1. Introducción. Razón y método
El s. XVII muestra unos cambios respecto a épocas anteriores; se muestra como el momento en el que se produce una ruptura con el pasado para iniciar un nuevo período histórico. Cambios que, de modo evidente, implican la búsqueda de un orden nuevo, en todos los niveles. Búsqueda que parece conllevar, en cuanto a sus posibles líneas, unas mismas claves subyacentes:
· En lo jurídico-social se intenta el establecimiento de unas normas absolutas de carácter internacional a las que se sometan las distintas naciones – creación de un Derecho Internacional – a partir de un contrato entre dichas naciones enfocadas como iguales, en un espacio político uniforme.
· En lo individual-social, el establecimiento de la estructura de una organización social, de un Estado absolutista, por contrato social, que imponga una misma ley a todos los individuos, iguales ante la misma y a la que se someten siempre que se salvaguarde su libertad de pensamiento y expresión.
· En el plano del conocimiento, establecer un nuevo tipo de naturaleza en la cual los objetos tengan, todos, las mismas características y estén sometidos a las mismas leyes.
En cualquier caso, lo que se busca es un orden nuevo en el que se suprima el caos, y en el que el Estado sea absoluto, el conocimiento absoluto; en el que todo funcione sin sobresaltos, de manera ordenada, metódica, mecánica, para lo cual todos están sometidos a las mismas leyes que son las que permiten vivir en armonía. Labor de los legistas será poner de manifiesto las leyes jurídicas; labor de los que detentan el poder, aplicarlas justamente; labor de los pensadores, desvelar las leyes de la naturaleza.
1.1 La razón
Desde la razón individual se va a imponer el orden en el caos social y en el ámbito del conocimiento. Es la razón enfocada como conjunto de principios que regulan la naturaleza, que controlan las pasiones individuales, que gobiernan los últimos componentes de cada organismo, la que va a centrar la búsqueda de ese orden.
Una razón no sometida más que a ella misma, no a la tradición; el respeto por la antigüedad se limita a saber lo que otros autores han escrito en terrenos como los históricos, los geográficos; la única autoridad que puede revelar esos datos es la fuente escrita. Igualmente la razón se autoelimina del terreno sagrado, ya que las verdades de fetrascienden a la naturaleza y a la razón y el espíritu humano – demasiado limitado para aprehenderlas por sí mismo – no puede llegar a ellos si no es guiado por una fuerza omnipotente y sobrenatural, como escribirá Pascal. En los restantes terrenos, en aquellas materias que caen bajo la competencia del razonamiento, la autoridad es inútil y únicamente la razón es omnipotente.
La razón requiere unas reglas para dirigir bien el espíritu, para conformar el entendimiento, para estructurar la sociedad. Un método por el cual no sólo se obtengan esos objetivos, sino que, a la vez, aporte la convicción de que con las reglas lo obtenido posee la certeza, ya en el conocer, ya en lo legal. Toda la clave se va a centrar, en el fondo, en la búsqueda de un método racional con el cual alcanzar la formulación de unas leyes que reflejen no lo apariencial, sino lo sustancial. En el fondo, toda la clave se centra en la búsqueda de un método que conduzca a la formulación de lo nomológico.
1.2 Papel de la matemática
Creadora de un orden nuevo natural, mediante el sólo uso de la razón, la matemática se convierte en el modelo, el paradigma para la búsqueda de ese orden en los restantes campos. La matemática como clave por la cual realizar esa búsqueda. Modelo del método a emplear.
El hacer matemático exige tanto de unos primeros principios como de un método. Los primeros son los que, precisamente, delimitan su campo de acción, y se formulan mediante definiciones de los conceptos a emplear y mediante postulados que indican las relaciones, las propiedades básicas que ligan esos conceptos.
En cuanto al método, constituye un arte de descubrir y un arte de exponer. Un arte de descubrir porque el método es el siguiente: cuando se enfrenta con un problema se supone que el mismo está resuelto; y se analizan las condiciones de dicha solución, paso a paso, ordenada, metódicamente. En ese análisis se alcanzan los elementos más simples y evidentes, que son los que posibilitan tal solución. Partes que han de ser intuidas por un acto simple de la razón, de la inteligencia pura. Y una vez que han sido intuidas por la razón, se realiza la síntesis en unidad de dichas partes. Es decir, el método matemático estriba en un proceso de análisis y síntesis, de resolución y composición.
Un arte de exponer, ya que tras la creación constructiva cabe hacer un proceso deductivo a partir de los primeros principios, por el cual la proposición obtenida, el problema resuelto, alcanzan su lugar apropiado en la teoría, en el hacer total matemático. Proceso igualmente fundamental al establecer que esa proposición creada a partir del análisis y la síntesis obedece igualmente a una estructuración apoyada en los postulados y las definiciones.
La matemática manifiesta, así, no sólo el poder creador de la razón, sino también su poder ordenador y con él evidencia que el conocer lo es en grado de certeza, pero a la vez de intuición.
En la idea de la matemática como paradigma se superponen varias facetas:
1. El esfuerzo por matematizar lo empírico. Al constituir el marco constituyente de la racionalidad científica, del conocer seguro de la ciencia, se pretende esa matematización en terrenos como la Física – en la Dinámica de Galileo, la Mecánica racional de Newton –, en la Astronomía, en la propia matemática. Y se fue más allá colocando la matematización como el ideal u horizonte al que tender todo lo racional, identificando lo racional con lo científico, con el conocer seguro y acumulativo.
2. El proceso matemático aporta un método racional creativo donde lo que se tiene, en ocasiones, es un problema particular. Y, por ello, lo abstrae y generaliza. De aquí que pueden resolverse una infinidad de casos semejantes. La universalidad y generalidad matemática, su grado de abstracción permite superar el caso concreto y dar en cada solución una infinidad de ellas. La matemática permite el paso de lo singular al infinito. Y ese carácter es lo que también busca lo nomológico: la ley está por encima del caso particular, lo abarca, pero como una de sus concreciones. Y es algo tópico, reiterado por todos los pensadores racionalistas. Por ejemplo, Leibniz, en carta al archiduque Ernesto Augusto: «A los descubrimientos particulares no les doy mucha importancia, y deseo mucho más perfeccionar el ars inveniendi en general y dar más bien métodos que soluciones a los problemas; pues un solo método encierra una infinidad de soluciones». Salvo por la referencia al ars inveniendi, son palabras casi idénticas a las que pueden encontrarse en Descartes, en Pascal, …
3. Lo que importa del método matemático no es sólo la aplicación a la matemática en sí, a las ciencias particulares, o a englobar en cada método una infinidad de soluciones; lo que importa es apreciar que es el elemento constituyente del pensamiento filosófico, ver la matemática como el prototipo de la racionalidad conceptual, como el método unitario del pensamiento racional. Es, esta faceta, la que da la clave del papel matemático en el racionalismo. Quiero decir, lo que importa es ser el modelo unitario de todo el razonar, si es que se quiere establecer un orden del pensamiento, un orden de lo conceptual. Orden que, para serlo, ha de seguir el proceso de análisis y síntesis, establecer unos primeros principios legales, una derivación o concatenación de lo obtenido por análisis y síntesis a partir de los primeros principios, establecer conceptos mediante su definición.
El método matemático goza de su propia generalidad y abstracción, por lo que su posterior aplicación interna viene asegurada de por sí. No es, por eso, extraño que Descartes, obtenido su método y aplicado al interior de la matemática con la creación de la geometría analítica, abandone el hacer matemático profesional y dedique su atención a la aplicación del mismo a otros campos de pensamiento, a resolver los problemas clásicos de la filosofía, como son el yo, la naturaleza, Dios.
2. El método cartesiano
El cartesianismo nace de una intuición hacia el hombre, al sí mismo, ese conocimiento es el resultado de la quiebra de las Humanidades (lenguas antiguas, historia, poesía,…) que no pueden explicar ni fundar la idea de racionalidad y libertad que define al hombre moderno. Abandonando este estudio, Descartes se dedica a experimentar “el gran libro del mundo”, el contacto con otras culturas y con otros hombres. Pero tal experiencia tiene un inconveniente: está vacía de toda conciencia de sí misma; por ello, resulta inútil para la meta que se había propuesto: la búsqueda de la verdad.
La historia de la filosofía muestra que es la sucesión inacabada de opiniones, que después son refutadas en una sucesión continua. Por eso Descartes quiere emprender con firmeza y seguridad la construcción de una filosofía que tenga perdurabilidad y certeza. Para ello se propone eliminar previamente todas las fuentes posibles del error y de incertidumbre. Conserva la división de Aristóteles de las facultades del alma: sentidos exteriores, sentido común, memoria, imaginación y entendimiento. Todas ellas, menos el entendimiento, funcionan en virtud de la unión del alma con el cuerpo. Los sentidos dependen de la acción de los objetos exteriores, que imprimen en ellos sus imágenes a la manera de un sello en la cera. Hay una doble memoria, sensitiva e intelectiva. La primera depende de la imaginación, la cual está ligada a imágenes procedentes de la máquina corpórea. Sólo el entendimiento es espiritual y puede funcionar separadamente del cuerpo. Pro esto es la única facultad capaz de intuir clara y distintamente las ideas o las naturalezas simples, prescindiendo de las imágenes e impresiones, y la única que puede llegar con seguridad a alcanzar la verdad. Los sentidos y la imaginación pueden ayudarnos, pero también estorbarnos para conseguirla.
La preocupación de Descartes por el método es exigencia de su espíritu crítico con respecto a la filosofía precedente. La motivación del método es antropológica y práctica, pues lo cuestionado es el moi-mêmeen el mundo. El saber es un saber práctico legitimado y fundamentado en y por el moi-même: el método, en la realización y obtención de las normas y principios que lo permitan, es sometido al moi-même o al espíritu desde donde se determinará que es y cómo entender el saber. Descartes rompió con toda autoridad en filosofía, sustituyéndola por un método que será la garantía de su pensamiento.
Desde Aristóteles a Descartes se pensaba que había diversidad de ciencias impuesta por la diversidad de objetos. Para Descartes, sin embargo, el entendimiento es lo primero que se conoce, pues de él dependen el resto de las cosas. Entendimiento es aquí la “bona mens” que consiste en la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso: “el buen sentido es… la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso” (Descartes: Discurso…, I, p. 69)
Para Descartes, todas las ciencias no son otra cosa que la sabiduría humana, que siempre es la misma, aunque aplicada a diferentes objetos: “siendo todas las ciencias… la sabiduría humana que permanece siempre una y la misma, aunque aplicada a diferentes objetos” (Descartes: Reglas para la dirección del espíritu, I)
En la primera de las reglas se alude a la unidad de la ciencia, mediante esta unidad de la ciencia se pretende conseguir tanto la destrucción de la concepción aristotélico-escolástica de la ciencia, como abrir el camino hacia la búsqueda de la verdad, para “poder empezar desde los fundamentos” y “establecer algo firme y constante en las ciencias” (Meditaciones metafísicas, I)
Relacionado con la unidad de la ciencia se habla de “universalis sapientia”. La “universalis sapientia” es “ese soberano bien considerado por la razón natural sin la luz de la fe, no es más que el conocimiento de la verdad por sus primeras causas, es decir, la Sabiduría, de la que la filosofía constituye su estudio”(Principios…, Prefacio). Así, lo que caracteriza al método es la unidad del saber. Esta unidad viene determinada por la luz natural de la razón que siempre es una y la misma.
