La filosofía de Spinoza no es más que el desarrollo pleno del racionalismo de Descartes y de su método, que él denomina «método geométrico», aunque en su sistema no hay lugar para la duda metódica, que busca un criterio de verdad: «La verdad es norma de sí misma, al modo como la luz se revela a sí misma y revela las tinieblas» (Ética, II, XLIII, escol.). En su inicial Tratado sobre la reforma del entendimiento, distingue cuatro maneras de conocer:
1. la que nos llega pasivamente por el uso del lenguaje;
2. la que obtenemos activamente generalizando a partir de la experiencia(inducción);
3. el conocimiento que adquirimos con inferencias del efecto a la causa o del universal al particular (en ambos casos, deducción imperfecta), y
4. el conocimiento que logramos intuyendo la esencia o la causa de una cosa (deducción perfecta). Éste es el conocimiento adecuado, que parte de ideas innatas y evidentes y, por lo mismo, verdaderas; el método consiste en seguir el orden y la relación de las ideas entre sí, a partir del conocimiento de unas ideas claras y distintas, y de la «fuerza innata» del entendimiento hasta desarrollar deductivamente toda la estructura del universo. Por eso es lo mismo el orden de las ideas –cómo se piensa fundadamente– y el orden de las cosas –la realidad–.
La Ética desarrolla justamente este método, partiendo de las ideas fundamentales de Descartes, que desarrolla hasta sus últimas consecuencias o bien critica. Su noción de sustancia es la de Descartes entendida a rajatabla: aquello que se piensa por sí mismo y existe por sí mismo y que, en consecuencia, es la razón o la causa de sí mismo.
Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa. […]
Por ello, debe reconocerse que la existencia de una sustancia es, como su esencia, una verdad eterna. Mas de ello, de otra manera, podemos concluir que no hay sino una única sustancia de la misma naturaleza; […] por consiguiente, se sigue necesariamente […] que existe sólo una única sustancia de la misma naturaleza. (Ética demostrada según el orden geométrico, Parte I, definiciones, proposición VII, escol. 2)
Sólo Dios es sustancia y sólo existe una única sustancia, o «ser absolutamente infinito», que consta de infinitos atributos, existe necesariamente, ya que su esencia implica su existencia, y es la causa necesaria de todo cuanto existe; todo lo que existe es, por tanto, Dios mismo (panteísmo). De esta sustancia única, que es «Dios o la naturaleza», y que puede concebirse en sí misma, como Naturaleza naturante, o como lo que ella ha producido, o sea, como Naturaleza naturada, el hombre sólo conoce dos de sus infinitos atributos: el pensamiento y la extensión. Todo es pensamiento y extensión a un tiempo, aunque nada puede ser pensado como ambas cosas a un mismo tiempo. La sustancia (Dios o la naturaleza) aparece, sin embargo, en infinidad de modos: las cosas, el hombre incluido, son infinitos modos de ser la sustancia infinita.
“Dios o la naturaleza”: una única sustancia | Considerada como pensamiento y extensión | = “Naturaleza naturante” |
Considerada como modos infinitos | = “Naturaleza naturada” |
El hombre es un modo finito de manifestarse el pensamiento y la extensión de la sustancia. Como parte de la Naturaleza naturada, donde no hay nada contingente, pertenece al mundo de lo necesario; no hay en él libertad por lo mismo que no hay finalidad en la naturaleza: «Todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas» (Ética, Apéndice). Su esencia –como igualmente pasa en Dios– se expresa en el conatus, a saber, en la conservación del propio ser, en el obrar, el vivir, en el «deseo» –que en Dios es potencia.
Como el alma es necesariamente consciente de sí por medio de las ideas de las afecciones del cuerpo, es, por lo tanto consciente de su esfuerzo.
Este esfuerzo, cuando se refiere al alma sola, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo, se llama apetito; por ende, éste no es otra cosa que la esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente aquellas cosas que sirven para su conservación, cosas que, por tanto, el hombre está determinado a realizar. Además, entre «apetito» y «deseo» no hay diferencia alguna, si no es la de que el «deseo» se refiere generalmente a los hombres, en cuanto son conscientes de su apetito, y por ello puede definirse así: el deseo es el apetito acompañado de la conciencia del mismo. Así pues, queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos. (Ética, III, proposición IX)
El hombre es deseo de vivir felizmente y vivir bien, de acuerdo con la razón.
Cuanto más se esfuerza cada cual en buscar su utilidad, esto es, en conservar su ser, y cuanto más lo consigue, tanto más dotado de virtud está; y al contrario, en tanto que descuida la conservación de su utilidad –esto es, de su ser–, en esa medida es impotente. […]
Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto. […]
El deseo, en efecto, de vivir felizmente, o sea, de vivir y obrar bien, etc., es la esencia misma del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza por conservar su ser. (Ética, I, definiciones, proposición XX-XXI)
No hay en el hombre ninguna sustancialidad; es sólo una modificación –un modo– de la sustancia divina
La esencia del hombre está constituida por ciertos modos de los atributos de Dios, a saber: por modos de pensar, de todos los cuales es la idea, por naturaleza, el primero, y, dada ella, los restantes modos […] Y así, la idea es lo primero que constituye el ser del alma humana. […] De aquí se sigue que el alma humana es una parte del entendimiento infinito de Dios; y, por ende, cuando decimos que el alma humana percibe esto o aquello, no decimos otra cosa sino que Dios (no en cuanto es infinito, sino en cuanto se explica a través de la naturaleza del alma humana, o sea, en cuanto constituye la esencia del alma humana) tiene esta o aquella idea. (ibid., II, proposición XI)
El hombre no es sustancia pensante, es una manera de manifestarse el pensamiento en la naturaleza, esto es, es conciencia o reflexión. El resultado de esta conciencia del propio cuerpo y de sus estados lo llama «imaginación», o «experiencia vaga»: conocimiento derivado de los sentidos. Otro modo de conocer, basado en «nociones comunes» –percibidas clara y distintamente por todos–, que proporciona ideas adecuadas de las cosas, o conocimiento por la «razón»: el razonamiento. Éste llega a un conocimiento verdadero de las cosas como son en sí, «desde una cierta perspectiva de la eternidad», como necesarias, por tanto. Pero el modo acabado de conocer es el que denomina «ciencia intuitiva»: toda alma, porque es parte del pensamiento infinito, puede llegar, a partir del conocimiento de Dios (o la naturaleza) al conocimiento adecuado de las esencias de las cosas.
Resulta claro que percibimos muchas cosas y formamos nociones universales: primero, a partir de las cosas singulares, que nos son representadas por medio de los sentidos, de un modo mutilado, confuso y sin orden respecto del entendimiento: y por eso suelo llamar a tales percepciones «conocimiento por experiencia vaga»; segundo, a partir de los signos; por ejemplo: de que al oír o leer ciertas palabras nos acordamos de las cosas, y formamos ciertas ideas semejantes a ellas, por medio de las cuales imaginamos esas cosas. En adelante, llamaré, tanto al primer modo de considerar las cosas como a este segundo, «conocimiento del primer género», «opinión» o «imaginación»; tercero, a partir, por último del hecho que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas; y a este modo de conocer lo llamaré «razón» y «conocimiento del segundo género». Además de estos dos géneros de conocimiento, hay un tercero […] al que llamaremos «ciencia intuitiva». Y este género de conocimiento progresa, a partir de la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas. (ibíd., II, proposición XL, escol. 2)
Ésta es la clase de conocimiento al que puede aplicarse rigurosamente el «método geométrico» de pensar: a partir de definiciones captadas intuitivamente se construye deductivamente la idea, o esencia concreta, de una cosa.
En ninguna otra cosa distinta que el logro del mayor conocimiento posible consiste la libertad del hombre: «es libre quien se guía sólo por la razón»; la libertad no es cosa de la voluntad humana, sino del entendimiento. El hombre, parte de la Naturaleza naturada, despliegue de la naturaleza divina según razones y causas necesarias, está también él sujeto a la necesidad; es extensión, tanto como pensamiento y, por consiguiente, sometido a la ley del «reposo y el movimiento». Si el hombre se cree libre, es porque ignora las causas que lo determinan. La libertad no es sino lucha contra la ignorancia y los prejuicios: libertad de pensamiento.
La Ética –la metafísica– de Spinoza tiene que ver con la teoría política. El fin del Estado no es distinto al del individuo: mantener el derecho que todos los hombres tienen a su existencia, a «perseverar en su propio ser», a ser verdaderamente libres (ver texto ). La libertad que se logra por el conocimiento es también libertad de obrar racionalmente, moralmente. Tal libertad y moralidad, sin embargo, no pueden subsistir en un mero estado de naturaleza; son necesarios el orden social, el derecho o la autoridad política como una exigencia misma de la razón.
