Fue Kant quien introdujo por vez primera la distinción entreéticas materiales y éticas formales. A su vez Kant señala que las éticas precedentes eran materiales, mientras que la suya es formal. Las éticas materiales consideran que es tarea de la ética dar contenidos morales, dar “materia” moral, mientras que las éticas formales atribuyen a la ética únicamente la tarea de mostrar qué forma ha de tener una norma para que la reconozcamos. Por lo que respecta a las éticas materiales se escinden tradicionalmente en éticas de bienes y de valores. Y las primeras –las éticas de bienes– se han venido escindiendo también en éticas de móviles y de fines.
Según las éticas de bienes, para entender qué es la moral conviene descubrir ante todo el bien o fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad humana, y después esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo.
Una ética de bienes sería aquella que se rige por los siguientes principios: 1) Esto debe quererse como fin último porque es lo más bueno en el orden práctico; 2)Esto debe quererse como medio porque es condición necesaria de lo más humano en el orden práctico. Naturalmente, toda ética de bienes propone fines, pero los propone precisamente por ser buenos. La ética de fines aceptaría los dos principios anteriores, pero añadiría un tercero: 3) Y esto es lo más bueno en el orden práctico porque es el fin último querido por Dios, la naturaleza, la naturaleza humana, el Estado, etc. Naturalmente, toda ética de fines apela a la bondad de éstos; pero la justifica por ser queridos.
En el seno de las éticas de bienes se produce una escisión entre las éticas de fines y las de móviles. Según los defensores de las éticas de fines, la ética de bienes se caracteriza porque la bondad o maldad de los actos humanos dependen de la adecuación o inadecuación al fin que se proponen. Estos fines pueden clasificarse en dos grandes bloques: fines egoístas (donde todos los valores son auto-relativos) y fines altruistas (donde todos los bienes son hetero-relativos). En ambos casos, sin embargo, ya se dé más importancia al propio yo o al tú, hay algo común, a saber, que su objeto es algo concreto, dado en la naturaleza misma, en la vida, o no separable totalmente de ella.
Por su parte las éticas de móviles juzgan necesario para determinar el bien de los seres humanos indagar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana: qué bienes mueven a los hombres a obrar. Para descubrir tales móviles recurren a la psicología y a un método empirista, capaz de detectar los móviles empíricos de la conducta.
La distinción entre éticas materiales y éticas formales –distinción propuesta por Max Scheler– es una distinción de los tipos extremos de fundamentos que cabe atribuir a la moral o la ética. La distinción propuesta por Scheler era, por lo demás, una generalización de la distinción de Kant entre la materia y la formade la “facultad de desear”. Pero Kant entendía la materia en el sentido subjetivo (inmanente al sujeto deseante) que afecta a cualquier objeto empírico que pueda ser apetecido por la facultad de desear regulada por el principio del placer, de la felicidad subjetiva ligada a la consecución del acto. Kant llama imperativos (y no meras máximas o reglas subjetivas que pueden darse arbitrariamente en la facultad de desear) a las reglas objetivas que obligan a la acción como deberes. Pero Kant establece que cuando esos imperativos son las reglas que la voluntad debe reconocer como necesarias para conseguir la materia previamente deseada, serán imperativos hipotéticos y por tanto carentes de significado moral, pues ellos son un simple episodio de la concatenación causal material y por tanto, no hay autonomía puesto que ahora la voluntad se determina por una regla que, en realidad, está impuesta por una materia empírica. Para que la regla se convierta en ley moral la voluntad habrá de limitarse a suponerse a sí misma, es decir, habrá de eliminar toda materia y actuar en virtud de su propia forma, a saber, la universalidad y la necesidad. El imperativo categórico kantiano elimina, pues, toda materia subjetiva y se presenta, por tanto, como un imperativo formal. Scheler, que considera correcta la hipótesis formulada por Kant, subraya la presencia necesaria de una materia en todo acto de desear, pues sin materia alguna el acto de desear sería vacío, si bien concede a Kant que tal materia no debe ser subjetiva y señala a otras materias, no subjetivas, sino objetivas, como determinantes adecuados de la acción moral. Distingue de este modo, en general, las éticas formales de las éticas materiales.
Opuestas al formalismo kantiano hay que distinguir entre la ética de los bienes y la de los valores. La de los bienes comprende todas las doctrinas que, fundadas en el hedonismo o consecución de la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según este fin, la moral se llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, individual, religiosa, etc. Su carácter común es el hecho de que la bondad o maldad de todo acto dependa de a adecuación o inadecuación con el fin propuesto, a diferencia del rigorismo kantiano donde las nociones de deber, intención, buena voluntad y moralidad interna anulan todo posible eudemonismo en la conducta moral. En una dirección parecida, pero con distintos fundamentos, se halla la ética de los valores, la cual representa, por un lado, una síntesis del formalismo y del materialismo, y, por otro, una conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El mayor sistematizador de este tipo de ética, Scheler, la ha definido como un apriorismo moral material, pues en él empieza por excluirse todo relativismo, aunque, al mismo tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las normas efectivas de la ética en un imperativo vacío y abstracto. El hecho de que semejante ética se funde en los valores demuestra ya el “objetivismo” que la guía, sobre todo si se tiene en cuenta que en la teoría de Scheler el valor moral se halla ausente de la tabla de valores y, por lo tanto, consiste justamente en la realización de un valor positivo sin sacrificio de los valores superiores y de completo acuerdo con el carácter de cada personalidad.
Por “éticas materiales” no hay que entender éticas que propongan fines de tipo material o “materialistas”. Las éticas materiales dan un contenido a la tarea moral, especificando cuales deben ser los “fines morales” que debe proponerse el hombre y convirtiendo toda “norma moral” ennorma para un fin.
Las éticas formales tratan de fundar la moral sin un contenido específico. La moral es una “forma” cuyo contenido, en lo esencial, es algo circunstancial.
Además de la distinción entre éticas materiales y éticas formales, es usual agrupar las teorías éticas en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. Sin embargo, la terminología varía aquí mucho: por “deontologistas” es frecuente emplear hoy “contractualistas”, mientras que por “teleologista” se usa hoy generalmente “consecuencialista”.
Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de derecho y de democracia: la doctrina popular de los derechos humanos es precisamente el mejor ejemplo de doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la moral guarda gran semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del hombre práctico, el que busca “resultados”, el hombre de la actividad económica.
Las teorías deontologistas señalan la obediencia a la ley como elemento esencial de la acción moral: sólo obramos moralmente cuando obedecemos a la ley y porque obedecemos a la ley. Naturalmente, los deontologistas no toman la palabra “ley” en el sentido del derecho positivo, pero tampoco en el sentido de la antigua ley natural, cargada de contenidos concretos. En la forma más simple, propuesta por Kant, la obediencia se debe a aquellas normas que puedan resultar universalizables, es decir, que reúnan las condiciones formales (imparcialidad, utilidad general…) para ser leyes. El deontologismo kantiano era demasiado abstracto; el actual suele expresarse en un estilo contractualista. De acuerdo con él, son malas aquellas acciones que resultarían rechazadas bajo un sistema de regulación de la conducta que nadie, en situación de igualdad y libertad, rechazaría como base de común acuerdo. Como esta situación de igualdad y libertad completas sólo puede darse en una situación hipotética, la de “estado de naturaleza”, los (hipotéticos) acuerdos en el estado original de naturaleza constituían así las leyes o las instituciones morales.
Se consideran éticas deontológicas (del griego deon, deber) aquellas que encuentran en el deber mismo incondicionado el elemento moral de la acción. Su punto central de interés está constituido por lo moralmente exigible, que consiste en atender a los intereses generalizables. Pera las éticas deontológicas contemporáneas (Köhlberg, Rawls, Apel) la tarea moral consiste en “decir qué reglas mínimas hemos de seguir para que cada uno viva según sus ideales de felicidad”. Los que se inscriben en esta línea, sitúan la esfera del deber en los mínimos exigibles universalmente, mientras que los máximos sustanciales de felicidad no se pueden exigir, sino únicamente invitar a su realización.