Como se ha dicho, Descartes busca un fundamento de verdad en el que basar un conocimiento científico cierto y evidente, para ello, ha de recurrir al método. El método son “reglas ciertas y fáciles, mediante las cuales, el que las observe exactamente no tomará nunca nada falso por verdadero, y, no empleando inútilmente ningún esfuerzo de la mente, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, llegará al conocimiento verdadero”. A esta definición se la llama definición del método, ya que se la considera como una serie de reglas cuya validez y fundamentación se presupone: se presupone qué es la verdad, cómo alcanzarla y como reconocerla.
El método, entendido como conjunto de reglas a seguir para llegar a la verdad, supone un orden, no en el sentido del orden de exposición de lo ya sabido, sino un orden inventivo que pretende hacer avanzar el saber. Este orden no es orden de las cosas, sino el orden de mi pensamiento de las cosas: “todo el método consiste en el orden y disposición de aquellas cosas a las que se ha de dirigir la mirada de la mente a fin de que descubramos alguna verdad”. Por ello, “el método enseña a seguir y observar el verdadero orden: el método no suele ser otro que la observación constante del hombre, bien existente en el objeto mismo, o bien producido sutilmente por el pensamiento”.
A partir de aquí, Descartes concluye que el método hace que el espíritu intuya y conozca distintamente mejor.
Para Descartes, practicar el método es sinónimo de cultivar la razón, por eso, “no basta ciertamente tener buen entendimiento: lo principal es aplicarlo bien”, no porque el “bon sens” o “raison” no se baste para descubrir la verdad, sino porque no siempre está en condiciones de hacerlo por estar confundida con estudios desordenados. Así, el sentido común o el bon sens puede “descubrir las verdades con tal que sea bien dirigido”.
Las reglas del método se remiten a la razón, una razón matemática: las reglas son reglas de un saber matemático. Estas reglas se reducen a cuatro:
El primero era no aceptar jamás cosa alguna por verdadera que no supiese con evidencia que lo es: es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención; y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare, en tantas partes como pudiera y que fueran necesarias para resolverlas mejor.
La tercera, conducir por orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento más complejo; suponiendo incluso el orden entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros.
Y el último, hacer en todo enumeraciones tan enteras, y revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada
El acto de conocimiento es la intuición, “la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que en absoluto quede duda alguna sobre aquello que entendemos… la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón”. En cuanto intelectual, la intuición cartesiana se disocia de la percepción sensorial, que es a lo que tradicionalmente aludía el término.
El objeto del conocimiento son unos datos elementales captados mediante la intuición: las naturalezas simples: “conviene dirigir toda la agudeza del espíritu a las cosas más insignificantes y fáciles, y detenerse en ellas largo tiempo hasta acostumbrarnos a intuir distinta y claramente la verdad”. El pensamiento ha de abarcar pocas cosas y simples a la vez de tal forma que no se piense jamás saber algo que no sea intuido distintamente.
El único criterio de verdad es la evidencia. No debemos tomar nada como verdadero a no ser que sea evidente por sí mismo, de tal forma que es mejor no estudiar nunca que ocuparse de objetos difíciles y dudosos. Así, se rechazan todos los conocimientos solo probables: “parece que de todo aquello en que sólo hay opiniones probables no podemos adquirir una ciencia perfecta”.
La evidencia se define mediante dos características: la claridady la distinción. Descartes entiende por claro “aquello presente y manifiesto a un espíritu atento” y por distinto, “aquello que es preciso y diferente a todo lo demás”. Así, una idea es clara cuando sus partes están separadas entre sí: la idea tiene claridad interior. Descartes admite que un conocimiento puede ser claro sin ser distinto, pero no a la inversa. Los criterios de claridad y distinción en Descartes son no solamente criterios lógicos o epistemológicos, sino también criterios ontológicos; ello se debe a que Descartes considera que la idea es la cosa misma en tanto que es vista (directamente intuida), de modo que la claridad y distinción en las ideas es a la vez la claridad y distinción en las cosas.
El entendimiento utiliza para conocer dos vías: la intuicióny la deducción. Esta última nos conduce a lo largo de una cadena de razonamientos relacionados cada uno con el precedente, de tal forma que sólo conocemos el primero y el último mediante el recuerdo de que el último se enlaza con el penúltimo, este con el anterior y así sucesivamente. Por deducción se entiende “todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas conocidas con certeza”. “Muchas cosas se conocen con certeza, aunque ellas mismas no sean evidentes, tan solo conque sean deducidas a partir de principios verdaderos conocidos mediante un movimiento continuo e ininterrumpido del pensamiento que intuye con trasparencia cada cosa en particular: no de otro modo sabemos que el último eslabón de una larga cadena está enlazado con el primero”.
Podemos distinguir entre la intuición de la mente y la deducción (concebida como movimiento). Para la deducción no es necesaria una evidencia actual, sino que recibe su certeza de la memoria, de donde las proposiciones que se siguen de los primeros principios son concebidas tanto por intuición como por deducción; pero los primeros principios sólo se conocen por intuición, al igual que para Aristóteles, que pensaba que el conocimiento de los primeros principios correspondía al intelecto; las conclusiones remotas se conocen por deducción.
Una vez realizada la deducción se convierte en un término inmóvil, objeto de intuición. A su vez, la deducción es una sucesión de intuiciones: “la simple deducción de una cosa a partir de otra se hace por intuición”. “Si atendemos a ella (la deducción) en cuanto ya terminada… no designa ya ningún movimiento, sino el término de un movimiento, y por ello añadimos que es vista como intuición cuando es simple y clara”. Cuando la deducción no se ve claramente y es múltiple se la llama enumeración o inducción, pues no puede comprenderse entera y a la vez por el entendimiento. Su certeza depende de la memoria.
El objeto de la intuición son las naturalezas simples, punto de partida de toda síntesis y punto de llegada de todo análisis. Serán simples las ideas cuya noción es tan clara y distinta que el espíritu no puede dividirlas en otras nociones más simples (figura, extensión, movimiento,…). Son naturalezas simples no sólo las cosas que subsisten por sí, sino también los lazos que unen entre sí las nociones (por ello la deducción puede ser intuición). Por lo tanto, conocer es captar por intuición las naturalezas simples y los lazos que las unen.
Según J. de Marechal en El punto de partida de la metafísica, las ideas claras y distintas forman la intuición. Tales ideas son innatas al hombre. La intuición designa un modelo de obrar de la inteligencia en el cual, esta facultad, cualquiera que sea la ocasión exterior de su actividad, saca de sí misma la forma y la materia de la idea.
Las ideas innatas no están en la mente como acabadas, pero la mente las desarrolla mediante la experiencia. Así, las ideas claras y distintas son virtualmente innatas, implantadas en la mente por Dios.
Intuición y deducción son los caminos utilizados para llegar al conocimiento, pero no son el método a seguir, ya que no son reglas, y el método consiste en un conjunto de éstas para emplear bien la intuición y la deducción. El método no enseña a intuir o deducir, sino que indica la forma que podemos adoptar para intuir o para deducir: la finalidad del método está en posibilitar el ejercicio de la intuición, y en señalar la manera adecuada de utilizar deducciones, así como en seguir el orden. Se coloca así a la mente en el puesto más alto de la ciencia. Una vez realizada la intuición no será necesaria ya la ayuda del método, de tal forma que llegaremos a alcanzar la verdad solamente mediante la luz natural: “y en verdad, casi toda la industria de la razón consiste en preparar esta operación, pues cuando es clara y simple, no hay necesidad de ninguna ayuda del arte, sino de la luz natural sola para intuir la verdad que se obtiene de ella”. Por tanto, puede pensarse sin reglas cuando la razón actúa por sí sola.
Este remitir las reglas del método a la razón, es una remisión al saber matemático, a la razón matemática. Así, en la segunda parte del Discurso del método, Descartes nos dice que se interesó por la lógica, por el análisis y por el álgebra: “y considerando que entre todos los que antes han buscado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido hallar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes”. Así, se dedicará al cultivo de la Aritmética y de la Geometría por ser las más simples y porque en las demás sólo existen conocimientos probables, y de todo aquello en lo que sólo hay conocimiento probable no se puede derivar ciencia alguna; “sólo la Aritmética y la geometría están libres de todo defecto de falsedad e incertidumbre”.
De los dos modos que se utilizan para conocer algo, la experiencia y la deducción, la primera puede ser falsa, pero no la segunda (siempre que no se omita nada). Así, el error proviene de que “se admiten juicios precipitadamente y sin fundamento”.
Descartes, de todas formas, con lo dicho hasta aquí no quiere decir que sólo ha de ocuparse de la geometría y de la aritmética, sino que cree que en el método de búsqueda de la verdad han de utilizarse los rasgos que aparecen en ellas. Así, ambas disciplinas desempeñarán un papel propedéutico, son el punto de partida para llegar a la verdad; en ellas se experimenta tanto la certeza y la evidencia requeridas para un adecuado saber, como el que son y manifiestan el desarrollo espontáneo del espíritu.
La utilidad que Descartes espera de la matemática es la de que “acostumbren al espíritu a la verdad”. El álgebra y la geometría serían inútiles si sólo se ocuparan de números y figuras, también sería banal el método si se redujera a meras reglas para resolver problemas: “nada es tan vano que ocuparse de simples números y de figuras imaginarias”
Mediante la geometría y la matemática se pretende llegar a realizar una verdadera matemática que sirva como saber universal. Así, se apunta hacia la idea de una mathesis universalis. Geometría y aritmética se hallan limitadas debido a que operan con figuras y cifras, por eso, Descartes tiende a crear un saber matemático que considere sólo las relaciones y proporciones en general. Se llegará a una mathesis universalis, a un saber universal del orden y de la medida (pues la matemática se ocupa de multitudes a las que hay que ordenar y de magnitudes a las que hay que medir).
Descartes distingue entre mathesis y matemática vulgar. La mathesis está relacionada con el hecho de que existen ciertas semillas en el espíritu humano y con la “luz de la mente” o luz natural que todos tenemos. La mathesis es considerada como saber fundamental, como ciencia general (mathesis universalis)
La mathesis universalis consiste en una deducción a partir de unos axiomas o principios evidentes. Esta forma de proceder es evidente porque parte de las naturalezas simples y sus relaciones y porque este proceder se realiza de acuerdo con la razón. Por ello, en el orden y en lo simple radica la importancia del método. Llamamos simples a aquellas cosas “cuyo conocimiento es tan claro y distinto que no pueden ser divididas por la mente en varias que sean conocidas más distintamente”. “Lo que más me satisfacía de este método era que con él estaba seguro de emplear mi razón en todo”. El método matemático remite, en último término, a la razón como fundamento del proceder metódico.
La mathesis universalis considerada como saber matemático no es el saber supremo ya que no muestra el porqué, y su proceder remite a la razón. A partir de la mathesis universalis, Descartes va a ocuparse de ciencias un poco más elevadas; vemos con ello que admite la existencia de un saber superior.
El método cartesiano intenta facilitar el desarrollo espontáneo y natural de la razón, pues Descartes cree que, cuando la mente humana está libre de desorden y estudios tradicionales, puede proceder espontáneamente; tal cosa ocurre con la aritmética y la geometría. Método viene a significar aquí el originario modo de proceder de la mente, por ello, el saber matemático y las reglas del método son la expresión de la razón.
El método no sólo se aplicará a la matemática, sino también a cualquier otro saber. Bastará cultivar los principios de la razón para que el método (como modo de proceder en su sentido interno y como conjunto de reglas) se pueda aplicar a todo saber. Se llegará así a la constitución de unscientia universalis; esta es “el saber que procede a partir de la razón… y que impone y determina de acuerdo con ésta las condiciones de todo conocimiento cierto, y un saber que con ello prefigurará el ámbito de lo cognoscible y los requisitos que ha de cumplir”.
