La filosofía política inglesa del siglo XVII está dominada por dos obras capitales: el Leviathan, de Hobbes, y los Dos tratados sobre el gobierno civil, de Locke. Ambas obras, aunque diferentes en su contenido, proceden de un mismo individualismo, de un mismo utilitarismo y de una misma preocupación por la seguridad y la paz. Pero mientras la primera se escribió en plena guerra civil, la segunda se publicó cuando parecía alborear lo que en adelante iba a ser la apacible historia del moderno parlamentarismo inglés. Por la misma época, apareció la obra de Richard Hooke Leyes del gobierno eclesiástico; en ella se propone la distinción entre la “ley natural” y la ley humana positiva.
La ley natural obliga al hombre como tal, y no depende de uno u otro Estado. La ley positiva surge cuando los hombres, para remediar la falta de autosuficiencia, se unen en sociedad y forman un gobierno, sin el cual la sociedad es imposible. Pero aunque gobierno y ley sean necesarios a la sociedad, la naturaleza no ha determinado la clase de gobierno, ni tal o cual ley particular. Estos son asuntos de la comunidad, y todo lo que cabe exigir de la ley (positiva) es que no se oponga a la ley natural y que sea formulada para el bien común, con el acuerdo de los componentes de la comunidad en la que va a tener vigencia.
Hobbes dará un paso más e insistirá en la necesaria subordinación de la Iglesia al poder civil: el sacerdote, cualquiera que sea su jerarquía, es un ciudadano como los demás. Hobbes, de hecho, dará la supremacía total al Estado, el Estado de Hobbes es un estado autoritario.
Milton, por contra, expone la tesis de que el poder reside siempre en el pueblo, que lo delega en un soberano, al cual, si no lo usa debidamente, puede deponer e incluso ejecutar, reasumiendo el poder antes delegado.
1. John Locke
Locke concede desde el primer momento la mayor importancia a los “principios prácticos”. Al abordar el tema general de éstos, afirma:
Si los principios especulativos de que tratamos en el capítulo anterior no gozan de hecho de asentimiento universal […], está mucho más claro que los principios prácticos quedan lejos de ser universalmente acogidos y me temo que será difícil presentar una regla moral que pretenda tener un asentimiento inmediato y general (Ensayo sobre el entendimiento humano, I, 2, 1)
La crítica de la presunta validez universal de los principios morales comienza, consecuentemente con su filosofía empirista, con la invocación al testimonio de la experiencia
para saber si existen unos principios morales en los que concuerden todos los hombres me atengo al parecer de cualquiera medianamente conocedor de la historia […]. ¿Dónde hay una verdad práctica universalmente admitida sin duda ni reparo, como debería serlo si fuera innata? (Ibid.)
La justicia y el cumplimiento de los contratos son algo en lo que parece haber acuerdo incluso entre bandidos. Pero si los forajidos se atienen a esas normas no es por haberlas recibido como leyes innatas; si no que las observan
como reglas de su propia conveniencia “dentro” de sus comunidades; pues es inconcebible que admita la justicia como principio práctico quien obra rectamente con su compañero de fechorías y, al mismo tiempo, despoja o mata al primer hombre honrado que encuentra. La justicia y la fidelidad son vínculos comunes de la sociedad y por eso hasta los forajidos [tienen que aceptarlas], pues de lo contrario no podrían mantenerse unidos. Pero, ¿osará alguien decir que quienes viven del fraude y la rapiña tienen principios innatos de fidelidad y justicia? (Ibid., 2)
Vemos ya aquí una crítica al innatismo –también en moral– y un preludio del utilitarismo. Los principios prácticos son para fines operativos y deben producir conformidad con las acciones. Es cierto que hay algo innato o puesto en el hombre por la naturaleza y que, en consecuencia, opera constantemente e influye en todas las acciones de todas las personas y en todas las edades, a saber, el deseo de felicidad y la aversión a la desgracia. Pero eso no son impresiones de la verdad en el entendimiento, sino inclinaciones del apetito
No niego que haya tendencias naturales […], pero esto no favorece en absoluto la doctrina de los caracteres innatos en la mente, que serían principios de conocimiento para gobernar nuestros actos (ibid., 3)
La siguiente prueba de que las reglas morales son adquiridas y no innatas ni evidentes por sí mismas, es que siempre es posible y legítimo exigir su razón, incluso en el caso que ha solido presentarse como “regla de oro” de toda moral racional: compórtate como quieras que otro se comportara contigo.
Una tan importante e innegable regla moral como la “obligación de guardar los compromisos” se presenta como derivada de las más distintas razones:
un antiguo filósofo la derivaría de la dignidad humana y de la obligación de perfeccionar nuestra naturaleza; un cristiano, de la voluntad de Dios; Hobbes, de que el público así lo quiere y de que el Leviathan castigaría la infracción (ibid., 5)
Para Locke, lo que hace innegable a la norma es su utilidadpara satisfacer el deseo de felicidad y la aversión a la desgracia que la naturaleza ha puesto en nosotros. La virtud generalmente merece la aprobación no porque sea innata, sino porque es de provecho, y la gran variedad de opiniones sobre las reglas morales resultan de los distintos tipos de felicidad que los hombres esperan o se proponen, estando más generalizadas aquellas reglas que ofrecen a cada uno más ventajas si los demás las observan.
Otro argumento contra el innatismo de las ideas morales es que los hombres tienen principios prácticos opuestos
No se puede nombrar ningún principio moral ni regla de virtud que no sea en otro lugar del mundo despreciado y condenado por la costumbre de esa sociedad que ser rige por opiniones pragmáticas o reglas de vida opuestas […] excepto las absolutamente necesarias para conservar la sociedad humana (ibid., 10)
y aún estas se violan en las relaciones entre sociedades distintas.
Puede pensarse que una ley sea aceptada en principio aunque de hecho sea violada, pero es imposible que una sociedad entera desconozca y deseche de modo público y expreso una regla que sea reconocida como cierta, y puesto que naciones enteras desconocen las distintas reglas morales, esto basta para mostrar que ninguna puede ser considerada innata.
Locke reconocía la existencia de “tendencias naturales”, no sin distinguirlas de los principios de conocimiento moral, pues, si los hombres dejaran actuar libremente esas tendencias, se produciría el derrumbamiento de toda moral. Pero tampoco hay por eso que pensar que las únicas “leyes” que permitan ordenar la actividad práctica de la sociedad sean las leyes positivas.
Hay mucha diferencia entre ley innata y ley natural, entre algo grabado en nuestras mentes desde un principio y algo que, aun ignorado, podemos llegar a conocer mediante el uso y ejercicio de nuestras facultades mentales (ibid., 13)
En el libro II del Ensayo se ocupa del estudio de las ideas. Entre las ideas simples que recibimos a partir de la sensación y de la reflexión, el dolor y el placer merecen una consideración muy detallada. Como en el caso de otras ideas, éstas no pueden
ser descritas, ni definidos sus nombres; el modo de conocerlas […] estriba sólo en la experiencia, [pues] definirlas por la presencia del bien o del mal no es sino hacer que las conozcamos y reflexionemos sobre lo que sentimos en nosotros mismos (op., cit., II, 1)
Llamamos bueno a lo que puede provocar o aumentar el placer o disminuir el dolor en nosotros; llamamos mal a lo que puede provocar o aumentar un dolor o disminuir placer en nosotros. El criterio del hedonismo es así admitido sin vacilación, como simple constatación de un hecho natural, si bien Locke aclara a continuación que al hablar de placer o dolor se refiere tanto al cuerpo como a la mente, según la distinción que comúnmente se establece
por placer y dolor, deleite y malestar quiero que se me entienda siempre (como ya indiqué) que no me sólo al placer y dolor corporales, sino a cualquier deleite o malestar sentidos por nosotros (ibid.)
Placer y dolor son los pilares en que descansan nuestras pasiones.
Locke eludió el problema teórico de la libertad de querer, que sustituía por la libertad de hacer lo querido. Tal libertad es naturalmente compatible con que la mente que determina la acción sea a su vez movida por el deseo de alcanzar una satisfacción o de apartar o disminuir un malestar; y
si se preguntara todavía qué es lo que mueve al deseo, respondo: la felicidad y sólo esto (op. cit., II, 21, 42)
En el capítulo 28 del libro II del Ensayo nos habla de la conformidad o disconformidad entre las acciones voluntarias del hombre y la norma respectiva por la cual es juzgado
Creo que esta relación puede denominarse “relación moral”, en tanto que califica nuestros actos morales; y pienso que debe ser examinada con detenimiento, ya que no existe ninguna otra parte del conocimiento sobre la que debamos poner tanto cuidado para llegar a ideas precisas (II, 28, 4)
Y como
el bien y el mal moral, según hemos mostrado, no son sino el placer o el dolor o aquello que nos procura el placer o el dolor, el bien y el mal morales son sólo la conformidad o disconformidad entre las acciones voluntarias y alguna ley, por las cuales llegamos al bien y al mal a través de la voluntad y el poder de un legislador; y ese bien y ese mal, es decir, el placer o el dolor que acompaña al cumplimiento o violación de esa ley, es lo que llamamos recompensa y castigo (ibid., 5)
Locke admite en este contexto tres tipos de ley: la ley divina, que determina lo que es pecado y l lo que es deber; la ley civil, que determina el delito y la inocencia; y la ley “de opinión o de reputación”, que establece lo que es virtud o vicio.
La ley divina está promulgada por la luz de la naturaleza o por la luz de la revelación. La ley civil es la norma establecida por la comunidad para las acciones de los hombres que a ella pertenecen. La ley de la opinión o de la reputación se presenta como más problemática, pues aunque quien “decide” sobre la virtud o el vicio es la “opinión pública”, se supone que virtud y vicio significan acciones buenas o malas por naturaleza, lo cual la haría coincidir con la ley divina. De hecho, es cosa clara que en los casos concretos de su aplicación entre las diversas naciones y sociedades de los hombres de todo el mundo, los nombres de virtud y vicio se atribuyen conscientemente sólo a aquellas acciones que, según el país o sociedad de que se trate, acarrean reputación o descrédito. Así, ciertas acciones encuentran refrendo de aprobación o desagrado conforme al juicio, máximas y usos del lugar.
La moral se reduce, pues, a ciencia de las costumbres.
De su estudio de la moral resulta que el bien y el mal morales consisten en la conformidad o disconformidad con alguna ley. La ley civil es la establecida por la comunidad; la ley de la opinión depende del país o sociedad de que se trate, y la ley divina (en lo que tiene de natural y no revelada) es la que “suponen” como su modelo los juicios de la opinión pública que determinan la ley de la opinión.
