas filosofías están básicamente centradas en el hombre, al abandonar las ontologías del ser y de la sustancia, ponen el sustrato fundamental de la realidad humana en la vida, en la historia, en la existencia, para algunos injustificada, de cada ser humano concreto, individual.
Ante estas nuevas situaciones se han producido dos posiciones antagónicas: algunos filósofos, considerando que tales realidades fundamentales no podían ser sometidas a los cánones del conocimiento racional, desistían de supeditarlas a ellos, refugiándose en el irracionalismo a la hora de dar cuenta de la realidad última (Nietzsche, Unamuno). Pero hay otra posición antagónica, contraria a la aceptación de este tipo de irracionalismo. Es la de aquellos filósofos que piensan que a nuevas concepciones de la realidad, concretamente de la realidad humana, deben corresponder nuevas concepciones de la razón que se ajusten al conocimiento de tales realidades. Así se llega, por ejemplo, a la razón histórica y a la razón vital.
Una de las perspectivas más extremas del irracionalismo es la de los defensores del absurdo, no tanto como carácter de la realidad misma, cuanto de la relación de la realidad con el conocimiento del hombre. Modelos de esta perspectiva son Kafka y Camus. Así, este último, en elMito de Sísifo, considera el absurdo como “punto de partida”, para afirmar a continuación que «la creencia en el absurdo de la existencia» debe servir de guía en una conducta consecuente del hombre. Así ha de ser si, según él, “todo verdadero conocimiento es imposible”. El hombre se encuentra encadenado en un universo que es incapaz de descifrar, y donde “una multitud de elementos irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último”. Lo propiamente absurdo no es el mundo, sino que el absurdo surge en la confrontación entre el mundo y el “deseo desenfrenado” que tiene el hombre de conocerlo: hay un divorcio irreconciliable entre el mundo y nuestro deseo de instalarnos racionalmente en él.
Tengo razón al decir que la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de un hecho o de una impresión, sino que surge de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que la supera. Lo absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en el uno ni en el otro de los elementos comparados. Nace de su confrontación (El mito de Sísifo, Buenos Aires, Losada, 1959, p. 32)
Lo absurdo es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona (o.c., p. 46)
Como consecuencia del fracaso de esta confrontación hay que llegar a la conclusión de que “el mundo está lleno de irracionalidades” y que “el mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad”.
Otra perspectiva de irracionalidad en fechas cercanas es la de los formalismos extremos lógico-lingüísticos. Estos formalismos extremos apuran actitudes, estrategias y técnicas de alquitaramiento racional, reduciendo el conocimiento que se considera de indiscutible valor a las proposiciones logradas, bien dentro de un puro juego axiomático, bien dentro de las reglas de un lenguaje rigurosamente formal. Sólo esas proposiciones tienen auténtico sentido. Lo no expresable en tales proposiciones, lo sin-sentido, queda fuera de la racionalidad o, al menos, de esa racionalidad estricta.
Otra perspectiva de lo irracional tiene que ver con determinados teologismos gnoseológicos y con escapadas hacia la fe religiosa e incluso hacia la mística. Hay teologismos que fundamentan todo el conocimiento humano en la apriorista admisión de un Dios investido de tales prerrogativas, que la razón humana las tiene que aceptar necesariamente sin poder justificarlas. El conocimiento humano arranca de un acto inicial calificable como irracional o, según otros prefieren, supra-racional. Un ejemplo de esto sería Ockham, para el que la base de toda su filosofía es el “creo en Dios omnipotente”. En posición relativamente similar se encuentran filósofos como Kierkegaard que, antes la desesperanza de que la razón humana sea capaz de explicar al hombre y su existencia, se refugian en la fe religiosa, para desvelar desde ella, concretamente desde los dogmas bíblicos y cristianos, el misterio de la existencia humana que, a juicio de ellos, se ve iluminada desde el pecado original, la encarnación o el diálogo con el Tú trascendente.
8.2 Algunos datos históricos sobre lo irracional
La cultura griega, como todas las grandes culturas, se estrena históricamente en un festín de irracionalidades. Nos referimos a lo irracional dentro ya de la filosofía del logos. Toda la filosofía griega se centró en un constante esfuerzo por buscar y encontrar las determinaciones que arranquen a la physis o naturaleza de la indeterminación para convertirla en cognoscible. Esas determinaciones son las formas e ideas como elemento esencial de las cosas que las hace ser y ser lo que son. Por eso, dondequiera que esté ausente la forma o idea, está ausente el conocimiento. El caso más claro de irracionalidad por carencia de forma que la haga ser es el de la materia prima en Aristóteles. Tal carencia la deja en la indeterminación, la hace in-definible e incognoscible. La materia es realidad, pero no es ser y, como sólo es cognoscible el ser, la materia es incognoscible.
La Edad Media arrastra esta incognoscibilidad de la materia. Y, como defiende que el principio o elemento que constituye al individuo formalmente en cuanto tal es la materia, nos encontramos ante la imposibilidad del conocimiento directo del individuo, ya que, como dice Sto. Tomás, «el individuo no repugna a la inteligibilidad en cuanto singular, sino en cuanto es material, ya que nada es entendido si no es inmaterialmente» (Sum. Theol., I, q. 86, a. 1, ad 3.). Con esta excepción, la Edad Media no es terreno abonado para irracionalidades en sentido estricto.
Entrando en la modernidad, resultaría extraño encontrar profesiones explícitas de irracionalismo en la escuela racionalista. Sin embargo, Ortega ha llegado, en referencia concreta a Descartes, a acusarlo de apoyar toda su racionalidad en un suelo de irracionalidad. Aceptando que la razón racionalista es una razón analítica, entonces «si conocer racionalmente es descender o penetrar del compuesto hasta sus elementos o principios, consistirá en una operación meramente formal de análisis, de anatomía. Al hallarse la mente ante los últimos elementos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional. Y una de dos: o, al no poder seguir siendo racional ante ellos, no los conoce, o los conoce por un medio irracional. En el primer caso, resultará que conocer un objeto seria reducirlo a elementos incognoscibles, lo cual es sobremanera paradójico. En el segundo, quedaría la razón como una estrecha zona intermedia entre el conocimiento irracional del compuesto y el no menos irracional de sus elementos. Ante éstos se detendría el análisis o ratio y sólo cabría la intuición. En la razón misma encontramos, pues, un abismo de irracionalidad» (normal”>Ni vitalismo ni racionalismo, en normal”>Obras Completas, Rev. de Occidente, vol. III, p. 274).