El método, en el sentido interno que ahora estudiamos, se entiende como la actividad de la razón que determina las reglas a las que todo conocimiento ha de estar sometido. El método, en este sentido deja de incumbir a una parcela del saber y se convierte en objeto de consideración filosófica, “la validez del método así entendida remite a y depende de la vraie philosophie tal y como Descartes la entiende” (Discurso, II, p. 85)
La filosofía, como ya hemos visto, consiste en el estudio de la sabiduría: el conocimiento perfecto de lo que el hombre puede saber, para ello, el saber ha de partir de unos principios, los cuales son lo que son dependiendo de la forma en que se accede a ellos.
La comprobación de la primera verdad no necesita del método, pues es anterior a todas sus reglas, excepto a la primera. La primera verdad de la metafísica es anterior a todo el mundo, es la base común del método y de la metafísica
3. La duda como base del método
En las Mediaciones Metafísicas dice Descartes,
había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias… me bastará para rechazarlas todas (las opiniones) con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda… me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyan mis opiniones antiguas (primera meditación).
La gnoseología cartesiana es una gnoseología de certezas absolutas. Una certeza es absoluta cuando sobre ella no influye duda alguna, por ello, la duda tiene como principal misión obtener certezas evidentes
La diversidad de opiniones y costumbres racionales nos enseña que no hay un sistema absoluto de pensamiento, por ello, para buscar y fundamentar una filosofía primera, hemos de comenzar con la duda. Descartes distingue en la duda un problema teórico y un problema práctico. Desde el punto de vista práctico podemos, y a veces debemos, considerar lo probable como verdadero. Pero desde el punto de vista teórico (búsqueda de la verdad) jamás hemos de tener por verdadero nada que no sea evidente
La duda cartesiana será especulativa y metódica, y mientras dure ha de ser sincera, una duda igual a la duda escéptica excepto en su duración. Es una duda “hiperbólica”, pues “no ha puesto en duda nada, sino a fin de que resplandezca mejor la verdad”
Las características de la duda cartesiana son:
1. Universalidad. Hay que cuestionar absolutamente todos los conocimientos y creencias, tanto los que provienen de la ciencia como incluso de la lógica y la matemática. De esta duda sólo se salvan algunos principios mínimos de ética y aquellos esenciales en materia de religión.
2. Es exagerada o “hiperbólica”. El más famoso ejemplo de duda filosófica universal y radical, pero orientada a la búsqueda de la certeza, es la duda metódica de Descartes. Tal como aparece en el Discurso del método y en las Meditaciones, es una duda universal y radical, porque se extiende a todas las zonas y a toda afirmación sobre las cosas, hasta la sensatez de la propia razón, pero es metódica porque Descartes la inicia, no para permanecer en ella, sino para ver si alcanza alguna verdad. El resultado de esta duda es una verdad que otorga certeza absoluta, puesto que de ella es imposible dudar: la existencia de quien duda, conocida de forma inmediata.
3. Metódica. No puede, sin más, confundirse con la duda del escepticismo. Lo que precisamente se propone Descartes es, partiendo de la duda, superar ese escepticismo, hallando un principio “arquimédico” filosófico que no admita duda posible. Se trata, pues, de una duda estratégica, y si bien es hiperbólica, es también metódica, ya que se pretende buscar la certeza (de lo que, a priori, se cree que existe, aunque no está demostrado todavía).
4. Su intencionalidad no es de perdurabilidad. Si Descartes parte de la duda lo hace para superar el estado de duda. No es una apología de la duda como fin, sino como medio para un conocimiento cierto e indudable. Por tanto, una vez planteada la duda como método, y aunque dudemos prácticamente de todo, tras descubrir el primer principio evidente (el cogito), se hace necesario superarla. Descartes lo hace, además de apoyándose en este primer principio, postulando la existencia de un Dios bueno. A partir de aquí, se revisará lo antes tenido por dudoso, para comprobar, mediante el método, si todavía lo es o si ya tenemos constancia cierta, clara y distinta, de su certeza.
5. La duda proporciona evidencia de lo antes dudoso. Descartes creía, antes de la duda, en la existencia de Dios, en su bondad, en la fuerza demostrativa de la matemática, etc. Y todo eso, a priori, lo pone en duda, pone en entredicho su indubitabilidad o certeza. Y después de haber dudado de todo y de haber descubierto el primer principio indudable que es el quicio de su sistema filosófico, y de haber aplicado el método con sus partes, ¿descubre acaso algo que antes no supiera o creyera confusamente? En realidad, no. Lo que proporciona la duda y su método es una evidencia, diríamos, una “demostración” racional de su certeza, es decir, una evidencia de aquello sobre lo que antes no la teníamos. En este sentido, su método es bastante “conservador”, pues no descubre nuevas verdades, sino que sólo afianza lo que ya creía sin certeza indudable.
6. Es consecuencia de la primera regla del método. Esta primera regla sostiene que es necesario «no admitir jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo sea».
7. No se dirige a las creencias individuales y particulares, sino a su fundamento. Sería imposible ponerse manos a la obra de aplicar la duda a todas y cada una de las creencias que un hombre tiene, pues pueden ser miles y el proceso nunca acabaría en el “descanso” de la evidencia. A lo que se dirige la duda como método es, por tanto, a la fundamentación de las creencias y no ya a cada una de ellas. Ahora bien, si se encontrara una fundamentación de la irracionalidad de las creencias, todas ellas caerían en picado.
8. Tiene restricciones. No podemos demostrar una a una las opiniones que tenemos o que provienen de la cultura en la que el hombre está inserto irremediablemente. Por tanto, la duda se dirige hacia el conocimiento, pero no a la vida ética y práctica cotidiana, pues es inevitable que en la vida en sociedad sigamos creencias y opiniones que sólo alcanzan un valor de probabilidad, pero no de certeza completa.
El proceso de duda tiene dos funciones: 1) Función de desescombro: duda de todas las verdades tenidas como tales anteriormente. Esta duda está abocada a la certeza absoluta, es por ello, una duda transitoria 2) Camino de la certeza absoluta para lo cual, la duda también ha de ser absoluta, la duda no reconoce fronteras… basta que se pueda dudar de una verdad, para que, provisionalmente, se considere a tal verdad como falsa
Todo lo que hasta ahora ha admitido le ha sido dado por los sentidos, sin embargo, estos alguna vez nos han engañado, por lo tanto no debemos fiarnos de ellos. «He experimentado a veces que tales sentidos me engañan y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado alguna vez» (Meditaciones…, primera meditación).
Descartes piensa que el dudar de lo percibido como “estoy aquí ahora” puede ser síntoma de locura; sin embargo, llega a la conclusión de que no es así, pues:
1. La locura consiste en tomarse por algo que no se es, y la duda metódica no apunta a afirmar algo, sino a dejar de hacerlo.
2. Si pienso que he perdido el juicio es porque pienso que hay un juicio correcto, que hay un criterio de verdad que me trasciende. Un loco no admite que ha perdido el juicio.
3. Sólo podemos dudar de nuestra cordura si estamos cuerdos: la locura es incompatible con la aceptación de su posibilidad.
Por tanto, la duda no es síntoma de locura
Sin embargo, hay cosas de las que parece imposible dudar, como por ejemplo, que estoy aquí ahora, por ello, Descartes busca un nuevo nivel de duda para tales conocimientos sensibles. Aunque crea que ahora estoy aquí, ¿no podría ocurrir que realmente no esté?, pues cuando soñamos nos representamos las mismas cosas que cuando estamos despiertos. Se puede objetar que se percibe con más distinción estando despiertos que dormidos, pero para Descartes, «no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia» (loc. cit), «los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos, pueden también ocurrir cuando dormimos» (Discurso…, IV, p. 94). Pero si lo que acontece en sueños es igual a lo que acontece en la vigilia, los primeros han de tener una imagen en la segunda, es decir, ha de existir algo a lo que se refieren los sueños, las cosas que nos representamos en sueños son cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero.
Pero aunque esté soñando, o en caso de que las cosas que percibo sean ilusiones, siempre habrá cosas ‘más simples y universales’ que son verdaderas y existentes y de cuya mezcla están formadas todas las imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento. Entre tales cosas se encuentra la naturaleza corporal, la extensión, la figura, la magnitud y su número. La aritmética y la geometría tratan de cosas muy simples, ciertas e indudables, pues duerma o esté despierto, dos más dos siempre serán cuatro y el triángulo siempre tendrá tres lados. Sin embargo, como Descartes intenta ver lo que se oculta tras la ciencia (quiere llegar a aquello que subyace bajo ella), ésta también ha de ponerse en duda.
Para poner en duda la matemática ha de fingir un Dios perverso, un genio maligno que puede hacer que yo me equivoque cada vez que creo afirmar algo cierto. Es posible que este Dios sea suprema bondad y no permitiera que me engañe cada vez que conozco, pero «también parecería contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez, y eso último lo ha permitido, sin duda» (Meditaciones…, primera meditación). Habrá personas que no acepten este nivel de duda, ya que no admiten a Dios, de todas formas hemos de tener una causa, y cuanto menos poderosa sea más posibilidad tendré para engañarme. Por tanto, aunque neguemos a Dios, no podemos negar la duda universal.
Para que yo pueda dudar de las verdades matemáticas ha de ocurrir que tampoco pueda fiarme de mi propia conciencia lógica: la que hace matemáticas. Pero como mi evidencia es inseparable de esa conciencia, poner mi conciencia en duda significa que debo fingir (¿fingir?) que hay otra conciencia, de leyes distintas a las que rigen la mía, y en cuyas redes está la mía aprisionada.
Pero engañar sólo es posible si este genio maligno es, además de consciente, voluntario: si quiere engañarme. Este genio maligno tiene agarrado al hombre en las limitaciones de su conciencia, la conciencia de uno está envuelta por la del otro. Eso sería Dios o el “genio” respecto a nosotros. Fuera de nosotros hay leyes que ignoramos que van más allá de lo que yo puedo entender. Por eso, su deber es dudar de todo.
El Deus deceptor tiene doble función: una positiva, que veremos cuando se demuestre que Dios será el criterio de verdad de todo conocimiento objetivo. Su función negativa radica en que es un Dios omnipotente que puede hacer tambalear a la matemática y, por ello, hacer que nuestro conocimiento sea engañoso. Y es que el genio maligno tiene su papel más en el campo de la voluntad que en el del entendimiento… como la duda se ha de llevar más sobre los juicios que sobre las ideas, nada tiene de extraño que ya, a nivel de la duda, haya de prestarse atención a la voluntad.
A este nivel de duda, Descartes aún no sabe si hay Dios, sólosupone que un ser omnipotente podría engañarle. Así mi conciencia matemática (racional) queda presa de las redes de la otra. Sin embargo, yo puedo evitar que el genio me pueda engañar, pues podré suspender mi juiciocuando quiera, no afirmar ni negar la falsedad o verdad de las cosas: «permaneceré obstinadamente fijo en este pensamiento, y si, por dicho medio no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos estará en mi mano suspender el juicio» (Meditaciones…, primera meditación)
Sin embargo, por mucho que la razón nos diga que nada es seguro, tenemos que tener por verdaderas aquellas cosas que sólo son probables. Se encuentra así Descartes entre los saberes heredados que le mueven a afirmar, y la voluntad, que le mueve a negar: «cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir» (loc. cit). En la vida práctica se aceptan los conocimientos probables, pues en ella rige la segunda regla de la moral provisional expuesta en el Discurso del método: «ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera, y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas» (sacado de la nota 6 a la primera meditación)
La duda cartesiana es duda subjetiva, pues no versa sobre la objetividad de la verdad, sino sobre mi concepción de dicha verdad, es una duda contra la certeza. En esta primera meditación no se discute sobre la objetividad de la verdad, sino sobre mi persuasión respecto de dicha objetividad.