El hombre no es pues un solitario que pueda encerrarse en sí mismo e interrogarse en busca de una ley práctica impuesta por la propia razón legisladora, o de la huella impresa en su conciencia por el divino creador del ser y del deber. El hombre es miembro de una sociedad y ciudadano de un Estado; tiene que aprender del mundo que le rodea y tratar de adaptar a ese mundo sus “tendencias naturales” hacia la felicidad, o adaptar, en la medida en que ello sea posible, el mundo social a esas tendencias.
1.1 El problema teórico de la libertad en Locke
Después de dividir la potencia en activa y pasiva, Locke afirma que la idea más clara de potencia activa es la que sacamos de la acción de nuestra mente sobre los movimientos de nuestro cuerpo. Llamamos voluntad a
ese poder que tiene la mente de ordenar que una idea sea sometida a consideración o de impedir que sea considerada; o bien de preferir en cualquier momento particular el movimiento de una parte del cuerpo a su reposo, y viceversa
Pero no tarda en declarar que no debemos entender esa potencia como una “facultad” distinta, con existencia propia, que fuese agente, pues las potencias no son agentes, sujetos de acción, sino sólo relaciones. La mente no debe ser concebida como un conjunto de agentes encargados de realizar tales o cuales operaciones; es siempre el mismo sujeto, el individuo concreto, que se relaciona de un modo u otro con sus objetos.
De esa potencia activa que la mente tiene sobre ciertas acciones, saca Locke sus definiciones de libertad y necesidad
En la medida en que un hombre tenga la potencia de pensar o no pensar, de moverse o no moverse “según las preferencias o directrices de su propia mente”, será un “hombre libre”
Por el contrario,
si el hacer algo o no hacerlo no responde a la preferencia de su mente, “no será un hombre libre”, aunque quizá la acción sea voluntaria. De manera que la idea de libertad consiste en la idea de “una potencia que un agente tiene para hacer o dejar de hacer” una acción particular según la determinación o pensamiento de su mente que elige lo uno o lo otro […] Si no está en la potencia del agente el actuar eligiendo […] no existe libertad, y el agente está bajo una necesidad. De manera que la libertad no puede existir si no existen pensamiento, volición y voluntad; pero pueden existir pensamiento, voluntad o volición sin que exista libertad (II, 21, 8)
La libertad lockeana, desentendida de problemas metafísicos y de misterios teológicos, consiste en el poder de tomar o dejar, poder que tenemos en ciertos casos y no en otros
La libertad, es evidente, consiste en “la potencia de hacer o no hacer”, de hacer o dejar de hacer algo “según nuestra voluntad”. Esto no puede negarse (II, 21, 57)
Así se pone fin a interminables discusiones a propósito de la cuestión tradicional sobre si la voluntad es o no “libre”, cuestión “no razonable” porque es “ininteligible”
Si no me equivoco, tan falto de sentido es preguntar si la voluntad del hombre es libre como preguntar […] si su virtud es cuadrada: la libertad es “tan poco predicable de la voluntad como la cuadratura lo es de la virtud”, [ya que] la libertad no es sino un poder, que pertenece sólo a los agentes
No debemos, pues, preguntar si “la voluntad” es libre, sino si un hombre es libre; y la respuesta, sencilla y cómoda, consistirá en que el hombre es libre en la medida en que pueda, por la dirección o la elección de su mente, preferir la existencia de una acción a su no-existencia, hacer que esa acción tenga lugar o que no lo tenga. No se trata de si es libre para querer, sino de si es libre para hacer lo que quiere. La libertad es el libre albedrío de ejecutar aquello que se desea
Quien determina la volición, dice, es la propia mente. Pero, ¿qué es lo que mueve a la mente en cada caso particular? ¿Cuál es el motivo que nos impulsa a mantenernos en reposo o a hacer este o aquel movimiento particular?: tan sólo la satisfacción que encontramos, o, al contrario, un malestar del que queremos darnos la satisfacción de quedar libres, pues
nada nos puede impulsar a cambiar un estado o a emprender una acción nueva si no es algún estado incómodo o molesto que padecemos
El malestar producido en la mente por el sentimiento de un bien ausente es el deseo, cuya diferencia con la voluntad hay que aclarar, ya que esta ha sido una de las ocasiones más importantes de oscuridad y error. Respecto de una misma acción, el deseo puede tener una tendencia contraria a la que nos impone la voluntad, como manifiestan situaciones médicas en las que hemos de abstenernos de satisfacer un deseo que nos sería nocivo y “no queremos satisfacer”.
Padecemos un dolor en la medida en que deseamos un bien ausente; pero todo bien ausente no produce un dolor con la misma proporción, mientras que todo dolor sí provoca un deseo igual a sí mismo […] Por tanto, la ausencia de un bien puede ser considerada y contemplada sin deseo, pero, siempre que haya un deseo, independientemente de su intensidad, se produce sensación de malestar (ibid. 30)
El mayor bien no “nos determina” sino en la medida en que sentimos su ausencia, en la medida en que “lo deseamos”. Es el malestar del deseo lo que inmediatamente determina la voluntad en cada acción voluntaria, y no en relación con el mayor bien positivo, sino por la presencia del malestar, cuya supresión es el primer peldaño de la felicidad. Felicidad y desgracia son los términos que indican los dos extremos cuyos últimos límites no conocemos, aunque de ambas tenemos impresiones muy vivas producidas por deleites y gozos o tormentos y pesares
Todo dolor presente forma parte de nuestra desgracia presente, pero todo bien ausente […] no forma parte de nuestra desgracia porque si así fuera seríamos desgraciados constantemente y hasta el infinito, pues hay infinitos grados de felicidad que no podemos alcanzar (ibid., 42)
Por eso, “una vez suprimido todo malestar, cualquier porción de bien es suficiente para que el hombre se sienta satisfecho”
El fundamento de la libertad será la necesidad de obtener la felicidad, pues para mejor poder suspender la satisfacción de nuestros deseos en casos particulares lo conveniente es empeñarnos en obtener la felicidad. El eje sobre el que gira la libertad de los seres intelectuales es el poder suspender su búsqueda en los casos particulares hasta haberse informado sobre si una cosa particular que les es propuesta está en el camino de su meta principal
1.2 Los Tratados sobre el gobierno civil
El primero de ellos lo dedicó Locke a la crítica de la tesis absolutista del “derecho natural” de los reyes, tal como se exponía en el Patriarcade Filmer. Frente a este, Locke establece que Adán no tuvo, ni sobre sus hijos ni sobre el mundo, ninguna autoridad ni dominio por el derecho natural ni por donación positiva de Dios, pues
· De haberlo tenido, tal derecho no habría pasado a sus herederos
· De haber pasado éste, no se podría determinar con certeza a quién correspondería, puesto que no hay ninguna ley natural ni divina sobre quién sea el legítimo heredero en cada caso
· Sí, aún así, hubieran podido determinarse los herederos legítimos, de poco nos aprovecharía, pues se ha perdido por completo el conocimiento de cuál sea la línea primogénita de Adán y en ninguna familia del mundo se puede hacer valer la pretensión de tener derecho a su herencia
La consecuencia que de ello saca Locke al iniciar su segundo tratado es la siguiente:
si no se quiere dar ocasión a pensar que todos los gobiernos del mundo son solamente producto de la fuerza y de la violencia y que los hombres no conviven bajo otras reglas que las de los animales, según las cuales el más fuerte es quien vence, lo que es poner las bases del desorden y del mal perpetuos, del tumulto, la sedición y la rebelión (cosas contra las que tanto gritas los seguidores de la hipótesis de Filmer), habrá que encontrar necesariamente otro origen para el gobierno y para el poder político y otra manera de designar y de conocer a las personas en quienes ha de recaer.
Para Locke, poder político es
el derecho a dictar leyes, incluida la pena de muerte y, en consecuencia, todas las inferiores, para la regulación y salvaguarda de la propiedad, y a emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de todas las leyes y en la defensa del Estado contra agresiones del exterior, y todo ello únicamente en pro del bien público (II Tratado, I, 3)
El punto de partida para entender correctamente el poder político y derivarle de su origen es considerar en qué estado se encuentran los hombres naturalmente. Este es un estado
de perfecta libertad para ordenar sus actos y disponer de sus propiedades y de las personas que creen conveniente dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre (ibid., 2, 4)
Tras definir el estado de naturaleza en los términos que acabamos de ver, Locke establece que aquél es igualmente un estado de igualdad en el que el poder y la jurisdicción son recíprocos y nadie tiene más que los otros, pues nada más evidente que el hecho de que las criaturas de la misma especie y condición, nacidas con las mismas ventajas naturales (y una vez descartada la pretensión de que dios haya reservado a alguno por declaración manifiesta un derecho indiscutible de dominio y soberanía), han de ser también iguales entre sí sin subordinación ni sujeción.
El estado de naturaleza debe ser amable y puede serlo; no fiero, como era para Hobbes. Pero tampoco debe imaginarse como un jardín de delicias en un libre juego de impulsos hedonistas. El hombre natural ni es el venturoso buen salvaje, anterior al establecimiento de la propiedad, que más tarde soñará Rousseau.
El derecho implica deber; el estado de naturaleza tiene su ley que a todos obliga: nadie ha de atentar contra la vida, la salud, la libertad ni las posesiones de otro; nadie puede invocar una “libertad” que nos autorice a destruirnos mutuamente. Cada uno está destinado a defenderse a sí mismo y a proteger al resto de la humanidad; y, si ni es para hacer justicia a un malhechor, nadie puede arrebatar ni dañar la vida ni nada de lo que tiende a la protección de la vida, la libertad, la salud, la integridad del cuerpo y de las propiedades de otro.
La guerra de todos contra todos no es, en absoluto, una necesidad, pero es, desde luego, una posibilidad. Para evitar o limitar esa posibilidad es para lo que los hombres se organizan en sociedades y establecen un poder “al que apelar” para que asegure la convivencia en paz
Para que se prohiba a todos los hombres invadir los derechos de otros y “para que sea observada la ley natural” que aspira a la paz y a la defensa de todo el género humano. La ejecución de esta ley, en el estado de naturaleza, se ha dejado en manos de todos los hombres [y] todo el mundo tiene derecho a castigar a los transgresores en grado suficiente para prevenir su violación (ibid., 2, 7)
porque esta ley como todas las demás, que conciernen al hombre en este mundo, sería vana si nadie tuviera el poder de ejecutarla y, en consecuencia, proteger al inocente y reprimir a los delincuentes
Por eso, en el estado de naturaleza, unos hombres pueden adquirir poder sobre otros, pero no un poder absoluto o arbitrario, sino en la medida necesaria para la reparación y la represión hasta donde dicten la razón y la conciencia. Sólo así es legítimo que un hombre haga daño a otro, que es lo que llamamos castigo; un castigo proporcionado, para conseguir disuadir de nuevas transgresiones al criminal mismo y a los demás mediante el ejemplo.