Dentro del racionalismo, sin embargo, sí hay un autor del que se puede decir que admite explícitamente lo racional; éste es Pascal: «El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. Débil debe de ser cuando su conocimiento no alcanza estas cosas» (normal”>Pensamientos, 188/278). «Todo lo que es incomprensible no deja de ser» (ibid., 230/430).
En cuanto al empirismo, debemos pararnos en Locke. A él se debe el primer planteamiento relativamente claro de los límites del conocimiento, límites constituidos por las ideas simples de sensación y reflexión que se nos dan en la experiencia. Por eso «carecemos de todo conocimiento que vaya más allá, y mucho más cerca de la constitución interna y de la verdadera naturaleza de las cosas, porque andamos ayunos de facultades que puedan alcanzar esa meta» (o.c., II, xxiii, 32). Poco después continuará: «siempre que pretendemos avanzar más allá de esas ideas simples que recibimos de la sensación y de la reflexión, y sumergirnos dentro de la naturaleza de las cosas, de inmediato caemos en las tinieblas y en la oscuridad, en la perplejidad y en dificultades, y sólo escubrimos nuestra propia ceguera e ignorancia».
Tenemos limitado el conocimiento, aceptamos cosas no sólo desconocidas, sino incognoscibles, irracionales, porque “andamos ayunos de facultades que puedan alcanzar esa meta”. Es decir, la irracionalidad no se debe a la incognoscibilidad de la realidad, sino a carencia de capacidad por parte del sujeto cognoscente, que es el planteamiento propio de la modernidad. Aparece además en su obra un ejemplo claro de irracionalidad, que es el de la sustancia. Y la razón está en que no tenemos más idea de ella que la de la necesidad de suponer un soporte de las cualidades o accidentes. Por eso «no tenemos ninguna idea de lo que sea, y sólo tenemos una idea confusa y oscura de lo que hace» (o.c., II, xiii, 9).
Por su parte, el romanticismo es una rebelión contra el despotismo de la razón que, con contadas excepciones, profesaron los ilustrados. Como dice Cassirer: «… aquel ‘irracionalismo’ tantas veces predicado por los románticos… no era, en el fondo, más que un tópico y un grito de guerra lanzado contra el orgullo racionalista de los hombres de la Ilustración» ( normal”>El problema del conocimiento, México, F.C.E., 1948, p. 280). Hay que romper el corsé de lo que ellos consideraban exceso de racionalidad, aceptando que hay muchos casos en que la razón debe quedar relegada. Renuncian a lo que consideraban como saturación de racionalidad. Los huecos que hay que conquistar en la lucha contra el racionalismo ilustrado deben llenarlos el sentimiento, la imaginación, la preferencia por la noche frente a la luz del Siglo de las Luces, la poesía y el arte como modos privilegiados de acceder a determinadas realidades, el recurso a los símbolos mitológicos, etc. Frente a la razón trascendental de Kant, o a la razón impersonal de los ilustrados, se reivindica la subjetividad individual, la conciencia de cada persona en su irrepetible individualidad. Estamos, pues, frente a una auténtica quiebra de la racionalidad: más que un conocimiento dominador de la razón, se busca un acercamiento casi contractual con la realidad, sea esto o no sea estricto conocimiento.
En el romanticismo no se da un planteamiento explícito ni de los límites del conocimiento ni de lo irracional. Estamos frente a otra visión: en su rebelión contra el despotismo de la razón ilustrada se trataba más bien de dejar al descubierto, por una parte, la insuficiencia de la razón, y, por otra, la necesidad de abrirse a dimensiones de la realidad –poesía, arte, mito, sueños, vida individual…– a las que, aunque la razón, tal como había sido entendida hasta entonces, no podía acceder.
Con Schopenhauer la Voluntad se convierte en el sustrato último de la realidad, en el sustrato ontológico. Estamos más ante una metafísica de la Voluntad que ante una consideración gnoseológica. La voluntad es entendida como voluntad de vivir:
En todas estas consideraciones se hace claro para nosotros, por lo tanto, que la voluntad de vivir no es una consecuencia del conocimiento de la vida, no es de ninguna manera una conclusio ex praemisis, ni en absoluto, nada secundario; más bien, es lo primero e incondicionado, la premisa de todas las premisas y, por esto mismo, aquello desde donde ha de partir la filosofía.
Esta voluntad, núcleo de la realidad, se contrapone a la representación, es decir, al conocimiento, cuyo mundo es un mundo de fenómenos, más allá de los cuales no alcanza el conocimiento objetivo, incapaz de penetrar en el interior de las cosas mismas. La Voluntad, como sustrato último de la realidad, se manifiesta en los fenómenos de los que podemos tener representaciones, pero la Voluntad en sí misma queda fuera del estricto conocimiento. Dicho de otra manera, la Voluntad, y con ella el elemento último y fundante de la realidad, se evade a la razón y al conocimiento.
En Nietzsche hay un total rechazo de razones y conocimientos abstractos, ya que son inútiles para conocer los aspectos fugitivos de la realidad, que son constitutivos de la existencia concreta humana y de esa realidad básica que es la vida, con todas sus pasiones, impulsos, instintos. «No hay “espíritu”, ni razón, ni pensamiento, ni alma, ni voluntad, ni verdad: todo son ficciones que resultan inútiles». Exalta la voluntad de poder como voluntad de vivir, “de una vida en ascenso”. Una vida de la que nos dice que “es la condición del conocimiento”. El conocimiento es una necesidad vital, como lo es el comer, y debe estar al servicio de la voluntad de poder. Por eso podrá clamar: “¡No a la razón! a no ser al servicio de un impulso”, o “el intelecto es el instrumento de nuestro impulsos y nada más, no es libre”.
9. Algunos representantes del irracionalismo
9.1 Jacobi y la filosofía de la fe
Jacobi se opuso al racionalismo de Spinoza y a la filosofía crítica de Kant. Contra aquél, afirmaba que el racionalismo era dogmático y desembocaba en el panteísmo ateo despersonalizante. Contra Kant, afirma que no es legítima la separación, crucial de éste, entre el noúmeno y el fenómeno. Según Jacobi, Kant cae en un idealismo que es incapaz de dar cuenta de lo que es la cosa en sí misma (el noúmeno), cuya esencia admite Kant aunque no pueda probar su identidad, por lo que éste cae en una contradicción o paradoja que invalida su criticismo.