La duda se pone en práctica en el terreno teórico, pero nunca en el práctico, «esta duda no debe aplicarse a la conducta de la vida… debe quedar restringida sólo a la contemplación de la verdad» (Principios…, I,3). En la vida práctica han de aceptarse como seguras todas las opiniones que sirvan para que el hombre viva bien, «ser lo más resuelto y firme que pudiese en mis acciones y seguir con tanta constancia en las opiniones más dudosas, una vez resuelto a ello, como si fueran muy seguras» (Discurso…, III, p. 88). Así, esta regla moral se refiere a la conducta, no al conocimiento, y, aunque podamos suspender el juicio, no podemos dejar de actuar, pues la abstención es una forma de comportamiento. Al estar obligados a actuar, hemos de escoger lo que nos parezca mejor, y, una vez decidido, considerarlo como algo seguro. Así, en el orden práctico, las opiniones probables llegarán a ser provisionalmente ciertas y evidentes.
4. La primera certeza. Cogito, ergo sum
El resultado de la primera meditación se nos presenta como negativo: en ella se han destruido todas las certezas en las que habíamos creído anteriormente. Pero a partir de esta duda va a brotar la certeza. Se busca la primera certeza subjetiva que nos saque de la duda total y absoluta en la que nos ha dejado el “genio maligno”
El “genio maligno” puede hacerlo todo, pero no puede hacer que yo me engañe mientras pienso que me engaño. Si yo no existiera (como pensamiento) no podría siquiera dudar; el genio no puede hacer que yo no sea nada. La primera verdad a la que llegamos es la certeza de mi existencia como cosa pensante. Esta es la primera evidencia intuitiva: «si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy… (si el genio maligno) me engaña, es porque yo soy, y engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo estoy pensando que soy algo» (Meditaciones…, segunda meditación). Así pues, la certeza del yo pensante es la certeza más simple, y por ser así su posesión es previa a la posesión subjetiva de cualquier otra certeza, lo cual no quiere decir que tal certeza es el primer conocimiento sin más.
Por tanto, si dudo (y dudar es función del pensar) es que existo. Pensar es todo aquello de lo que somos conscientes que ocurre en nosotros, por esto, formula su principio como cogito, ergo sum: intuyouna conexión necesaria entre mi pensar y mi existir, pero un existir como algo pensante. «Yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu» (Meditaciones…, segunda meditación). Cogito, ergo sum expresa una sola aserción: sum cogitans, que indica la presencia de algo como pensamiento. Así, cogito,ergo sum es una expresión redundante, pues es suficiente para expresarla con aseverar el cogito. En el plano psicológico, Descartes quiere destacar que el primer conocimiento verdadero es un juicio de existencia (del ser pensante). El ergo sum pone de relieve la importancia de lo afirmado por el cogito. El primer conocimiento destaca la existencia de algo ente, y cogito destaca ese juicio de existencia. Cogito significa que tengo conciencia. El pensamiento implica un sujeto pensante y porque veo eso así, veo que existo. El punto de partida del conocimiento será mi ser real, mi pensamiento.
Cogito, ergo sum significa que tengo conciencia de mi pensamiento, por lo tanto, pensamiento y existencia se perciben en una misma intuición. Decir que tengo conciencia es decir que existo, pues la existencia claramente pensada y la existencia real se corresponden. Así, ergo sum significa la existencia real que el pensamiento percibe intuitivamente.
Pero ya a algún contemporáneo de Descartes esta relación entre el cogito y la regla de la evidencia había parecido problemática. Si el principio del cogito se acepta porque es evidente, la regla de la evidencia es anterior al mismo cogito como fundamento de su validez: y la pretensión de justificarla en virtud del cogito es ilusoria. Pero, ¿el cogito y la evidencia son verdaderamente dos principios diversos entre los cuales sea menester establecer la prioridad? ¿Es el cogito sólo una entre las muchas evidencias que la regla de la evidencia garantiza como verdadera? En realidad, el cogito no es una evidencia, sino más bien la evidencia en su fundamento metafísico: es la evidencia que la existencia del sujeto que piensa tiene por sí misma, o sea, la transparencia absoluta que la existencia humana, como espíritu y razón, posee confrontada consigo misma. La evidencia del cogito es una relación intrínseca al yo y por la cual el yo se une inmediatamente con su propia existencia. Esta relación no recibe su valor de ninguna regla, sino que tiene sólo en sí misma el principio y la garantía de su certeza. La regla de la evidencia halla en esta relación su última raíz y su justificación absoluta: se convierte así verdaderamente en universal y es susceptible de aplicación en todos los casos.
La palabra principio se puede tomar en diversos sentidos: una cosa es buscar una noción común que sea tan clara y general que pueda servir como principio para probar la existencia de todos los seres, los entia que se conocerán después; y otra cosa es buscar un ser, cuya existencia nos sea más conocida que la de los otros, de manera que nos pueda servir como principio para conocerlos (Carta a Clercelier, junio-julio 1646, Oeuvres, IV, 443).
Descartes ha afirmado el carácter inmediato e intuitivo del cogito. La identidad entre la evidencia (en su principio) y el cogito establece también la identidad entre el cogito y la intuición, que es el acto de la evidencia. Si la intuición es el acto con el cual la mente llega a ser transparente a sí misma, la intuición primera y fundamental es aquella con la cual llega a ser transparente a sí misma la existencia de la mente, esto es, del sujeto que piensa. El cogito, como evidencia existencial originaria, es la intuición existencial originaria del sujeto que piensa.
Cogito, ergo sum no es un silogismo, sino que se va desde la captación intuitiva y experimental del cogito ergo sum a la formulación de la premisa mayor: todo el que piensa existe, pensar es inseparable del ser.
Yo soy una cosa cuya esencia es pensar, pero ¿cómo define Descartes el pensamiento? Una cosa que piensa es «una cosa que duda, entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente» (Descartes: op. cit., segunda meditación). Así, estoy pensando cuando tengo conciencia de todos estos actos, todos los actos conscientes en cuanto tengo conciencia de ellos se convierten en cogitationes. Por ello, el cogito no abarca sólo los actos de conocimiento, sino también los actos de voluntad. Para que un acto sea pensamiento hemos de tener conciencia inmediata de él. El cogito es la toma de conciencia de la duda misma, mis actos de dudar ponen en evidencia que hay un sujeto pensante. Por el cogito vemos que la duda desemboca en una certeza: la realidad del pensamiento. Por eso, el cogito es, al mismo tiempo, el primer momento de evidencia del pensamiento –la evidencia de sí mismo–, y la destrucción radical de la duda misma por lo que ella no puede menos de poner en evidencia: el hecho del pensamiento.
El cogito ergo sum, sin embargo, es una verdad temporal, sólo sé que existo mientras pienso o digo algo. Pudiera ocurrir que al dejar de pensar dejásemos de existir, pues el ser que el cogitoestablece es el de nuestro pensamiento: «yo soy, yo existo, eso es cierto, pero ¿cuanto tiempo?. Todo el tiempo que estoy pensando pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir» (Meditaciones…, segunda meditación). La existencia es, en tanto pensamiento, independiente de todo.
El yo es una substancia cuya esencia es pensar, es unares cogitans, éste es el único conocimiento válido. El auténtico conocimiento se consigue mediante el entendimiento, no mediante los sentidos o la imaginación. Una sustancia es un objeto cuyos atributos no dependen de otro objeto, «conocí, por ello, que yo era una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar y que no necesita para ser de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material» (Discurso…, III, p. 94). Esencia es aquello que hace que una cosa sea lo que es
Además de tener conciencia de que soy una res cognitans, también tengo conciencia de ser el sujeto al que se atribuyen todos mis hechos de conciencia: soy un alma o un yo. El sujeto es espíritu
Con el Cogito no se trata sólo de hallar una proposición apodíctica que sirva de firme roca al edificio de la filosofía, sino también de probar la distinción real entre el alma y el cuerpo. Según Merleau-Ponty, dentro de esta concepción pueden acentuarse tres aspectos:
1. El Cogito equivale a decir que cuando me aprehendo a mí mismo me limito a observar un hecho psíquico. Esta significación predominantemente psicológica es la que aparece en el propio Descartes al decir éste que está cierto de existir todo el tiempo que piensa en ello.
2. El Cogito puede referirse tanto a la aprehensión del hecho de que pienso como a los objetos abarcados por este pensamiento. En tal caso el Cogito no es más cierto que el cogitum. Esta significación aparece en Descartes cuando considera en las Regulae el se esse como una de las verdades evidentes simples.
3. El Cogito puede entenderse como el acto de dudar por el cual se ponen en duda todos los contenidos, actuales y posibles, de mi experiencia, excluyéndose de la duda al propio Cogito. Es la significación que tiene el Cogito como principio de la “reconstrucción” del mundo.
5. La existencia de Dios
La duda es un acto de la voluntad, por el que retiramos todos los juicios de existencia que habíamos emitido espontáneamente sobre las cosas. Ese acto no altera las ideas por las que nos representamos esas cosas; han cambiado las creencias, pero no las nociones; la duda sirve para acostumbrarnos, no a no sentir, ni percibir, ni unir ideas, sino a no creer que los objetos de esas sensaciones, de esas percepciones, de esas uniones, existen.
El uso del término idea para indicar cualquier objeto del pensamiento en general es una novedad terminológica de Descartes. Según los escolásticos, idea era la esencia o el arquetipo de las cosas subsistente en la mente de Dios. Descartes define la idea como «la forma de un pensamiento, por la inmediata percepción de la cual soy consciente de ese pensamiento». La idea expresa el carácter fundamental del pensamiento por el cual el pensamiento tiene conciencia de sí mismo de una manera inmediata. Toda idea posee en primer lugar una realidad como acto de pensamiento, y esta realidad es puramente subjetiva o mental. Pero, en segundo lugar, tiene también una realidad que Descartes llama escolásticamente objetiva, en cuanto representaun objeto: en este sentido las ideas son “cuadros” o “imágenes” de las cosas. El cogito me da la seguridad de que las ideas existen en mi pensamiento como actos del mismo. Pero no me da la seguridad del valor real de su contenido objetivo, no me dice si los objetos que representan las ideas subsisten o no en la realidad. Descartes divide en tras categorías todas las ideas: las que me parecen haber nacido en mí (innatas); las que me parecen extrañas o que me llegan de fuera (adventicias), y las formadas o halladas por mí mismo (facticias). Pertenece a la primera clase, la capacidad de pensar y de comprender las esencias verdaderas, inmutables y eternas de las cosas; a la segunda, las ideas de las cosas naturales; a la tercera, las ideas de las cosas quiméricas o inventadas. Entre todas estas ideas no hay ninguna diferencia si se consideran desde el punto de vista de su realidad subjetiva, esto es, como actos mentales; pero si se consideran desde el punto de vista de su realidad objetiva, o sea, de las cosas que representan o de que son imágenes, son muy diferentes unas de otras.
Nuestras ideas siguen siendo, sin embargo, representaciones o imágenes de las cosas; tienen una “realidad objetiva” que es el ser de la cosa representada, en tanto que ese ser está en el espíritu. Ahora bien, hay, por una parte, ideas que representan “verdaderas e inmutables naturalezas”, como las que utilizan los geómetras, la del triángulo, por ejemplo, o la de la extensión; y, por otra parte, ideas como las de calor y frío, de las que no se puede decir si representan una naturaleza positiva o una privación.