Pero si, de este modo, todos tenemos poder ejecutivo, parece poco razonable que uno sea juez en su propia causa, porque el amor propio le hará parcial y el deseo de venganza podrá llevarle al exceso. Esa es, sin duda, la razón del gobierno: refrenar la parcialidad y la violencia. Pero es preciso recordar que los monarcas absolutos no son más que hombres, por lo cual no se ve
[cómo] podría ser mejor que el estado de naturaleza aquel gobierno […] en el que un hombre tiene libertad para ser juez en su propia causa y hacer a sus súbditos todo lo que le plazca, sin que nadie tenga libertad para cuestionar o controlar a quienes ejecuten sus designios (ibid., 13)
La constitución de un gobierno civil no quita a los hombres los derechos de que disfrutaban, salvo el de hacerse justicia a sí mismos. La libertad del hombre en el estado de sociedad consiste en
no estar sometido a más poder legislativo que el establecido de común acuerdo, ni al dominio de otra voluntad ni a la limitación de más ley que la que este poder legislativo establezca de acuerdo con la confianza depositada en él (ibid., 4, 22)
Lejos de creer que el contrato implica un poder absoluto o ilimitado, lo que el contrato hace, para Locke, es precisamente “excluir” esa limitación: en el acto mismo en que los ciudadanos eligen un poder, “imponen a éste que les garantice la libertad”
Ser libre del poder absoluto y arbitrario es tan necesario y va tan unido a la seguridad del hombre, que no es renunciable (ibid., 23)
Para Locke, la propiedad es anterior a la sociedad civil y beneficia no sólo al interés privado del propietario, sino a todos los hombres, porque
quien se apropia de una tierra mediante su trabajo no disminuye, sino que aumenta los recursos económicos del género humano […]. Si bien la tierra y todas las criaturas inferiores son comunes a todos los hombres cada hombre es propietario de su persona [y si] con el trabajo de sus manos [saca algo del estado en que la naturaleza lo tenía] lo combina con algo que le pertenece y lo convierte, en consecuencia, en propiedad suya [lo cual] excluye a los demás hombres del derecho de poseerlo (ibid., 27)
Pero tampoco la apropiación puede ser ilimitada, pues no lo quiere así la ley natural, sino en la medida en que se pueda hacer uso de los bienes apropiados antes de que se deterioren. Por ello, hubo pocas ocasiones de querella mientras abundaron las provisiones para un escaso número de consumidores. Ahora bien, como la base principal de la propiedad no son los frutos de la tierra ni los animales que la habitan, sino la tierra misma; por igual razón un individuo tiene derecho a la propiedad privada de tanta tierra cuanta pueda labrar, sembrar y cultivar para aprovechar sus frutos, lo cual tampoco creaba grandes problemas mientras quedaba suficiente tierra para que los demás se pudieran servir de ella.
Otra cosa es que, en un Estado con un gran número de habitantes, nadie pueda apropiarse de una porción de tierra común.
Locke presente la propiedad privada como un derecho natural tan primitivo, tan universal y tan importante como el derecho a la vida, a la libertad, a la salud y a la integridad; pero, por lo mismo, sólo puede dar por buena esa pretensión en la medida en que no excluya de tal derecho a nadie y en que, para ello, la propiedad se reduzca a una proporción muy moderada.
La primera sociedad fue ente hombre y mujer; la siguió la de padres e hijos y, con el tiempo, la de amos y sirvientes. Por mucha semejanza que pueda haber entre todas estas relaciones, difieren mucho del Estado por lo que hace a la constitución, al poder y a la finalidad. Un paterfamilias no puede tener poder legislativo sobre la vida ni la muerte de los miembros de la familia. No es ésa la única diferencia: todo hombre nace con derecho a la libertad y al disfrute de cuanto le permite la ley natural y tiene el poder de defender su propiedad, es decir, su vida, su libertad y sus bienes, y de juzgar y castigar las infracciones de otro. Pero la “sociedad política” sólo podrá serlo auténticamente si cada uno de sus miembros renuncia a aquel poder natural y lo deja en manos de la “comunidad”. Esta se convierte en árbitro, con normas fijas, imparciales e idénticas para todos por la mediación de hombres con autoridad, otorgada por la comunidad para la ejecución de tales normas.
Siempre, pues, que un número de hombres forman una sociedad de manera que cada uno haya renunciado en favor de la comunidad al poder ejecutivo, allí y sólo allí nos encontraremos con una “sociedad política o civil”. Así, los hombres autorizan a la sociedad a legislas “por” ellos, según requiere el bien público. Es, pues, evidente que la monarquía absoluta es incompatible con la sociedad civil.
Todos los hombres son libres, iguales e independientes por naturaleza, y nadie puede ser privado de esa condición ni sometido a un poder político sin su consentimiento. Pero cuando un número de personas se avienen a formar una comunidad o gobierno, pasan a constituir un cuerpo político en el que es la mayoría quien tiene derecho a actuar y decidir, siempre dentro de aquellas condiciones previas.
El consentimiento expreso convierte a un hombre en miembro perfecto de una sociedad. Lo que es difícil de establecer es qué se ha de entender por consentimiento tácito y en qué medida obliga:
Sobre esto diré que todo hombre que posea o disfrute de cualquier parte del dominio de un gobierno ha de dar su consentimiento y queda obligado […] a obedecer sus leyes mientras dure su disfrute […]. Sería una clara contradicción que alguien entrase a convivir con otros para garantizar y regular la propiedad y supusiese que sus propias tierras, cuya propiedad ha de ser regulada por las leyes de la sociedad, han de quedar exentas de la jurisdicción de aquel gobierno (ibid., 119-129)
La finalidad principal de la comunidad política es su autoconservación y la conservación de la libertad y propiedad de sus miembros. Su problemática primordial consiste, pues, en determinar el modo de emplear su fuerza en vistas a esa finalidad. Tal es el fundamento del poder legislativo, que nunca habrá de extenderse más allá de lo necesario para el bien común.
Pero, en tanto que poder, el legislativo es el más importante, como más importante es su función: hacer las leyes, a las que todos, incluidas las personas con el más alto poder ejecutivo, estarán sometidos para que sea así posible salir con provecho del estado de naturaleza.
El poder legislativo es el poder supremo del Estado, algo sagrado e inalterable. Y la primera exigencia que debe imponer es imponerse para cumplir su función y justificar su propia legitimidad será la de legislar igual para todos. La segunda exigencia es buscar el bien común en el respeto al derecho de los ciudadanos. Puesto que no es sino el poder conjunto de los mismos, “no podrá ser superior” al que ellos tenían y cedieron.
Por otra parte, para la aplicación de la justicia harán falta, además de leyes fijas e iguales, jueces reconocidos y autorizados que den a la interpretación de la ley la imparcialidad que no tendrían los apasionados por las disputas de intereses.
El gobierno no podrá tomar a nadie parte de su propiedad sin su consentimiento, pues el fin del gobierno y la razón por la cual los hombres entran en sociedad es, precisamente, la guarda de la propiedad.
El poder legislativo no puede transferir la facultad de promulgar leyes, pues ha sido a él a quien el pueblo lo ha otorgado.
Y como las leyes exigen una ejecución y una observancia perpetua, es necesario que haya otro poder que de ello se ocupe. Locke llama a este poder ejecutivo, y lo distingue de un tercero al que llama federativo, encargado de representar a la comunidad frente a las demás y ante los individuos ajenos a ella, y que es el competente para decidir las alianzas, la guerra y la paz, y las transacciones internacionales.
Todos los poderes dependen de la voluntad de los ciudadanos, lo mismo que el legislativo, pues depende de éste; y sólo aquella voluntad los justifica.
1.3 Iglesia y Estado
En los escritos anteriores a la Carta sobre la toleranciala idea dominante es que lo esencial a la religión es el culto interno a Dios, al amparo de toda intromisión del poder civil, pues la libertad del hombre coincide en este punto con el respeto de la ley natural. Por lo que hace al culto “externo”, Locke sostiene que el magistrado, para evitar las discordias, puede legítimamente determinar el uso de cosas indiferentes que guarden relación con la religión; y entre esas cosas indiferentes están, desde luego, las diferentes modalidades del culto externo.
La Carta entra en materia con la mayor rotundidad y descubre enseguida el fondo del pensamiento del autor:
Puesto que me preguntáis mi opinión sobre la tolerancia recíproca entre los cristianos, responderé en pocas palabras que éste es el principal criterio de la verdadera Iglesia. En efecto, hay gente que se ufana de la antigüedad de los lugares y de los nombres de su culto o de su esplendor […] y todos, en general, de la ortodoxia de su fe (pues todo el mundo se cree ortodoxo); todas estas cosas y otras semejantes son más bien signos de la lucha de los hombres por el poder que signos de la Iglesia de Cristo. Quien posee todo eso pero está falto de caridad, de mansedumbre o de benevolencia hacia todos los hombres en general, incluso hacia los que no profesan la religión cristiana, no es aún cristiano [pues] la verdadera religión […] no ha nacido para la pompa exterior o para la dominación eclesiástica o, en fin, para la violencia, sino para ordenar la vida de los hombres según la rectitud y la piedad
Y, tras apelar al testimonio del Evangelio y de los apóstoles, el autor recurre a la conciencia de aquellos que bajo pretexto de religión persiguen, torturan, roban y matan. Se niega a aceptar la sinceridad de las buenas intenciones que alegan, mientras no haya visto a esos fanáticos corregir de la misma manera a sus amigos y familiares que hayan pecado manifiestamente contra los preceptos evangélicos. Los vicios, el fraude, la malicia, ¿no se oponen más a la gloria de Dios, a la pureza de la Iglesia y a la salvación de las almas, que una convicción de conciencia contraria a las decisiones eclesiásticas o una abstención respecto a un culto externo? El furor correctivo de tales fanáticos se aplica a corregir opiniones que conciernen a menudo a doctrinas sutiles o a introducir ceremonias; y cuál de las partes tiene razón, cuál es culpable de herejía o cisma no lo sabrá nadie hasta el día del juicio.