Mientras que en las éticas deontológicas el concepto central es el “deber”, lo “correcto”, lo “exigible”, en las éticas teleológicas (telos, fin) el concepto estelar lo constituye lo “bueno”. El “deber” es el correlato de un supuesto derecho natural, fundamental o consensuado, o de un principio decretado por la razón, la comunidad dialogante, etc. Las éticas teleológicas, en cambio, proponen un fin que, en todas ellas, es el desarrollo y autodespliegue del ser humano, su emancipación y, por consiguiente, su felicidad.
Las éticas de fines creen que para determinar en qué consiste el bien humano es preciso desentrañar cuál es la esencia del hombre, ya que, descubriéndola, podremos afirmar que su bien y su fin consisten en realizarla en plenitud. Por eso acuden a la metafísica, que es el saber capaz de desvelar la esencia de los seres, y recurren al método creado por Aristóteles, el método empírico-racional, que parte de la experiencia y prosigue sus indagaciones a través de los conceptos.
“Teleológico” y “teleología” aparecen también asociadas a problemas relacionados con la filosofía práctica o ética como el siguiente: ¿cuáles son los criterios en virtud de los cuales decidir la bondad moral de nuestras acciones o modos de acción? Se trata de analizar si las acciones son siempre buenas o malas dependiendo de sus resultados y de las circunstancias en que se llevan a cabo, o si hay acciones que son moralmente buenas independientemente de sus resultados, etc. Básicamente hay dos respuestas incompatibles a esta cuestión:
1. La bondad moral de nuestras acciones o modos de acción dependerá de la bondad moral de sus consecuencias en una situación dada (una de cuyas consecuencias, al menos prevista, es el fin mismo de la acción);
2. El valor de nuestras acciones o modos de acción es una “cualidad intrínseca” de la acción misma, independientemente no sólo de las consecuencias de la acción, sino también de cualquier circunstancia en la que ésta tenga lugar.
A la primera tesis se la denomina criterio teleológico; a la segunda, criterio deontológico. Según el criterio teleológico, el modo de acción consistente en “mentir”, por ejemplo, no debe ser calificado de moralmente malo o inaceptable sin más, es decir, al margen de las circunstancias y/o consecuencias a las que una realización concreta de ese modo de acción pudiera dar lugar. Según el criterio deontológico, por el contrario, cualquier realización concreta de ese modo de acción será moralmente inaceptable y, en consecuencia, el modo de acción misma.
1. Éticas materiales
1.1 Aristóteles
En el libro I de la Ética a Nicómaco plantea Aristóteles un problema clave para la ética: cada actividad humana persigue un bien que es, por tanto, su fin, como ocurre con la medicina, que tiene por fin la salud, o con la construcción, que tiene por meta la casa; pero los distintos fines tiene a su vez otros, porque siempre cabe preguntas: “salud, ¿para qué?”, “edificios, ¿para qué?”. En esta jerarquía de fines, los subordinados tienen menor importancia porque no se buscan por sí mismos, sino por el fin superior.
El pensamiento griego no podía soportar la idea de que una serie de elementos subordinados entre sí fuera infinita. Por eso, según Aristóteles, todas las actividades humanas tienden a un fin, y todos los fines son a su vez medios para un fin último, que da razón de los restantes. Estudiamos para obtener un título, y queremos el título para conseguir un puesto de trabajo; y, si seguimos preguntando “para qué?”, acabaremos reconociendo un fin último de nuestros actos: queremos ser felices.
El fin último natural de las acciones humanas es, pues, la felicidad, porque mientras tiene sentido preguntar “construir casas, ¿para qué?”, y responder “para ser felices”, carece de sentido preguntar, “felicidad, ¿para qué?”. Sin embargo, hay discrepancias a la hora de determinar en qué consiste la felicidad, ya que unos la cifran en el dinero, otros, en recibir honores. Por eso es preciso trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que la identifiquemos con la felicidad y después buscar cuál de nuestras actividades los posee. La felicidad será, pues,
· un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa;
· un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no es incompatible con gozar de otros bienes;
· el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser humano, según la virtud más excelente;
· el bien que se consigue con una actividad continua.
Para aclarar estas dos últimas características intentará Aristóteles dilucidar cuál es la función más propia del ser humano, y distinguir entre las acciones que tienen un fin en sí mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas.
Con el recurso a la función más propia del hombre enlazamos con la moral del mundo homérico: cada ser humano tiene una función (ser soldado, gobernante, …) y sus obligaciones morales consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para ello.
Pero Aristóteles va más allá del mundo de una comunidad y se pregunta si hay una función propia, no del soldado, del músico o del deportista, sino una función propia del ser humano como tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, en el desempeño de esa actividad a lo largo de la vida entera consistiría la felicidad, y la virtud que preparara para su ejercicio sería la más perfecta.
Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas cuyos fines son distintos de ellas. Por ejemplo, charlar o pasear con los amigos son acciones que se realizan por el disfrute mismo que proporcionan; mientras que ir a un lugar determinado no se hace por disfrutar yendo, sino por llegar á él.
Las acciones más perfectas ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo que queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene; por eso, si existe una actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será del tipo de acciones que tiene el fin en sí misma.
Todos esos caracteres se encuentran en el ejercicio de la inteligencia teórica, que es lo más propio del ser humano, se desea por sí mismo y puede ejercerse con continuidad, ya que la satisfacción que proporciona se encuentra en su mismo ejercicio. De ahí concluirá Aristóteles que el ejercicio de la actividad teórica, de la actividad contemplativa, constituye la felicidad.
Sin embargo, el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres humanos, por eso se realizará también moralmente quien viva según su intelecto práctico, es decir, dominando sus pasiones para lograr la felicidad. Y en esta tarea nos ayudarán las virtudes, que pueden ser dianoéticas, o de la inteligencia, y éticas, o del carácter.
La virtud dianoética es la prudencia, que constituye la “sabiduría práctica” porque nos ayuda a deliberar bien, sobre lo que nos conviene en el conjunto de nuestra vida; a discernir, a tomar decisiones, entre el defecto y el exceso, orientado a las demás virtudes: el valor, por ejemplo, será el término medio entre la cobardía y la temeridad.
Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en una ciudad regida por leyes buenas, porque el logosque nos capacita para la vida contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes también nos habilita para vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad) requiere una poliscon leyes justas.
1.2 Epicureísmo
Para los epicúreos, el principio supremo moral es la búsqueda del placer (hedonismo). Pero estos placeres deben procurar tranquilidad de espíritu. De ahí que Epicuro se incline por placeres de tipo espiritual, que son los que pueden procurar la ataraxia o ánimo sereno.
El primitivo significado de la palabra «bueno» no expresa una consonancia con cierto orden de carácter ideal o real, sino que traduce en el fondo una relación con nuestras potencias apetitivas. Por agradarnos una cosa y traernos placer, la llamamos buena; porque otra nos desagrada y nos acarrea molestias, la llamamos mala.. No es el principio ético un bien objetivo en sí, sino que el placer subjetivo se convierte en principio del bien. “El placer es el principio y el fin de la vida feliz». “Una teoría no errónea de los deseos acierta a dirigir toda elección nuestra y toda aversión hacia la salud del cuerpo y la imperturbabilidad del alma, pues éste es el fin de una vida feliz; y todo lo que hacemos, lo hacemos para evitar el dolor del cuerpo y la turbación del alma”.
Por placer se entiende la ausencia de dolor y la liberación de perturbaciones en el alma, la paz y el sosiego del espíritu.
No ha de entregarse el hombre ciega y codiciosamente a los deleites que primero se ofrecen y solicitan el apetito, sino que había que aplicar una regla de razón y cálculo que tuviera en cuenta la vida entera y todo lo sopesara razonadamente, para no decidirse por un momentáneo placer, que después acarrea dolor, o por un placer pequeño, avariciosamente abrazado, que venga a aguar uno mayor en perspectiva. Son imprescindibles la razón y la prudencia; sin ellas y sin la virtud no hay placer. “Principio de toda vida dichosa y, por ello, el sumo bien es la prudencia; es superior a la misma filosofía; de ella se desprenden las demás virtudes, pues sin prudencia, sin moralidad y sin justicia, no es posible vivir dichoso, como viceversa, sin placer tampoco se puede vivir racional, moral y justamente. Las virtudes, en efecto, se desarrollan a la par con el vivir agradable y dichoso, y de éstas, a su vez, nos es dable separar la vida dichosa” (Carta a Meneceo, 132)
1.3 Estoicismo
Los estoicos propugnan un hombre virtuoso que actúe de acuerdo con su razón y que domine sus pasiones. La apatía.