1. El sistema de Spinoza
La Ética, demostrada según el orden geométricotiene cinco partes: acerca de Dios; de la naturaleza y origen de la mente; del origen y naturaleza de los afectos; de la servidumbre humana, es decir de la fuerza de los afectos, y, por último, de la potencia del entendimiento o libertad humana. Su metafísica deductiva persigue un fin práctico, pues sólo si conocemos el universo en su totalidad podremos conocer cuál es el lugar que el hombre ocupa en él, y sólo así estaremos en condiciones de determinar cuál es la mejor forma de vida.
Spinoza pretende demostrar que, si razonamos con coherencia, su sistema encierra la única manera posible de comprender la totalidad de las cosas. Para ello se sirve del método matemático. La matemática se fundamenta en proposiciones que son inmediatamente autoevidentes y consiste solamente en ideas que se conciben con claridad y distinción. Es una tarea intelectual que se lleva a cabo únicamente mediante el entendimiento o la razón. Nuestra comprensión de una demostración de geometría no depende de las imágenes que circunstancialmente podamos asociar a los términos de dicha demostración. Las disputas que en otros campos quedan sin solución se originan en ideas confusas de la imaginación. Por ejemplo, si cuando razonamos acerca de Dios lo asociamos a alguna imagen en particular seguramente caeremos en confusiones antropomórficas o mitológicas. Las imágenes que se forma cada hombre dependen de sus propias experiencias sensibles y se asocian unas a otras también según sean las experiencias de cada uno.
Esta asociación de ideas, característica de la imaginación, debe distinguirse de la relación lógica entre ideas, propia de la actividad de razonar. Nuestras ideas o contenidos mentales se asocian de manera muy diferente cuando soñamos o fantaseamos libremente y cuando seguimos los pasos de una demostración matemática. Depurando nuestra mente de estas ideas confusas de la sensibilidad y de la imaginación, se obtendrá sobre cualquier tema un conocimiento tan cierto como en la matemática. Spinoza insiste en la necesidad de distinguir de manera tajante entre entendimiento e imaginación y no dejar que la segunda ofusque al primero. Su Ética requiere que el lector piense en Dios, la libertad, las emociones o pasiones humanas y la felicidad tal como si estuviera ante un teorema de geometría. La matemática como ideal de conocimiento también implica que la tarea de explicar algo o encontrar las causas de algo equivale a deducir con necesidad lógica proposiciones a partir de otras proposiciones. El modo geométrico de Spinoza consiste en definir las nociones básicas liberándolas de cualquier mezcla con la imaginación, para deducir luego todas las consecuencias.
Una de las tareas propias del pensamiento consiste en buscar un denominador común a la multiplicidad de cosas que se presentan en la experiencia. Otra tarea consiste en preguntar por las causas o buscar explicaciones. Si se parte del supuesto de que nada hay sin razón –principio fundamental que anima el pensamiento de Spinoza– la tarea del filósofo consistirá en buscar un conocimiento necesario acerca de la totalidad de las cosas.
Si damos el nombre de “sustancia” a la totalidad de lo que existe u ocurre y si la única manera satisfactoria de explicar algo consiste en deducirlo con necesidad lógica, explicar las modificaciones o cambios en el estado de las cosas o de la sustancia consistirá en mostrar cómo las modificaciones actuales se deducen a partir de un estado anterior. Supongamos que no hay una única sustancia, sino que hay dos o más. Dos sustancias interactúan cuando una de ellas causa modificaciones en la otra. Algunos estados o modificaciones de la sustancia afectada se explicarán diciendo que son efectos causados por una interacción que podía o no haber ocurrido, mientras que otras modificaciones se explicarán deduciéndolas a partir de sus propios estados anteriores. Si hay interacción causal se pierde la posibilidad de lograr una explicación lógicamente necesaria de todos los estados de una sustancia. El ideal de conocimiento deductivo reclama una única sustancia todos cuyos atributos y modificaciones puedan deducirse de su naturaleza y, por lo tanto, sean necesarios y no contingentes.
Finita en su género es una cosa que puede ser limitada por otra de su misma naturaleza. Si una sustancia fuera finita habría otra sustancia de su misma naturaleza que la estaría limitando y afectando y, por lo tanto, estaría causando modificaciones en ella. La sustancia única deberá ser, por tanto, infinita.
El acto libre por el cual Dios creó el mundo implica que hay un primer acontecimiento que está fuera del orden de la naturaleza, ya que no puede deducirse de ningún otro. Resulta incompatible con el ideal de un conocimiento puramente racional dela naturaleza. El Dios de la imaginación bíblica pudo haber creado el universo de cualquier manera. Siguiendo esta imagen, resultaría entonces inútil buscar una necesidad lógica y racional en la naturaleza, pues bien podría no haberla. La tarea del investigador de la naturaleza consistiría en explorar experimentalmente el universo para descubrir cómo, de hecho, Dios lo creó. El supuesto básico del racionalismo, sin embargo, sostiene que nada existe sin razón. Por lo tanto, el universo no pudo haber sido creado por un Dios trascendente que hubiese podido obrar de otra manera. El principio de que nada ocurre sin alguna razón supone que el acto mismo de creación –es decir, la relación de causa y efecto entre Dios y su obra– es lógicamente necesaria y no contingente. Peor aún; si el universo creado depende de un Dios libre para continuar en la existencia, no hay garantía alguna de que la voluntad de Dios siga existiendo tal como lo fue hasta ahora ni que, por lo mismo, el universo continúe con las mismas características que poseyó en el pasado.
En la primera parte de la Ética Dios no queda como un residuo no explicado por el sistema, sino que se lo interpreta como equivalente a la totalidad de lo que es o existe. Esta totalidad es necesariamente única; no se puede afirmar que exista un Dios trascendente que es la causa del mundo pues estaríamos afirmando la existencia de dos sustancias. Dios, por lo tanto, es causa inmanente. También es imposible explicar un acto de creación que esté fuera del orden de la naturaleza. ¿Por qué razón se produjo ese acto? ¿De dónde se lo infiere? Hay que comprender a Dios como causa eterna cuya actividad no tiene límites en el tiempo. Como no hay más que una sustancia o totalidad, no es posible atribuir causa y efecto a dos cosas distintas. La sustancia única es causa de sí misma.
Cuando los atributos esenciales de una cosa no alcanzan para demostrar su existencia, pensamos que la esencia de esa cosa no implica la existencia y que esa cosa, por lo tanto, no es causa de sí misma. A excepción de la totalidad o de Dios o de la sustancia, el resto de las cosas está afectado por causas ajenas a ellas mismas. Como el creador y la creación son lo mismo, cualquier cosa particular es parte de esta totalidad y debemos pensarla como una modificación transitoria de la sustancia única. Dado que cualquier cosa es parte de la totalidad, no es posible pensar en una causa que esté fuera de esa totalidad. Dios o la naturaleza o la totalidad deben explicarse por sí mismas. Cuando Spinoza piensa en Dios o la totalidad como causa lo denomina natura naturans. Cuando piensa en Dios o la totalidad como efecto lo llama natura naturata.
Descartes atribuye el origen del movimiento a un acto voluntario de Dios en el momento de la creación. En la concepción spinocista una explicación que nos remite en última instancia a la decisión de un Dios libre equivale a una confesión de ignorancia. Spinoza muestra que el movimiento es una característica necesaria de la naturaleza. Sigue a Descartes al distinguir entre pensamiento y extensión, pero ya no como dos sustancias distintas sino como atributos de una misma sustancia. No puede concebirse una cosa extensa que no esté en movimiento o reposo. Spinoza reelabora el problema del origen del movimiento y lo presenta como una característica intrínseca derivada necesariamente del atributo extensión. El movimiento no se agrega a la naturaleza por un fiat divino, sino que se lo comprende racionalmente como inseparable de la constitución de las cosas extensas. Al no haber un Dios exterior tampoco puede haber una fuente de movimiento exterior a la naturaleza y su cantidad permanecerá constante. Varía tan sólo en las diferentes porciones de naturaleza o cosas particulares según las relaciones que las cosas entablan entre ellas.
Solamente Dios o la sustancia es puramente activa. La potencia de la sustancia, la característica de actividad y continuidad en la existencia que le reconocemos a la naturaleza en su conjunto, se distribuye entre los individuos que la componen. Cada cosa particular que existe dentro del orden de la naturaleza se esfuerza por seguir existiendo. Una cosa particular posee una naturaleza propia sólo en la medida en que es activa –causa de sus propios estados– y no pasiva –afectada por otras–. Cada cosa de la naturaleza que nosotros reconocemos como un individuo distinto de los demás tiene un conatus o esfuerzo por seguir existiendo, que le es propio.