El Estado es una sociedad de hombres constituida con la única finalidad de conservar y promover los bienes civiles. Es deber del magistrado civil asegurar esos bienes a la totalidad del pueblo y a cada súbdito en particular, mediante leyes impuestas a todos por igual. Pero al cuidado de esos bienes el magistrado no debe ni puede añadir el de la salvación de las almas pues:
· En primer lugar, en parte alguna aparece que Dios haya atribuido a algún hombre autoridad para obligar a otros a abrazar su religión y, además, nadie puede, aunque quiera, creer porque se lo manden, de modo que mal podría nadie ser salvado por otro
· En segundo lugar, no puede pertenecer al magistrado el cuidado de las almas porque todo su poder consiste en la acción. Y como la religión consiste en la fe íntima y la naturaleza del entendimiento es tal que no puede ser constreñido por fuerza exterior alguna, serán vanas las confiscaciones, la prisión o las torturas; y, si se trata de enseñar o corregir con argumentos, el magistrado no es más que otro hombre cualquiera. El poder civil no ha de prescribir, pues, artículos de fe ni en materia de dogma ni en materia de culto
· En tercer lugar, al ser diversas las opiniones religiosas de los príncipes, y en el irreal supuesto de que éstos pudiesen lo que no pueden, resultaría algo aún más absurdo e indigno de dios: la felicidad o el castigo eterno se deberían al azar del nacimiento
En cuanto a la Iglesia, nadie nace miembro de una Iglesia ni está obligado por la naturaleza a adherirse a alguna.
Así, pues, ni la Iglesia puede derivar ningún derecho del Estado ni éste de la Iglesia. Hay una total separación entre ambos poderes.
1.4 La teoría del conocimiento de Locke
Locke fue quien constituyó el empirismo como una forma clásica de filosofía. En él, ésta es sobre todo una teoría del conocimiento dirigida contra el apriorismo de las “ideas innatas”; y, aunque asimila los principales conceptos de la tradición filosófica (“sustancia”, “causa”), lo hace para dar cuenta de los mismos a partir del análisis psicológico, y justifica su valor objetivo desde el supuesto de la realidad de los dos polos del conocimiento: conciencia y mundo exterior. Acepta, pues, la trascendencia del conocimiento, al que llega a descubrir como la “copia” que nuestras ideas debe ser respecto de sus objetos.
El Ensayo sobre el entendimiento humano es la primera exposición de la gnoseología empirista. Su propósito fue reformar la filosofía siguiendo normas científicas, no tanto obtener conocimiento cuanto analizar y correlacionar los métodos y resultados de las ciencias (estableciendo sus límites, examinando sus fundamentos y la validez de sus pretensiones, armonizando y coordinando sus conclusiones). Su tesis es que no existen ideas innatas en nuestra mente, ni en el orden teórico ni el práctico (moral); que es falsa “esa doctrina recibida” según la cual hay “ciertos caracteres originarios impresos en la mente desde el primer momento de su ser”.
1.4.1 Las ideas
Las ideas, en el sentido dado al término por el empirismo, serán los contenidos de la mente humana, cualquiera que sea el tipo de los mismos; no un peculiar modo de conocer (un conocer “esencial” o meramente abstracto), ni aún menos, por supuesto, un peculiar modo de ser, a lo platónico.
Para Locke, y para todo el empirismo, todas nuestras representaciones se fundamentan en la experiencia, esta fundamentación es genética: todas nuestras percepciones se fundamentan en la experiencia pues se han generado de ella. Estas percepciones originarias derivadas directamente de la experiencia son ideas simples.
La noción de idea que introduce Locke va a ser la misma que la introducida por Descartes. El conocimiento, para ambos, va a ser el conocimiento de ideas, es decir, no conocemos directamente la realidad, sino las ideas de la realidad. Las ideas son, pues, todo lo que conocemos y la imagen de la realidad.
Locke define una idea como “lo que es el objeto del entendimiento cuando un hombre piensa”(Ensayo sobre el entendimiento humano, F.C.E., México, 1959, I,i,8). Todas estas ideas proceden de la experiencia: “he allí el fundamento de todo nuestro saber, y de allí es de donde en última instancia se deriva”(op. cit.,II,i,2). Según Locke, las fuentes de experiencia son dos:1) la sensación, mediante la cual los sentidos “transmiten desde los objetos externos a la mente lo que en ella producen aquellas percepciones”(op. cit,,II,i,3), es decir, las ideas simples; 2) la reflexión, mediante la cual se provee “al entendimiento de otra serie de ideas que no podrían haberse derivado de cosas externas”(op. cit.,II,i,4). Locke intenta mostrar que todas nuestras ideas se forman a partir de estas dos fuentes mediante un proceso de combinación entre ellas, y define el conocimiento diciendo que “no es sino la percepción de la conexión y acuerdo, o del desacuerdo y repugnancia entre cualesquiera de nuestras ideas”(op. cit.,IV,i,2). Así, pues, sensación y reflexión, percepciones de los sentidos y conocimiento que la mente tiene de sus propios actos y operaciones forman la fuente y materia de nuestro conocimiento.
La sensación es la imagen de las cosas exteriores: los objetos de los sentidos presentan ante el espíritu (independientemente de la voluntad de éste) las ideas que los representan. En esta presentación, las ideas de las cosas se dan tal y como son estas sin ser elaboradas ni transformadas en manera alguna. Aquí es donde la reflexión entra en acción. Mediante la reflexión, la mente comienza a separar y clasificar las diferentes ideas formando los diferentes conceptos; ‘es precisamente la elección de la percepción sensorial como modelo… lo que hace que… Locke intente reducir el ‘conocimiento de que’ –creencia justificada y verdadera en forma de proposiciones– a ‘conocimiento de’ interpretado como ‘tener en la mente’“ (Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, p. 140)
Esta clasificación es una representación totalmente subjetiva y voluntaria, pues será la propia reflexión del pensamiento sobre lo que él mismo contiene la que forme los distintos conceptos. Debido a esta subjetividad, las creaciones realizadas pueden desaparecer igual que han aparecido. Así pues, sólo tendrán realidad auténtica las percepciones, nunca las combinaciones de éstas.
Mientras que para los racionalistas la base de todo conocimiento se encuentra en la razón, Locke piensa, como hemos dicho, que se encuentra en la sensación. En ella coincidirán el ser y el pensar ya que toda representación lleva en sí misma la garantía de la existencia objetiva de lo que representa, “el conocimiento (es) una relación entre personas y objetos más que entre personas y proposiciones”(op. cit., p. 136).
Sin embargo, esta reflexión por parte del espíritu de las representaciones de los objetos no es un verdadero conocimiento, pues éste exige que las relaciones entre ideas sean necesarias e inmutables y, además, que sean ideas necesarias en todo tiempo. Así pues, si todo saber se basara en nuestras representaciones sensibles, sólo tendremos certezas relativas.
Si la sensación y la reflexión no son el fundamento del saber, ¿cual será?. El espíritu, dirá Locke, capta la verdad de forma inmediata al observar las ideas. Será, pues, la intuición base de toda certeza. La intuición se dará allá donde las conexiones entre los objetos sean necesarias. En este nivel de conocimiento las relaciones entre ideas están sometidas a unas normas fijas y objetivas diferentes a las que impone el pensamiento subjetivo en la reflexión.
Vemos que el conocimiento partirá de los objetos y deductivamenteirá remontándose hacia un conocimiento de conexión necesaria entre ideas.
Sin embargo, nuestro conocimiento está limitado por la experiencia doblemente: en cuanto a su extensión, pues el entendimiento no puede ir más allá de nuestra experiencia, y en cuanto a su certeza, sólo tendremos certeza de aquello que cae bajo los límites de la experiencia. Será pues la experiencia la que pondrá límites a nuestro conocimiento precisamente porque éste proviene de aquella.
Así pues, como dice Cassirer, nuestro conocimiento sólo puede aspirar a conjeturas. Por tanto, nuestra razón no nos llevará más allá de lo revelado por la experiencia. Nuestro saber será un caos de sensaciones sin que se pueda llegar a un concepto unitario de éstas. “Cuando se hable de un mundo de cualidades primarias, de una estructura fija de las cosas, es porque se ha dado el paso que Locke pretende ver dar al pensamiento: se ha rebasado el terreno de las sensaciones”
Locke, claro está, rechaza las ideas innatas, pues argumenta que si éstas existieran las poseerían todos los hombres desde el primer momento, cosa que no ocurre. Tampoco posee la mente estos principios virtualmente, pues estar en el entendimiento significa ser percibido y comprendido por éste. “Supongamos que la mente (…) sea un papel en blanco, limpio de todo signo. ¿Cómo llega a tener ideas?, ¿De dónde saca todo el material de la razón y el conocimiento (…), ese prodigioso cúmulo de variedad casi infinita, que la activa imaginación ha pintado en ella? Contesto con una sola palabra: de la experiencia. Este es el fundamento de todo nuestro saber, que de ella deriva en última instancia” (op. cit., I, ii, 1)
El objetivo de Locke era mostrar como esa derivación es posible.
“En primer lugar, nuestros sentidos, que tienen trato con objetos sensibles particulares, transmiten a la mente “percepciones” de cosas, según los variados modos en que son afectados por los objetos”. Y así obtenemos ideas como las de amarillo, blanco, calor, frío… De ese modo, los sentidos “transmiten” a la mente desde los objetos externos lo que en ellos producen aquellas percepciones. Tal es la primera y más importante fuente de las ideas, pues es la que origina el mayor número de las que tenemos.
Una segunda fuente es la percepción de las operaciones interiores de nuestra propia mente en su ocupación con las ideas, cuando reflexiona sobre ellas y las considera. “Así se produce otra serie de ideas que no podrían haberse derivado de las cosas externas [como], las de percibir, pensar (…) [que] podemos observar en nosotros mismos (…) Así como la otra [fuente] la llamé sensación, a ésta la llamo reflexión (…) Estas dos fuentes, a saber, las cosas externas materiales, objeto de la sensación, y las operaciones de nuestra propia mente, objeto de la reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde proceden todas nuestras ideas”
Constituyen, en efecto, el material, todo el material de nuestro saber, pues el entendimiento no posee ideas innatas ni es capaz tampoco de inventar idea alguna. Dicho material único se compone de las ideas “simples”, que proceden de un solo sentido (las de color, sabor, olor, o “cualidades secundarias”) o de varios (“cualidades primarias, como las de extensión, forma, reposo y movimiento, unidad y pluralidad), o bien, de la introspección o reflexión (ideas de recuerdo, disgusto, etc.).