Hemos descubierto, pues, entre nuestras ideas, una diferencia de valor que es decisiva y no admite la “suspensión” de los escépticos. Observemos que las ideas del segundo tipo son aquellas que, antes de la duda, nos imponían, en cierto modo, por su fuerza y su vivacidad, la creencia en su existencia; ahora bien, son precisamente estas ideas (la de calor y frío, por ejemplo), las que Descartes excluirá sin contemplaciones de su física; y solo admitirá como ideas con derecho a existir las del primer tipo.
El innatismo de Descartes quiere decir que hay ideas con las que el intelecto empieza a pensar sacándolas de sí mismo; afirma la independencia e interioridad de la serie de pensamientos metódicamente encadenados frente a la serie arbitraria de impresiones de los sentidos y de la imaginación. La innatividad de las ideas consiste en la disposición y en la vocación que tiene el entendimiento para pensarlas; las ideas son innatas en nosotros, de la misma manera que en ciertas familias son hereditarias la gota y los cálculos. Igual que la reminiscencia platónica, el innatismo significa la independencia del intelecto en sus investigaciones.
¿Cuáles son esas naturalezas verdaderas e inmutables cuya realidad objetiva está en el espíritu?: los objetos de conocimiento muy fácil, hasta común y vulgar, como los de número, pensamiento, movimiento, extensión. La consideración de esa realidad objetiva lleva a Descartes a la existencia de Dios. Por lo que se refiere a sus objetos, las ideas no son todas iguales, sino que hay más perfección en unas que en otras; por ejemplo, en la idea de un ángel hay más perfección que en la de un hombre. Es difícil saber cómo pueden ser comparables las ideas desde este punto de vista. Lo importante para Descartes es que esa comparación supone, en todo caso, la idea del ser absolutamente perfecto, que es como el término al que se refieren todas nuestras comparaciones. Esa “verdadera idea” estaba secretamente presente desde el comienzo de la meditación metafísica: “Porque ¿cómo podría conocer yo que dudo y que deseo, es decir, que me falta algo y que no soy completamente perfecto, si no tuviese en mí ninguna idea de un ser más perfecto que yo, en comparación con el cual puedo conocer los defectos de mi naturaleza?”. Así, la idea de perfecto y de infinito no es sólo una “idea muy clara y muy distinta”, puesto que contiene más realidad objetiva que ninguna otra, sino que es la primera y más clara de todas, en relación con la cual concibo los seres finitos y limitados. De ella no puede decirse, con los teólogos de la segunda y cuarta objeciones, que sea fabricada por el espíritu que arbitrariamente aumenta y reúne en un ser ficticio las perfecciones de las que tiene idea.
De ahí un primer argumento para probar la existencia de Dios. Se basa en la siguiente formulación del principio de causalidad: “Hay, al menos, tanta realidad en la causa como en el efecto”. Es fácil reconocer la vieja máxima aristotélica: “Un ser en potencia no puede pasar al acto si no es por influjo de otro ser en acto”. Un efecto no puede tener otra perfección que la que le da su causa: esta fórmula sólo puede tener sentido aceptable si concebimos la causa como un ser en acto y el efecto como algo que reside en un ser en potencia que recibe ese influjo (el bronce, por sí mismo, no puede convertirse en estatua). Descartes aplica este principio a las ideas de nuestro pensamiento, considerándolas como efectos: “Hay, al menos, tanta realidad formal en la causa de una idea, como realidad objetiva hay en esa misma idea”. Para saber si nuestras ideas representan y exigen una realidad “formal” diferente de nuestro pensamiento, es decir, la existencia de un ser fuera de nuestro pensamiento, basta con analizar si tenemos suficiente realidad o perfección para ser los autores de esas ideas. Y está claro que, como somos seres imperfectos, no podemos ser, por tanto, los autores de la idea del ser perfecto; sólo el ser perfecto tiene realidad suficiente para producirla en nosotros; es, pues, necesario que exista, con las infinitas perfecciones de las que tenemos idea.
Por “Dios” entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de sustancia en virtud de ser yo una sustancia, no podría tener la idea de una sustancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una sustancia que verdaderamente fuese infinita. Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al con trario, veo manifiestamente que hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza? Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de claro y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad. Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío. Esa idea es también muy clara y distinta, puesto que contiene en sí todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna perfección. Y esto no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas (tercera meditación)
Soy un ser imperfecto y tengo la idea de un ser perfecto; de ahí se deduce que no puedo concebirme como autor de mi ser; porque si tuviese el poder de crearme, tendría a fortiori el de dotarme de todas las perfecciones de las que tengo idea; por la misma razón puedo eliminar las causas que fuesen menos perfectas que Dios (puesto que hubieran debido darse todas las perfecciones), e incluso a mis padres, que sólo son causa de mi cuerpo; de todo esto resulta que he sido creado por el ser perfecto.
Lo que constituye la radical originalidad de Descartes es lo siguiente: solamente podemos establecer la existencia de aquellas cosas de las que tenemos una idea clara y distinta, por ejemplo, el pensamiento o el ser perfecto.
La duda hiperbólica presentaba al genio maligno como un ser capaz de introducir el error incluso en nuestro pensamiento claro y distinto; eso equivalía a decir que el pensamiento no estaba, de ningún modo, en sí. Ahora bien, la demostración de la existencia de Dios viene a destruir la fuerza de esa duda; el conocimiento de esa verdadera naturaleza que es la idea del ser perfecto nos muestra que el genio maligno era una quimera de nuestra imaginación, porque si un ser es omnipotente, posee al mismo tiempo todas las demás perfecciones y no podría ser maligno ni engañoso. La existencia de ese ser bueno es para nosotros una garantía de que no podemos engañarnos en las cosas que hemos percibido alguna vez clara y distintamente. Si “un ateo no puede ser geómetra”, es porque no tiene esa garantía de certeza. Si cometemos errores, no es por una falta del entendimiento, sino de la voluntad. Nuestro entendimiento es finito, es decir, que tiene ideas oscuras y confusas junto a ideas claras y distintas. Nuestra voluntad es infinita, es decir, que tenemos entera libertad para adherirnos o no a la cadena de ideas que nos presenta el entendimiento.
Para Descartes el conocimiento intelectual no es en ningún grado una participación cualquiera en el entendimiento divino; para él, las esencias que son objeto del entendimiento humano son criaturas de Dios. De ahí se deduce que Dios es garante de nuestros conocimientos, no por un atributo que se refiera a su entendimiento, sino por atributos que se refieren a su poder creador, la omnipotencia y la bondad. La vocación del entendimiento humano no es, pues, consumar en la vida eterna la visión de las esencias; el conocimiento claro y distinto, que era un punto de llegada y un objetivo cuando las esencias eran tomadas como reflejos de las del entendimiento divino, es ahora un punto de partida para el espíritu que busca sus combinaciones y sus efectos.
Descartes, que había vinculado nuestra ciencia con Dios, hasta el extremo de decir que un ateo no podía ser geómetra, la separó simultánea y radicalmente de cualquier visión teológica, situándola íntegramente en el plano del entendimiento humano, cuya certeza está garantizada por Dios.
Pero Descartes, ¿podía salir así de su duda? Muchos contemporáneos lo negaban, viendo en él un circulo vicioso; porque no se puede demostrar la existencia de Dios sino confiando en la evidencia de las ideas claras y distintas; y no es posible confiar en esta evidencia sino cuando ha sido demostrada la existencia de Dios. Descartes decía, respondiendo a la objeción, que hay dos especies de certeza, la de los axiomas que son conocidos por mera visión y de los que no es posible dudar, y la de la ciencia, que consiste en unas conclusiones que dependen de razonamientos muy largos. En tales razonamientos podemos captar sucesivamente cada una de las proposiciones que los componen y su vinculación con la precedente; pero, al llegar a la conclusión, recordamos que percibimos las primeras proposiciones con evidencia, pero que ya no las percibimos así. Pues bien, la garantía divina es inútil para los axiomas y necesaria sólo para la existencia.
Por lo que se refiere a las pruebas de la existencia de Dios, Descartes creía haber hallado una tan evidente como un axioma. Es la llamada prueba ontológica, expuesta como primera en el Discurso y como última en las Meditaciones. La existencia de Dios es deducida de su noción misma, de la misma manera que las propiedades de un triángulo están sacadas de la definición de esa figura. Efectivamente, en cuanto se comprende que Dios es el ser que posee todas las perfecciones, puesto que la existencia es una perfección, se ve que Dios posee la existencia. La existencia es una perfección: implica, en efecto, una potencia positiva que pertenece, o bien a la cosa misma que existe, o bien a la que le ha conferido la existencia. Pero Dios, en su idea, se nos muestra como una potencia infinita; decir que no existe equivaldría a decir que había en él alguna potencia no realizada, o sea, que no era absolutamente perfecto; lo cual es contradictorio. A este respecto, Dios es causa de sí, potencia que produce su propia existencia. Y a esta prueba se refiere Descartes cuando dice que no cree “que el espíritu humano pueda conocer nada con más evidencia y certeza”.
Pues bien, si del hecho de poder yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo cuanto percibo clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo extraer de ahí un argumento que pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí su idea –es decir, la idea de un ser sumamente perfecto–, no menos que hallo la de cualquier figura o número; y no conozco con menor claridad y distinción que pertenece a su naturaleza una existencia eterna, de cómo conozco que todo lo que puedo demostrar de alguna figura o número pertenece verdaderamente a la naturaleza de éstos. Y, por tanto, aunque nada de lo que he concluido en las meditaciones precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia de Dios por algo tan cierto, como hasta aquí he considerado las verdades de la matemática, que no atañen sino a números y figuras; aunque, en verdad, ello no parezca al principio del todo patente, presentando más bien una apariencia de sofisma. Pues teniendo por costumbre, en todas las demás cosas, distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia de Dios puede separarse de su esencia, y que, de este modo, puede concebirse a Dios como no existiendo actualmente. Pero, sin embargo, pensando en ello con más atención, hallo que la existencia y la esencia de Dios son tan separables como la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios al que le falte la existencia, de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte un valle.
Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios sin existencia, como tampoco una montaña sin valle, con todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue que hay montaña alguna en el mundo, parece asimismo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue que haya Dios que exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente.
Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues del hecho de no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo montaña ni valle alguno, sino sólo que la montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno de otro; mientras que, del hecho de no poder concebir a Dios sin la existencia, se sigue que la existencia es inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y no se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, al contrario, es la necesidad de la cosa misma –a ssaber, de la existencia de Dios– la que determina a mi pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas.