Para superar esta dualidad kantiana, Jacobi afirma que únicamente la fe o la creencia, y no la razón discursiva, nos permite conocer la realidad de una forma intuitiva y directa; la fe es un constitutivo esencial del hombre, un dato a priori en la estructura humana, que es superior al entendimiento, pues éste únicamente puede llegar hasta los fenómenos, mientras que la creencia logra acceder al noúmeno con una certeza indudable.
9.2 Schopenhauer: supremacía de la voluntad sobre el intelecto
9.2.1 El mundo como representación
“El mundo es mi representación”. El hombre es el único ser que tiene conciencia refleja de que lo que se le da del mundo son representaciones, no realidades; él no conoce directamente el sol, la luna, … sino que tiene un ojo que ve el sol, la luna…; el mundo no existe pues más que como representación, es decir, con relación a otra cosa que es el sujeto pensante. Todo cuanto existe para el conocimiento, es decir, el mundo entero, no es objeto sino con relación al sujeto. Los presupuestos de esta postura están en Descartes, Berkeley y la filosofía hindú. Descartes encontró en el yo el punto de partida esencial y legítimo del conocimiento, el cual es algo subjetivo y tiene su asiento en la conciencia; sólo este conocimiento del yo es inmediato; cualquier otro es mediato y dependiente; Berkeley fue más allá y afirmó que todo lo que es extenso en el espacio y, por tanto, objetivo, material, etc., no existe como tal, sino que existe simplemente en nuestra representación. Del mismo modo la filosofía hindú cree que no hay conocimiento ni ciencia independiente de nuestra representación. El punto de partida de la filosofía de Schopenhauer es un hecho concreto: la representación; no arranca pues ni del sujeto ni del objeto, sino de la representación, la cual implica a ambos. Los que han partido del objeto como realidad primigenia y absoluta han tenido el problema de cómo explicar el origen de ese objeto que es la totalidad del mundo percibido y su orden; así los materialistas puros han recurrido a la materia, Spinoza y los eleatas a los conceptos abstractos como el ser, la naturaleza o la sustancia; otros han recurrido a la creación divina; pero todos ellos caen en el defecto de explicar el sujeto por el objeto. Lo contrario hicieron los idealistas como Fichte para quienes el sujeto, el yo, es la base del no-yo; pero esto sólo vale en el orden fenoménico y sólo por una ilusión del espíritu que atribuye al yo un valor absoluto por el que crea el objeto. Schopenhauer, en cambio, no parte ni del objeto ni del sujeto, sino de la representación que implica a los dos: no hay representación del mundo sin sujeto a quien pertenece y sin objeto con contenido propio y diferente del sujeto como tal. Ahora bien, ¿qué es esta representación? Un fenómeno cerebral; el mundo, tal y como lo percibimos, es una representación mental que pertenece a un sujeto; el que conoce todo sin ser conocido de nadie es el sujeto y, como tal, es el fundamento del mundo. La dependencia del objeto respecto al sujeto es la idealidad del mundo como representación; todos los cuerpos del mundo, incluido el cuerpo humano del sujeto, en tanto objeto conocido, son fenómenos cerebrales, no existen más que para el sujeto que conoce.
9.2.2 El mundo como voluntad
El mundo es representación, pero no sólo ni principalmente representación; si sólo fuera esto sería un fantasma, un montón de apariencias tras las cuales nada habría; pero las apariencias, los fenómenos, son manifestación del ser.
El sujeto a quien se le muestra el mundo como representación, el hombre, no es sólo un sujeto cognoscente ni una inteligencia con representaciones. Tiene también un cuerpo. Y el mundo como representación está todo él mediatizado por el cuerpo. Para el hombre, como sujeto de conocimiento, su cuerpo es también una representación como otra cualquiera sometida a la ley de causalidad, pero dicha representación no comprende la fuerza que da lugar a esa causalidad, esa fuerza incognoscible de donde emanan las acciones y las manifestaciones del cuerpo: la voluntad. Así pues, para el sujeto cognoscente, el cuerpo tiene dos dimensiones, una como representación en la intuición del entendimiento y otra como voluntad, es decir, como aquello que cada uno de nosotros conoce inmediatamente. Nuestro cuerpo se convierte en instrumento de conocimiento de todo lo demás y en él hay algo por lo que se distingue de todas las demás representaciones: la voluntad. Ésta nos hace comprender que nuestro cuerpo no es sólo representación, sino que es algo en sí que nos da la clave de nuestro modo de obrar. Eso lo aplicamos luego a los demás cuerpos o representaciones para ver en ellos una voluntad que da sentido a sus acciones. Es decir, atribuimos por analogía al mundo material la realidad que experimentamos en nuestro cuerpo. Así pues, poseemos un doble conocimiento de nuestro cuerpo, uno como representación y otro como voluntad.
9.3 Kierkegaard: fe en lo absurdo y paradójico
La angustia, la desesperación y la conciencia de pecado lleva a Kierkegaard a la fe cristiana protestante, que es su “estadio religioso”. Y la categoría esencial de lo religioso es el acto de fe; de fe como sola fides, de fe como la entiende el protestantismo. Es una fe justificante, de una justificación extrínseca y “forense”. Se trata de dar un salto al abismo insondable que separa a Dios del hombre pecador. Por esto, la razón choca con la paradoja y el absurdo: lo eterno e infinito ni se puede comprender ni se puede explicar. En la fe, la creatura se lanza hacia lo infinito en un acto meta-racional, y lo hace, con Temor y temblor, como lo hizo Abraham cuando recibió la orden de sacrificar a su hijo, esperando contra toda esperanza. Por eso Abraham es el “héroe de la fe”.
Ese acto de fe, donde se concentra toda la “sustancia de la vida”, implica una resignación infinita, para “recobrarlo todo en virtud del absurdo”. Por esto la fe es algo paradójico, irreductible a la razón humana. La paradoja y el absurdo se refieren a lo incomprensible del misterio de Dios. En Migajas filosóficasKierkegaard pretende mostrar la diferencia entre la verdad como la concebían los griegos, o la verdad socrática, en que el maestro no es más que la ocasión del descubrimiento rememorativo por el discípulo de la verdad que ya existía en él, y la verdad religiosa, en la cual el Maestro, o Dios, engendra, al contrario, en el alma del discípulo, al que salva de sí mismo por un nuevo nacimiento. Y para que el Maestro sea accesible al alumno, este maestro, también paradójicamente, debe ser Dios y hombre a la vez (Cristo). De este modo, de nuevo aparece la paradoja.
La paradoja es la pasión del pensamiento, y el pensamiento sin paradoja es como un amante sin pasión. La fe es una relación apasionada (paradójica). Y la paradoja hace inteligible lo absurdo, siendo el “escándalo” su expresión más significada.