2. El método geométrico
La filosofía de Spinoza no es más que el desarrollo pleno del racionalismo cartesiano y de su método, que él denomina “método geométrico”, aunque en su sistema no hay lugar para la duda metódica, que busca un criterio de verdad. «La verdad es norma de sí misma, al modo como la luz se revela a sí misma y revela las tinieblas».
Para Spinoza
resulta claro que percibimos muchas cosas y formamos nociones universales: primero, a partir de las cosas singulares, que nos son representadas por medio de los sentidos, de un modo mutilado, confuso y sin orden respecto del entendimiento: y por eso suelo llamar a tales percepciones “conocimiento por experiencia vaga”, segundo, a partir de los signos; por ejemplo: de que al oír o leer ciertas palabras nos acordamos de las cosas, y formamos ciertas ideas semejantes a ellas, por medio de las cuales imaginamos esas cosas. En adelante, llamaré, tanto al primer modo de considerar las cosas como a este segundo “conocimiento del primer género”, “opinión” o “imaginación”; tercero, a partir, por último del hecho que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas; y a este modo de conocer lo llamaré “razón” y “conocimiento del segundo género”. Además de estos dos géneros de conocimiento, hay un tercero … al que llamaremos “ciencia intuitiva”. Y este género de conocimiento progresa, a partir de la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas ((Ética, II, proposición XL, escolio 2)
Ésta es la clase de conocimiento al que puede aplicarse rigurosamente el “método geométrico” de pensar: a partir de definiciones captadas intuitivamente se construye deductivamente la idea, o esencia concreta, de una cosa.
2.1 Los cuatro modos de conocer
En el Tratado sobre la reforma del entendimientoSpinoza distingue cuatro maneras de conocer:
1. El conocimiento que nos llega pasivamente, mediante el uso del lenguaje, a partir de los otros hombres (lo aprendido, la costumbre).
2. El que obtenemos activamente generalizando a partir de la experiencia; se trata de un conocimiento por asentimiento, “meramente” empírico y, por tanto, poco preciso. Es una “experiencia vaga”, de obviedades (todos los hombres mueren, el sol sale todos los días, etc.)
3. El conocimiento que adquirimos con inferencias del efecto a la causa o del universal al particular (en ambos casos, deducción imperfecta). Es el conocimiento racional discursivo, por el cual deducimos lo que una cosa es a partir de otra cosa.
4. El conocimiento que logramos intuyendo la esencia o la causa de una cosa (deducción imperfecta), es decir, entendemos una cosa bien a partir de su misma esencia, o bien a partir de su “causa próxima”. Se trata, en fin, de un conocimiento, también racional, pero no discursivo, sino intuitivo, donde se tiene una apercepción inmediata de las relaciones racionales.
El cuarto es el conocimiento adecuado, que parte de ideas innatas y evidentes y, por lo mismo, verdaderas; el método consiste en seguir el orden y la relación de las ideas entre sí, a partir del conocimiento de unas ideas claras y distintas, y de la “fuerza innata” del entendimiento hasta desarrollar deductivamente toda la estructura del universo. Por eso es lo mismo el orden de las ideas –cómo se piensa fundadamente– y el orden de las cosas –la realidad–.
2.2 Los tres grados del conocimiento
En este orden geométrico entran también la verdad y el conocimiento adecuado. A este respecto, Spinoza distingue en su Éticatras clases de conocimiento:
1. La primera es la percepción sensible y la imaginación.
2. La segunda clase de conocimiento son las nociones comunes y universales que son el fundamento de todos los razonamientos; y esta segunda clase de conocimiento es la razón.
3. La tercera clase, que Spinoza llama ciencia intuitiva, es la que procede de la idea adecuada de un atributo de Dios al conocimiento adecuado de las manifestaciones o modos del mismo. Pero este modo de conocimiento no debe entenderse de ninguna forma como una especie de conocimiento místico.
Para Spinoza, el orden y la conexión de las ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas; este es el principio básico de su epistemología. El alma es reducida, en consecuencia, a ser “la idea del cuerpo”. Spinoza no admite la reificación o hipostasiación del alma, de tal suerte que la voluntad humana o incluso su entendimiento son meramente entes de razón; no existe la voluntad, sino las voliciones; no existe la razón, sino que existen las ideas.
Solamente el conocimiento de la segunda y tercera clase nos permite distinguir lo verdadero de lo falso; en efecto, aparta de su aislamiento a la idea y la relaciona con otras ideas, situándola en el orden necesario de la sustancia divina. Ahora bien, si una idea se concibe según este orden necesario o, como dice Spinoza, sub specie aeternitatis, es necesariamente verdadera, porque corresponderá necesariamente a su objeto corpóreo, dado que el orden de las ideas y de los objetos es uno solo. Por consiguiente, considerar las ideas en su verdad significa considerar las cosas como necesarias, pues significa elevarse con la razón hasta el orden inmutable en que cada cosa, idea o cuerpo, aparece como manifestación necesaria de Dios.
Al fin de la segunda parte, después de haber afirmado la identidad de la voluntad y del entendimiento del hombre y de haber negado que una y otro sean algo aparte de las ideas y voliciones singulares, Spinoza señala las ventajas que se derivan para el hombre de las tesis que cree haber demostrado. La ventaja primera y fundamental es que el hombre, al convencerse de que obra solamente por el querer de Dios, tranquiliza su ánimo en el reconocimiento de la voluntad a que está sometido y abandona la pretensión de ser recompensado por Dios por su virtud. Además, el hombre aprende a hacer frente a los cambios de la fortuna; ya que se convence de que todas las cosas, aun las aparentemente mudables, proceden de la esencia divina con la misma necesidad con que de la esencia del triángulo se deriva que sus ángulos sean iguales a dos rectos.
3. La intención de Spinoza en su explicación de las emociones y conducta humanas
Spinoza pretende, frente a las quiméricas e irrealizables teorías políticas de los filósofos, ofrecer algo realizable, útil; o sea, en lugar de partir de las pasiones como vicios eliminables, se trata de partir de las pasiones humanas como realidad natural y necesaria. La teoría política de Spinoza es, por tanto, una teoría antropológicamente fundada.
El proyecto queda bien encuadrado desde tres frentes. Uno, negativo: no puede hacerse desde el presupuesto de los filósofos, que imaginan al hombre un sujeto libre, que puede optar entre el vicio y la virtud, por lo cual el orden político se piensa dirigido a reprimir y sancionar el vicio como culpa. Un segundo también negativo: no puede hacerse desde el objetivo de los políticos, tendentes a engañar con insidias a los hombres, preocupados por la intriga y no por el saber. El tercero, positivo: pensar un orden político desde la fundamentación antropológica, que a su vez ha sido metafísicamente fundamentada en las primeras partes de la Ética. Y en esa fundamentación se ha negado radicalmente la posibilidad de pensar un orden político basado en un sujeto moral, en un código moral y en el miedocomo instrumento para conseguir que el sujeto libre se someta al código.
La Ética está en la base de su teoría del poder. Por ello puede definir el “derecho natural” como “las leyes o reglas de la naturaleza” como “el poder de la naturaleza misma”. El derecho del hombre es su poder, su potencia de ser. La máxima perfección ontológica es Dios, que es causa sui y, por tanto, poder absolutamente libre. La perfección de cada ser natural se mide por su capacidad de ser causa: ante la imposibilidad de ser causa sui, pues siempre es en y por la sustancia, modificación de ella, su perfección se mide por su poder para mantenerse, para perseverar en el ser, para sobrevivir en su nivel ontológico, para conservarse y seguir siendo. Por ello “el derecho natural de cada individuo se extiende hasta donde llegan los límites de su poder. Todo cuanto puede realizar un hombre en virtud de las leyes de la naturaleza lo lleva a cabo con un derecho natural pleno y tanto derecho tiene, en el orden natural, cuanto poder tiene”. El derecho natural es derecho a ser como se es, a actuar naturalmente. El derecho viene de la necesidad: lo que un ser hace necesariamente manifiesta las fuerzas que lo constituyen, en su derecho; al mismo tiempo, es su potencia de actuar. En consecuencia, tiene derecho a hacer todo aquello que se puede hacer y que, en el fondo, se hace necesariamente.
Los deseos, provocados por la razón o por las pasiones, son productos de la naturaleza y tienen una dirección final: perseverar en el ser. La “pasión de ser”, pues, condensa y fundamenta el orden político-jurídico. Toda actuación humana está de acuerdo con el orden natural. Es el poder el que instaura el derecho, el que marca sus límites. Todos tienen derecho a ejercer todo su poder porque natural y necesariamente tienen que ejercerlo. Más aún, es en el ejercicio del poder, de su poder, donde el hombre instaura y afirma su ser: un poder abstracto, como instrumento que uno puede manejar y voluntariamente reprime, es una limitación de la potencia del hombre y una imperfección, una debilitación de su ser, de su alegría.