Y tampoco puede objetarse que no hay más remedio que declarar que existe Dios tras haber supuesto que posee todas las perfecciones, siendo una de ellas la existencia, pero que esa suposición primera no era necesaria; como no es necesario pensar que todas las figuras de cuatro lados puedan inscribirse en el círculo, pero, si yo supongo que sí, no tendré más remedio que decir que el rombo puede inscribirse en el círculo, y así me veré obligado a declarar una cosa falsa. Digo que esto no puede alegarse como objeción, pues, aunque desde luego no es necesario que yo llegue a tener alguna vez en mi pensamiento la idea de Dios, sin embargo, si efectivamente ocurre que dé en pesar en un ser primero y supremos, y en sacar su idea, por así decirlo, del tesoro de mi espíritu, entonces sí es necesario que le atribuya toda suerte de perfecciones, aunque no las enumere todas ni preste mi atención a cada una de ellas en particular. Y esta necesidad basta para hacerme concluir (luego de haber reconocido que la existencia es una perfección) que ese ser primero y supremo existe verdaderamente; de aquel modo, tampoco es necesario que yo imagine alguna vez un triángulo, pero, cuantasveces considere una figura rectilínea como compuesta sólo de tres ángulos, sí será absolutamente necesario que le atribuya todo aquello de lo que se infiere que sus tres ángulos valen dos rectos, y esta atribución será implícitamente necesaria, aunque explícitamente no me dé cuenta de ella en el momento de considerar el triángulo. Pero cuando examino cuáles son las figuras que pueden inscribirse en un círculo, no es necesario en modo alguno pensar que todas las de cuatro lados son capaces de ello; por el contrario, ni siquiera podré suponer fingidamente que así ocurra, mientras no quiera admitir en mi pensamiento nada que no entienda con claridad y distinción. Y, por consiguiente, hay gran diferencia entre las suposiciones falsas, como lo es ésta, y las ideas verdaderas nacidas conmigo, de las cuales es la de Dios la primera y principal (meditación quinta)
Una vez reconocida la existencia de Dios, el criterio de la evidencia encuentra su última garantía. Dios, por su perfección, no puede engañarme. Esta consideración quita toda posibilidad de duda sobre todos los conocimientos que se presentan al hombre como evidentes. La posibilidad de la duda permanece, en cambio, en el ateo; ya que cuanto menos poderoso sea aquel que reconozca como autor de su ser, tanto más podrá dudar de si su naturaleza no será tan imperfecta que le engañe incluso en las cosas que parecen más evidentes. El ateo no podrá, pues, alcanzar la ciencia, esto es, el conocimiento cierto y seguro, si no reconoce que ha sido creado por un verdadero Dios, principio de toda verdad, que no puede ser un engañador. De este modo, la primera y más fundamental función que Descartes reconoce en dios es la de ser el principio y garantía de toda verdad. Las llamadas verdades eternas que expresan la esencia inmutable de las cosas, no son de ninguna manera independientes de la voluntad de Dios: Dios ha creado estas verdades eternas como ha creado todas las criaturas. Dice Descartes:
Preguntáis qué ha necesitado Dios para crear estas verdades, y yo os digo que Él ha sido libre para hacer que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro a la circunferencia fueran iguales, lo mismo que fue libre para no crear el mundo. Y es cierto que estas verdades no están unidas a su esencia más necesariamente que las otras criaturas (Lettres à Mersenne de 27 de mayo de 1630).
Las verdades eternas podrían ser independientes de Dios sólo si fueran necesarias para él mismo; y podrían ser tales para él sólo si formaran parte de la necesidad de su naturaleza. Pero en tal caso, la razón que en las mismas se manifiesta sería la misma razón divina; y la razón humana y la divina coincidirían. Pero Descartes afirma que la razón es una facultad específicamente humana; ve con Dios más bien una potencia inagotable, es decir, una infinidad de potencia más que una infinidad de entendimiento; en consecuencia, le reconoce la más amplia facultad de arbitrio, pero al mismo tiempo adjudica sólo al hombre la responsabilidad y la guía de la razón.
6. Teoría de la verdad y del error
Una vez demostrada la existencia de Dios, el cual es garantía de mi conocimiento, y del cual todo me viene, y una vez sentado que Dios no puede engañarme porque es perfecto, Descartes concluye que Dios no hace que yo yerre siempre que utilice el método, “la voluntad de engañar surge siempre sólo de la malicia o del método, o de la debilidad y… nunca puede ser atribuida a Dios”. Pero yo me equivoco, ¿quien es la causa de mis errores? Si Dios no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Pero yo soy un ser imperfecto, finito, que participa del no-ser, de la nada: por un lado he sido creado por Dios, y no estoy sujeto a error, pero al participar del no-ser yerro frecuentemente; “y advierto que soy un término medio entre Dios y la nada… en cuanto el supremo me ha creado, nada hallo en mí que pueda llevarme a error, pero, si me considero partícipe de la nada… me veo expuesto a muchísimos defectos” (Descartes: Meditaciones…, cuarta meditación).
El error es, como decía S. Agustín, una privación o un defecto: el poder que Dios me ha dado para distinguir la verdad de la falsedad no es en mí infinito. Pero el error no es sólo una negación, sino la falta de un conocimiento que debería tener. Dios podría habernos hecho de tal manera que no errásemos, pero al ser limitado, no podemos conocer el por qué de esta decisión divina. Así, quizá sea mejor que erremos alguna vez que no erremos nunca. Esta es una respuesta que Descartes da al error como privación, no cómo negación. Los errores pueden provenir de dos fuentes: 1) del entendimiento o facultad de las cosas y 2) de la voluntad. En el entendimiento o en el juicio no habrá error si sólo se limita a afirmar o negar la presencia en mí de una determinada idea. Tampoco nos equivocamos cuando tratamos con ideas claras y distintas. El error provendrá cuando el juicio afirme o niegue la correspondencia de las ideas con los objetos que representan. El juicio es una operación del entendimiento y de la voluntad, pero ésta prima sobre aquel.El error proviene de la voluntad.
En cuanto soy libre para elegir, en cuanto tengo una voluntad, soy semejante a Dios. La voluntad de Dios, debido al conocimiento y poder que van con ella y a que se extiende a todo objeto, tiene muchísimo más alcance que la mía, pero formalmente, en sí misma, mi voluntad se puede equiparar a la de Dios, pues consiste, desde este punto de vista en el hecho de poder hacer o no una cosa, sin sentirnos coaccionados por nada exterior. La libertad es espontánea, es el hecho de afirmar o negar algo voluntariamente y cuanta más inclinación se sienta hacia uno de entre dos contrarios, tanto más libremente lo elijo.
La voluntad se caracteriza por ir más allá de los límites del entendimiento (los límites de mis ideas). Este pone dos límites a la voluntad: 1) el que determina el ámbito de las ideas claras y distintas; 2) el que corresponde a las ideas que no son evidentes.
El error proviene de que “siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites de éste, sino que la extiendo también a cosas que no entiendo, y, siendo diferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero” (Descartes: Meditaciones…, cuarta meditación, p. 49)
Los límites del conocimiento se encuentran en el proceder matemático-deductivo. Para evitar el error en las cosas no evidentes hemos de abstenernos de juzgar de forma que si hago un juicio verdadero de éstas cosas no evidentes, sólo habrá sido el azar el que me haya llevado a tal conclusión. Y, a pesar de todo, estoy haciendo mal uso de mi libertad, pues sé por luz natural que he de conocer una cosa antes de juzgarla
Nuestro entendimiento también es imperfecto, pues es limitado y finito. Dios nos ha dado todo lo que podría darnos, no ha querido que conozcamos con perfección absoluta: su voluntad limita nuestra conciencia que está sujeta a error. Así, en cuanto conciencia, “Dios no nos envuelve: lo que conocemos clara y distintamente está bien conocido. Pero en cuanto nos envuelve, no es porque sea otra conciencia, provista de otras leyes, sino porque es voluntad omnipotente, que desborda nuestra condición finita… la voluntad de Dios… pone límites a nuestras posibilidades de representación racional”
El racionalismo del hombre tiene su techo en la voluntad de Dios que, al tiempo, lo limita y lo confirma. Lo limita porque Dios no me ha hecho perfecto (no puedo conocer todo), lo confirma porque me garantiza que lo que conozco lo conozco bien. Así, “Dios es garantía del conocimiento, aún reconociendo que no ha querido que siempre conozca”
Se podría decir que el Dios de la Meditaciones es una palabra que sintetiza un conjunto de problemas filosóficos (condiciones y límites del conocimiento racional), es el orden racional del mundo, una abstracta voluntad que limita mi conocimiento. Es un Dios filosófico más que religioso.
Como resumen de la teoría gnoseológica de Descartes podemos decir que:
· Reduce todo problema filosófico a un problema de conocimiento.
· El valor del conocimiento viene dado por el conocimiento mismo: no se trata de averiguar cómo se produce el acto de conocimiento, sino de analizar su proceso
· La objetividad está en las ideas
· Gran importancia del sujeto en el conocer
· El concepto de criterio adquiere gran importancia, pues el problema de la filosofía cartesiana no es la verdad, sino mi certeza de la verdad.
7. Idea de la Extensión
Descartes analiza los resultados que puede obtener de su primer principio indubitable. Y en ese análisis observa que
el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo (Discurso, 4ª parte)
Hay que volverse, por ello, hacia
las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor distinción: a saber, los cuerpos que tocamos y vemos, pero al cuerpo particular y concreto (Meditaciones, II)
En ese análisis la noción del cuerpo sólo parece proceder de la imaginación o de los sentidos. El ejemplo cartesiano es un trozo de cera recién sacado de un panal. El trozo de cera, mientras se analiza, cambia de tamaño, forma, olor … Pero la cera sigue siendo la misma. Luego la noción de cuerpo no puede proceder de los sentidos. Tampoco de la imaginación, puesto que la puedo considerar capaz de sufrir una infinidad de cambios «y esa infinidad no podría ser recorrida por mi imaginación» (ibid.). Hay que descartar la imaginación y los sentidos «dado que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento» (ibid.).
¿Qué es lo que concibe el entendimiento como esencial al cuerpo?: la extensión, que es flexible y cambiante. Lo corpóreo queda reducido a la magnitud espacial, a extensión cuantificable; es decir, todo cuerpo no es otra cosa que una extensión en longitud, anchura, profundidad que puede adoptar distintas formas o figuras y que puede moverse. Extensión con figura y movimiento. Bien entendido que estas notas lo son de la idea de cuerpo, es decir, de lo que concibe el entendimiento que piensa. Y es, por tal concepción, una idea clara y distinta.
La existencia de Dios se convierte en garantía de la adquisición de toda ciencia perfecta, ya que es garantía de que los cuerpos existen. Gracias a la existencia divina, existe la naturaleza corpórea y no sóloen cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo. Al ser Dios infinitamente perfecto y bueno, no puede permitir que me engañe cuando poseo la idea clara y distinta de extensión y, a la vez, la convicción de que existen cuerpos. Esta convicción parece proceder de fuera de mí, y sería un engaño que proviniera de cosas que no fueran cuerpos. Luego el mundo existe.
8. Los ámbitos de la realidad o de las sustancias
Aplicar la duda hiperbólica con método y usando la regla de la claridad y distinción, ha conducido a Descartes a la intuición de tres ideas: Dios, el alma, la extensión. De la idea de Dios ha obtenido su existencia. La existencia de Dios garantiza que el alma y el mundo existen. Lo que ha obtenido Descartes es que la realidad puede ser escindida en tres ámbitos: divino, humano, corporal. Estos tres ámbitos son distintos y podrá adquirirse un conocimiento cierto de las realidades que subtienden. Esas tres realidades deben ser caracterizadas con algún término, señalar cuáles son sus notas esenciales y cuáles aquellas que se les pueden atribuir de una u otra manera. Y, en este punto, Descartes observa que se le ha colado, de rondón, la nota ontológica de sustancia.
Sustancia es «aquello que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir» (Principios, 1ª parte, 51). En rigor esta definición obliga a que sólo exista una sustancia: Dios. Pero, por analogía, cabe decirlo de lo creado, de aquello que, para existir, no necesita de ora cosa creada. De esta forma, sustancia se convierte en el sujeto inmediato de cualquier posible atributo, y toda sustancia se caracterizará por un atributo que la defina y que se encuentre implícito en todo lo que de ella se diga.