¿En qué consiste el bien moral? Cleantes acuñó el concepto básico de “vivir conforme a la naturaleza”. Se expresaba comúnmente con esta norma un fin y orientación de la vida. Otra fórmula rezaba así: bueno es lo conveniente, o lo que es justo y debido. Por ser el hombre un ser racional, lo debido viene a concretarse en “una conducta a tono con la naturaleza racional del hombre y fundada en ella”.
La ataraxia y la apatía sólo se pueden conseguir desentendiéndose del mundo y sus problemas, encerrándose en uno mismo.
1.4 Hume y el emotivismo moral
Hume pensaba que los conceptos de bien y mal no son racionales, sino que nacen de una preocupación por la felicidad propia. El supremo bien moral, según su punto de vista, es la benevolencia, un interés generoso por el bienestar general de la sociedad, que Hume dividía como la felicidad individual. Su teoría moral ha sido caracterizada de emotivismo.
Hume sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento. Esto quiere decir que en todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo.
Hume plantea el siguiente problema: ¿cuáles son los principios generales de la moral?, ¿en qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura? Y señala que la razón tiene una aportación notable en la alabanza moral: las cualidades o las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Señala también que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto papel en la experiencia moral.
1.5 Ética de los valores (axiología)
Según la ética material de los valores, no toda ética material ha de estar sujeta a lo concreto y empírico de este mundo; no toda ética material ha de ser de bienes y de fines. Los seres humanos no sólo poseemos razón y sensibilidad, sino también una intuición emocional por la que captamos el contenido de los valores –su materia–, sin necesidad de extraerla de la experiencia: la ética puede ser material sin ser empirista.
1.5.1 Scheler
Scheler expone su teoría como contrapuesta a la “ética formal” de Kant, aunque acepta diversos supuestos de la misma. Pretende probar que su teoría no incurre en los errores que la de Kant atribuye a las éticas materiales. Ante todo, viene el reproche de que toda ética material ha de ser ética de los bienes y de los fines. Scheler establece su ética material de los valores arrancando de la fenomenología de Husserl, que establece la posibilidad de una objetividad puramente ideal.
¿Qué son estos valores?. Los valores no son cosas, no son realidades que podamos encontrar en el mundo: simplemente valen. Los valores son inespaciales e intemporales, aunque para realizarse necesitan de seres espaciales y temporales. Pero los valores en sí mismo gozan de una cierta idealidad, que los hace sustraerse a las condiciones del espacio y del tiempo. De ahí que los valores tampoco sean relativos a las distintas épocas. Los valores son inalterables. Lo único que puede considerarse relativo es la captación humana de determinados valores. Ha habido épocas en las que no se han captado valores que ahora se captan y, posiblemente, en un futuro se captarán otros valores que ahora no vemos.
Los valores son también bipolares: poseen un polo bueno o positivo y uno malo o negativo. La tarea moral consiste en realizar los valores positivos y en evitar los negativos.
¿Cómo sabemos cuales son unos y otros? Aquí podríamos interpretar la captación de los valores desde un ángulo relativista. Para los distintos individuos los valores pueden ser mejores o peores según el punto de vista que adopten.
Para Kant, toda ética material es empírica y a posteriori. La ética formal es a priori. Pero Scheler reclama que el conocimiento de los valores no viene de esta experiencia común, ni es empírico. La decisión no puede ser nunca fruto de una operación intelectual o racional. Aquí expone Scheler su teoría de la intuición eidética de los valores, del mismo orden de la intuición de las esencias lógicas que enseño Husserl. Los valores son percibidos por una intuición emocional del orden del sentimiento y de la preferencia de su distinta jerarquía axiológica. La intuición de los valores es a priori; pero este apriorismo es distinto del a priori formal kantiano. El error de Kant está en haber confundido el a priori con lo formal, y todo lo a posteriori con lo material y empírico.
Los valores son fruto de una intuición emocional porque los valores no se razonan: se captan. Ahora bien, para que los valores se nos den, a esta captación intuitiva le hace falta una preparación intelectual. Un hombre inculto tendrá mucho más disminuida su capacidad para intuir determinados valores, y sólo captará los más brutos y primarios. En este sentido, la ética de los valores no es una ética popular: a los elementales criterios de “bien” y “mal” opone una serie de matizaciones o jerarquías. De ahí la necesidad de una preparación intelectual.
La jerarquía de los valores: de menos valiosos a más valiosos, la establece Scheler así: 1) valores útiles; 2) valores vitales; 3) valores espirituales; 4) valores religiosos. Los valores estrictamente morales no figuran en la tabla. La tabla moral consiste en la realización de los restantes valores. Bueno será realizar los valores positivos, y malo realizar los valores negativos, preferir los valores inferiores y no realizar los valores positivos, que se consideran dignos de realizarse. Porque la tarea moral no se agota en “preferir” unos valores a otros; si no se realizan de modo efectivo, la vida moral queda incompleta. La ética de los valores tiene en común con las éticas formales el no desear directamente que los hombres sean “buenos” ni se realicen los valores por algo: los valores deben ser realizados por ellos mismos, porque son algo superior, que vale y que debe ponerse en práctica. Los valores son autónomos, atendibles por sí mismos. Ni son algo que el hombre crea, ni tampoco algo que Dios crea.
Una ética material de los valores no es ni un hedonismo ni un utilitarismo. La valoración moral deriva de la “preferencia axiológica” de los valores superiores y espirituales. La ética valorista funda una moral autónoma en donde los valores se dan a la persona humana, y constituyen normas de acción en cuanto ejercen una atracción emocional y se imponen a la voluntad libre.
1.5.2 El utilitarismo
La meta de la moral consiste en alcanzar la mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible de seres vivos. Ante dos cursos de acción, actuará de forma moralmente correcta quien elija aquel que proporciona la mayor felicidad para el mayor número.
Este principio de moralidad es a la vez un criterio para tomar decisiones racionales y, aplicado a la vida social, ha sido responsable del desarrollo de la economía del bienestar y de una gran cantidad de reformas sociales. Aparece por primera vez en el libro de Cesare Beccaria Sobre los delitos y las penas, pero los utilitaristas consideramos como clásicos son tres: Bentham, J.S. Mill y Henry Sidgwick.
Bentham introduce una aritmética de los placeres, que descansa en dos supuestos:
· el placer es susceptible de medida, porque todos los placeres son iguales en cualidad. Teniendo en cuenta criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad, se podrá calcular la mayor cantidad de placer
· los placeres de las distintas personas pueden compararse entre sí para alcanzar un máximo total de placer
Sin embargo, Mill rechaza estos supuestos y afirma que los placeres no se diferencian por la cantidad, sino por la cualidad, de suerte que hay placeres superiores y placeres inferiores. Son las personas que han experimentado ambos quienes están legitimadas para decidir cuáles son superiores y cuáles inferiores, y sucede que éstas prefieren siempre los placeres intelectuales y morales. Por eso puede decir Mill que es mejor ser “Sócrates insatisfecho que loco satisfecho”: los seres humanos necesitan más para ser felices que los animales.
El utilitarismo de Mill ha sido calificado de “idealista” porque, hasta tal punto valora los sentimientos sociales como fuente de placer, que asegura que en las condiciones desgraciadas de nuestro mundo la doctrina utilitarista puede exigir a un hombre sacrificar su felicidad por la felicidad común.
En los últimos tiempos ha prosperado una distinción importante en el utilitarismo entre:
· utilitarismo del acto, que exige valorar la corrección de cada acción por las consecuencias que provoca
· utilitarismo de la regla, que exige considerar si la acción ante la que nos encontramos se somete a alguna de las reglas que ya consideramos morales por la bondad de sus consecuencias. Este modo de proceder ahora energías y aprovecha la experiencia que las personas ya hemos acumulado en la historia.