La existencia humana es esencialmente histórica, y la historia se resiste a los análisis filosóficos especulativos; su sentido sólo se capta por la fe. Pero la entrada de Dios en la historia, Cristo, es un acontecimiento único y sólo puede ser captado por la fe, y no por la razón. Dios mismo debe dar al hombre la capacidad de creer en él; la fe es virtud “teologal” (Dios la da para que el hombre crea en Él). Sólo desde la fe tiene solución el hombre: la fe otorga la felicidad y el sentido de la vida del hombre.
Dios no puede ser probado, sino sólo creído. Desde la fe, Dios sigue siendo el “Desconocido”, del que el frío pensamiento racional, desprovisto de pasión, nada puede decir. Dios es el “Totalmente Otro”, el “Diferente”.
Lo irracional se refiere al hecho de que la inteligencia natural no puede comprender por completo ni a Dios, ni al Dios-Hombre. No es, estrictamente, algo irracional, sino suprarracional. No contradice el cristianismo ninguna regla racional, ni es pura contradicción: se trata de algo que trasciende a la razón finita del hombre, pero que no la contradice per se. Más que irracionalismo, se trata de un mostrar los límites de la razónen lo tocante a la intelección del misterio de Dios.
9.4 El irracionalismo vitalista de Nietzsche
Los conceptos más importantes alrededor de los que gira la filosofía vitalista son: irracionalidad, temporalidad, historia, vivencia, instintos, perspectiva, muerte, finitud, individualismo, etc. En este sentido, se puede entender la filosofía de Nietzsche como un intento radical de hacer de la vida lo absoluto. Y la vida entendida en su dimensión biológica, instintiva, irracional, la vida como ámbito de alegría y dolor.
Nietzsche critica la validez del ejercicio de la razón: la crítica a la ciencia se incluye en la crítica más general de toda actitud que considera a la razón como el instrumento legítimo para el conocimiento. La razón no se puede justificar a sí misma: ¿por qué creer en ella? La razón es una dimensión de la vida humana, aparece de forma tardía en el universo y probablemente desaparecerá del Universo; y nada habrá cambiado con su desaparición. Junto con la razón, en el hombre encontramos otras dimensiones básicas: la imaginación, los sentimientos, el instinto… y todas ellas pueden mover nuestro juicio, todas ellas son capaces de motivar nuestras creencias. La razón no es mejor que otros medios para alcanzar un conocimiento de la realidad; incluso es peor, puesto que el mundo no es racional. La ciencia, pues, se equivoca al destacar exageradamente la importancia de la razón como instrumento para comprender la realidad.
Para Nietzsche las leyes de la razón son leyes del mundo. Los principios básicos a los que la razón se somete cuando ésta se usa adecuadamente (la lógica) son también los principios básicos de la realidad; son principios onto-lógicos. Así si queremos ser racionales, debemos evitar la contradicción; y ello es así en virtud del respeto del principio de no contradicción. Frente a esto, Nietzsche afirma el carácter irracional del mundo: la lógica, la razón, son un invento humano. El no poder afirmar y negar simultáneamente algo, según él, no expresa ninguna necesidad, sino simplemente una incapacidad. Las cosas no se someten a regularidad alguna, el mundo es la totalidad de realidades cambiantes, esencialmente distintas y separadas, sin relación, y acogen en su seno la contradicción. La explicación de esta aberración racional, según Nietzsche, es la aceptación de un mundo suprasensible (platónico), ideal, al que el mundo humano debería adecuarse; pero no hay tal.
El concepto de voluntad de poder se entiende también como irracional: la razón es sólo una dimensión de la realidad, pero no la más verdadera ni la más profunda; y ello tanto en el sentido de que en el hombre la razón no tiene –ni debe tener– la última palabra, puesto que siempre está al servicio de otras instancias más básicas como los instintos, o la eficacia en el control de la realidad (su mera utilidad, que no su verdad), como en el sentido de que el mundo mismo no es racional: nosotros los creemos racional, intentamos someter a un orden y a una legalidad lo que en sí mismo no es otra cosa que caos, multiplicidad, diferencia, variación y muerte. La voluntad de poder se identifica, pues, con cualquier fuerza, inorgánica, orgánica, psicológica, y tiende a su autoafirmación: no se trata de voluntad de existir, sino de ser más. Es el fondo primordial de la existencia y de la vida.
9.4.1 La crítica a la ciencia
La ciencia tiene para Nietzsche, en su origen, dos motivaciones fundamentales. Por un lado, la ciencia es útil al hombre, en tanto que le sirve para dominar algunos aspectos de la realidad; pero esto no demuestra que la ciencia sea verdadera, ya que ser útil no es sinónimo de verdadero, y no hay nada en el mundo que sea verdadero. Y por otro lado, para lo que fundamentalmente sirve la ciencia es para apaciguar el sentimiento de decadencia del hombre, que tiene miedo a enfrentarse a la realidad cambiante, móvil, caótica, irracional. Pero es necesario rescatar la dimensión dionisíaca de la realidad, aquella que es propia de los espíritus fuertes que no temen vivir en un mundo irracional, mientras que la ciencia sirve sólo como una especie de adormidera de la propia realidad, refugiándose en la supuesta presencia de orden, de racionalidad, de finalidad o de previsión que tiene el mundo.
Nietzsche critica la “ciencia” entendida (al modo de Platón) como matemática. La ciencia cree que la matemática es un instrumento que puede reflejar con exactitud cómo son o se comportan las cosas o las leyes del universo físico. Pero las matemáticas no dicen nada acerca del mundo real, sino que son un constructo fantasmal del hombre; en el mundo real no existen las circunferencias, ni los triángulos. La matemática, ateniéndose a la visión cuantitativa del mundo, ha olvidado su realidad cualitativa y, por ende, no puede aprehender al mundo en su multiformidad. Las matemáticas no descubren nada, ni leyes, ni teoremas, sino que los inventan. Y no pueden descubrir nada porque en el universo no hay nada que pueda ser tenido por ley natural. Todas las leyes son una invención del hombre; en el universo reina el caos, y no existe ningún orden, ni regularidad alguna, ni leyes que el hombre pueda conocer o descubrir; lo que el científico hace es inventar esas leyes, pues no existe objetividad sino únicamente subjetividad. No existe ningún motivo por el que las cosas deban comportarse de forma regular tal que el hombre pueda captar dicha regularidad y objetivarla en una ley, pues ni existe finalidad en el universo ni hay un Dios que haya fijado el “comportamiento” de la materia, ni nada parecido. Si las cosas son de un modo concreto nada impide que puedan ser de un modo completamente diferente. Pero el “hombre” ha tenido que consolarse inventando una regularidad en el cosmos con el fin de no sentirse desamparado, por temor a no poder beber la copa de la finitud vital. Las supuestas leyes naturales son el resultado de una invención humana que no denota otra cosa sino la debilidad y la finitud, la contingencia y la nada que el hombre es y que es incapaz de aceptar. Pero el Superhombre no necesita evadirse de su estatuto ontológico de finitud, sino que bebe hasta el fondo la copa del nihilismo.