Todas ellas son conformes a la realidad, porque, al no poder ser sacadas de sí por la mente, han de ser productos naturales de las cosas exteriores que realmente obran sobre nosotros. No obstante, Locke distingue las cualidades primarias de las secundarias. Las primarias van inseparablemente unidas a los cuerpos, aún en sus partes más pequeñas; son los modelos de los que la percepción nos ofrece “imágenes”. A las segundas sólo les corresponde objetivamente la capacidad de producir en nosotros determinadas sensaciones, que no están en los cuerpos, aunque sí están en ellos las causas de estas sensaciones.
A Descartes se le planteó el problema de la existencia de la realidad porque partió de que nuestro conocimiento es conocimiento de ideas. Esto también se le planteó a Locke. Locke, sin embargo, no dudó de la existencia de las cosas exteriores, pues la noción de idea como representación de la realidad implica que esta ha de existir. Al tratar el problema de la realidad distingue tres ámbitos: el yo, Dios y el mundo. De la idea del yo tenemos certeza intuitiva (siguiendo a Descartes en su “pienso luego existo”), de la idea de Dios tenemos certeza demostrativa (se demuestra mediante el principio de causalidad, Dios es causa última de nuestra existencia), de la existencia de los cuerpos tenemos certeza sensitiva, pues son la causa de nuestras sensaciones.
1.4.2 La sustancia
Además de las ideas simples (de sensación y reflexión) se encuentras otras que provienen de la combinación de ideas simples. En el conocimiento de las ideas simples el entendimiento del hombre es pasivo, se limita a recibirlas, sin embargo, en la elaboración de las ideas complejas el entendimiento es activo pues combina y relaciona ideas simples. Entre las ideas complejas destacan la idea de sustancia. Según Locke, la mente compuesta por innumerables ideas simples provenientes de nuestras sensaciones “advierte… que un cierto número de estas ideas simples siempre van juntas; y que presumiendo que pertenecen a una sola cosa se las designa, así unidas, por un sólo nombre…(y) por inadvertencia propendemos a hablar y a considerar lo que en realidad constituye una complicación de ideas juntas, como si se tratara de una idea simple…,al no imaginarnos de qué manera puedan subsistir por sí mismas esas ideas simples, nos acostumbramos a suponer algún substratumdonde subsistan y de donde resulten; al cual, por lo tanto, llamamos sustancia”(Locke, op. cit. I,i,2).
Locke, como Descartes, parte de lo simple para llegar, a través de ello, a lo más complejo. Así, observa que tenemos un conjunto de ideas simples que aparecen unidas en una sola cosa, imaginamos que estas ideas han de tener un sustento, que forman un único ser: la sustancia.
Para Aristóteles, lo primero es la entidad individual que en sí misma es compleja. Su análisis va a dar como resultado unos elementos simples que la componen pero que no existen por sí solos. La sustancia no será un sustrato, sino el tipo de ser que compone la entidad completa. Para Locke, la sustancia es una hipótesis que sustenta lo dado: las ideas simples. Este sustrato es desconocido. La sustancia será “el portador presupuesto desconocido de propiedades existentes de las que suponemos que no pueden existir sin esa sustancia, sin algo que la apoye y sustente”
Toda cosa es, en realidad, una colección de elementos que por inadvertencia la consideramos como única cosa. El problema de la sustancia va a ser un concepto inaccesible, es la necesidad que tenemos de imaginar un sustrato. La sustancia es “una neta suposición de no sabe que soporte de aquellas cualidades… capaces de producir ideas simples en nosotros, cualidades que comúnmente se llaman accidentes”(Locke, op. cit. I,i,2).
Las sensaciones no formarán los objetos ni entrarán en la naturaleza regida por leyes si no añadimos a ellas un “algo” que les sirva de base y las mantenga unidas. Un objeto no será la acumulación de partes sensibles, sino que el concepto de objeto va a surgir al entrelazar todas las características especiales referidas a un exponente común, aunque desconocido por nosotros. Este “no se que” será el que dará lugar al conocimiento objetivo, al cual, debido a nuestra limitación (dada por la experiencia), nos será imposible llegar. El objeto como soporte de sus cualidades será el “supuesto, pero desconocido, soporte de aquellas cualidades que encontramos existentes y de las cuales imaginamos que no pueden subsistir sine re substante, sin alguna cosa que las sostenga, llamamos a ese soporte sustancia, la cual… significa en idioma llano lo que está debajo, lo que soporta”.
La imaginación de ese sustrato es, según Locke, una necesidad subjetiva, un supuesto nuestro que no se nos da, pero que es necesario para el mantenimiento de la unidad. Por tanto, al ser un soporte imaginario sería un concepto vacío del que se podría uno desprender.
Para Locke, el verdadero conocimiento se dará cuando conozcamos la esencia de la cosa, pero su fundamento interior es incognoscible para la experiencia. Cuando conozcamos lo inmutable y necesario que hay en las cosas tendremos un verdadero saber, este se deriva del conocimiento de las causas, de los primeros fundamentos interiores y absolutos del ser.
Mientras que al principio, sensación y reflexión eran consideradas como criterios de conocimiento, ahora la sustancia es el verdadero ser en el que no podemos penetrar mediante estas dos capacidades subjetivas.
No conocemos el ser de las cosas, conocemos sólo lo que la experiencia nos muestra: un conjunto de cualidades sensibles. La experiencia es, pues, el origen y el límite de nuestro conocimiento.
El sujeto del conocimiento se convierte en un concepto del que podemos hablar, pero del que no conocemos absolutamente nada.
Por otra parte, el hecho de ignorar en qué consisten las sustancias espirituales y materiales no quiere decir que no existan. Existen más allá de la experiencia, son unidades que sirven de sostén a las cualidades reales que producen en nosotros las ideas simples.
Para Locke, la idea de sustancia no es clara y distinta y no existe nada que tenga que garantizar Dios. Ya no es la razón la que nos hace conocer la realidad externa a la mente: para Locke, el único puente con lo exterior está en la experiencia
1.4.3 Grados de certeza y razones del asentimiento
La cuestión general de la “existencia real” de las cosas y el mundo ha de afrontarse sobre la base del acuerdo de nuestras ideas. Pese al subjetivismo de su método psicológico, Locke insiste en que nuestras representaciones no deben tomarse como meros “contenidos de conciencia”.
En cuanto a los grados de asentimiento, Locke establece los siguientes:
– Intuición, cuya fuerza es irresistible; se da sin esfuerzo y ofrece la mayor claridad y certeza, pues en ella la mente no hace sino constatar la conveniencia o desconveniencia entre ideas. Sólo sobre la base de ésta son posibles los restantes “grados”
– Demostración, por la que el ente conoce también la conveniencia o desconveniencia de dos ideas, pero no inmediatamente, sino a través de ideas intermedias que hay que considerar sucesivamente. El conocimiento demostrativo no es siempre claro, porque algunas de las ideas intermedias que lo hacen posible no son fácilmente evidentes
– Conocimiento de seres particulares. Es todavía lícito llamarle “verdadero saber”, pero no alcanza el grado de certidumbre de los anteriores.
2. Hume
El punto de partida de la filosofía de Hume es el mismo que desde Locke basa todo empirismo: no hay conocimiento válido sino en la medida en que el análisis pueda reducirlo a la experiencia, de la cual es tomado. Pero Hume está dispuesto a llegar, sin retroceder ni detenerse, hasta las últimas consecuencias del empirismo.
Desde el comienzo la Investigación sobre el entendimiento humano es patente la vocación antimetafísica. La metafísica, dice Hume, no ha sido nunca ciencia, sino un vano deseo de penetrar en lo impenetrable, cuando no la obra astuta de la superstición, de las angustias y prejuicios de la religión. Para liquidar de una vez para siempre las inabordables cuestiones metafísicas, es preciso inquirir seriamente en la naturaleza del entendimiento humano, realizar un análisis exacto de su poder y capacidad.
Hume distingue dos clases de filosofía: por un lado la moraly por el otro la teoría del conocimiento. Mediante la primera se considera al hombre como un ser eminentemente práctico y su objeto, por tanto, es formar la conducta del hombre. La segunda considera al hombre como un ser racional, y su objeto es formar el entendimiento humano; este segundo tipo de filosofía se ocupa de los fundamentos, ya sean de la moral, la razón o el arte; sin embargo, este segundo tipo de filosofía utiliza términos que no están lo suficientemente bien definidos, lo cual es siempre criticable y una de las lacras de la filosofía.
La filosofía abstracta centra todos sus esfuerzos en la razón; mediante la razón intenta llegar a las causas primeras y más profundas de las cosas, a este tipo de filosofía se la denomina metafísica. Ahora bien, del hecho de que la metafísica se olvide de la experiencia para ocuparse solamente de la razón, se sigue que este tipo de filosofía pierde todo contacto con la realidad; pero, paradójicamente, es de la realidad de quien quiere mostrarnos sus principios. La conclusión que de esto podemos extraer es que aquello que digamos de la realidad teniendo en cuanta la sola razón ha de ser, por fuerza, poco fiable ya que los poderes de la razón no son ilimitados, sino que, por el contrario, tienen un límite, límite que les viene impuesto por la experiencia misma.
Del hecho de que para conocer nos limitemos única y exclusivamente a la razón, no pueden seguirse mas que errores o, en el mejor de los casos, incertidumbres, pero nunca certezas ni verdades.
El origen de la metafísica se encuentra en el intento de sobrepasar los límites de la razón humana; por tanto, para librarnos de la metafísica lo que hemos de hacer es investigar la naturaleza del entendimiento humano y mostrar sus límites, de manera que todo aquello que sobrepase estos límites ha de desecharse como sofistería e ilusión. Para librarnos de la metafísica, también hemos de proceder según un razonar preciso y riguroso; al contrario de lo que hace la filosofía actual, para la cual es un descrédito el que «aún no haya fijado indiscutiblemente el fundamento de la moral, de la razón y de la crítica artística y literaria, y en cambio hable constantemente de verdad y falsedad, vicio y virtud, belleza y deformidad, sin ser capaz de precisar la fuente de estas distinciones» (Hume, D.: Investigación sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1995, p. 20). De esto se sigue que el objetivo de la ciencia en general y de la filosofía en particular ha de ser el conocimiento de las operaciones de la mente.
Ahora bien, no todo es negativo en las especulaciones metafísicas, sino que también aportan sus ventajas. Estas ventajas consisten en que esta especulación abstracta y sin contenido con la realidad proporciona mayor exactitud a la filosofía misma, exactitud que no puede alcanzarse meramente por medio de la experiencia, sino que requiere de reflexión: «a pesar de lo penosa que puede parecer esta búsqueda o investigación interior, se hace en alguna medida imprescindible para quienes quieran describir con éxito las apariencias externas e inmediatas de la vida y costumbres» (Hume, op. cit., p. 24)
En resumen, la aportación de Hume a la filosofía se puede resumir en:
· Descubrió que los grandes conceptos sobre los que se ha edificado toda la filosofía no son otra cosa que ficciones de nuestra imaginación.