Mill define el utilitarismo como «el credo que acepta como fundamento la utilidad, o principio de la felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad». La felicidad es el placer y la ausencia de dolor, y la infelicidad la presencia del dolor y la ausencia del placer. La búsqueda de la virtud constituye el factor más importante para alcanzar la felicidad, felicidad personal y social, que llega a identificarse con el placer. Los placeres no se pueden comparar cuantitativamente, sino en función de su cualidad. Así distingue entre placeres “superiores” e “inferiores”. Se han de preferir los “superiores”. Por otro lado, como todos los hombres desean el placer, éste es universalmente deseable, constituyéndose así el fundamento objetivo de la ética. Su consecución producirá individuos autosatisfechos y autorrespetados. Esto sólo podrá lograrse a través de la educación moral e intelectual. Mill señala que el utilitarismo (y toda suerte de hedonismo ético) han sido objeto de incomprensión desde la antigüedad, ya que ningún hedonista ético trata, salvo alguna excepción irrelevante, de rebajar a los seres humanos igualándolos a los puercos. Cuando se defiende que el objetivo humano por excelencia es la búsqueda del placer o de la felicidad, se habla no de un “placer” o una “felicidad” no cualificados, que pudieran ser disfrutados por igual por los animales más simples y por los seres humanos. El hedonismo de Epicuro o de Mill se fija exclusivamente en el placer humano, o la felicidad humana, lo que involucra una referencia a todas las capacidades humanas, especialmente a las capacidades propias del intelecto, o las que acompañan a la excelencia, virtud, o areté y el desarrollo de todos los sentimientos armoniosos de amistar y cooperación entre los humanos.
Desde el punto de vista de la división tradicional entre éticas teleológicas o de fines, y éticas deontológicas o del deber, el utilitarismo puede considerarse, sin lugar a dudas, como la doctrina ética teleológica más representativa y de mayor repercusión en la filosofía moral. Contemporáneamente no es infrecuente que se le considere como una de las diversas variantes del consecuencialismo.
El utilitarismo parte de un hedonismo psicológico, más o menos matizado, que considera que, como cuestión fáctica, el hombre obra de acuerdo con el principio de maximizar su placer y minimizar su dolor, y de ahí pasa, mediante una serie de razonamientos, más o menos defendibles, o más o menos falaces, según los intérpretes, a un hedonismo ético que admitiría dos variantes: a) hedonismo ético egoísta, predominante en ciertas partes de los escritos de Bentham, que considera como deber del hombre la búsqueda de la propia felicidad y b) hedonismo ético universal, que considera que es deber de todo hombre ocuparse imparcialmente, y al mismo tiempo, tanto de la promoción de su felicidad particular como del incremento del bienestar general de todos los seres humanos, e incluso de todos los seres sintientes, de forma que se contribuya a la producción de la mayor felicidad total. Según la justificación del principio utilitarista parecería que los pasos a seguir serían los tres siguientes: a) todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico); b) es deseable que todo el mundo busque su felicidad (hedonismo ético egoísta); c) es deseable que todo el mundo busque la felicidad de todo el mundo, incluida la suya propia (hedonismo ético universal).
Esta “deducción” del principio del utilitarismo a partir de lo deseado ha sido objeto de una doble crítica. Por una parte, como es el caso de Moore en Principia ethica, parece lógicamente falaz el paso del isal ought, o lo que es igual de lo “deseado”, perteneciente al mundo de los hechos, a lo “deseable”, propio del mundo de los valores y las prescripciones, por lo cual, a juicio de Moore, una justificación como la de Mill incurriría en la falacia naturalista. Por lo demás el paso de b) a c) implicaría lo que algunos autores han denominado la falacia de la composición. El hedonismo psicológico aparece claramente establecido por Bentham al afirmar que «Nature has placed mankind under the governance of two sovering masters, pain and pleasure» y de alguna manera es así mismo suscrito por J. S. Mill al afirmar que «no puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona en la medida en que la considera alcanzable desea su propia felicidad». Para Mill, siempre actuamos movidos por el placer y el dolor, lo que ocurre es que su noción de placer se adecua a todo lo que el ser humano considera placentero (incluida una vida virtuosa, dedicada a su autodesarrollo o al desarrollo de los requisitos y estructuras que propicien el que los demás se auto-respeten, y se auto-desarrollen también).
Si no aceptamos esta noción amplia de hedonismo psicológico de Mill nos encontraremos en aprietos a la hora de defender una doctrina que se ocupe por igual de los intereses propios como de los ajenos, o lo que es igual, a la hora de defender, a partir de un hedonismo psicológico no matizado, un hedonismo ético universal. En este sentido parecen razonables las dudas mostradas por Sidgwick acerca de la posibilidad de derivar, a partir de a) enunciados que no se limiten únicamente a lo expresado en b). Es decir, en cierto sentido, Sidgwick tiene razón al poner de manifiesto que a partir del hedonismo psicológico sólo es posible derivar un hedonismo ético egoísta. Para la transformación de éste último en un hedonismo ético universalsería necesario complementar al utilitarismo con un principio de “la distribución justa o correcta de la felicidad”. Sin embargo, si partimos de un hedonismo como el de Mill, en el que la búsqueda de la felicidad de cada ser humano va emparejada a) con la búsqueda de fines morales como la virtud, la excelencia y el autorrespeto y b) con la solidaridad, mediante la empatía que nos mueve a gozar en la búsqueda de la felicidad ajena, el tránsito de un hedonismo psicológico así entendido al hedonismo ético universal tiene lugar de forma enteramente natural y espontánea.
Algunos tipos de utilitarismo son:
1. Utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla. Se entiende por utilitarismo del acto aquel que toma sólo en cuenta, a la hora de determinar la bondad o maldad de una acción determinada, las consecuencias concretas y directas que de la misma se derivan, mientras que el utilitarismo de la regla tomaría en consideración las consecuencias que se originan de la aplicación habitual de la regla bajo la que se subsume un acto determinado. Mentir, por ejemplo, suele considerarse habitualmente un acto malo, dadas las consecuencias perniciosas para la vida en sociedad, de tal forma que un utilitarista de la regla lo condenaría sin paliativos. Un utilitarista del acto, sin embargo, podría considerar que, en determinadas ocasiones, si la mentira en cuestión va a producir más beneficio que daño en términos generales, no sólo no es reprensible, sino que, como en el caso de las “mentiras piadosas”, puede convertirse en algo recomendable.
2. Utilitarismo hedonista, semi-idealista e idealista. Se trata de una distinción llevada a cabo por Smart, que intenta diferenciar tres tipos de posicionamiento dentro de las filas utilitaristas.
1. El utilitarismo hedonista sería el defendido por Bentham, con su reivindicación del valor de todos los placeres por igual, en tanto en cuanto sean placeres. Si el placer es lo que cuenta, todos los placeres, por toscos, rudimentarios y groseros o grotescos que parezcan han de contar por igual. Así, el entretenerse con el tute ha de ser tomado tan en serio y éticamente con el mismo valor como el dedicarse al arte, la ciencia, la música o la poesía, con tal de que produzca el mismo monto de felicidad a las personas particulares que lo practiquen.
2. El utilitarismo semi-idealista, de acuerdo con Smart, sería el defendido por Mill; se distinguiría del utilitarismo idealista de Moore en que mientras que para Mill el placer es una condición necesaria pero no suficiente para el logro del máximo bienestar, en el caso de Moore el “bien” o “bienestar” es posible aun en el caso de que el placer se redujese prácticamente a cero. Así, en el caso de Mill, de acuerdo con Smart, si x es una función placentera el producto xX yXz sería igual a 0 sólo en el caso de que x, la función placentera, fuese igual a 0, mientras que en Moore lo placentero funcionaría al modo de x en el producto algebraico (x + 1) X y Xz. En el caso de que X fuese igual a 0, o lo que es igual en el caso de que no existiese placer alguno, para Moore el producto no sería necesariamente 0.