Es fácil comprender que esta posición se enfrenta radicalmente con el iusnaturalismo, que en aquellos tiempos expresaba una posición filosófico-jurídica progresista. El iusnaturalismo se basaba en una concepción del hombre como sujeto libre, creado por Dios en libertad, responsable ante él, capaz de conocer el bien y el mal, de regirse por los valores racionales, de distinguir entre lo justo y lo injusto; un sujeto capaz de autodeterminarse, de liberarse de las determinaciones externas, de trazar las escalas de justicia y bondad; pero Spinoza ha acabado con los espíritus-sujetos libres, ha sometido el alma al orden necesario de la totalidad natural. “Cada uno está preso de su propio placer”. Y esta prisión no expresa la “caída de nuestro primer antecesor”, dejando la posibilidad de soñar un futuro estado de libertad, permitiendo pensar la realidad humana como libre en esencia y sometida en la existencia. La teoría de la caída no es consecuente. No puede pensar por qué cayó el primer espíritu-sujeto. Y el “diablo” no sirve de explicación, pues el “diablo” fue también creado y nadie puede pensar por qué surgió en él una fuerza que le llevó a enfrentarse con su creador.
4. Principales categorías metafísicas relacionadas con el pensamiento político de Spinoza
4.1 El conatus; placer y dolor
Cada cosa se define no por la finitud que le corresponde al estar limitada desde el exterior por las demás cosas singulares, sino por la actividad y la productividad que le son propias. “Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto”.
Spinoza llama a esa potencia que se expresa “de una cierta y determinada manera” en “todo cuanto existe” conatus. Conatussignifica esfuerzo, porque si la potencia de Dios no tiene límites, la potencia de las cosas singulares sí que está limitada por la de las otras cosas, y necesita para afirmarse oponerse “a todo aquello que pueda privarle de su existencia”. La potencia de las cosas singulares se expresa bajo forma de tensión o de lucha contra los demás. “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en el ser”.
No todas las cosas tienen la misma potencia; por ello, cada cosa se esfuerza “cuanto está a su alcance”; es decir, el esfuerzo de cada cosa depende siempre de lo que ella pueda, de su grado de fuerza, de su grado de ser. Cuanto mayor sea la complejidad o la potencia del individuo, mayor tendrá que ser su esfuerzo por salvaguardar su diferencia y conservar su ser frente a la opresión de las causas externas que lo amenazan en función de su grado de resistencia.
El hombre, según el medio donde viva, puede variar mucho su existencia: “El cuerpo humano puede ser afectado de muchas maneras por las que su potencia de obrar aumenta o disminuye”. En la naturaleza no existen cuerpos simples, pero el cuerpo del hombre se caracteriza por su complejidad y por la necesidad que tiene, para conservarse, de otros cuerpos, cuya importancia es decisiva para el suyo, porque no pueden transformar su vida favoreciendo o entorpeciendo su esfuerzo por existir.
Cuanto más convenga un cuerpo con otro, cuantas más propiedades tengan en común, más aumentará la potencia de ambos al encontrarse, y al revés, si dos cuerpos son de naturaleza contraria, intentarán destruirse, y el más fuerte conseguirá reducir al otro.
Al conatus, o esfuerzo del hombre por perseverar en el ser, Spinoza lo llama apetito o deseo, y llama afectos a los efectos que producen sobre él los demás cuerpos aumentando o disminuyendo su potencia.
Lo que constituye la esencia del hombre es el deseo, que en algunos casos puede asemejarse al oscuro y ciego instinto del animal, y en otro ser deseo lúcido. Pasiones y acciones expresan la misma “fuerza natural por la cual el hombre se esfuerza por perseverar en el ser”, y por lo tanto, el derecho, en vez de definirse por la razón como casi siempre –exceptuando a los sofistas– lo habían hecho los filósofos, se definirá por la potencia o deseo que mueve a todos los hombres, sabios o ignorantes, locos o cuerdos, sin distinción, a actuar.
En un mismo deseo se pueden diferenciar dos formas, que no son en definitiva sino dos posibilidades de existencia: una activa cuando somos la causa de lo que sucede en nosotros o fuera de nosotros, y otra pasiva cuando la causa de lo que nos ocurre es exterior a nosotros. Estas dos modalidades de un mismo deseo dan lugar a la distinción entre afectos activos y pasivos. Los afectos activos significan que somos nosotros su causa, y su actividad, cuyo origen está en nosotros, se explica mediante el conocimiento. Los afectos activos suponen que tengamos de ellos “una idea adecuada” o “un concepto claro y distinto”. El afecto puramente activo requiere de un conocimiento concreto, indisociable de la potencia que produce su fuerza.
Cuando no somos la causa de nuestros afectos Spinoza los llama pasiones. Tenemos pasiones cuando nos encontramos sometidos a lo que no depende de nosotros. “Podemos en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola sin las demás partes”.
Si tenemos pasiones es porque somos cuerpos finitos que al encontrarse se oponen, se potencian y se limitan unos a otros. Las pasiones son fuerzas y no basta con conocerlas, una pasión solamente se suprime con otra pasión. Esa pasión que me hace daño, que siento y percibo de mil maneras como mía, es la huella hiriente de un cuerpo exterior sobre mi cuerpo, es el efecto en mí de una potencia ajena cuya fuerza superior a la mía me arrastra.
La fuerza y el incremento de una pasión cualquiera así como su perseverancia en la existencia, no se definen por la potencia con que nosotros nos esforzamos por perseverar en existir, sino por la potencia de la causa exterior comparada con la nuestra (Ética, IV, proposición. 5)
Cuando al encontrarse con otro, un cuerpo en vez de limitarlo lo potencia, la pasión deja de identificarse con la servidumbre para convertirse en un elemento que favorece la vida o el esfuerzo por existir. La actividad que un cuerpo recibe de otro es muy frágil porque depende de una causa exterior a él mismo, que en cualquier momento puede cesar, pero esta fragilidad no la hace ser menos real.
En la realidad no caben dos pasiones iguales, porque cada pasión se define por sus efectos y no por su objeto, o mejor dicho, se define por los efectos que produce en cada objeto.
4.2 Deus sive Natura
Aquello a lo que más claramente aspiró Spinoza en la redacción de su Ética es a responder a este interrogante: “¿Cómo llegar a ser adecuadamente consciente de sí mismo, de Dios y de todas las cosas?”. Si llegásemos a tal conciencia adecuada, los tiranos ya no podrían manipular nuestros temores ni orientar nuestras supersticiones, nos veríamos libres de los agobios del remordimiento y de los fatigosos zarandeos de la pasión y alcanzaríamos la auténtica libertad.
En el universo todo forma parte de una auténtica sustancia; el ser, lo que hay, es una auténtica sustancia, a la que puede llamarse Dios o naturaleza. De los infinitos e inconcebibles atributos de esa sustancia, sólo conocemos dos: el pensamiento y la extensión. Cada uno de esos atributos se manifiesta de diversos modos; mentes e ideas en el rango del pensamiento, y cuerpos en el de la extensión. Entre ambos atributos hay correspondencia; no prioridad, ni subordinación. Todo lo que hay es cuerpo e idea, y el simétrico paralelismo que hace corresponder unos con otros, los afectos de las unas y los otros, estriba en la condición misma de Dios-sustancia que todo lo constituye y nada produce en uno de sus atributos sin producirlo también idénticamente en el otro.
Muchos de los sufrimientos del hombre provienen de su propensión a formarse ideas inadecuadas bajo el imperio de la imaginación, que mezcla caprichosamente las ideas de diversos cuerpos, sin respetar la impaciente concatenación causal que garantiza la nitidez del entendimiento.
Una de las ilusiones más comunes de la imaginación es, precisamente, la libertad. Para Spinoza, la modalidad de todo lo que existe es la necesidad, y sólo podría ser llamado libre el Dios-sustancia, en el sentido de que es su propia causa y sólo en él mismo tiene su principio de actuación; pero al hombre le cabe un tipo de libertad no ligado a su voluntad, sino a su capacidad racional de formarse ideas adecuadas sobre lo necesario y orientas su conatus, su capacidad de actuar y perseverar en el ser.
4.3 La idea de libertad y felicidad
El pensamiento político de Spinoza se desarrolla en torno a un concepto de libertad que viene derivado de la metafísica de la necesidad. Nos encontramos ante una libertad necesaria que se encuentra en las antípodas de una libertad entendida como indiferencia. El hombre libre no es aquel que se ve envuelto en procesos de decisión o deliberación, sino el que vive ineluctablemente sometido al frío dictamen de la razón. Lo propio de la razón es conocer las cosas como necesarias y como meramente contingentes. La libertad, por tanto, tendría que ver con la afirmación y conservación del ser propio en ajuste a las leyes necesarias a que tal ser se encuentra sometido.