La razón humana no puede justificarse a sí misma. Si, la razón es algo propio del hombre, pero es un mero accidente; es así, pero pudo ser de otro modo. De hecho, la llamada “inteligencia” humana es un epifenómeno casual de la naturaleza, y significa sólo un instante en el devenir del mundo caótico. La razón pasará, como lo hará el hombre, de tal forma que si durante millones de años no hubo razón sobre la tierra, su existencia actual es efímera, y también pasará y la tierra seguirá su curso caótico durante toda la eternidad sin que deje la razón huella alguna de su paso. Además, desde la herejía filosófica que encumbra a la razón, hay que afirmar otras dimensiones propias del hombre finito, que la filosofía no ha tenido en cuenta o que incluso ha despreciado, tales como el instinto, el sentimiento de poder, la imaginación, la capacidad del asombro estético, etc. También estas instancias, y no ya el apelar a la razón, son valiosas para justificar las creencias del hombre. La razón no tiene un estatuto superior al de estas otras instancias. Por esto, la ciencia yerra de raíz, pues la razón no puede justificar la ciencia, ni puede dar cumplida cuenta de la realidad.
En definitiva, no existe nada que pueda ser llamado conocimiento objetivo, que supuestamente sea estéril de la influencia subjetiva del hombre. Éste no puede describir las cosas como éstas son en realidad; no existe ninguna sustancia que esté frente al hombre dispuesta a ser desvelada de forma impacial y certera. Pero esto es, justamente, lo que caracteriza al intento filosófico que pretende, desde su origen, aprehender la realidad, sea la objetiva (realismo), sea la ideal (platonismo). Nietzsche se pone de lado de la corriente sofista que afirmaba el relativismo, el subjetivismo y el escepticismo, y que se enfrentaba al supuesto objetivismo, a la aprehensión de la verdad tal y como ésta es; no hay verdad que captar, ni hay razón capaz de captar lo que no hay, por lo que cualquier intento de conocimiento objetivo está frustrado en su raíz.
9.4.2 Apología del irracionalismo
Nietzsche ha utilizado el aforismo para expresarse. Esto no sólo se debe al peculiar modo de argumentar de nuestro autor, sino a una intencionalidad expresa, ya que considera que el concepto genérico, el universal, no puede representar adecuadamente –ni siquiera inadecuadamente– la realidad. El aforismo y la metáfora es el mejor modo de dar cuenta de lo real, que no se deja aprehender en la fijación del concepto. Por este método filosófico Nietzsche se resiste a realizar argumentaciones y demostraciones, porque, al fin, ¿qué hay que demostrar? una vez que partimos del hecho de la inexistencia de una correspondencia entre la razón y la realidad. El conocimiento no es la adecuación de la razón (de la mente) a la cosa, a la realidad; no puede serlo porque no existe ninguna ley ni realidad que pueda ser captada de forma fija, como no existe ningún sistema estructurado que pueda dar cuenta de lo que es caótico y desordenado. Por esto Nietzsche se considera libre del conceptualismo y del método filosófico que exige una utilización rigurosa de los conceptos, sino que los utiliza libremente, sirviéndose del aforismo.
En la realidad no hay esencias en espera de ser captadas por la razón humana, ni hay características que sean comunes a ninguna especie. Por no existir, no existen ni las cosas en tanto que sustancias; no hay propiamente objetos, ya que la consistencia que los hombres atribuimos a los objetos, su permanencia como seres a través del tiempo no es una cualidad de los objetos mismos, sino un acto de reificación sustancialista que la mente atribuye a las cosas. Con Heráclito, Nietzsche piensa que todo fluye sin consistencia, en un caos irracional que se resiste a ser aprehendido, porque no hay nada que descubrir como consistente. La abstracción que la mente realiza prescindiendo de las cualidades transitorias e individuales de las cosas es un acto ilegítimo que violenta la realidad, que es móvil e inaprehensible. No existen los universales, por tanto, ya que una misma palabra no puede ser utilizada para referirse idénticamente a dos cosas.
La filosofía griega, desde Sócrates, estimó que la realidad puede ser racionalidad en tanto que pensó que la realidad puede ser atrapada en el concepto; el conceptualismo afirma dogmáticamente que representa a lo real. Del mismo modo afirma que no puede caerse en contradicciones, sobre todo no puede nada transgredir el principio de no contradicción, al sostener que “A y ¬A” no se pueden sostener simultáneamente y en el mismo sentido. Estas creencias, según Nietzsche, se fundamentan en la convicción –infundada– de que la razón puede representarse la realidad, y además, sosteniendo que la propia realidad no es autocontradictoria. Es decir, no existe en la realidad una silla que sea roja y que no sea roja a la vez, por lo que la conceptualización, la razón, no puede afirmar simultáneamente las dos cosas. Pero, según Nietzsche, la realidad no es racional, sino irracional, caótica, contradictoria e inaprehensible, por lo que cae de raíz cualquier conceptualización de la misma. La verdad no existe, sino que sólo es “un error irrefutable”. El principio de no contradicción no es un principio de la realidad, sino una expresión de la incapacidad de la razón para dar cuenta de la realidad. El mundo es esencialmente contradictorio, no tiene ninguna regularidad, sino que es la suma de una infinidad de cosas cambiantes, que no pueden ser conceptualizadas porque son intrínsecamente irracionales. En opinión de Nietzsche el platonismo está a la base de estas creencias. En efecto, pareciera que existe un mundo perfecto, donde todo es racional y todo está estructurado, siendo perfectamente lógico. En ese mundo de las ideas la realidad racional es absoluta y sin contradicción. Y la realidad más patente del hombre, la muerte, es negada con la postulación de la existencia en el hombre de un alma inmortal, que “vuelve” al “verdadero” mundo del que salió para meterse en un cuerpo. Pero esto no es sino una renuncia a lo más peculiar del hombre, que es un ser finito que muere al final de una vida que se vive en un mundo caótico, irracional e imprevisible, “subjetivo” pero no objetivo ni absoluto en ningún sentido. Pensar que existe un ser, que ese ser es inmutable, que ese ser existe en un mundo alejado del terreno, que ese mundo es el verdadero, y que en ese mundo vive lo mejor de el hombre que es su alma, he aquí el error capital en el que la filosofía se asienta desde el principio en Grecia.