De acuerdo con R. Wollheim (“John Stuart Mill and Isiah Berlin – The ends of Life and the Preliminaries of Morality”, en A. Ryan (ed.), The idea of freedom, OUP, Oxford, 1979) el utilitarismo de Mill constaría de tres tramos o niveles. En el nivel superior aparecería el utilitarismo complejo, que prescribe la maximización de la utilidad de acuerdo con un agente moral que podríamos considerar situado en el nivel post-convencional de Köhlberg, que elabora por sí mismo, de acuerdo con sus reflexiones y convicciones, sus criterios de felicidad personal y de la felicidad a percibir por los implicados por su acción. Este tipo de utilitarismo es el que entra en vigor cuando se cumplen las condiciones requeridas para que el agente posea su propio concepto de felicidad y conozca las concepciones que poseen los demás. En suma, es válido únicamente cuando los hombres han desarrollado sus facultades plenamente.
En el segundo tramo o nivel se encontraría el utilitarismo simple (que parece coincidir con el utilitarismo hedonista de Bentham, con algunas matizaciones, ya que incluye tanto una concepción monística de la utilidad, como una concepción pluralista pero jerárquica). Este utilitarismo es válido en tanto en cuanto los hombres no hayan formado sus concepciones de su felicidad, dedicándose más bien a la búsqueda del placer que de la felicidad, tanto para ellos mismos como para los demás.
Por último, en el tramo o nivel más bajo se encontraría lo que Wollheim denomina utilitarismo preliminar, que promueve todo aquello que es necesario para que la gente se forme su concepto de felicidad, o para que lo mantenga en el caso de que ya lo haya formado. Dicho utilitarismo es válido ya bien cuando las concepciones de felicidad no están del todo formadas, o cuando ya están formadas y se trata de mantenerlas. De acuerdo con esta interpretación de Wollheim el utilitarismo preliminar siempre es válido, y más aún, cuando entra en conflicto con los dos tramos previos, a menos que se produzca un coste en utilidad excesivamente grave, este utilitarismo preliminarprevalece siempre, de tal modo que «la educación para la felicidad es más importante que la obtención ya bien del placer o de la felicidad» (p. 267)
1. Utilitarismo idealista. Defendido por G. E. Moore. En la medida en que sustituye la felicidad por el bien, y el concepto de mayor bien del mayor número queda reducido a la simple suma de supuestos bienes, sin ninguna mención al modo en que dicho máximo bien ha de ser atribuido, tal tipo de doctrina no puede conservar, sino de forma totalmente parasitaria, el título de “utilitarismo”. Se trataría, si acaso, de una teoría parcialmente consecuencialista en la que se incluyen elementos idealistas peligrosamente fronterizos con “entes de razón”.
1. Utilitarismo cuantitativo y cualitativo. Se considera que Mill se apartó drásticamente de la doctrina utilitarista de Bentham al introducir el concepto de “calidad” de los placeres como algo a tener en cuenta a la hora de elegir tanto una acción privada como una actuación colectiva, frente a una concepción puramente cuantitativa de los placeres. Si bien el utilitarismo cuantitativo de Bentham y el utilitarismo cualitativo parecerían diferir sustancialmente, de hecho hay que decir en honor de Bentham que en su teoría hay ya una importante distinción y diferenciación de los placeres, si no por sus cualidades intrínsecas sí por los efectos que de ellos se derivan. Los veros famosos que popularizaron su doctrina nos dan cuenta de los efectos o resultados que hacen a un placer extrínsecamente más valioso que otro:
Que sea intenso, largo, seguro, rápido, fructífero, puro,
Has de tener en cuenta para el placer o el dolor seguro.
Busca placeres tales cuando el fin es privado,
extiéndelos, no obstante, cuando es público el cuidado.
Evita dolores tales para ti o para otro.
Si ha de existir dolor que se extienda a muy pocos.
Si bien a nivel teórico pueden existir diferencias entre los planteamientos de Bentham y Mill, requisitos tales como el de la fecundidad de los placeres (fructífero, intenso, largo, etc.), hacen que, de hecho, en la práctica, Bentham hubiera de preferir también al Sócrates insatisfechos, que incitaría a reformas sociales importantes que reportarían una felicidad al mayor número, que al necio insatisfecho, así como también habría de preferir el placer de relacionarse íntimamente con la literatura, que el placer de estar en contacto con el licor, a tenor de los efectos secundarios de esta última experiencia.
1. Utilitarismo de la preferencia. Una de las objeciones que se han hecho desde antiguo al utilitarismo consiste en la dificultad de determinar en qué consiste la “felicidad” que se supone debe ser maximizada. Se plantea la cuestión, por ejemplo, de si por “felicidad” ha de entenderse un estado mental subjetivo, o si ha de apuntar a alguna cuestión más o menos objetivable. En este sentido es bien conocida la postura de Griffin, rechazando un hedonismo de “estados mentales” y apelando a la noción de “deseos informados” como mejor candidata para explicar el sentido último de la “utilidad”, donde “deseos informados” no significa simplemente los “deseos actuales” de una persona, o de una mayoría de personas, sino los deseos que la gente albergaría si comprendiese la naturaleza de los posibles objetos de deseo. Para Hare la noción racional es aquella que es preferida cuando nuestras preferencias actuales han pasado por el tamiz de lo que los hechos y la lógica demandan. El utilitarismo de la preferencia, que en algún lugar enfatiza que ha de ser imparcial, parecería presentar la ventaja, frente al utilitarismo de la felicidad, de evitar tanto el paternalismo (alguien podría proclamar que sabe mejor que nosotros en qué consiste nuestra “felicidad” y “obligarnos” a ser felices en el sentido que él lo entiende), como al dogmatismo o la dictadura benévola, o al despotismo ilustrado. Es decir, el utilitarismo de la felicidad parece conllevar el riesgo, ausente en el utilitarismo de la preferencia, de que quienes ostentan los poderes diversos sepan lo que redunda en la mayor felicidad de la comunidad y no se dignen atender a los deseos y las preferencias existentes, sino que, basándose en unas supuestas preferencias reales o potenciales ejerzan como absolutos déspotas, desoyendo los requerimientos de la mayoría.
2. Utilitarismo ampliado y los derechos prima facie. Martín Diego Farrell propone la incorporación de derechos individuales prima facie al utilitarismo, derechos que por supuesto no son absolutos, sino “desplazables”, no por otros derechos de rango superior, sino por consideraciones de utilidad, por el cálculo de consecuencias. Ahora bien, si un derecho, como pudiera ser el derecho a igual consideración defendido por Dworkin, puede ser desplazado por consideraciones de utilidad, no puede ser desplazado siempre por consideraciones de utilidad. ¿En qué casos prevalece el derecho y en cuáles el cálculo utilitarista? La respuesta de Farrell es: «Si existe una alternativa disponible que permita que ese derecho sea respetado, aun a costa de la pérdida de cierto grado de utilidad, entonces el derecho prevalece. Si para evitar consecuencias desastrosas, en cambio, no hay más alternativa disponible que violar el derecho, entonces el cálculo utilitarista prevalece» (Utilitarismo, ética y política, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1983, p. 367)
2. Éticas formales
Las éticas formales tratan de eludir cualquier contenido moral. Lo que importa es la “forma” misma de la moralidad. Las éticas formales no se interesan ni por los fines ni por las consecuencias de los actos morales (no son teleológicos), sino que fundan la moralidad de un acto en el hecho moral de que se percibe su obligación (es deontológico). La moral de Kant, para quien el único motivo de actuación moral es la voluntad buena, aquella que se decide a obrar por fuerza del imperativo categórico, o simplemente por deber, es una ética formal clásica; la ética de R.M. Hare, para quien moral es sólo aquella acción que se ajusta a la prescriptividad y a la posibilidad de universalización, esto es, que se realiza sólo porque está mandada y porque es una conducta que puede universalizarse, es un ejemplo de formalismo (mitigado) ético actual.
2.1 La ética kantiana
La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo. Kant da por supuesta la existencia de una conciencia moral ordinaria. La moralidad es lo que es. ¿Qué forma tiene que tener un precepto para que sea reconocido como precepto moral? Kant examina esta cuestión partiendo de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena voluntad. La atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus móviles e intenciones, y no en lo que realmente hace. El único móvil de la buena voluntad es el cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Por ello, establece un contraste entre el deber y la inclinación de cualquier tipo. Pues la inclinación pertenece a una determinada naturaleza física y psicológica, y no podemos, según Kant, elegir nuestras inclinaciones. Podemos elegir entre nuestras inclinaciones y nuestro deber.