En cuanto a la felicidad, sería una categoría estrechamente relacionada con la teoría del conatus, y consiste, concretamente, en que el hombre pueda conservar su ser. De ahí que:
La felicidad no sea el premio de la virtud, sino la virtud misma; ni gozamos de la felicidad porque reprimimos las pasiones, sino que, por el contrario, debido a que gozamos de ella, por ello podemos reprimir las pasiones.
El modo privilegiado de llevar a cabo este esfuerzo de perseverar en el ser, esta virtud, consiste en el conocer. El conocer se convierte, pues, en el camino mediante el cual esta felicidad se nos revela y planifica.
Así pues, en la vida es primordialmente útil perfeccionar, en la medida que podamos el entendimiento o la razón, y en esto sólo consiste la suprema felicidad del hombre, puesto que la beatitud no es otra cosa que la tranquilidad misma del espíritu, la cual se deriva del conocimiento intuitivo de Dios; y perfeccionar el entendimiento no es más que entender a Dios y los atributos y acciones de Dios, que son consecuencia de la necesidad de la naturaleza misma.
En esta intuición intelectual y amorosa de Dios es donde el hombre encuentra la tranquilidad de espíritu que hemos llamado vivencia de la felicidad.
5. Esclavitud y libertad
“Llamo servidumbre a la falta humana de poder para moderar y hacer frente a las emociones. Porque el hombre que se somete a sus emociones no tiene poder sobre sí mismo, sino que está en manos de la fortuna, en tal medida que muchas veces está obligado, aunque pueda ver los que es mejor para él, a seguir lo que es peor”. “En cuanto a los términos ‘bueno’ y ‘malo’, no indican nada positivo en las cosas consideradas en sí mismas, ni son otra cosa que modos de pensamiento o nociones que formamos a partir de una comparación de cosas mutuamente”. Pero podemos formar, y formamos, una idea general de hombre, un tipo de naturaleza humana, o, más exactamente, un ideal de naturaleza humana. Y el término “bueno” puede ser entendido en el sentido de que “sabemos ciertamente que es un medio para que alcancemos el tipo de naturaleza humana que nos hemos propuesto”, mientras que el término “malo” puede utilizarse en el sentido de que “sabemos ciertamente que nos impide conseguir dicho tipo”. Del mismo modo podemos hablar de los hombres como más o menos perfectos en cuanto se acercan o están alejados del logro de ese tipo. Así pues, si entendemos de esa manera los términos “bueno” y “malo”, podemos decir que es posible saber lo que es bueno, es decir, aquello que nos ayudará a alcanzar el ideal o tipo reconocido de naturaleza humana, y, no obstante, hacer lo que es malo, es decir, aquello que ciertamente nos estorbará el lograr ese tipo o ideal.
Opuesta a la servidumbre de las emociones pasivas está la vida de la razón, la vida del sabio. El hombre libre no es aquel que se ve envuelto en procesos de decisión o deliberación, sino el que vive ineluctablemente sometido al frío dictamen de la razón. Y ya sabemos que lo propio de la razón es conocer las cosas como necesarias y no como meramente contingentes. La libertad, por tanto, tendría que ver con la afirmación y conservación del ser propio en ajuste a las leyes necesarias a que tal ser se encuentra sometido.
Ésta es la vida de la virtud: porque “obrar absolutamente de acuerdo con la virtud no es en nosotros otra cosa que obrar bajo la guía de la razón, vivir y conservar el propio ser (las tres cosas significan lo mismo) sobre la base de buscar lo que es útil para nosotros mismos”. Lo ciertamente útil es aquello que conduce verdaderamente a comprender, y lo nocivo o malo es aquello que nos impide la comprensión. Comprender es liberarse de la esclavitud de las pasiones. “Una emoción que es una pasión, cesa de ser una pasión tan pronto como nos formamos una idea clara y distinta de ella”.
6. Derecho natural
El acercamiento de Spinoza a la teoría política recuerda mucho al de Hobbes. Ambos filósofos creían que todo hombre está condicionado por la naturaleza a buscar su propio provecho, y ambos trataron de mostrar que la formación de la sociedad política, con todas las restricciones a la libertad humana que implica, es justificable en términos de interés personal racional o ilustrado. El hombre está constituido de tal modo que, para evitar el mayor mal de la anarquía y el caos, tiene que unirse a los demás hombres en una vida social organizada, aunque sea a costa de restricciones a su derecho natural de hacer cuanto es capaz de hacer.
Spinoza, como Hobbes, habla de “ley natural” y “derecho natural”. Cuando Spinoza habla de “ley natural” no piensa en una ley moral que corresponde a la naturaleza humana, pero que obliga al hombre moralmente, como ser libre, a obrar de una determinada manera; piensa en la manera de obrar a que toda cosa finita, incluido el hombre, está determinada por la naturaleza. “Por el derecho y ordenación de la naturaleza entiendo meramente aquellas leyes naturales por las que concebimos que todo individuo está condicionado por la naturaleza de modo que viva y actúe de un modo determinado”.
Decir que el pez grande tiene el “derecho” de comerse al chico es simplemente decir que el pez grande puede devorar peces, y que está constituido de tal modo que lo hace así cuando se le presenta la ocasión. “Porque es cierto que la naturaleza, considerada en abstracto, tiene derecho soberano a hacer todo lo que puede hacer; en otras palabras, su derecho y su poder son coextensivos”. En consecuencia, los derechos de cualquier individuo solamente están limitados por los límites de su poder. Y los límites de su poder están determinados por su naturaleza. Así pues, “como el hombre sabio tiene derecho soberano … a vivir de acuerdo con las leyes de la razón, así también el hombre ignorante y necio tiene derecho soberano a … vivir según las leyes del deseo”. Un hombre ignorante y necio no está mas obligado a vivir de acuerdo con los dictados de una razón ilustrada “que lo que lo está un gato a vivir según las leyes de la naturaleza de un león”.
Tanto si un individuo dado es conducido por la razón ilustrada como si lo es por las pasiones, tiene un derecho soberano a buscar y tomar para sí todo lo que cree útil. La causa de ello está en que la naturaleza no está limitada por las leyes de la razón humana, que tienen por objetivo la conservación del hombre. Los objetivos de la naturaleza, en la medida en que es posible hablar de objetivos de la naturaleza, “se refieren al orden eterno de la naturaleza, en el cual el hombre no es sino una minúscula mota”. Si una cosa cualquiera nos parece mala o absurda en la naturaleza, eso es simplemente porque ignoramos el sistema de la naturaleza y la interdependencia de los miembros del sistema, y porque queremos que todo esté arreglado de acuerdo con los dictados de la razón y el interés humanos. Una vez hayamos conseguido superar los modos antropomórficos y antropocéntricos de considerar la naturaleza, comprenderemos que el derecho natural solamente está limitado por el deseo y el poder, y que el deseo y el poder están condicionados por la naturaleza del individuo.
La misma doctrina se repite en el Tratado Político. Spinoza reafirma aquí sus tesis de que, si se trata del universal poder o derecho de la naturaleza, no podemos reconocer distinción alguna entre deseos que engendrados por la razón y deseos engendrados por otras causas. “El derecho natural de la naturaleza universal, y, en consecuencia, el de cada cosa individual, se extiende hasta donde se extiende su poder; y, consecuentemente, todo cuanto un hombre hace según las leyes de su naturaleza lo hace por el más alto derecho natural, y el hombre tiene sobre la naturaleza tanto derecho como poder tenga”. Los hombres son conducidos más por el deseo que por la razón. De ahí que pueda decirse que el derecho y el poder natural están limitados por el apetito más bien que por la razón. La naturaleza “prohibe” solamente aquello que no deseamos o no tenemos poder para obtener o hacer.
Como todo hombre tiene un impulso natural hacia el mantenimiento y la conservación de sí mismo, tiene, en consecuencia, derecho natural a valerse de todos los medios que piense que pueden ayudarle a conservarse. Y tiene derecho a tratar como un enemigo a cualquiera que obstaculice el cumplimiento de aquel impulso natural. En realidad, dado que los hombres están muy expuestos a las pasiones de la ira, la envidia y el odio en general, “los hombres son naturalmente enemigos”.