La crítica de Nietzsche a la cultura occidental parte de la negación de ese mundo nouménico e ideal platónico. Al no existir tal mundo, sino sólo el mundo caótico e irracional, toda la realidad es inaprehensible e irracional. La creencia en una realidad objetiva que capta la realidad sin que interfiera pasión alguna del hombre, sin subjetividad, por lo que se imaginó que era posible emprender un conocimiento científico y objetivo del mundo. Pero tal creencia no tiene sentido, pues ni existe un mundo absoluto e inmutable de esencia que sea modelo del mundo terreno, ni existe un Ser Supremo que dé fundamento a la inmovilidad de la realidad. El conocimiento humano, pues, es siempre subjetivo, y se basa en la peculiar perspectiva desde la que parte el hombre, siempre guiado por la peculiar y parcial situación desde la que se encuentra y que impide que pueda ser la misma de otro sujeto, por lo que no puede hablarse de conocimiento universal ni objetivo. La razón, pues, no puede captar objetivamente la realidad, porque ésta no es objetiva y, por tanto, no tiene nada que espere ser aprehendido.
9.5 Freud: el inconsciente como irracional
Freud distingue tres niveles en la actividad psíquica: el consciente, el preconsciente y el inconsciente. Mientras el preconsciente (que pertenece al yo) está constituido por los contenidos psíquicos que son solamente inconsciente de manera latente y que son susceptibles de ser conscientes –mediante un esfuerzo rememorativo–, el inconsciente alberga los deseos y pulsiones reprimidos o censurados que no afloran a la conciencia y que son atemporales, es decir, no sujetos a las categorías habituales del tiempo. Los contenidos del preconsciente pueden estar disponibles para la conciencia, mientras que los del inconsciente nunca pueden llegar a aflorar a ese nivel.
En una primera etapa (anterior a 1923) Freud coloca en el inconsciente los deseos reprimidos, que son la expresión psíquica de excitaciones somáticas o pulsiones, generalmente constituidos por deseos infantiles censurados o reprimidos, que tienden a ejercer una fuerte presión sobre la conciencia, pero que solamente pueden manifestarse a través de mecanismos como los del desplazamiento o la condensación. La energía del inconsciente está regida por el principio del placer, que se opone al principio de la realidad, y sus manifestaciones más destacables son los sueños y los actos fallidos. A partir de 1923 Freud distinguió tres instancias formadoras de la personalidad: el ello, el superyó y el yo. El ello representa las tendencias inconscientes e instintivas, regulado por el mencionado principio del placer, pero no se confunde con todo el inconsciente, que abraza también algunos aspectos del propio yo y del superyó.
Las características básicas del inconsciente, según Freud, son:
- No existen contradicciones lógicas. Las leyes lógicas sólo rigen para la mente consciente. Y el principio de no-contradicción es una categoría propia del consciente. Pero en el inconsciente predomina la ambivalencia, pues una cosa puede darse al mismo tiempo que su contraria.
- Es atemporal. También el tiempo, el saber el antes, el ahora y el después, es propio de la mente consciente. El inconsciente, por el contrario, es atemporal. Esto explica que un conflicto, o un trauma provocado en la primera infancia, actúa –o puede hacerlo– en el individuo aunque hayan pasado muchísimos años, si todavía no ha sido resuelto. Su existencia, reprimida, hará que despliegue toda su fuerza dinámica en nuestro inconsciente y que incluso se nos presenten síntomas –como los históricos– en nuestra vida cotidiana, produciendo la sintomotalogía neurótica. Para el mundo inconsciente cualquier dato está archivado en la psique y puede “despertar” cuando se reciban los estímulos apropiados.
- No existen las abstracciones. El inconsciente no sabe filosofar, ni realiza abstracciones, sino que, por el contrario, es concretista. La abstracción es propia de la mente consciente. Por esto el inconsciente recurre a símbolos que concreten hic et nunc lo que quiera simbolizar, teatralizando o dramatizando situaciones y personajes.
- Es primitivo y ancestral. No presenta las sutiles gradaciones de la mente consciente. Así, conscientemente podemos distinguir entre sentirse frente a una persona con una cierta antipatía o aversión, pero a nivel inconsciente existe una sola reacción (sin matices), que es más primitiva: matarla o agredirla.
- Es mágico. Dos cosas que han estado en contacto (magia de contacto) o dos cosas que se parecen (magia de analogía) forman unidades cerradas en el inconsciente. También se considera omnipotente: v.gr. si se piensa en alguien, y junto a ese pensamiento se tiene un sentimiento de odio, sólo con pensar en esa persona, cree que se le dará la muerte.
9.6 Unamuno: la lucha agónica entre razón y fe
Es conocida la adscripción de Unamuno a la generación del 90. Esta generación es el exponente del sentimiento del desastre que, a consecuencia de las sucesivas pérdidas de las colonias americanas y de la consecuente degradación nacional, sufre España. El deseo de reaccionar frente a esta situación toma en esa generación las más diversas formas: búsqueda de la identidad nacional, rebelión en unos contra la historia de España, completa renovación en otros; aversión en todos ellos a la retórica hueca, a la España oficial y rutinaria, a la estrechez espiritual, a la pobreza cultural, a la falta de ideas. Una de las discusiones más enconadas de esta generación fue la del europeísmo y el hispanismo; según algunos, la salida a la crisis en España era europeizarse, romper su aislamiento secular y forjar un destino común con Europa; otros en cambio, entre los que descollaba Unamuno, creían que había que hispanizar Europa, resaltando como universales los valores españoles cuyos máximos exponentes fueron los políticos y místicos del siglo de oro.
Junto a la decadencia política que afloraba en el absolutismo de los gobernantes, en los continuos pronunciamientos militares, en la pérdida de las colonias y en el intrusismo de la política en asuntos científicos y universitarios, aparece también la decadencia española en el campo de las ciencias y la filosofía. No se creaba, se traducía servilmente y ni siquiera se traducían obras maestras, sino flacos manuales; el único resto era la escolástica.