El deber se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente válida para todos los seres racionales. ¿Cuál es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia de ella? Tomo conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer para mí mismo y querer que sean obedecidos por todos los seres racionales. La prueba de su auténtico imperativo es que puedo universalizarlo.
El imperativo categórico (a diferencia del hipotético) no está limitado por ninguna condición. Simplemente tiene la forma: “Debes hacer tal y cual cosa”. Es el concepto de un criterio racional y objetivo para decidir cuáles son los imperativos morales auténticos.
Según Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de la moralidad. Cada uno de nosotros es su propia autoridad moral – autonomía del agente moral –. Por tanto, la autoridad externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para la moralidad.
La ley moral debe ser completamente invariable. Cuando he descubierto un imperativo categórico, he descubierto una regla que no tiene excepciones.
Según Kant, la razón práctica presupone una creencia en Dios, en la libertad y en la inmortalidad. Se necesita a Dios como un poder capaz de coronar la virtud con la felicidad; se necesita de la inmortalidad porque la virtud y la felicidad no coinciden en esta vida. La libertad es el supuesto previo del imperativo categórico. El deber del imperativo categórico sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido, debes implica puedes. Y ser capaz de obedecer implica que uno se ha liberado de la determinación de sus propias acciones por las inclinaciones, simplemente porque el imperativo que guía la acción determinada por la inclinación es siempre un imperativo hipotético. Ese es el contenido de la libertad moral.
La palabra deber se define en términos de la obediencia a los imperativos morales categóricos, es decir, en términos de mandatos que contienen el nuevo debes.
La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo hacemos, pero no les da una dirección.
La doctrina del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar las máximas propuestas, pero no me dice de dónde he de obtener las máximas que plantean la exigencia de una prueba. La prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de universalizarlo en forma consistente. El deseo de Kant es exhibir al individuo moral como si fuera un punto de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.
2.1.1 El formalismo de Kant
Kant construye su teoría en la Crítica de la Razón Práctica. La razón pura puede hacerse práctica, en cuanto es “principio de determinación de la voluntad”. Su teoría moral la completa con la adición de otras dos obras: Fundamentación de la metafísica de las costumbres y Metafísica de las costumbres.
La ética de Kant se plantea como una ética del deber puro. No puede haber ningún móvil, distinto del puro deber, que justifique una acción moral. Si actuamos en virtud de alguna mira egoísta, de la índole que sea, actuamos obedeciendo lo que Kant denomina “imperativos hipotéticos”. Un imperativo hipotético es el que se ajusta a la fórmula general: “si quieres A, haz B”. Se trata de establecer nuestra acción como medio para conseguir un fin. Pero Kant entiende que este fin es egoísta.
La voluntad humana, que es racional, no deber seguir los impulsos de los intereses de los sentidos: la voluntad tiene que superar la estricta naturaleza y hacerse autónoma. Ha de ser una voluntad que se de su propia ley. La ley moral no llega al hombre desde fuera, es un medio de su misma constitución racional. Cuando sale de sí misma a buscar esa ley en las constitución de sus objetos, entonces se produce siempre heteronomía, que será la dependencia de nuestro obrar libre de los principios exteriores que vienen de los objetos, y señalados como fundamentos de obrar materiales. La voluntad humana es en sí legisladora bajo la regla de la razón, y no reconoce otro imperativo que vega de fuera y condicione su autodeterminación bajo la propia ley a priori. Por ello, debe guiarse de un imperativo categórico. Todo el ideal moral, según Kant, debe estar formado por estos imperativos categóricos, que ordenan la ejecución – su omisión – de un acto, sin condición. Sólo al excluir todo “fin” o “bien, la voluntad queda libre, al no estar determinada por ningún objeto. El imperativo categórico dice: “obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre a la vez valer como principio de una legislación universal”.
Lo que cuenta es la “máxima de la voluntad”, es decir, la intención o ratio suficiens agendi que es lo que constituye una buena voluntad. Se trata de obrar por el deber sin más; obrar porque se considera que hay que obrar así, con independencia de cualquier juicio exterior que pueda merecer nuestro acto.
Pero la máxima de la voluntad no queda reducida a una mera “intención” subjetiva; tiene que valer, a la vez, como principio de legislación universal; si podemos querer que nuestro modo de obrar se convierta en ley general, en modelo para cualquier acción en las mismas circunstancias, entonces actuamos moralmente, entonces somos buenos.
Toda la teoría kantiana se centra en la determinación de esa ley moral. Para ello distingue tres clases de principios prácticos: las máximas, los imperativos hipotéticos y los imperativos categóricos:
1. las máximas son principios prácticos, pero de valor subjetivo. No son imperativos ni leyes. La máxima es un principio conforme al cual obra un sujeto.
2. los imperativos hipotéticos son reglas de determinación de la voluntad que mandan algo con vistas a un fin, es decir, una acción que es buena como medio para otra cosa, no como acción buena en sí. Son preceptos prácticos o normas imperativas y en esto se distinguen de las máximas; pero no son leyes porque carecen de universalidad.
3. los imperativos categóricos deben ser absolutos o incondicionados, que obliguen a la voluntad en cuanto voluntad, es decir, a toda voluntad. Y serán, por tanto, imperativos universales que obliguen a todo ser racional, independientemente de todo motivo, finalidad o condición, no sólo a las personas que deseen ciertos fines. Un principio general de la filosofía kantiana es que la universalidad y necesidad no pueden provenir de la experiencia ni de los objetos reales; la universalidad y la necesidad provienen sólo de la razón, son a priori. De igual suerte, en el orden moral, una ley universal y necesaria tiene que derivar de la razón, ha de ser a priori: no puede proceder de fuera, de fines y objetos deseados.
¿Cómo hallar entonces esta ley moral? Para determinarla, Kant procede a la distinción entre la materia y la forma de la ley. Para ello, sienta la siguiente afirmación: “Todos los principios prácticos que suponen un objeto (materia) de la facultad de desear, como fundamento de la determinación de la voluntad, son empíricos y no pueden proporcionar ley práctica alguna o ‘ley moral’”.
Por consiguiente, la verdadera ley práctica universal del obrar moral que contenga el propio fundamento de determinación de la voluntad no ha de tomarse por parte de la materia, que son los objetos de deseo, principios de obrar subjetivos que determinen la voluntad por el placer o la felicidad. La forma de legislación universal es lo único que puede constituir un fundamento de determinación de la voluntad libre.
Esta ley moral será un imperativo categórico que exprese la mera forma de la ley, como suprema condición de todas las máximas y con independencia de las condiciones empíricas o de los móviles de obrar materiales, reducibles al placer subjetivo y egoísta. Sólo es posible, admitiendo en la razón práctica una forma a priori, paralela a las formas aprióricas de la razón teórica. Es el imperativo categórico del deber que se expresa como proposición sintética a priori.
Kant desprecia todo lo material, todo lo que tenga contenido en la ética. Para él sólo es ética la forma pura del deber. Kant no nos muestra ninguna forma objetiva que pueda aceptarse como norma de comportamiento moral. Sin embargo, esto ofrece algunas dificultades:
1. La ética de Kant plantea un problema radical de la moralidad: la necesidad de obrar por el deber, excluyendo fines, temores a castigos, deseos de recompensa, etc. Se mueve en el terreno ideal, pero, en cierto modo, utópico, porque el eudemonismo no puede desterrarse del todo: el hombre desea ser feliz: éste es un fin subjetivo, en cierto modo también formal, previo a cualquier contenido. El actuar “porque sí” aunque sea más puro, puede resultar insuficiente para los seres humanos
2. Aparte de esto, el precepto kantiano – expuesto en el imperativo categórico – aunque autónomo, es una norma-fin que, por su carácter formal, debe llenarse, en cada caso, con contenidos concretos: es decir, lo que se debe hacer es algo concreto – ayudar al prójimo, estudiar, etc. – Por tanto, la autonomía radica sólo en la autodeterminación, pero es más difícil que lo sea respecto a la norma: si yo ayudo al prójimo es porque considero que eso es “bueno”. Lo que debo hacer es lo bueno, y lo que no debo hacer es lo malo. El riesgo que se corre en una moral del deber puro es acatar, hasta cierto punto sin revisión, cualquier moral ambiental.