En el estado de naturaleza es “justo” que yo tome todo lo que crea útil para mi conservación y bienestar: la “justicia” se mide simplemente por el deseo y el poder. En la sociedad organizada, en cambio, se establecen ciertos derechos de propiedad y ciertas reglas para la transferencia de propiedad, y, por convenio común, términos como “justo”, “injusto” y “derecho” reciben significados definidos. Cuando éstos se entienden de ese modo son “meramente nociones extrínsecas”, que se refieren no a propiedades de acciones consideradas en sí mismas, sino a acciones consideradas en relación a reglas y normas establecidas por convenio y fundadas en éste. Puede añadirse que la fuera vinculante de los convenios radica en el poder para imponerlos. En el estado de naturaleza, un hombre que ha hecho un convenio con otros tiene derecho “por naturaleza” a romperlo cuando llega a pensar, acertada o erróneamente, que será ventajoso para él hacerlo así.
7. El fundamento de la sociedad política
Sin embargo, “todo el mundo desea vivir en la medida de lo posible en seguridad, más allá del alcance del miendo; y eso sería enteramente imposible mientras cada uno hiciese todo cuanto le agradase, y la voz de la razón fuese puesta al mismo nivel que las del odio o la ira… Cuando reflexionamos en que los hombres sin la ayuda mutua, o la asistencia de la razón, tienen que vivir necesariamente del modo más miserable, vemos claramente que los hombres tienen que llegar necesariamente a un acuerdo para vivir juntos tan bien y tan seguramente como les sea posible”. Además, “sin la ayuda mutua los hombres apenas pueden soportar la vida y cultivar la mente”. Así pues, el propio poder y el propio derecho natural de un hombre están en constante peligro de volverse inefectivos mientras ese hombre no se ponga de acuerdo con los demás para formar una sociedad estable. Puede decirse pues, que el mismo derecho natural apunta hacia la formación de la sociedad organizada. “Y si es por eso por lo que los escolásticos llamaron al hombre animal social – quiero decir, porque los hombres en estado de naturaleza difícilmente pueden ser independientes – no tengo nada que decir contra ellos”.
El pacto social descansa, pues, en el interés ilustrado, y las restricciones de la vida social se justifican cuando se muestra que constituyen una amenaza menor al propio bienestar que los peligros del estado de naturaleza. “Es una ley universal de la naturaleza humana que nadie descuida nunca nada que juzgue bueno excepto con la esperanza de lograr un bien mayor, o por el miedo de un mayor mal; ni nadie soporta un mal excepto para evitar un mal mayor o para obtener un bien mayor”. Nadie se comprometerá, pues, en un pacto, a no ser para obtener un bien mayor o para eludir un mayor mal. “Y podemos concluir, en consecuencia, que lo que hace válido un pacto es únicamente su utilidad, sin la cual es nulo y vacío”.
7.1 El pacto social
El “pacto” expresa el paso del estado de naturaleza al estado civil. El “pacto” es la instauración del Estado, el mecanismo por el cual el derecho natural y el poder libre de cada uno pasa a integrar el poder del Estado. El derecho del Estado se mide, obviamente, “por el grado de su poder”. El Estado se convierte en un ser con las mismas leyes de cualquier ser: perseverar en el ser, derecho igual a su poder, perfección igual a su potencia. Y Spinoza es contundente: “el derecho de cada ciudadano o súbdito es tanto menor cuanto mayor es el poder de la República”. Al igual que el hombre al ver las perfecciones en otro hombre se siente afectado de tristeza, porque se ve a sí mismo limitado, y no puede dejar de odiar la alegría en el otro puesto que el poder del otro es siempre limitación del poder propio, del mismo modo se establece la relación entre el hombre y el Estado: el poder de éste limita al de aquél. El hombre devenido ciudadano tiene sólo el poder que el Estado le limita; puede hacer, tiene derecho a hacer, sólo aquello que el Estado le permite y en el espacio que el Estado le traza. La ley, expresión del poder del Estado, señala los límites del poder del hombre.
El estado civil es, pues, un estado de sumisión. La República no puede dar a los ciudadanos el derecho a vivir según sus gustos: sería su destrucción. El hombre natural no desaparece en el estado civil: está allí, aunque dominado. Si el Estado no ejerce su poder crecerá el del hombre y se iniciará su destrucción. El conatus sigue rigiendo en el hombre sometido a la ley: se mantiene su deseo de sobrevivir y de alegría, su deseo de sentirse potente, causa, libertad. ¿Qué ha ganado el hombre? Sobre todo ¿qué ha ganado si, como dice Spinoza, el hombre sigue afectado de miedo y de inseguridad? La razón, que le ha llevado al pacto, que le aconseja mantener el pacto, ¿no le ha engañado? “La diferencia entre uno y otro estado es que en el estado político el motivo de miedo es idéntico para todos y la fuente de seguridad y la forma de vida es idéntica para todos”. La razón aconseja el pacto, aconseja la sumisión, porque en el estado civil están más claras las reglas de juego, porque en él hay reglas. Y, con ello, el hombre puede medir sus fuerzas, no está sometido a sorpresas, a los vientos contrarios; puede encontrar su lugar, el más favorable, el que le permite su poder, el mínimo peligro, la máxima eficacia.
El poder del Estado tiene nombre y forma, es menos arbitrario, o al menos no tan voluble ni caprichoso. Un poder que dice el bien y el mal, que cataloga lo justo y lo injusto, que publica la lista de pecados y penitencias, es un poder menos impresionante, menos peligroso, más tolerable y más eludible, más conocido.
La voz de la Razón, que aconseja el pacto, se legitima a sí misma: no puede decir que los hombres tengan derecho a ser libres, sino al contrario, tal posibilidad es negada. No dice al hombre “sé libre” sino que le dice “mantén la paz”. Y le dice al hombre que su deseo de ser libre es un pernicioso deseo, porque, en primer lugar, en la naturaleza no hay libertad posible, ya que sólo es libre el todo porque nada hay fuera de él que lo limite; y porque, en segundo lugar, aunque ese deseo de ser libre es necesariamente provocado por la inviolable ley de la tendencia a perseverar en el ser, procede de la imaginación de las ideas inadecuadas y es un camino falso y peligroso: la paz es mucho más importante que la libertad para perseverar en el ser. Y esa paz exige la sumisión a la ley.
El Estado político se ha instituido como una solución natural, con el fin de disipar el miedo general y eliminar las miserias comunes a las cuales todos están expuestos. Su fin principal no difiere, pues, de aquel que cualquier hombre razonable se esforzaría en lograr, aunque un hombre razonable se viera un día, por obedecer a la República, obligado a llevar a cabo un acto que supusiese repugnancia a la razón, este inconveniente particular quedaría largamente compensado por todo el bien que deriva del propio Estado político.
La voz de la razón dice: “la libertad de un individuo en el estado de naturaleza dura sólo el tiempo que es capaz de impedir que el otro le sojuzgue”. La voz de la razón dice: tu derecho natural es “prácticamente inexistente”, es más imaginario que real”, pues nunca tendrás asegurado el poder ejercerlo. Tu poder es impotente ante el de todos los otros, ante la totalidad de la naturaleza. Tu poder, pues, no te libra del miedo, ni de la inseguridad. Tu poder es imaginario, falso. No hay más poder que el del todo, el poder de los modos es sólo manifestación del poder de la substancia, que distribuye su poder en la inferioridad del modo. Y esa voz de la razón susurra al oído: refuerza tu poder uniéndote al de los otros, pacta, instaura la vida social. O sea: renuncia a tu poder para acabar con tu miedo, sométete para gozar de la seguridad.
Si la ley natural daba al hombre un derecho igual a su poder, la ley civil es ahora quien reparte derechos y poderes. Pero la ley civil hace más: instaura el pecado, la injusticia, el bien y el mal. La ley dice y nombre lo bueno y lo malo, obliga y prohibe. “La sumisión … consiste en la voluntad constante de ejecutar aquellos actos que son buenos según la ley y la decisión general impone”. La voz de la razón sigue avanzando: “la libertad humana es mayor cuanto más el hombre acepta la razón como guía y más modera sus apetitos”. La fuerza de los deseos, expresión de la naturaleza humana, es ciega, corre el riesgo de errar en su objetivo principal. Lo que importa es la voz de la naturaleza, que la razón interpreta.
7.2 Pensar y no soñar
En el Tratado Teológico Político el derecho natural se define por la potencia y no por la razón como lo habían entendido los pensadores clásicos.
Exactamente igual que la naturaleza se define respecto a sus reglas fijas e inmutables, el derecho se define respecto a las reglas de la naturaleza de cada individuo, es decir, respecto a su conatus o esfuerzo por perseverar en el ser:
Por derecho e institución de la naturaleza no entiendo otra cosa que las reglas de la naturaleza de cada individuo según las cuales concebimos a cada uno de ellos determinado a existir y a obrar de una cierta manera (Tratado Teológico Político, XVI)
El derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su potencia, porque la potencia de la naturaleza es la potencia misma de Dios (ibid.)