Atributo es aquello por lo cual una sustancia se distingue de otras y es pensada en sí misma, y atributos esenciales son aquellos que constituyen su naturaleza y esencia, de la cual dependen los demás atributos. Los esenciales son inmutables e inseparables de las sustancias de las que son atributos. Únicamente pueden distinguirse entre sí con distinción de razón.
Junto a los atributos esenciales existen modificaciones de los mismos y que, al afectarlos, afectan también a la sustancia. Son los modos. Estos son accidentales, mudables …
Por el método se han obtenido tres sustancias, tantas cuantas ideas claras y distintas puede concebir la mente:
· Sustancia en sentido estricto: Dios. Atributo esencial: perfección. Y dirá Descartes: Bajo el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente.
· Una sustancia creada, que piensa, pero que no es independiente, ni perfecta, ni infinita: el alma.
· Una sustancia creada, que no piensa ni es independiente, ni perfecta, ni infinita: la extensión.
Dios es res cogitans infinita. En él coinciden entendimiento y voluntad por lo que no hay distinción entre el conocimiento y la libre decisión de lo que es. Lo que decide, lo es absolutamente. La voluntad de Dios es necesidad, porque así lo ha querido. Y ha querido crear el alma y el mundo.
Las dos realidades creadas, extensión y alma, son res extensa y res cogitans. De ellas pueden predicarse muchas modalidades. El alma presenta como modos reales del pensamiento, el entendimiento, la memoria, imaginación, sentidos, voluntad … La extensión sólo tiene dos modos reales: la figura y el movimiento.
9. La concepción del mundo
La regla de la evidencia permite eliminar la duda que se había aplicado en principio a la realidad de las cosas materiales. Yo no puedo dudar que hay en mí una cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles. Pero esta facultad me sería inútil si no hubiese en mí o en otros una facultad activa capaz de formar o producir las ideas mismas. Ahora bien, esta facultad activa no puede existir en mí, porque yo soy solamente una sustancia pensante, y aquélla no presupone para nada mi pensamiento, ya que las ideas que ella produce se me representan frecuentemente sin que yo contribuya a ello, e incluso contra mi voluntad. Es menester, pues, que pertenezca a una sustancia distinta; la cual no puede ser más que un cuerpo, es decir, una naturaleza corporal en la cual esté contenido realmente lo que en las ideas está contenido representativamente o bien Dios mismo o, en fin, alguna otra criatura más noble que el cuerpo. Pero es evidente que Dios no me envía estas ideas inmediatamente, ni siquiera por medio de alguna criatura que no las contenga realmente. Él me ha dado una fuerte inclinación a creer que me son enviadas por cosas corporales; y, por tanto, me habría engañado si fueran producidas por otro ser. Es preciso reconocer que hay una sustancia o realidad extensa que tiene caracteres diversos de aquella sustancia pensante que soy yo mismo. La sustancia extensa no posee, sin embargo, todas las cualidades que percibimos en ella. La magnitud, la figura, el movimiento, la situación, la duración, el número, son ciertamente sus cualidades propias; pero el color, el olor, el sabor, el sonido, etc., no existen como tales en la realidad corpórea y corresponden en esta realidad a algo que nosotros no conocemos.
El objetivo de Descartes era construir una ciencia universal, con rango de verdad necesaria, en la que a partir de unos principios evidentes se dedujera la totalidad del saber de acuerdo con el procedimiento de los geómetras, ofrecer un sistema total del saber que alcanzara lo que la tradición había perseguido inútilmente: un saber universal articulado (en el que, por supuesto, quedaría espacio para desarrollos particulares dentro del sistema) y con el grado de verdad necesaria que, según Aristóteles, debía poseer la ciencia y que la tradición de él derivada no había podido alcanzar por haberla buscado por un mal camino (con un método equivocado o sin método alguno).
Descartes expresó su insatisfacción con el modo de proceder galileano. Veía en Galileo un estudio (correcto) de aspectos puntuales, pero echaba en falta un marco general y unos principios universales a partir de los cuales se dedujeran sus investigaciones particulares.
Encuentro, en general, que filosofa mucho mejor que el vulgo en la medida en que se separa tanto como puede de los errores de la Escuela y trata de examinar las materias físicas mediante razones matemáticas. En eso estoy enteramente de acuerdo con él, y sostengo que no hay otro medio para encontrar la verdad. Pero me parece que falla mucho en que hace continuas digresiones y no se detiene a exponer por completo ninguna materia. Esto muestra que no las ha examinado por orden y que, sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza, ha buscado tan sólo las razones de algunos efectos particulares, y, así, ha edificado sin fundamento (Carta a Marin Mersenne del 11 de octubre de 1638)
Descartes piensa que la naturaleza es geometría y sólo geometría y que, por tanto, únicamente una física matemática es capaz de explicarla de forma correcta; también como el científico italiano, sostiene que las cualidades sensibles secundarias no son reales, sino el efecto sobre nuestros sentidos de las cualidades primarias.
Las cualidades primarias, que derivan de la realidad fundamental, de la extensión o magnitud: la figura y el movimiento, son objetivas y se hallan, realmente, en los cuerpos. Su conocimiento se logra a través de la magnitud medible, pues caen bajo el ámbito del orden y la medida, caen bajo el ámbito de la matemática. Las cualidades secundarias son subjetivas, producidas por la acción mecánica de los cuerpos. Son las atribuidas a los sentidos: olor, sabor …
Un conocimiento cierto, la sabiduría o ciencia sólo puede tratar de cualidades primarias. Y constituyen el objetivo de los geómetras. La ciencia cartesiana no puede ser otra cosa que geometría
Declaro expresamente que no admito ninguna otra materia de las cosas corpóreas que aquella divisible, figurable y móvil que los geómetras llaman cantidad, y que ellos toman como objeto de sus demostraciones; que no considero en ella nada más que las divisiones, las figuras y los movimientos; y que acerca de éstos no admito nada como verdadero, sino lo que de esas nociones comunes, de cuya verdad no podemos dudar, se deduzca tan evidentemente que pueda considerarse como una demostración matemática. Y como de esta manera pueden explicarse todos los fenómenos de la naturaleza, como aparecerá en lo que sigue, pienso que no hay que admitir, ni siquiera desear, otros principios de la física (Principios, II, 64)
La naturaleza es materia y movimiento. La materia, como pura extensión figurada, viene a ser idéntica con el espacio tridimensional, homogéneo, de la geometría euclídea y es, por tanto, un plenum del que está excluido el vacío. Para Descartes, el vacío es una noción contradictoria en sí misma, pues vendría a ser un espacio sin espacio, un no ser que es. La materia, por otra parte, existe como corpúsculos siempre divisibles en principio, dotados de una determinada figura y extensión.
El conjunto de la materia-espacio extenso no es, ciertamente, finito, pues no podemos asignarle ningún límite; pero tampoco es infinito, pues, para Descartes, sólo Dios lo es. Descartes lo declara indefinido, pues podría tener algún límite conocido por Dios. Así se evita la infinitud del universo, que implicaría la necesidad y divinidad del mismo; como extensión indefinida, el universo es una criatura contingente, radicalmente dependiente de Dios para la existencia y permanencia en el ser.
El movimiento es puesto por Dios en la naturaleza, en una determinada cantidad que se conserva constante. Dios pone también, junto con la cantidad, las leyes que rigen ese movimiento:
· La primera es la ley de la inercia: cada cosa permanece en el estado en que está [de reposo o movimiento uniforme] mientras que nada [ninguna otra cosa] modifica ese estado.
· La segunda ley dice que, si bien la inercia del movimiento es según una trayectoria rectilínea, de hecho y como consecuencia del plenum de materia, las trayectorias reales son curvas.
· La tercera ley regula la distribución de la cantidad de movimiento en los choques de los cuerpos; cuando un cuerpo empuja a otro, no podría transmitirle ningún movimiento, a no ser que pierda al mismo tiempo otro tanto del suyo, ni podría privarle de él, a menos que aumente el suyo en la misma proporción.
Descartes pone en relación estas tres leyes, su necesidad y su inmutabilidad con la inmutabilidad de Dios. Por tanto, las leyes que gobiernan el movimiento de la materia (el único cambio existente en la misma) son universales y la homogeneidad del universo es absoluta.
Para Descartes, alma (pensamiento, res cogitans) y cuerpo (entendido como res extensa) son sustancias heterogéneas, disjuntas –salvo en el hombre, el único ser en el que se encuentran unidas– y existen separadamente, no se necesitan recíprocamente.
La extensión o materia carece, por tanto, de un principio activo interno y por eso no puede alterar su estado de reposo o movimiento por sí misma, sino que éste sólo es alterado por el choque con otra porción de materia (primera ley del movimiento). Esto implica que en el ámbito de la res extensa no hay fines (causalidad teleológica), sino una mera causalidad eficiente, la acción mecánica de unos cuerpos sobre otros. La física es, pues, una física matemática y mecanicista. Y el conjunto del universo físico no es un organismo vivo dotado de un alma e inteligencia internas, sino una máquina.
Como consecuencia de la transmisión del movimiento en el seno del plenum extenso, el universo consiste actualmente en una sucesión indefinida de sistemas solares-planetarios en contacto. Cada sistema es un torbellinoo vórtice de materia en movimiento mecánico en torno a un sol-estrella central; los planetas (que pueden ser a su vez centros de vórtices particulares que arrastran a sus satélites o lunas) giran en torno a su sol a diferentes distancias y velocidades.
El universo cartesiano (creado por Dios y conservado o tolerado por Él, pero en el estado que sigue al ejercicio de las leyes del movimiento) marchaba por sí mismo, sin intervención activa de la divinidad (sin milagros). Su dependencia era fundacional y ontológica, pero no de funcionamiento 8tanto más dada la inmutabilidad divina), pues la naturaleza sometida a las leyes del movimiento se autorregulaba perfectamente en un sistema mecánico de duración indefinida.
El modelo mecanicista cartesiano afectaba a la totalidad de lo existente, con la única excepción de las mentes. Por tanto, la totalidad de los cuerpos y organismos, por muy complejos que sean, se explican como materia en interacción recíproca de acuerdo con las leyes del movimiento. Esto significa que la biología no es más que una rama de la física, que aplica el esquema mecanicista y explica la estructura y funcionamiento de todos los organismos como máquinas. Al igual que en el resto de la naturaleza, tampoco en los animales y en el cuerpo humano existe ningún principio interno activo, sino que todas sus acciones responden al choque e impacto de partículas sobre los distintos órganos. La libertad no existe, pues, en la naturaleza, donde todo está presidido por la necesidad mecánica de las leyes del movimiento. Los animales, pues, ni tienen sensibilidad, ni sufren; la libertad sólo se plantea en el reino del espíritu, en la sustancia pensante.
Deseo que sean consideradas todas estas funciones [vitales] sólo como consecuencia natural de la disposición de los órganos en esta máquina; sucede lo mismo, ni más ni menos, que con los movimientos de un reloj de pared u otro autómata, pues todo acontece en virtud de la disposición de sus contrapesos y de sus ruedas. Por ello no debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y de vida. Todo puede ser explicado en virtud de su sangre y de los espíritus de la misma agitados por el calor del fuego que arde continuamente en su corazón y cuya naturaleza no difiere de la de otros fuegos que se registran en los cuerpos inanimados (Tratado del hombre)
10. Interacción alma-cuerpo
Diferencia entre el alma y el cuerpo:
puesto que por una parte tengo una idea clara y distinta de mí mismo, según la cual soy algo que piensa y no extenso y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, según la cual éste es una cosa extensa, que no piensa, resulta cierto que yo, es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy, es entera y verdaderamente distinta de mi cuerpo, pudiendo ser y existir sin el cuerpo (Meditaciones, VI)
Al alma sólo pertenece el pensar, mientras que el cuerpo, al ser su atributo la extensión, sólo podrá modificarse por figura y movimiento. El cuerpo se reduce, así, a una máquina regida por las leyes de la física, y la analogía con el reloj se hace tópico. La vida se reducirá a movimiento mecánico; en particular, en los animales que carecen de alma y pensamiento.