3. El cumplimiento de la “buena voluntad”, aunque no tiene como fundamento la felicidad, puesto que no la busca directamente, si la tiene, en cambio, como consecuencia. El fin que una voluntad enteramente moral produciría sería una comunidad de bienaventurados, de santos felices. Este fin es un “postulado” de la razón práctica. De ahí que como este fin no puede ser alcanzado en ningún momento del tiempo, exija la inmortalidad del alma, y la existencia de Dios. El eudemonismo, de un modo u otro, reaparece.
Lo que quizá haga de la ética kantiana algo verdaderamente atendible es su “humanismo de base”, la concepción de que las acciones han de considerar siempre al hombre como fin, jamás como medio. Este es el sentido que tiene la segunda máxima que propone Kant para expresar la ley básica de la razón práctica: “Obra de tal manera que siempre tomes a la humanidad como un fin y jamás la utilices como un medio, ya sea en tu persona, ya sea en la persona de cualquier otro”.
Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el juicio vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el deber; pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.
Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.
La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta buena voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados para saber qué es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha cumplido el deber por el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en concreto los deberes del hombre.
En virtud de este formalismo y apriorismo autónomo de su principio formal supremo como única regla de la moralidad, Kant rechaza su más todos los sistemas morales que “hasta ahora ha habido”. Todos ellos habrían colocado el fundamento de la ética en principios materiales o empíricos.
2.2 Las cuatro formulaciones del imperativo categórico
Kant ofrece cuatro formulaciones del imperativo categórico; de ellas, la principal es la primera, mientras que las otras tres son una derivación de la formulación principal.
1. Fórmula de la ley universal. La primera es la fórmula general, y dice así: Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.
Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que me es dada su condición, pero si pienso un imperativo categórico en seguida sé qué contiene. En efecto, puesto que el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que la necesidad de la máxima de adecuarse a esa ley, y ésta no se encuentra limitada por ninguna condición, no queda entonces nada más que la universalidad de una ley general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa adecuación es lo único que propiamente representa el imperativo como necesario.
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico, y dice así: obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1994, pp. 91-92)
La “máxima” se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. La máxima es la ley práctica, en la medida en que se convierte en fundamento subjetivo de los actos, es decir, en principio subjetivo. Si se tiene en cuenta que la idea que tenemos de la naturaleza es que se trata de nuestra experiencia explicada por leyes universales, el ámbito de la moral regida también por leyes universales categóricas puede ser considerado también como una segunda naturaleza.
Las otras tres formulaciones se derivan de éstas, pero sólo existe un imperativo categórico, una sola ley moral suprema, aunque dicha de formas diferentes.
2. Fórmula de la ley de la naturaleza: la segunda fórmula, muy parecida a la anterior, reza así: Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Puesto que la universalidad de la ley por la que suceden determinados efectos constituye lo que se llama naturaleza en su sentido más amplio (atendiendo a su forma), es decir, la existencia de las cosas en cuanto están determinadas por leyes universales, resulta que el imperativo universal del deber acepta esta otra formulación: obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza (ibid., p. 92)
Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios subjetivos (condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que una finalidad absoluta, ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo.
3. Fórmula del fin en sí mismo: la tercera formulación es la siguiente: Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio.
La naturaleza racional existe como fin en sí misma. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en este sentido dicha existencia es un principio subjetivo de las acciones humanas. Pero también se representa así su existencia todo ser racional, justamente a consecuencia del mismo fundamento racional que tiene valor para mí, por lo que es, pues, al mismo tiempo, un principio objetivo del cual, como fundamento práctico supremo que es, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será entonces como sigue: obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca solamente como un medio (ibid., pp. 103-104)
La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral. Pues no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de tener como imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma nos constituye a la vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse también reino de los fines. “Reino”, o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las mismas leyes; “de fines2, es decir, sociedad en la que los miembros son seres racionales autónomos; en este reino, los miembros, como soberanos legisladores, se dan la ley a sí mismos y la moralidad consiste, una vez más, en actuar de acuerdo con una ley que haga posible un “reino de los fines”.
4. Fórmula del legislador universal: «Obra siguiendo las máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de fines» (ibid., pp. 117-118). De este modo el ser racional puede otorgarse a sí mismo una ley que no es la de la naturaleza, y en esto estriba su grandeza y su dignidad. Y en esto consiste también la autonomía de la voluntad, que radica, según Kant, en actuar por principios que puedan convertirse en leyes universales. La conclusión de la explicación de Kant lleva a aclarar el principio: sólo una buena voluntad es algo incondicionalmente bueno. Y así, la voluntad es buena porque se impone a sí misma la única ley que puede compartir todo ser racional: la de actuar de acuerdo con el imperativo categórico que no es más que una forma de querer, una forma sin un contenido moral concreto. El fundamento de este imperativo categórico sólo lo puede analizar una crítica de la razón pura (práctica).
2.3 Las éticas procedimentales
El hecho de que tanto los valores como la felicidad puedan considerarse en realidad como “muy subjetivos” ha llevado a algunas teorías éticas de nuestros días a recuperar la tradición kantiana, según la cual la ética ha de ocuparse de la vertiente universalizable de lo moral, es decir, de las normas éticas. A diferencia de Kant, estas éticas actuales entienden que no es una sola persona quien ha de comprobar si una norma es universalizable, sino que han de comprobarlo los afectados por ella, aplicando procedimientos racionales. ¿Cuáles son esos procedimientos? Por el momento se han ofrecido dos sistemas éticos, nacidos en la década de 1970.
· la ética del discurso de Apel y Habermas propone como procedimiento una situación ideal de habla entre todos los afectados por la norma
· Rawls propone una situación ideal de negociación, a la que llama posición original
2.3.1 La ética del discurso: Apel y Habermas
La ética del discurso ordena su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación de la moral y otra, a su aplicación a la vida cotidiana. La ética discursiva toma como concepto fundamental el concepto de acción comunicativa. Una acción comunicativa es aquella en la que hablante y oyente buscan el entendimiento mutuo, como un medio ineludible para coordinar sus proyectos personales, mientras que es acción estratégica aquella en la que el hablante y oyente se instrumentalizan mutuamente para lograr sus metas individuales, tratándose, por tanto, como medios y no como fines. La acción comunicativa posee una prioridad axiológica, porque el sentido y la meta del lenguaje consiste en lograr un entendimiento; el uso estratégico del lenguaje es –por el contrario– derivado, ya que instrumentaliza el mutuo entendimiento. Si no existe una racionalidad comunicativa además de la estratégica, es imposible tomar en serio la afirmación kantiana de que todo ser racional ha de ser tratado como un fin en sí, ya que a través del lenguaje no podemos sino instrumentalizarnos recíprocamente.
Para que una acción comunicativa sea racional, es preciso presuponer que el hablante eleva implícitamente cuatro pretensiones de validez del habla –inteligibilidad, veracidad, verdad y corrección– y que el oyente también implícitamente las acepta. Si el oyente pone en cuestión alguna de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse mejor (inteligibilidad), decir lo que piensa (veracidad), o aducir las razones por las que considera que la proposición que emite es verdadera o que la norma de acción es correcta. En los dos últimos casos, la verdad y la corrección no pueden quedar resueltas sino a través de una argumentación, sujeta a reglas lógicas, y también a las reglas que surgen de considerar la argumentación como un proceso de comunicación y como una búsqueda cooperativa de la verdad y la corrección. Tal argumentación recibe el nombre de discurso.
Descubrir lo verdadero y lo correcto sólo es posible si suponemos la idea de una comunidad ideal de comunicación o de una situación ideal de habla en la que los científicos, en el caso de la verdad, y los afectados, en el caso de las normas, pudieran decidir a través de un diálogo celebrado en condiciones lo más próximas posible a la simetría, atendiendo únicamente a la fuerza del mejor argumento.
La ética discursiva tiene por justas sólo las normas de acción a las que todos los afectados darían su consentimiento tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, movidos por la fuerza del mejor argumento, por el argumento de que la norma satisface intereses universales.