En la medida en que el hombre es una parte de la naturaleza semejante a otras, no cabe para conocer lo que es el derecho, establecer diferencia alguna entre el hombre y los demás seres, ni tampoco entre “los hombres que están dotados de razón ni los que no lo están”. Si un individuo tiene la potencia de actuar en función de sus propias leyes, nadie, a menos de tener más fuerza que él, puede obligarle a actuar de un modo diferente. Ahora bien, por las mismas razones, si pueden más las causas exteriores que su propia potencia, su derecho a actuar se verá reducido o aplastado por esas causas que tienen más fuerza que él. El derecho de cada uno depende de la potencia de su ser o de la fuerza de su deseo.
El Tratado Teológico Político establece una separación entre el estado de naturaleza, donde el derecho se define por el deseo o apetito de cada hombre, y el estado de sociedad, donde el deseo resulta de un pacto razonable por el que cada uno transfiere su potencia a un soberano.
El pacto mediante el cual se instituye la sociedad civil aparece como el resultado de un acto razonable, pues mientras que en el estado de naturaleza el deseo separaba a los hombres, la razón les conduce a unirse.
Como las leyes del apetito arrastran a cada cual por su lado, los hombres debieron establecer con la mayor firmeza y mediante un pacto dirigirlo todo por el solo dictamen de la razón (o.c., XVI)
El pacto solamente tiene sentido en cuanto reporta ventajas, en cuanto es útil. El principio que mantiene a los hombres unidos es el mismo que el que garantiza la utilidad, o la solidez del pacto, y se funda en un mecanismo pasional.
Cada uno elegirá de dos bienes el que le parece mayor y de dos males el que le parece menor (ibid.)
Esta regla de conducta prefigura los análisis del Tratado Político, donde los fundamentos del estado son deducidos de las pasiones. En esta obra ya no hay pactos ni razones que se opongan al deseo, sino fuerzas múltiples cuyo origen habrá dejado de tener pertinencia porque lo que importa son los efectos que estas fuerzas producen.
A la inversa de Hobbes, Spinoza analiza el pacto como expresión de un hecho, y no como expresión de una relación jurídica o abstracta. Busca circunscribir los límites reales de una relación de fuerzas e intenta explicar por qué un pacto cesa necesariamente de ser válido si no corresponde al interés o a la utilidad del que se ha comprometido. Se trata de ajustar el derecho al hecho real de la fuerza en vez de anular esta fuerza reduciéndola a una obligación externa.
Entre un tratado y otro Spinoza ha desechado la idea de un pacto dictado por la razón, porque la pregunta ya no es ¿cómo aparece el Estado? sino ¿cómo funciona?, es decir, ya no tiene por objeto su origen, sino sus efectos.
La hipótesis de un pacto que separaba dos formas de existencia resulta falaz, pues el derecho natural fundado en el deseo no desaparece con la organización política. En el estado de naturaleza como en el de sociedad civil, el hombre
Actúa en función de las leyes de su propia naturaleza y busca lo que le es útil. En las dos situaciones es conducido por la esperanza o por el miedo a realizar un acto y no otro (Tratado Político, III-3)
El derecho del Estado se funda en el Tratado Políticoen el esfuerzo o deseo de cada uno por perseverar en el ser.
Las causas y los fundamentos naturales del Estado no deben buscarse en las enseñanzas de la razón, han de buscarse en la naturaleza y en la condición común de los hombres (o.c., I-7)
Si el soberano o el cuerpo político imponen su derecho al ciudadano, es solamente porque tienen más fuerza que él. Solamente se abandona la fuerza que ya no se pose, es decir, no se abandona nada libremente. La necesidad de un soberano es el resultado de la debilidad, y no de la libertad que nunca podrá consistir en una renuncia a la existencia propia.
El postulado de una razón y una libertad abstracta es, además de falso, nefasto porque convierte al hombre en un ser impotente cuya libertad consiste, como dicen los teólogos, en pecar, es decir, en poder infringir los mandamientos de una razón teórica, opuesta a los deseos del cuerpo. La razón en lugar de oponerse al deseo, se identifica al deseo activo.
Desde el punto de vista político el deseo no tiene pertinencia. Lo que va a contar, lo que realmente va a tener relevancia política asta el punto de transformar la naturaleza del Estado, es la fuerza con la que se manifiesta el deseo o el derecho, es decir, si es de muchos o es solamente de unos cuantos.
La racionalidad de las decisiones políticas no es mayor porque estas se ajusten a las enseñanzas de la razón, sino que las decisiones políticas se ajustan más a las enseñanzas de la razón, o sea, a la conservación del cuerpo político, cuanto mayor número de fuerzas reúnan.
La hipótesis del pacto resulta inútil para explicar el hecho político, porque es imposible pensar la existencia de sociedades no organizadas o de sociedades desprovistas de estructuras reguladoras. Desde la perspectiva de Spinoza no cabe imaginar las relaciones sociales de los hombres fuera, o al margen de sus relaciones políticas. No cabe plantear la sociedad “sin” o “contra el Estado”. El poder del Estado no es trascendente a los individuos, sino que estriba en la naturaleza misma de las relaciones que ellos mantienen entre sí.
Para Spinoza el Estado se funda en las pasiones humanas, es decir, en la manera según se relacionan o se afectan unos cuerpos a otros. El Estado se identifica con el conjunto de las acciones que realizan todoslos hombres en común y consiste en hechos muy prácticos: “reivindicar tierras para habitarlas y cultivarlas, protegerse, rechazar toda violencia y vivir como le parece bien a la comunidad”.
El Estado no es algo diferente a la reorganización colectiva que nace de una necesidad vital: “sin una ayuda recíproca los hombres no pueden conservar la vida, ni cultivar su espíritu”. La finalidad de las leyes y de las instituciones reside en canalizar esa ayuda, evitando que estalle el conflicto y la lucha provocada por pasiones opuestas.
Un principio esencial rige el Tratado Político: cuantos más hombres se unen entre sí, más poder tienen, y mejor pueden defenderse. Así, Spinoza llama Estado “al derecho que se define por la potencia de la multitud”.
8. Una política más allá del bien y del mal
Los hombres se hallan necesariamente sometidos a pasiones […], por esta razón entran en conflicto, y se esfuerzan cuanto pueden en oprimirse unos a otros (Tratado Político, I-5)
El objeto de la política consiste en una lucha que tiene por causa las pasiones y, por consecuencia, la opresión. Este objeto no es el mismo que el que los filósofos tienen por costumbre considerar. Es más, ahí donde Spinoza ve una lucha, los filósofos se representan a los hombres, en función de sus propios sueños, como seres razonables. El objeto frente al cual se sitúa Spinoza también es diferente del de los políticos, pues así como ello parten de la “malignidad humana”, Spinoza se coloca frente a su causa: las pasiones, y frente a su consecuencia principal: la opresión.
Desde Platón, los filósofos han soñado con una elite de gobernantes, dirigidos por la razón, capees gracias a este don del cual ellos serían los depositarios exclusivos, de asegurar la estabilidad del Estado, y de controlar ese cuerpo eternamente rebelde e ignorante de la muchedumbre. La exigencia de cierta moralidad, la defensa de cierta idea de la virtud, ha sido a menudo –y no deja de ser– para los gobernantes una justificación y un arma esencial de su política.
Según Spinoza, las dos razones que explican esta actitud son:
1. la idea de que los gobernantes estarían dotados de algún tipo de virtud o de inteligencia particular;
2. la creencia según la cual el Estado tendría que resolver los asuntos públicos siguiendo las mismas reglas morales que se imponen a los particulares; es decir, como si de un asunto de familia se tratara.
La política de Spinoza, al caracterizarse por una ausencia de figuras mesiánicas, trastoca estos datos habituales. Spinoza piensa que la naturaleza es la misma en todos los hombres, y que gobernantes y gobernados participan de las mismas pasiones. No tiene sentido, por tanto, soñar con una clase dirigente virtuosa y ejemplar, sino todo lo contrario. La virtud individual representa una fuerza demasiado frágil para garantizar el derecho, y se encuentra, por definición, tanto más amenazada cuanto mayor sea el poder de los gobernantes:
Y ciertamente es una insensatez absoluta exigir de otro lo que nadie es capaz de obtener de sí mismo: cuidad de los intereses de los demás más que de los suyos propios, renunciar a la avidez, a la envidia, a la ambición, etc., sobre todo cuando se trata de un hombre expuesto cada día a las solicitaciones más vivas de todas las pasiones (Tratado Político, VI-3)
Spinoza considera que las virtudes, la conducta racional de los individuos, son el fruto de la vida social, y no su origen.