En el caso del hombre, Descartes tiene que superar por algún camino esta radical separación. Y lo hace manteniendo que el alma está verdaderamente unida a todo el cuerpo, aunque luego la localiza en la glándula pineal como su sede, desde donde ejerce sus funciones. Gracias a la presión mecánica que sobre la glándula ejercen los espíritus vitales o partículas muy sutiles que se mezclan con la sangre, el alma recibe las impresiones o imágenes procedentes de los órganos de los sentidos, a través de músculos y nervios y, de modo recíproco, por la actuación de la glándula sobre esos espíritus modifica los músculos y provoca el movimiento del cuerpo. En esta interacción, para Descartes es claro que es el alma quien siente, no el cuerpo, aun cuando las sensaciones sean ideas confusas, maneras confusas del pensar. Es el alma quien percibe o sufre las pasiones – el deseo, tristeza, alegría, admiración, … – que Descartes explica en tono radicalmente mecanicista.
Del hecho de que el ser humano sea una sustancia pensante, y del hecho de que, al mismo tiempo, tenga un cuerpo, se sigue que el ser humano consta de dos sustancias separadas, y que la relación de la mente al cuerpo es análoga a la que hay entre un piloto y la nave que pilota. Es decir, el piloto está alojado dentro de una nave.
Sin embargo, el problema que se plantea a Descartes es cómo explicar las relaciones entre el alma y el cuerpo, porque lo dicho anteriormente no parece estar justificado de ningún modo. En efecto, según los principios de Descartes parece muy difícil mantener que haya una relación entre alma y cuerpo. Porque si Descartes empieza por decir que yo soy una sustancia cuya naturaleza toda es pensar, y si el cuerpo no piensa y no está incluido en mi idea clara y distinta de mi yo como sustancia pensante, parece seguirse que el cuerpo no pertenece a mi esencia o naturaleza y, en ese caso, yo sería un alma alojada en un cuerpo. Éste es el sentido de la objeción que Arnauld hace a Descartes:
Nada corpóreo pertenece a la esencia del hombre, que es, en consecuencia, enteramente espíritu, mientras que su cuerpo es meramente un vehículo del espíritu; de donde se sigue que la definición del hombre como un espíritu que hace uso de su cuerpo
Sin embargo, Descartes afirma que el alma (el yo) no está alojada en un cuerpo como el piloto en una nave. Tiene que haber, dice, alguna verdad en todas las cosas que la naturaleza nos enseña. Porque naturaleza en general significa o Dios o el orden de las cosas creadas por Dios, mientras que naturaleza en particular significa el complejo de las cosas que Dios nos ha dado. Y Dios no es engañador. Así pues, si la naturaleza me enseña que tengo un cuerpo que es afectado por el dolor, y que siente hambre y sed, no puedo dudar que en todo eso hay alguna verdad. Pero,
la naturaleza me enseña también mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etc., que no estoy solamente alojado en el cuerpo como el piloto en su navío, sino que estoy muy íntimamente unido a aquél, y, por así decirlo, tan entremezclado con él mismo que parezco componer con él un solo todo. Porque si no fuese así, cuando mi cuerpo es herido, yo, que soy solamente una cosa pensante, no sentiría dolor, sino que percibiría la herida por el solo entendimiento, lo mismo que el marinero percibe por la vista que algo ha sido dañado en su navío
Descartes se encuentra, por tanto, ante una situación difícil: por una parte, su aplicación del criterio de claridad y distinción le lleva a subrayar la distinción real entre alma y cuerpo, e incluso a representarse a cada uno de éstos como una sustancia completa. Por otra parte, no quiere aceptar la conclusión que parece inferirse, a saber, que el alma está simplemente alojada en el cuerpo, al que utiliza como una especie de vehículo o instrumento extrínseco. Descartes era consciente de que el alma es influida por el cuerpo y el cuerpo por el alma, y que ambos tienen que constituir, en algún sentido, una unidad; no estaba dispuesto a negar los hechos de la interacción alma-cuerpo y pensó que la mejor forma de solucionar el problema es buscar el punto donde se unen alma y cuerpo.
Para entender todas esas cosas más perfectamente, tenemos que saber que el alma está realmente unida a todo el cuerpo, y que, propiamente hablando, no podemos decir que exista en ninguna de sus partes con exclusión de las otras, porque es una y, en cierta manera, indivisible… [Pero] es igualmente necesario saber que, aunque el alma está unida a todo el cuerpo, hay, sin embargo, una cierta parte en la que ejerce sus funciones más particularmente que en todas las demás; y generalmente se cree que esa parte es el cerebro, o posiblemente el corazón… Pero, al examinar con cuidado esa materia, parece como si hubiese averiguado claramente que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus funciones no es en modo alguno el corazón ni tampoco el conjunto del cerebro, sino meramente la parte de éste que es más interior de todas, a saber, una cierta glándula muy pequeña que está situada en el centro de la sustancia cerebral, y que está de tal modo suspendida sobre el conducto por donde los espíritus animales en sus cavidades anteriores tienen comunicación con las de las posteriores que los más ligeros movimientos tienen lugar en la misma alteran grandemente el curso de aquellos espíritus; y, recíprocamente, los más pequeños cambios que se dan en el curso de los espíritus pueden influir mucho en que cambien los movimientos de aquella glándula
En resumen, el problema de la unión alma-cuerpo Descartes lo soluciona afirmando que ambos se unen en la glándula pineal. Ahora bien, ¿soluciona esto el problema? No, porque decir dónde se unen no es lo mismo que explicar cómo es posible que el alma inmaterial y el cuerpo material interactúen. La solución de Descartes consiste en afirmar que alma y cuerpo son, por un lado, sustancias completas, en el sentido de que no dependen una de otra; y, por otro, afirmar que son sustancias completas, que en alguna medida dependen una de otra. Ahora bien, esto no es solucionar el problema que se ha planteado. Sin embargo, a pesar de que esto no es una solución, Descartes no estaba dispuesto en ninguna medida a negar que se diese tal interacción, pues es esta interacción la que hace que el hombre sea algo más que una simple máquina.
11. La moral cartesiana
La unión entre el alma y el cuerpo, que hace posible la acción mutua del uno sobre la otra, se verifica en el cerebro y precisamente en la glándula pineal, única parte del cerebro que no es doble y puede, por tanto, unificar las sensaciones que provienen de los órganos de los sentidos, que son todos dobles. Descartes distingue en el alma acciones y pasiones: las accionesdependen de la voluntad; las pasiones son involuntarias y están constituidas por percepciones, sentimientos o emociones causadas en el alma por los espíritus vitales, esto es, las fuerzas mecánicas que actúan en el cuerpo. La fuerza del alma consiste en vencer las pasiones y detener los movimientos del cuerpo que las acompañan; mientras que su debilidad consiste en dejarse dominar por las pasiones presentes, las cuales, siendo frecuentemente contrarias entre sí, solicitan al alma de un lado y, de otro, la hacen combatir contra sí misma, dejándola en el estado más deplorable.
A las pasiones acompaña un estado de servidumbre, del cual el hombre debe procurar librarse. Casi siempre hacen aparecer el bien y el mal que representan mucho más grandes e importantes de lo que son, y, por ello, nos inducen a huir del uno y buscar el otro con más ardor de lo que es conveniente. El hombre debe dejarse guiar, en cuanto sea posible, no por las pasiones, sino por la experiencia y por la razón, y sólo así podrá distinguir en su justo valor el bien y el mal y evitar los excesos. En este dominio sobre las pasiones consiste la prudencia; y ésta se obtiene extendiendo el dominio del pensamiento claro y distinto y separando este dominio en cuanto sea posible de los movimientos de la sangre y de los espíritus vitales de los que dependen las pasiones y con los cuales habitualmente está unido.
En este progresivo dominio de la razón, que restituye al hombre el uso íntegro del libre albedrío y le hace dueño de su voluntad, está la característica de la moral cartesiana, moral que el mismo Descartes resume en tres reglas.
La primera regla era obedecer a las leyes y a las costumbres del país, conservando la religión tradicional y ateniéndose en todo a las opiniones más moderadas y más alejadas de los excesos. Con esta regla renunciaba de una manera preliminar a extender su crítica al dominio de la moral, de la religión y de la política. Esta regla expresa un aspecto definitivo de la personalidad de Descartes, caracterizada por el respeto hacia la tradición religiosa y política. «Tengo la religión de mi rey», «Tengo la religión de mi nodriza», respondió al ministro protestante Revius que le preguntaba sobre ello. En realidad, distinguía dos dominios diferentes: el uso de la vida y la contemplación de la verdad. En el primero, la voluntad tiene la obligación de decidirse sin esperar la evidencia; en el segundo, tiene la obligación de no decidirse hasta que haya alcanzado la evidencia. En el dominio de la contemplación, el hombre no puede contentarse más que con la verdad evidente; en el dominio de la acción el hombre puede contentarse con la probabilidad.
La segunda máxima era la de ser lo más firme y resuelto posible en el obrar, y la de seguir con constancia aun la opinión más dudosa, una vez que se la hubiera adoptado. Esta regla también está inspirada por las necesidades de la vida, que obligan muchas veces a actuar aun con la falta de elementos seguros y definitivos. Pero la regla pierde todo carácter provisional si la razón ya está en posesión de su método. En tal caso implica que «se tenga una firme y constante resolución de seguir todo lo que la razón aconseja, sin que nos dejemos desviar por las pasiones o los apetitos» (Carta a Isabel, 4 de agosto de 1654).
La tercera regla era procurar vencerse más bien a sí mismo que a la fortuna y esforzarse en cambiar los pensamientos propios más que el orden del mundo. Descartes sostuvo que nada está enteramente en nuestro poder, excepto nuestros pensamientos; y colocó el mérito y la dignidad del hombre en el uso que sabe hacer de sus facultades, uso que le hace semejante a Dios. Esta regla expresa el espíritu del cartesianismo, el cual exige que el hombre se deje conducir únicamente por la propia razón y bosqueja el ideal mismo de la moral cartesiana, la nostalgia y el arrepentimiento; pero, si hacemos siempre todo lo que nos dicta nuestra razón, no tendremos jamás ningún motivo de arrepentirnos, aunque los acontecimientos nos muestren, después, que nos hemos engañado sin culpa nuestra. No deseamos tener, por ejemplo, más brazos o más lenguajes que las que tenemos; pero en cambio deseamos más salud o más riqueza; esto sucede porque nos imaginamos que estas cosas podrían ser conseguidas con nuestra conducta o que son debidas a nuestra naturaleza, lo cual no es propio de las otras. Podremos librarnos de esta opinión considerando que, por haber siempre seguido el consejo de nuestra razón, no hemos omitido nada de lo que estaba en nuestro poder, y que las enfermedades y los infortunios no son menos naturales para el hombre que la prosperidad y la salud.
Así, como un vaso pequeño puede llenarse del mismo modo que un vaso grande, aunque contenga menor cantidad de líquido, también, si cada uno pone su satisfacción en el cumplimiento de sus deseos regulados por la razón, aun el más pobre y menos favorecido por la naturaleza y por la fortuna podrá estar contento y satisfecho, aunque disfrute de una cantidad menor de bienes (Carta a Isabel, 4agosto 1645)
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