Se trata de una “puesta en diálogo” del imperativo categórico kantiano y de una reinterpretación del concepto de persona, que ahora se entiende como “interlocutor válido” en la decisión de cuantas normas le afecten. Que las personas son dignas de respeto significa en esta tradición dialógica que es preciso tomar sus intereses en cuenta y que son ellas mismas las facultadas para defenderlos a través de un diálogo.
2.3.1.1 La fundamentación del principio dialógico
Si para Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la conciencia del deber, ahora partimos también de un hecho: las personas argumentamos sobre normas y nos interesamos por averiguar cuáles son moralmente correctas. Entablamos argumentaciones sobre si la insumisión y la desobediencia civil son moralmente correctas, pero también sobre la distribución de la riqueza y sobre la violencia. En esas argumentaciones podemos adoptar dos actitudes distintas:
· discutir por discutir, o intentando llegar a la conclusión que nos favorece, sin ningún deseo de averiguar si podemos llegar a entendernos
· tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y queremos saber si podemos entendernos
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y se convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:
· que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos a poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier afectado por la norma, lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
· que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría entre los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según Habermas, debe atenerse a las siguientes reglas
· cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso
· cualquiera puede problematizar cualquier afirmación
· cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación
· cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades
· no puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso
Para comprobar si la norma es correcta, habrá de atenerse también a dos principios: el principio de universalización, que es una reformulación dialógica del imperativo kantiano de la universalidad, y el principio de la ética del discurso, por el cual sólo tienen validez las normas que son aceptadas por todos los afectados.
Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo en darle su consentimiento porque satisface, no los intereses de un grupo o de un individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual el acuerdo o consenso al que lleguemos diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.
En una negociación, los interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables. La meta de la negociación es el pacto de intereses particulares, la meta del diálogo es la satisfacción de intereses universalizables. Por eso la racionalidad de los pactos es racionalidad instrumental, mientras que la racionalidad de los diálogos es comunicativa
2.3.1.2 Ética aplicada
El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los participantes no buscan satisfacer intereses universalizables, sino intereses individuales y grupales. Sin embargo, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una norma moral es correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Por eso la situación ideal de habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa.
Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se dará alguna vez, pero que nuestra razón propone como deseable. Por eso, los que trabajan por realizarla obran racionalmente. Por ejemplo, que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea justa. La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criticar nuestras situaciones concretas.
La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos reales y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan a la idea.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones que les afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones más próximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no las que se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados estén dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.
2.3.2 J. Rawls
En Teoría de la justicia aborda una de las cuestiones que más preocupan hoy: ¿qué es una sociedad justa? Una sociedad justa –dice– es la que se somete a unos principios de justicia que sus miembros elegirían en condiciones de justicia. Pero, ¿cuáles son esas condiciones? Para responder diseña los trazos de los que llama una posición original.
Supongamos que tenemos que decidir las normas por las que vamos a guiarnos en una situación concreta, y cada uno propone las que le favorecen a él. ¿Podríamos decir que esas normas son justas? Según Rawls, no lo son, porque en la tradición democrática occidental la justicia se entiende como equidad: una norma es justa cuando favorece a todos y cada uno, con independencia de sus características. Lo contrario sería parcialidad y, por tanto, injusticia.
Por eso Rawls diseña los trazos de una situación imaginaria, a la que llama posición original. En esa situación los miembros de una sociedad todavía no saben qué características naturales y sociales van a tener: están cubiertos de un velo de ignorancia. Y tienen que decidir qué principios quieren que les gobiernen. Cada uno de ellos piensa que le puede tocar en el futuro ser el peor situado: pobre, enfermo, miembro de una raza discriminada. Por eso tratará de maximizar los mínimos: de proponer unos principios que beneficien al máximo al peor situado, que es a lo que se llama principio maximin.
La situación que hemos descrito es una situación de equidad y, por tanto, de justicia, porque proponemos principios poniéndonos en el lugar del peor situado. Rawls considera que desde esta situación cualquier persona inteligente sugeriría dos principios:
· “Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás”
· “Las desigualdades sociales y económicas han de regularse de tal modo que pueda esperarse razonablemente que sean ventajosas para todos y que se vinculen a empleos y cargos accesibles a todos
Este segundo principio necesita una cierta explicación: lo ideal sería que todas las personas fueran iguales, pero, como no es así y como cada uno ha de dar lo mejor de sí para que se beneficie la colectividad, sólo estarán justificadas las desigualdades que beneficien a los menos aventajados.
El procedimiento racional de elegir principios justos consistiría, pues, en situarse imaginariamente en una “posición original”. Elegiríamos en ella un principio que proteja las libertades de todos y otro que sólo permita desigualdades que favorezcan al menos aventajado. Y además por este orden, porque en una teoría liberal de la justicia como la de Rawls, la protección de las libertades es siempre prioritaria.
2.4 El prescriptivismo de Hare
Hare encuentra que la lógica del lenguaje moral tiene dos requisitos: la prescriptividad y la universalidad. El lenguaje propiamente moral consiste en deberes (prescripciones) universalizables.
Las prescripciones en que consiste el lenguaje moral no provienen de la razón pura, pero sí de la razón (ha de ser razonables, lógicas) lo que exige que respeten los requisitos generales de la racionalidad y la lógica del lenguaje moral. Ello implica que las prescripciones deben tener una doble base:
1. un conocimiento suficiente de los hechos, pues sólo así queda garantizada la racionalidad de la prescripción, y
2. un compromiso con la justicia, esto es, la pretensión de lograr el mayor bien alcanzable, lo cual se consigue tratando de que la prescripción sea la más universalizable de las posibles
Ambos requisitos son inalcanzables para el individuo concreto, por lo que ha de conformarse con aceptar como válidas normas que probablemente no sean totalmente correctas desde el punto de vista de la racionalidad. Es decir, asumir una norma no implica que sea correcta. El individuo se ve en la necesidad de adoptar una norma de acción, pero no puede contrastar si es la correcta, de modo que su decisión se decantará como la más razonable. Pero si la corrección de la norma no es segura, su valor moral no puede residir en su contenido, sino en la mera forma. La forma se refiere aquí al hecho de adoptar una norma razonable. El criterio moral radica en la decisión individual tomada desde la imparcialidad y la racionalidad que puede ser universalizada. La acción que siga una norma así adoptada será moralmente valiosa.
2.5 Sartre
Para Sartre Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las consecuencias. Al desaparecer el fundamento último de los valores, ya no puede hablarse de valores, principios o normas que tengan objetividad y universalidad. Queda sólo el hombre como fundamento sin fundamento (sin razón de ser) de los valores.
Dos ingredientes fundamentales se suman en la filosofía de Sartre: su individualismo radical y su libertarismo.
Según Sartre, el hombre es libertad. Cada uno de nosotros es absolutamente libre, y muestra su libertad siendo lo que ha elegido ser. La libertad es, además, la única fuente de valor. Cada individuo escoge libremente, y al hacerlo crea su valor. Así pues, al no existir valores objetivamente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas que guíen su conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo que determina el valor de cada acto? No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con que se efectúa. Cada acto o cada individuo vale moralmente no por su sumisión a una norma o a un valor establecidos –con lo cual renunciaría a su propia libertad–, sino por el uso que hace de su propia libertad. Si la libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar libremente.
Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si tomo también como fin la libertad de los demás. Al elegir, no sólo me comprometo yo, sino que comprometo a toda la humanidad. Así, pues, al no existir valores morales trascendentes y universales, y admitirse sólo la libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso constante, un constante escoger por parte del individuo, tanto más valioso moralmente cuanto más libre es.
Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige en una situación dada y dentro de determinada estructura social. Pero, con todo, su ética no puede su cuño libertario e individualista, ya que el hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de elección (nadie es víctima de las circunstancias), y b) por el carácter radicalmente singular de esta elección (se toma en cuenta a los otros y su correspondiente libertad, pero yo –justamente porque soy libre– elijo por ellos, y trazo el camino a seguir por mí mismo –incluso con respecto a un programa o acción común–, pues de otro modo abdicaría de mi propia libertad).
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