En cuanto al postulado que defiende la necesidad de una moralidad política, le basta con mostrar su origen para descubrir el engaño que encierra: la reivindicación de una moral por parte de los gobernantes y su consiguiente imposición provienen, desde la perspectiva de Spinoza, de la forma que ellos tienen de considerar el Estado que administran como un bien personal, como una propiedad privada. Teniendo en cuenta semejante postulado se vuelve sin duda necesario que estos administradores sean justos, valientes, razonables, puesto que la estabilidad del Estado depende de su conducta o de su virtud.
El objetivo del Tratado Político es diferenciar la política de la moral, y separar radicalmente aquello que pertenece a la colectividad de los valores privados de sus gobernantes. Lo que importa por encima de todo es pensar las condiciones de una obediencia civil sin sometimiento posible a las ideas, virtudes u opiniones de ningún particular. Lo que busca Spinoza es conseguir que, mediante una organización jurídica común, el derecho de la mayoría no pueda encontrarse a la merced de quienes lo administran.
Según el Tratado Político la seguridad del Estado no constituye un asunto privado y, por tanto, es imprescindible que jamás pueda depender del buen juicio de unos cuantos. La soberanía del Estado no está supeditada al buen o mal gobierno de sus dirigentes, sino a la imposibilidad asegurada por las instituciones y las leyes de que puedan gobernar fuera de estos cauces colectivos:
Para lograr la seguridad del Estado, el motivo en que se inspiren los administradores no importa con tal que administren bien (Tratado Político, I-6)
Aquella política cuya justificación principal es la ética representa a la postre ausencia de política de Estado, o implica, si se prefiere, política de una minoría. Contra esta política anti-democrática el Tratado Político piensa un orden absoluto:
tal que sus administradores, ya se guíen por la razón o por las pasiones, no puedan mostrarse desleales o prevaricar (o.c., I-6)
Mientras que el Estado solamente tiene razón de ser en su dimensión pública, las virtudes morales son un asunto privado que concierne a cada individuo y sobre el cual sería demasiado peligroso fundar el funcionamiento de una colectividad.
Lo que importa es establecer el Estado de modo tal que todos, gobernantes y gobernados, quieran o no quieran, actúen del modo conveniente al servicio del bien común (o.c., VI-3)
Desde un punto de vista político lo que interesa no es la eticidad de los actos, sino la garantía de una seguridad colectiva, o sea, el que la existencia de cada uno no tenga por qué depender de las virtudes apenas.
9. Soberanía y gobierno
Al concluir un pacto social, los individuos entregan sus derechos naturales al poder soberano; y “el poseedor del poder soberano, sea uno, o muchos, o la totalidad del cuerpo político, tiene el derecho soberano de imponer cuantos mandatos le agraden”. De hecho, es imposible transferir la totalidad del poder y, en consecuencia, todo el derecho. Porque hay algunas cosas que se siguen necesariamente de la naturaleza humana y no pueden ser alteradas por el mandato de la autoridad. Por ejemplo, es inútil que el soberano mande a los hombres que no amen lo que les es agradable. Pero, aparte de casos como ése, el súbdito está obligado a obedecer los mandatos del soberano. Y la justicia y la injusticia dimanan de las leyes promulgadas por el soberano. “No puede concebirse que alguien sea un malhechor, excepto bajo un dominio … Así pues, lo mismo que el delito o la obediencia en sentido estricto, también la justicia y la injusticia son inconcebibles a no ser en el estado de sujeción a un dominio”.
Por otra parte, Spinoza no intenta justificar el gobierno tiránico. En su opinión, “nadie puede conservar mucho tiempo un mando tiránico”, porque, si el soberano obra de una manera completamente caprichosa, arbitraria e irracional, provocará eventualmente tal oposición que perderá su poder de gobernar. Y la pérdida del poder para gobernar significa la pérdida del derecho al gobierno. Así pues, cabe esperar que, en su propio interés, el soberano no exceda límites razonables en el ejercicio de la autoridad.
“La comunidad más poderosa y más independiente es la que está basada en la razón y guiada por ésta”. El propósito de la sociedad civil “no es otra cosa que la paz y la seguridad de la vida. Y, en consecuencia, el mejor dominio es aquel en el que los hombres viven en unidad y las leyes son respetadas”. El Estado más racional es también el más libre, puesto que vivir libremente es “vivir con pleno consentimiento bajo la entera guía de la razón”. Y esa clase de vida se asegura del mejor modo en una democracia, “que puede definirse como una sociedad que ejerce todo su poder como un todo”. La democracia es “de todas las formas de gobierno la más natural y la más consonante con la libertad individual. En ella nadie transfiere su derecho natural de modo tan absoluto que deje de tener voz en los asuntos; solamente los cede a la mayoría de una sociedad de la que él es una unidad. Así, todos los hombres continúan siendo iguales, como lo eran en el estado de naturaleza”. En una democracia, las órdenes irracionales son menos de temer que en cualquiera otra forma de constitución, porque “es casi imposible que la mayoría de un pueblo, especialmente si es una gran mayoría, convenga en un designio irracional.
10. Relaciones entre estados
Lo que distingue a Spinoza de los grandes escritores griegos en materia política, así como de los escolásticos, es el énfasis que pone en el poder. En el estado de naturaleza el derecho solamente está limitado por el poder, y en la sociedad civil la soberanía descansa en el poder. Es verdad que los miembros de un Estado están obligados a obedecer las leyes, pero la razón fundamental de ello se encuentra en que el soberano tiene poder para obligarles. Es en el poder donde se apoya la autoridad política, aunque nunca se abuse de ese poder. Y si el poder desaparece, desaparece también toda pretensión de autoridad.
Diferentes Estados pueden convenir acuerdos mutuos, pero no hay autoridad alguna que haga obligatorios tales acuerdos, como ocurre en los contratos entre los miembros de un mismo Estado. En consecuencia, las relaciones entre Estados no están gobernadas por la ley, sino por el poder y el interés egoísta. Un convenio entre diferentes Estados “solamente es válido mientras basa en la fuerza los riesgos y las ventajas. Nadie acepta un compromiso ni se ata a lo pactado a menos que tenga una esperanza en un aumento de bien, o miedo a algún mal; si se suprime esa base, el pacto se anula.
Los Estados en sus relaciones mutuas se encuentran en la posición de los individuos considerados aparte del pacto social y de la sociedad organizada a la que dicho pacto da origen.
11. Libertad y tolerancia
A pesar del énfasis puesto por Spinoza en el poder, su ideal era la vida de razón. Y una de las características principales de una sociedad racionalmente organizada tenía que ser, según convicción de Spinoza, la tolerancia religiosa.
Tal actitud se seguía del modo más natural de sus principios filosóficos. Porque él hacía una firme distinción entre el lenguaje de la filosofía y el de la teología. La función de este último no consiste en proporcionar información científica, sino en impulsar a las personas a adoptar ciertas líneas de conducta. Así pues, siempre que la línea de conducta a la que lleva un determinado equipo de creencias religiosas no sea perjudicial al bien de la sociedad, debe concederse plena libertad a quienes encuentran ayuda o consuelo en ese equipo de creencias. “Cada uno debe ser libre para elegir por sí mismo los fundamentos de su credo, y que la fe no debe ser juzgada sino por sus frutos”.
El derecho sobre los propios juicios, sentimientos y creencias es algo que uno no puede enajenar por ningún pacto social. Todo hombre es “por derecho natural inabrogable, dueño de sus propios pensamientos”, y “no puede, sin desastrosos resultados, ser obligado a hablar solamente de acuerdo con los dictados del poder supremo”. “La debida finalidad del gobierno es la libertad”, porque “el objeto del gobierno no es transformar a los hombres de seres racionales en bestias o muñecos, sino ponerles en condiciones de desarrollar sus mentes y cuerpos en seguridad y emplear su razón libremente”. Así pues, la tolerancia no ha de limitarse a la esfera de la religión. Siempre que un hombre critique al soberano por convicción racional, y no por un deseo de crear dificultades o promover la sedición, debe permitírsele exponer su opinión libremente. El cuidado del bienestar público pone un límite a la libertad de palabra: la mera agitación, la incitación a la rebelión o a la desobediencia a las leyes, y la perturbación de la paz no pueden ser razonablemente permitidas. Pero la discusión racional y la crítica hacen más bien que mal. No es posible suprimir toda libertad de pensamiento; y, si se suprime la libertad de expresión, el resultado es que los necios, los aduladores, los insinceros y los faltos de escrúpulos florecen.
Su ideal era la vida de la razón, y no alababa el poder por el poder, aun cuando estuviese convencido no solamente de que el poder representa un papel de la mayor importancia en la vida política, sino también de que así ha de ser por razones metafísicas y psicológicas.
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