· que estas ficciones mentales las presentamos enmascaradas de lógica
· que sólo podemos pensar percepciones sensibles
· Que el límite de las posibilidades de nuestra mente es más estrecho que el de sus ilusiones.
En teoría del conocimiento destaca porque:
· Renunció a una filosofía abstracta que tratara sobre las “esencias, substancias, principios y causas necesarias”, es decir, sobre cuestiones metafísicas y se centró en el ser concreto y comprensible para la mente humana. «Cada hipótesis que pretenda descubrir las cualidades originarias de la naturaleza humana tendrá que ser rechazada como presuntuosa y quimérica»
· defendió que «si la filosofía pretende ser una ciencia ha de ajustarse al único criterio de verdad científico, la experiencia y la observación»
2.1 El “filósofo de la naturaleza humana”
Según Hume, «la naturaleza humana es la única ciencia del hombre».
Y con todo –continúa– ha sido descuidada hasta ahora. Yo habré hecho bastante si contribuyo a ponerla un poco más de moda; esta esperanza me ayuda a disipar mi carácter melancólico y me da fuerzas contra la indolencia (Tratado de la naturaleza humana, I, 4, 7)
Todas las ciencias le aparecen como vinculadas a la naturaleza humana, pues son parte de los conocimientos humanos y están sometidas al juicio del hombre; y esto vale tanto para las matemáticas como para la física o la teología natural. Las ciencias y toda forma de conocimiento no son sino otros tantos esfuerzos racionalizadores. Pero cuando la razón descubre que aquellas verdades que considera fundadas en la naturaleza de las cosas son, sin embargo, subjetivas y justificadas por hábitosen función de “instintos” del sujeto, razón e instinto entran en conflicto. Un conflicto que se soluciona cuando se reconoce que también la razón es una manifestación de la naturaleza instintiva del hombre.
En tanto que resultados de hábitos, las creencias son en realidad “sentimientos” naturales o instintos, no actos de razón. Por ello, no pueden ser “definidas”; pero sí es posible describirlas, como concepción más vivas, intentas y fuertes que las que acompañan a las puras ficciones de la imaginación y nacidas de una conexión habitual de su objeto con alguna cosa que está presente en la memoria y en los sentidos.
Como el mismo Hume escribió al comienzo de su Investigación sobre los principios de la moral, al estar ya “curados” los hombres de su pasión por las hipótesis y los sistemas en filosofía natural, ya
es tiempo de que acometan la reforma en las disquisiciones morales y rechacen todo sistema de ética [que no esté fundado] en los hechos y en la observación.
Y en la esfera de la acción humana no parece haber mayores dificultades que en la del mundo físico para establecer un encadenamiento regular de los fenómenos: si se pierde una bolsa con dinero en la Puerta del Sol no tardará más de una hora en desaparecer, y éste es un hecho por el que no han de sufrir innecesariamente los partidarios del libre albedrío, puesto que regularidad no quiere decir determinación causal absoluta(como tampoco quería decir en el campo de la física). Así como en nuestras relaciones con la naturaleza física nos basta con poder esperar que las regularidades descubiertas probablemente se repitan, en nuestras relaciones con los demás hombres sólo necesitamos la hipótesis de que “cada uno” puede saber cómo reaccionarán probablemente los otros.
2.2 Principios morales
Hume comienza su investigación con un análisis del complejo de cualidades que en la vida ordinaria confieren a quienes las poseen una especial estimabilidad personal. Distingue las siguientes clases de cualidades valiosas:
· Las útiles a la comunidad: benevolencia y justicia
· Las útiles a uno mismo: fuerza de voluntad, diligencia, frugalidad, vigor corporal, inteligencia y otros dones del espíritu
· Las que nos son inmediatamente agradables a nosotros mismos: alegría, magnanimidad, dignidad de carácter, valor, sosiego y bondad
· Las que resultan inmediatamente agradables a los demás: modestia, buena conducta, cortesía, ingenio.
Agrado y utilidad son, pues, el común fundamento de la “estimabilidad” y la aprobación; y, en última instancia, la utilidad se funda en el agrado:
“La utilidad es agradable y solicita nuestra aprobación”. Esta es una cuestión de hecho confirmada por la observación de todos los días. Pero, ¿útil para qué? Sin duda, para el interés de alguien (Investigación sobre los principios de la moral, v, 1)
El hedonismo, para Hume, no es egoísmo; y la “moral del sentimiento” no ha de apoyarse únicamente en éste, sino también en la razón, que tendrá que servir de árbitro en los conflictos que surgen en la vida moral. La rectitud moral de nuestras acciones es objeto de razonamiento y no meramente de preferencia sentimental.
No obstante, la moral deriva de la inclinación y del sentimiento; solo que éste no tiene tampoco por objeto únicamente el propio yo.
El hombre vive en sociedad y la “utilidad” que fundamenta la valoración moral de las cualidades personales ha de ser utilidad para la vida social. Las reglas de la justicia, que imponen limitaciones al uso de los bienes, dependen de la situación concreta y de la utilidad que, en tal situación, reportan a la sociedad. No sentimos la obligación de la justicia hacia los animales, y no porque ellos mismos no sientan (antes al contrario, les creemos sensibles), sino porque no estamos con ellos en situación de reciprocidad social. Tampoco la sentiríamos si pudiésemos vivir en completo aislamiento. Si las reglas de la justicia se respetan menos entre las naciones que entre los individuos es precisamente porque las naciones pueden, en mucha mayor medida que los individuos, existir sin estrechas relaciones entre sí.
El hombre no puede permanecer indiferente ante sus semejantes, sencillamente porque tiene que desarrollar su vida entre ellos. No es, pues, verdad que el único móvil de la acción humana sea el egoísmo individual, pues el bienestar y la felicidad individuales son inseparables del bienestar y felicidad colectivos.
La utilidad social es también el fundamento de lo que Hume considera la máxima virtud política: la “obediencia”, sin la cual la sociedad no podría subsistir.
Examina la tesis del pacto social y la considera verdadera en cuanto hace del pueblo origen del poder y en cuanto afirma que los hombres cambian su libertad natural por las leyes para obtener la paz y el orden; pero insiste mucho en la experiencia para dejar bien sentado que, como cuestión de hecho, la mayoría de los gobiernos y estados nacen de la conquista o de revoluciones o usurpaciones.
2.3 Razón y pasión
El libro II del Tratado de la naturaleza humana, titulado “De las pasiones” representa el intento humano de elaborar una psicología de las pasiones que, a su vez, sirva de fundamento a la moral. Tal investigación se inicia con el establecimiento de una distinción entre las impresiones de la sensación y las impresiones de reflexión:
Las impresiones originales o de sensación son aquellas que surgen en el alma sin ninguna percepción anterior, por la constitución del cuerpo, los espíritus animales o la incidencia de los objetos sobre los órganos externos. Las impresiones secundarias, o de reflexión, son las que proceden de alguna impresión original, sea directamente o por la interposición de su idea
A las impresiones secundarias o de reflexión corresponden las pasiones. Una distinción ulterior divide las pasiones en serenas y violentas, directas e indirectas.
La originalidad del planteamiento de Hume reside en la importancia que concede a las pasiones, situándolas por encima de la razón, como rectoras de la voluntad. Centrará su ataque por ello en todas aquellas teorías que consideran que la voluntad es regida por la razón y tratará de refutar esta teoría:
Nada es más corriente en la filosofía, e incluso en la vida cotidiana, que el que, al hablar del combate entre pasión y razón, se otorgue ventaja a esta última, afirmando que los hombres son virtuosos únicamente en cuanto se conforman a los dictados de la razón. Toda criatura racional, se dice, está obligada a regular sus acciones mediante la razón. Y si algún otro motivo o principio desafía la dirección de la conducta de esa persona, ésta tendrá que oponerse a ello hasta someterlo por completo, o por lo menos hasta conformarlo con aquel principio superior (…) La eternidad, invariabilidad y origen divino de la primera han sido presentadas (por S. Clarke) para hacerla más ventajosa (…) A fin de mostrar la falacia de toda esta filosofía, intentaré probar, primero: que la razón no puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad; segundo: que la razón no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad
En consecuencia, la polémica se centra en establecer qué principio determina a la voluntad, si la pasión o la razón. El pensamiento de Hume se inclina a favor de la pasión. La razón no determina por sí sola a la voluntad. La razón actúa bien estableciendo relaciones entre ideas o bien en relación con cuestiones de hecho. En el primer caso, nunca puede ser causa de la acción: el razonamiento abstracto versa acerca de ideas, mientras que la voluntad tiene que ver con la realidad. Por ello
(…) el razonamiento abstracto o demostrativo no influirá nunca en ninguna de nuestras acciones, sino solamente en cuanto guía de nuestros juicios concernientes a causas y efectos
Por consiguiente, si la razón debe ser la guía de la voluntad, deberá actuar en relación con las cuestiones de hecho. Los razonamientos en torno a cuestiones de hecho se basan en la relación de causa y efecto:
Es obvio que cuando esperamos de algún objeto dolor o placer, sentimos una emoción consiguiente de aversión o inclinación, y somos llevados a evitar o aceptar aquello que nos proporciona dicho desagrado o satisfacción. Igualmente es obvio que esta emoción no se limita a esto, sino que, haciéndonos volver la vista en todas direcciones, percibe qué objetos están conectados con el original mediante la relación de causa y efecto. Aquí pues, tiene lugar el razonamiento para descubrir esta relación, según varíe nuestro razonamiento, recibirán nuestras acciones una subsiguiente variación
Aún cuando la razón interviene en el sentido de que sirve de ayuda para discernir las relaciones de causa y efecto, sin embargo, en última instancia quien decide es la pasión:
Pero en este caso es evidente que el impulso no surge de la razón, sino que es únicamente dirigido por ella. De donde surge la aversión o inclinación hacia un objeto es de la perspectiva de dolor o placer. Y estas emociones se extienden a las causas y efectos de ese objeto, tal como nos son señaladas por la razón y la experiencia. Nunca nos concerniría en lo más mínimo el saber que tales objetos son causas y tales otros son efectos, si tanto las causas como los efectos nos fueran indiferentes. Si los objetos mismos no nos afectan, su conexión no podrá nunca conferirles influencia alguna, y es evidente que, como la razón no consiste sino en el descubrimiento de esta conexión, no podrá ser por su medio como sean capaces de afectarnos los objetos
De lo expuesto se deduce que nunca podrá plantearse un conflicto real entre la razón y las pasiones ya que
En el momento mismo en que percibimos la falsedad de una suposición o la insuficiencia de los medios, nuestras pasiones se someten a nuestra razón sin oposición
El motivo por el que surge la polémica en torno a la primacía razón–pasión radica en que en ocasiones pasiones tranquilas son confundidas con la razón.