El krausismo se presentó a los intelectuales españoles como la solución al drama vivido por ellos que consistía en la lucha interna entre su razón y su fe; la filosofía y la ciencia que habían estado en la decadencia, son exaltadas ahora por el Krausismo al lugar de la religión. A pesar de la exaltación que de la ciencia y de la filosofía hacía el Krausismo, sus raíces religiosas y místicas fueron la causa de su éxito en España como constata el mismo Unamuno. Los intelectuales españoles abandonaban el dogma y la fe y se adherían al Krausismo por la pobreza intelectual del catolicismo español. Lo que en definitiva dio el Krausismo a la generación del 98 no fue un sistema cerrado, sino un espíritu, un ambiente y una filosofía que se difundió en formas literarias.
Unamuno rechaza cualquier adscripción a escuela o corriente filosófica; él salva siempre su personalidad y su independencia, pero su filosofía del sentimiento trágico de la vida y de la lucha entre la razón y la fe le hace identificarse y dejarse influir por hombres que estuvieron cerca de este planteamiento. San Pablo, Marco Aurelio y S. Agustín son por él evocados como hombres que sintieron la lucha de contrarios: san Pablo es expresión de la lucha entre la fe y la ley, como san Agustín lo es de la lucha entre la sensualidad y la inteligencia. Kant es también un precedente por la división entre razón teórica y razón práctica. Pero los verdaderos inspiradores de Unamuno son Pascal, Kierkegaard y el Pragmatismo. Pascal, en primer lugar: Unamuno interpreta su vida como una tragedia resumida en aquellas palabras del evangelio: “creo Señor, pero ayuda mi incredulidad”. El tragicismo de Pascal consistía en que su razón se rebelaba contra la fe, pero el sentimiento le impulsaba a admitir ésta; así Pascal no creía, dice Unamuno, sino que quería creer y esta voluntad de creer es la única fe posible en un hombre que tenía inteligencia matemática. Lo que le ocurría a Pascal era que su razón no se contentaba con un conocimiento imperfecto de verdades tan vitales como las de la fe de ahí la posibilidad de la duda y, al mismo tiempo, la fe. Pascal tenía un temperamento contradictorio: en él habitaban el espíritu geométrico y el “esprit de finesse”, pero su originalidad estaba en el segundo; él fue el primero en elevar la voluntad y el sentimiento, facultades tenidas por inferiores; es el corazón y no la razón la raíz del sentir y del conocer. Con este espíritu contradictorio que domina el corazón es con quien se identifica Unamuno. Con Kierkegaard, Unamuno se asemeja en su formación religiosa y cultural. Kierkegaard recibió en su infancia una educación religiosa profunda y rígida; su formación especulativa estuvo en cambio influida por Hegel y Schelling. Pero el famoso pecado de su padre que maldijo a Dios le afectó como culpa hereditaria: el sentimiento y concepto de pecado será el fundamento de su religión cristiana y de su ética y la base de una filosofía del individuo en contra del idealismo de Hegel. Su filosofía puede definirse como un individualismo ético-religioso sobre una base irracional. Kierkegaard exige una decisión ante esta alternativa: filosofía especulativa o cristianismo, fe o escándalo. La contradicción es una realidad en el seno del individuo y Unamuno acepta los dos miembros de esta disyuntiva y sin desechar ninguno de los dos, mantendrá la lucha entre ambos que desembocará en un tragicismo personal, cerrado pero activo. Unamuno comparte con Kierkegaard el individualismo, el inmortalismo personal, el pragmatismo de la verdad y, por último, la oposición al cristianismo oficial. En tercer lugar, el pragmatismo; dada la preocupación de éste por definir la verdad religiosa, no es extraño que Unamuno simpatizara con él. El ambiente intelectual y religioso que W. James recibió de su padre y la instrucción hegeliana que tuvo más tarde le hacen tener unas raíces psicológicas semejantes a las de Unamuno. El pragmatismo, como método, es una protesta contra el método intelectualista y, como pensamiento, contiene una teoría de la verdad según la cual una idea se realiza o hace verdadera si se verifica prácticamente. Esto lo aplicó primero al campo religioso pero luego fue extendiéndose al campo económico, intelectual, etc.
9.6.1 Punto de partida y objeto de su filosofía: el hombre concreto, el hombre de carne y hueso
El punto de partida de la filosofía de Unamuno es el hombre concreto, singular, existente, el hombre de carne y hueso. «La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que dirige a otros hombres de carne y hueso». No le interesan las ideas o sistemas filosóficos alumbrados por los pensadores, sino el aliento que subyace a aquellos, es decir, le importa cada uno de los hombres. Entiende la individualidad como continente, como extensión y la personalidad como contenido, como núcleo. La individualidad consiste en el doble principio de unidad y continuidad. Principio de unidad primeramente en el espacio, mediante el cuerpo, y luego en la acción y en el motivo al cual tienden todas las acciones del individuo; cuanto más unificada es la acción, tanto más se individualiza el hombre. Y después, el principio de continuidad en el tiempo que es la memoria, base de la personalidad individual; así el hombre se concibe como una realidad in fieri (que está haciéndose continuamente), pero que se realiza sin dejar de ser siempre él mismo. La personalidad, en cambio, proviene de la comunidad o contacto con los otros seres. Así, el hombre concreto, existente, es a la vez un yo idéntico a sí mismo y abierto al nosotros: «mi yo vivo, personal, no vive sino en los demás, de los demás y por los demás». Este hombre vivo y concreto que sufre y padece es el verdadero sujeto y objeto de la filosofía; sujeto porque también el filósofo es hombre de carne y hueso que vive; objeto porque lo que interesa es la vida misma del individuo concreto. El filósofo, pues, como hombre de carne y hueso, hace filosofía no sólo con la razón, sino también con la voluntad, con el sentimiento, con el alma y con el cuerpo; es el hombre entero el que filosofa.
Esta filosofía se pone frente a aquellos que han preferido las ideas abstractas al hombre concreto. A estas ideas es a lo que Unamuno llama ídolos, los cuales deben ser destruidos. La primera tarea que Unamuno se propone es romper esas ideas para hacerlas nuestras; es decir, vivir las situaciones que dieron lugar a esas ideas para hacerlas nuestras; de lo contrario, éstas resultan un peso muerto sobre nosotros. Hay que romperlas como las botas, haciéndolas nuestras y usándolas. Si no hacemos esto, se convertirán en una carga aplastante y tiranizadora para nuestra acción. En este sentido, la eliminación de las ideas es el primer paso para encontrarse a sí mismo y para encontrar a los seres humanos que sufren y gozan de una vida auténtica.
Las ideas, por el momento, aparecen como una mentira cuyo mecanismo debe ser desmontado; pues lo peor de ellas no es lo que son, algo contrario a la vida, sino lo que pretenden ser: el reflejo externo que ciega la fuente de donde proceden. Por eso el hombre de carne y hueso, el que piensa para vivir y no simplemente para reflejar los perfiles de las cosas, comienza por romper esas ideas con el fin de apoderarse de aquello que ellas ocultan sin saberlo: los ideales. Éstos son verdaderos porque la verdad, lejos de ser la adecuación de la mente a la cosa, es la consecuencia del movimiento mismo de la vida; de ahí la verdad existencial y no sólo esencial de todos los ideales aun lo más aparentemente absurdos. Un ideal podrá ser erróneo, pero nunca será una mentira. En esta distinción entre ideal e idea reside el sentido del hombre de carne y hueso. Éste es el punto de partida de la crítica de Unamuno a la filosofía y los filósofos. En primer lugar, contra el intelectualismo de la escolástica: ésta quiso racionalizar las sustancias y lo que consiguió fue convertirlas en ideas muertas, en conceptos abstractos. Pero también contra el racionalismo moderno y contra Descartes, su fundador, por haber disuelto el yo concreto, existente y haberlo idealizado. El “cogito ergo sum” es una inversión de lo verdadero que es “sum ergo cogito”, es decir, “vivo luego pienso”; la conciencia de pensar es ante todo conciencia de ser, de vivir. El error de Descartes estuvo en prescindir de sí mismo, del hombre real, para convertirse en mero pensador, en una abstracción. Y también contra el Idealismo alemán que reduce lo real a ideas absolutas, especialmente Fichte que hace del yo un reducto trascendental e impersonal. De otro lado, el positivismo materialista, aunque reaccione contra el Idealismo postulando la primacía del dato empírico, niega toda metafísica y, con su método analítico, pulveriza al hombre concreto reduciéndolo a un conglomerado de hechos muertos, sin conciencia, sin vida.
9.6.2 Esencia del hombre concreto: la lucha entre la razón y la fe
Unamuno es antifilósofo porque rehuye Edad Media método usado por los filósofos; él parte de la realidad del hombre de carne y hueso para decir de él que su auténtica existencia reviste un carácter trágico por estar atenazado entre dos instancias inconciliables: la voluntad de ser y la sospecha de dejar de ser, la razón y la fe, la fe y la duda, la seguridad y la incertidumbre, la esperanza y la desesperación, el corazón y la cabeza, la vida y la lógica, lo irracional y la razón. En esto reside la esencia y el motivo de vivir de la existencia humana. El hombre siente que su fe es incompatible con su razón, pero que no puede prescindir de ninguna de las dos. No podemos prescindir de la razón porque, si no, haríamos de nuestra vida un sueño, ni podemos prescindir de lo irracional porque la razón común, la de las verdades universales y necesarias, ha sido definitivamente vencida. Aquí no existe victoria final: cuando el hombre se sumerge en la irracionalidad deleitándose en su propio sueño, viene la razón a despertarle advirtiéndole que el mundo de las abstracciones también tiene sus derechos. El hombre de carne y hueso, agitado por la tragedia, no es el que huye de la sinrazón para acogerse a la luz, ni el que ha escapado del universo racional para habitar el mundo cálido de la fe, sino el que oscila perpetuamente entre uno y otro, el que está constituido por el uno y por el otro; ambos constituyen los abismos y no los principios a partir de los cuales se construye una determinada existencia; el hombre unamuniano vive en guerra contra sí mismo, sin dejar por un instante de ansiar la paz.
Unamuno identifica razón con inteligencia, poniendo de relieve la inclinación natural de nuestro entendimiento a cuantificar e inmovilizar las cosas; lo que cambia, lo que deviene, se le escapa, tiene que disecar aquello que quiere comprender. De ahí la ilusión de las ciencias que toman por realidad lo que no es más que una secreción de la misma hecha por el entendimiento. El objeto formal y propio de nuestro entendimiento es la materia sólida con su extensión e inmovilidad; el intelecto toma lo inextenso por lo extenso y lo mutable por lo estático; el resultado de esta actuación es la fabricación de conceptos los cuales no dicen qué sea la cosa en sí sino que muestran a ésta en símbolos que traducen y desfiguran la realidad. Pero el conocimiento conceptual no es una función puramente teórica o especulativa, sino que se inspira en exigencias prácticas multiformes de la vida; es decir, está al servicio práctico de un sujeto individual o social. Así el entendimiento aparece como un instrumento creado por la vida misma para atender sus necesidades. Pero precisamente por esto, la verdadera filosofía, cuyo objeto es conocer la realidad en sí misma, desecha aquellos sistemas racionalistas, intelectualistas y cientistas que consideran la verdad como algo copiado o fabricado por nuestro entendimiento. De este modo aparece la razón como un instrumento que se desarrolla paulatinamente al servicio del instinto de conservación, pero a quien no se debe dejar penetrar en las creaciones del instinto de perpetuación sino sólo a título de organizadora para que éstas aparezcan con coherencia; pero si se la deja paso libre para razonarlas o conceptualizarlas, entonces las disuelve, como se disuelve finalmente a sí misma. La razón no cree, ordena; quien crea es el impulso vital; la razón es enemiga de la vida: lo vivo, lo inestable, lo individual es ininteligible. «Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas». Así pues, lo vital es irracional y lo racional antivital.
El hombre necesita otra facultad, aparte de la razón, para penetrar en la realidad de la vida: la fe. La fe es una facultad real del espíritu, al igual que la razón, pero su fundamento es el sentimiento y la voluntad de inmortalidad. La fe se basa en el instinto de perpetuación. Es un sentimiento que debe entenderse como una sensación íntima de la propia sustancialidad espiritual; se trata por consiguiente de la intuición psicológica de un sentimiento que aparece como un deseo natural que dimana de la misma esencia del hombre concreto y que, por reflexión, se transforma en voluntad; ésta, por tanto, no es más que una evolución del sentimiento: es un acto reflejo que comprende el sentimiento y el deseo. Así pues, el orden de este proceso es, en primer lugar, el sentimiento, luego el deseo y por último la voluntad como acto reflejo. La fe es una facultad real del espíritu, de origen sentimental-voluntarístico, que radica en uno de los dos instintos esenciales del hombre, el de perpetuación. Desde el punto de vista negativo, la fe se manifiesta como un temor a la aniquilación.
La fe es crear lo que no vemos; de modo que no es creer por la autoridad de otro, sino crear en fuerza de la propia voluntad; en ella predomina el elemento irracional y afectivo.
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