Hume acusa a los racionalistas de pretender que el ámbito moral compete “exclusivamente” a una “razón”, concebida prácticamente como la mera yuxtaposición y comparación de ideas. Y a esto es a lo que se va a oponer Hume.
Su argumentación parte de la premisa empírica según la cual resulta indudable que la moralidad influye en las acciones y pasiones humanas. Dado que la razón, por sí sola, es incapaz de ejercitar una tal influencia, se ha de concluir que la moralidad no puede ser explicada por el mero ejercicio de la razón.
Hume niega la pretensión racionalista de que es la razón-entendimiento la que funda la ética. El rechazo se resume en tres argumentos:
1. La moralidad es una cuestión práctica; es decir, mueve a la acción; la razón, en cualquiera de sus dos operaciones, es incapaz de causar acción; por tanto, la moralidad no es una cuestión de la razón exclusivamente.
2. La razón da cuenta de la verdad o falsedad de las proposiciones, mientras que la moralidad responde de la aprobación o desaprobación de sus objetos; las acciones u objetos de la moralidad no pueden ser calificados de verdaderos o falsos; aprobación y desaprobación no son, por tanto, equivalentes a verdad o falsedad; en consecuencia, la moralidad no puede ser objeto de la razón exclusivamente.
3. Si la razón sola fuera pertinente para el descubrimiento de las distinciones morales, éstas tendrían que consistir en relaciones, de ideas o de objetos, que es lo que la razón puede descubrir; pero las relaciones de ideas son solamente de cuatro tipos, y en ninguno de ellos se puede basar la moralidad; por otra parte, en las relaciones de objetos o de hecho no aparece nada que queda considerar como hecho moral; en consecuencia, la razón sola no puede dar cuenta de la moralidad.
En este último argumento, la premisa de que los cuatro tipos de relaciones no pueden dar cuenta de las distinciones morales viene confirmada por tres razones:
1. las relaciones no se aplican exclusivamente a los seres humanos, mientras que la moralidad sí
2. las relaciones se dan igualmente entre aspectos internos entre sí, entre aspectos externos entre sí, y entre aspectos internos y externos, mientras que la moralidad sólo tiene sentido en este último caso
3. tales relaciones deberían dar cuenta de la causación voluntad-acción para ser pertinentes a la moral, y esto equivaldría a convertir en necesaria una relación que sólo puede ser empírica.
La moralidad es una cuestión de hecho,
pero es el objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. De esta forma cuando declaráis una acción o un carácter como viciosos no queréis decir otra cosa sino que, dada la constitución de nuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos (Tratado)
Juzgamos porque tenemos previamente la noción de lo moral. Los juicios pueden ser verdaderos o falsos, pero no así las distinciones morales, que son impresiones, y no ideas. Y los juicios morales verdaderos lo son en el sentido de ser confirmatorios de las distinciones.
Si las distinciones morales no proceden de las ideas, han de proceder necesariamente de las impresiones.
Dado que el juicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia entre ambos. Nuestras decisiones sobre la rectitud o depravación morales son evidentemente percepciones; y como todas nuestras percepciones son impresiones o ideas, la exclusión de unas constituye un convincente argumento a favor de las otras. La moralidad es, pues, más propiamente sentida que juzgada (ibid.)
Las dos características que Hume considerará fundamentales son, primero, que las impresiones morales solamente pueden ser causadas por seres humanos, y después, y básicamente, la separación del interés particular:
Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo.
La esencia de la moralidad está constituida por lo útil y lo agradable, y se funda en la benevolencia.
2.4 El emotivismo moral
Hume pensaba que los conceptos del bien y el malno son racionales, sino que nacen de una preocupación por la felicidad propia. El supremo bien moral, según su punto de vista, es la benevolencia, un interés generoso por el bienestar general de la sociedad que Hume definía como la felicidad individual.
El intelectualismo moral afirma que la condición necesaria y suficiente para la conducta moral es el conocimiento. Esta teoría parece contraria a las ideas comunes, ya que la mayoría de los hombres parecen admitir que las personas pueden ser malas pese a saber lo que se debe hacer o lo que es lo bueno. El emotivismo moral se acerca más a la concepción corriente del sentido común, al destacar la importancia de los sentimientos y las emociones en la vida moral.
Desde el punto de vista de la epistemología se defiende que el emotivismo ético se fundamenta en la teoría ética de Hume, quien sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento:
Cuando se afirma que dos más tres es igual a la mitad de diez, entiendo perfectamente esta relación de igualdad. Concibo que si diez se divide en dos partes, de las cuales la una tiene tantas unidades como la otra, y que si cualquiera de estas partes es comparada con dos más tres, contendrá tantas unidades como ese número compuesto. Pero cuando, basándonos en esto, establecéis una comparación con las relaciones morales, confieso que soy totalmente incapaz de entenderos. Un acto moral, un crimen como la ingratitud, es un objeto complejo. ¿consiste la moralidad en la relación que sus partes mantienen entre sí? ¿Cómo? ¿De qué manera? Especificad la relación; sed más precisos y explícitos en vuestras proposiciones, y fácilmente veréis su falsedad.
Pero me decís que no, que la moralidad consiste en la relación que tienen los actos con la norma de lo justo; y que son denominados buenos o malos, según estén de acuerdo o en desacuerdo con ella. ¿Qué es, pues, esa norma de lo justo? ¿En qué consiste? ¿Cómo se determina? Decís que mediante la razón, la cual examina las relaciones morales de los actos. De modo que las relaciones morales son determinadas comparando los actos con una norma. Y esa norma es determinada considerando las relaciones morales de los objetos. ¿No es éste un sano razonamiento?
Todo esto es metafísica, decís. Basta, pues; no hace falta más para hacernos albergar la grave sospecha de que se trata de una falsedad. Sí, respondo; de seguro que aquí hay metafísica, pero toda está en el lado de vosotros, de los que proponéis hipótesis abstrusas que nunca pueden hacerse inteligibles, ni cuadrar con ningún ejemplo o ilustración particular. La hipótesis que nosotros abrazamos es clara. Mantiene que la moralidad es determinada por el sentimiento. Define la virtud diciendo que es cualquier acción mental o cualidad que da al espectador un grato sentimiento de aprobación; y el vicio, lo contrario. Después procedemos a examinar una simple cuestión de hecho, a saber: qué acciones tienen esta influencia. Consideramos todas las circunstancias en las que estas acciones concuerdan, y a partir de ahí, tratamos de deducir algunas observaciones respecto a estos sentimientos. Si a esto o llamáis metafísica y encontráis en ello algo abstruso, tendréis por fuerza que concluir que vuestra mentalidad no es la apropiada para las ciencias morales.
Toda vez que un hombre delibera acerca de su propia conducta (por ejemplo, acerca de si debería, en un caso concreto de emergencia, ayudar a su hermano o ayudar a un benefactor), tiene que considerar estas distintas relaciones con todas las circunstancias y situaciones referentes a las personas para determinar qué deber y obligación es superior. Y para determinar la proporción de líneas en un triángulo, es necesario examinar la naturaleza de esa figura y las relaciones que sus varias partes tienen entre sí. Pero a pesar de la aparente semejanza que existe entre ambos casos, hay en el fondo una radical diferencia entre ellos. Cuando un razonador especulativo trata de triángulos o de círculos, considera las diversas y conocidas relaciones de las partes de estas figuras; y, a partir de ahí, infiere alguna relación desconocida, la cual se deriva de las anteriores. Pero en las deliberaciones morales debemos tener de antemano un conocimiento de todos los objetos y de todas las relaciones que estos mantienen entre sí; y basándonos en una comparación del todo, determinamos nuestra elección o aprobación. No hay hecho nuevo que certificar; no hay nueva relación que descubrir. Se supone que todas las circunstancias del caso están ante nosotros antes de que podamos formular algún juicio de censura o aprobación. Y si alguna circunstancia material nos es todavía desconocida o dudosa, debemos primero emplear nuestra capacidad de investigación y nuestras facultades intelectuales en asegurarnos respecto a ella; y debemos, durante ese tiempo, suspender toda decisión o sentimiento oral. Mientras no sepamos si un hombre ha sido o no ha sido el agresor, ¿cómo podremos determinar si la persona que lo mató es criminal o inocente? Pero después que cada circunstancia y cada relación son conocidas, el entendimiento no tiene ya más espacio en el que operar, ni ningún objeto en el que emplearse. La aprobación o la censura que entonces tienen lugar no pueden ser obra del juicio, sino del corazón; y no consisten en una proposición o afirmación especulativa, sino en un sentimiento activo. En las disquisiciones del entendimiento, partiendo de circunstancias y relaciones conocidas, inferimos alguna nueva y desconocida. En las decisiones morales, todas las circunstancias y relaciones deben ser previamente conocidas; y la mente, tras contemplar el todo, siente alguna nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura (Investigación sobre los principios de la moral, pp. 175-177)
En todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo. Esto permite poder hablar de una moralidad universal; el emotivismo, en cambio, que se remite a las emociones particulares de cada cual, no.
¿Cuáles son los principios generales de la moral? ¿En qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura? La razón tiene una aportación notable en la alabanza oral: las cualidades o las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto papel en la experiencia moral. Sin embargo, la razón es insuficiente.
Si la razón fuese el fundamento de la moral, entonces lo moral tendría que ser un hecho o algún tipo de relaciones. Para Hume la razón sólo puede juzgar sobre cuestiones de hecho o sobre relaciones entre estas cuestiones. Pero el carácter de buena o mala de una acción o cualidad no es un hecho, no es algo que se incluya como un elemento o propiedad real del objeto o cosa que valoramos. Al no ser una cuestión de hecho, dicho carácter no aparece en la descripción de las propiedades reales de los objetos que podemos percibir. Por ejemplo, si vemos por televisión que dos atracadores arrinconan a una persona, la amenazan, le gritan y le insultan, hasta que finalmente uno de los atracadores saca una pistola, le apunta al pecho y dispara su arma, veremos inmediatamente que de su pecho mana sangre, y que finalmente esa persona muere. Si descomponemos y analizamos esa escena, si describimos minuciosamente todos los hechos que en ella se dan, ¿encontraremos el carácter de “malo” (o “bueno”) en dichas acciones? No. Lo que encontramos es movimientos de cuerpos, gritos, colores de ropa, etc. La ciencia objetiva nos podría describir todos los procesos reales que se dan en la situación: la física nos podría explicar los comportamientos de la trayectoria de la bala, la medicina por qué murió el hombre, etc. Pero no encontramos por ninguna parte el carácter bueno o malo de esas acciones. Esto quiere decir dos cosas: en primer lugar, que la bondad o maldad de algo no es un hecho; en segundo lugar, que no percibimos dicha maldad o bondad como percibimos el carácter de rojo de la sangre, o la intensidad de las voces o el miedo de la víctima.
Se podría afirmar que el carácter malo o criminal de la acción comentada no consiste en un hecho individual, sino que es necesario relacionarlos con otras citaciones. Sin embargo, el carácter de buena o mala de una acción tampoco es una propiedad de relación, pues cuando conocemos todos los vínculos entre los sujetos que intervienen en una acción, en la descripción de dichos vínculos tampoco aparece la bondad o la maldad de dicha acción o de alguna cualidad.
En resumen, en las deliberaciones morales es necesario tener un conocimiento de todos los objetos y de sus relaciones, de todas las circunstancias del caso, ates de que sea correcto dar una sentencia de censura o aprobación. Si alguna de las circunstancias nos son todavía desconocidas, deberemos suspender el juicio moral y utilizar nuestras facultades intelectuales para ponerla en claro. Pero conocidas todas las circunstancias, no es la razón la que juzga, sino el corazón, el sentimiento, la emotividad.
La concepción ética de Hume estuvo fuertemente influida por los filósofos del sentido moral del XVIII, en especial Shaftesbury y Hutcheson; de este último tomó las ideas de la benevolencia altruista y del utilitarismo, entre otras. Su análisis del origen de los juicios morales se dirigió contra el intuicionismo racionalista. Según este intuicionismo, el pensamiento moral consiste, como el matemático, en la aprehensión inmediata por intuición de verdades evidentes. Contra esta concepción de los juicios morales como juicios que enuncian verdades evidentes y necesarias y que son cognoscibles por medio de la intuición basada en la razón desplegará Hume toda su capacidad dialéctica.
La moral queda incluida dentro del ámbito de la razón práctica: se dirige a la acción. De acuerdo con los principios ya expuestos, la razón por sí sola no puede provocar la acción. Por tanto, la razón no puede ser el fundamento de la moralidad. Es necesario buscar la clase de los juicios morales en el Sentimiento: las distinciones morales entre vicio y virtud, los juicios morales, derivan del sentimiento y no de la razón.
El conocimiento de la razón o bien concierne a relaciones entre ideas o bien a cuestiones de hecho. Por tanto, si la razón es la base de la moral, si por sí sola determina qué es la virtud y qué es el vicio, tales conceptos o bien estarán incluidos dentro de las cuestiones de hecho o bien dentro de las relaciones de ideas.
Pero la moral no es una cuestión de hecho: sus juicios no enuncian lo que es, sino lo que debe ser. Los valores morales no pertenecen al conjunto de los fenómenos que se denominan “hechos”. Por tanto, de la observación de los hechos nunca podrá deducirse un juicio moral:
Pero ¿es que puede existir dificultad alguna en probar que la virtud y el vicio no son cuestiones de hecho cuya existencia podamos inferir mediante la razón? Sea el caso de una acción renocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por ejemplo. Examinado desde todos los puntos de vista posibles, a ver si podéis encontrar esa cuestión de hecho o existencia que llamáis viciosa
En consecuencia, los juicios de valor nunca pueden derivarse de juicios acerca de cuestiones de hecho. Pero este paso ilegítimo del ser al deber ser es el que cometen, a juicio de Hume, la mayor parte de los sistemas morales:
En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que, al mismo tiempo, se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón
La moral tampoco dice relación con cuestiones concernientes a relaciones entre ideas. En caso de que aludiera a relaciones entre ideas, éstas sólo podrían ser las de semejanza, contrariedad, grados de cualidad y proporciones en cantidad y número. Pero como todas ellas se aplican igualmente a animales y a seres irracionales, se infiere que dichos seres también serán susceptibles de juicios morales, cosa claramente inadmisible.
Si la moral no trata de hechos pero tampoco de relaciones entre ideas, es necesario concluir que no está basada en la razón. La moral se asienta sobre el sentimiento: el vicio produce un sentimiento de desagrado, la virtud de agrado o placer. El vicio o la virtud nunca podrá ser descubierto en la mera observación de hechos:
Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de desaprobación que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho: pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto. De esta forma, cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos, colores, calor y frío que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino percepciones en la mente (…) Nada puede ser más real o tocarnos más de cerca que nuestros propios sentimientos de placer y malestar, y si estos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio, no cabe exigir más a la hora de regular nuestra conducta y comportamiento
En consecuencia, nuestros juicios morales se limitan a expresar nuestra sensación de placer o desagrado ante determinados comportamientos. La moralidad más que pensarse, se siente.
Es necesario matizar cómo se entiende el placer cuando se aplica a consideraciones morales pues, de lo contrario, dado que los objetos inanimados y los animales también producen sentimientos de agrado o desagrado, se seguiría que pueden suscitar igualmente juicios morales:
Pero es el modo diferente de sentir la satisfacción lo que evita que nuestros sentimientos al respecto puedan confundirse; y es también esto lo que nos lleva a atribuir virtud al uno y no al otro. No todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter o acciones pertenece a esa clase peculiar que nos impulsa a alabar o condenar (…) Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo
De modo que es la utilidad de la acción lo que determina a nuestro sentimiento de oposición a la misma.
Hume rechaza tanto las posiciones utilitaristas altruistas como las egoístas extremas:
Si dijéramos, por ejemplo, que es la preocupación por nuestro interés privado o por nuestra reputación el motivo legítimo de todas las acciones honestas, se seguiría que cuando no exista ya preocupación se acabará también la honestidad
Por otra parte, si se apela al respeto por el interés público entonces, primero, las acciones secretas dejan de pertenecer al ámbito de la moralidad, y segundo y principal:
La experiencia prueba suficientemente que los hombres no se preocupan en su conducta ordinaria por algo tan lejano como el interés público cuando pagan a sus acreedores, cumplen sus promesas (…) Ese es un motivo demasiado remoto y sublime para afectar al común de los hombres, y para operar con alguna fuerza en acciones tan contrarias al interés privado como con frecuencia lo son las acciones de la justicia y de la honradez común
2.5 La “guillotina” de Hume
Desde hace ya tiempo se proclama que nos está cerrado un camino para justificar racionalmente los juicios morales: deducir lógicamente de algo que es, lo que debe ser; o también: derivar de un juicio fáctico un juicio normativo. Con este motivo se suele invocar el siguiente pasaje de Hume:
En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que, al mismo tiempo, se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes.
Este argumento es considerado tan demoledor que Max Black lo llama la “guillotina de Hume”. Todo el que intente pasar de un es a un debe ser, como se pasa de una premisa a una conclusión, habrá de resignarse a caer bajo esa guillotina. Doscientos años más tarde, Moore viene a reforzar el argumento de Hume con su famosa “falacia naturalista”, de acuerdo con la cual no se puede definir una propiedad no natural como “lo bueno” a base de propiedades naturales; lo que quiere decir que no se puede pasar lógicamente de lo natural (lo no ético) a lo no natural (lo ético).
Lo que cae bajo la “guillotina de Hume” es el intento de deducir una conclusión que contiene un algo (un “debe ser”) que no estaba contenido en la premisa (un “es”). Tal tránsito, ciertamente, es ilegítimo desde un punto de vista lógico, pero ello no significa que el reino del deber no tenga ninguna relación, o incluso no hunda sus raíces, en el mundo del ser; o que entre el hecho y el valor exista un abismo insalvable.
Las normas “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti”, o “debes poner los intereses de la patria por encima de la amistad”, etc., no informan acerca de los hechos y, por tanto, no pueden justificarse a base del comportamiento efectivo de los miembros de la comunidad. Las normas señalan el deber de que los individuos ajusten su conducta a las normas en cuestión. Puede ocurrir que tal comportamiento prescrito no se dé efectivamente y que, por el contrario, los individuos actúen en contradicción con ellas. Pero esta contradicción que implica la inexistencia total o parcial de la conducta debida, no anula la validez de la norma. Más aún, aunque tal contradicción no se diera, y el comportamiento efectivo de la comunidad respondiera a lo que prescribe la norma, el juicio fáctico acerca del comportamiento predominante en la comunidad (“todos hacen x”) no podría legitimar la norma (“todos deben hacer x”), porque ésta no se deduce lógicamente de él.
Por otro lado, si los juicios morales pudieran justificarse recurriendo a los hechos, a una situación efectiva, se carecería de criterios para justificar el comportamiento moral opuesto de dos comunidades distintas, a menos que se adoptara con todas sus consecuencias esta visión relativista: se justifica el comportamiento de diferentes individuos o comunidades humanas por la sencilla razón de que así se comportan efectivamente. No habría, por tanto, razón alguna para condenar moralmente ciertas formas de conducta claramente reprobables.
Ahora bien, la imposibilidad lógica de que un juicio moral normativo (un “deber ser”) se deduzca de un juicio fáctico (un “es”), o de que lo fáctico se eleve necesariamente a la categoría de norma, no quiere decir que el hecho tenga valor de por sí, ni tampoco que el valor pueda darse al margen del hecho, o que la norma pueda surgir y valer al margen de la realidad humana efectiva.
Esto significa que, si es cierto que la norma no puede derivarse lógicamente de un juicio fáctico, no por ello pende en el aire como si no tuviera nada que ver con los hechos. Así, por ejemplo, si bien es verdad que la norma “no se debe discriminar a nadie por motivos raciales” no puede deducirse lógicamente del juicio que informa acerca del estado efectivo en que se encuentra en un país una raza supuestamente inferior, independientemente de que la discriminación sea practicada por la mayoría de la comunidad o por una minoría ínfima de ella, la norma misma responde a una serie de hechos que reclaman su formulación y aplicación: a) la discriminación produce humillaciones y sufrimientos; b) la discriminación encubre, a su vez, una terrible explotación económica y es, por ello, fuente de miseria y dolor; c) la ciencia demuestra que no hay razas inferiores, etc. Todos estos hechos reclaman la abolición de la discriminación racial, e impulsan a ella, y las normas responden a esta necesidad.
Así, pues, aunque las normas no puedan derivarse lógicamente de los juicios acerca de los hechos citados, hay que recurrir a ellos para comprender su existencia, su necesidad social e incluso su validez, aunque no basta apoyarse en los hechos para justificar su validez.
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