1. Caracterización general de la filosofía de la existencia
El existencialismo se ocupa de problemas del hombre, hoy llamados “existenciales”, tales como el sentido de la vida, de la muerte, del dolor, etc., pero el existencialismo no consiste precisamente en plantear estos problemas que se han discutido en todas las épocas.
Otra equivocación consiste en llamar existencialistas a filósofos que se ocupan de la existencia en su sentido clásico o de los entes existentes. No tiene gran sentido que algunos tomistas pretendan hacer de Tomás de Aquino un existencialista.
Finalmente, tampoco hay que confundir la filosofía de la existencia con alguna de las doctrinas existencialistas, por ejemplo, la de Sartre, ya que subsisten diferencias esenciales entre las diversas direcciones.
Frente a todos estos equívocos hay que hacer notar que la filosofía de la existencia es una dirección filosófica estricta, que se ha desarrollado por primera vez en nuestra época y que, todo lo más, se podría retrotraer a la de Kierkegaard, que sus direcciones particulares divergen entre sí y que su denominador común es lo que puede llamarse la filosofía de la existencia.
Los cuatro grandes filósofos existencialistas son Gabriel Marcel, Karl Jaspers, Martin Heidegger y Jean Paul Sartre. Todos ellos apelan a Kierkegaard, quien es considerado como un existencialista influyente.
1.1 Los orígenes
Como ya se ha dicho, el filósofo que más ha influido a los existencialistas ha sido Soren Kierkegaard, el cual lanzó por vez primera el grito de combate: «contra la filosofía especulativa, la filosofía existencial». Con ello abogó por un “pensar existencial” en el cual el sujeto que piensa se incluye a sí mismo en el pensar en vez de reflejar, o pretender reflejar, objetivamente la realidad.
Kierkegaard no dispone de un sistema propiamente dicho. Arremete enérgicamente contra la filosofía de Hegel debido a su objetividad y a su carácter público y niega la posibilidad de la mediación, es decir, la posibilidad de cancelar la oposición entre la tesis y la antítesis mediante un sistema racional y supraordinario. Afirma la prioridad de la existencia frente a la esencia y parece haber sido el primero que dio a la palabra “Existencia” su sentido “existencialista”. Es un antiintelectualista radical: no es posible llegar a Dios por la vía intelectual, la fe cristiana es contradictoria y cualquier intento de racionalizarla representa un sacrilegio. Alía a su teoría de la angustia otra de la soledad completa del hombre frente a Dios y del carácter trágico del destino humano. Ve en el “instante” una síntesis de tiempo y eternidad.
Junto a Kierkegaard, Husserl con su fenomenología viene a ser la figura más importante para el existencialismo. Heidegger, Marcel y Sartre aplican constantemente el método fenomenológico, aunque no participen de las tesis de Husserl, ni siquiera de su posición fundamental. De hecho, Husserl, que excluye de sus investigaciones la existencia, se halla totalmente a espaldas del existencialismo.
También la filosofía de la vida ha influido fuertemente en el existencialismo y hasta podemos decir que éste la ha prolongado, especialmente su actualismo, su análisis del tiempo, su crítica del racionalismo y a menudo también las ciencias de la naturaleza. Bergson, Nietzsche, Dilthey, sobre todo, representan otras tantas influencias decisivas para los existencialistas.
También la metafísica nueva ha repercutido fuertemente en la filosofía existencialista. Todos los existencialistas plantean el problema típicamente metafísico del ser, y algunos de ellos, como Heidegger, se distinguen por su conocimiento profundo de los grandes metafísicos de la Antigüedad y de la Edad media. En su empeño por llegar a lo que “es en sí” los existencialistas combaten francamente el idealismo.
Se ha intentado a menudo definir “existencialismo” sin que se haya encontrado una definición satisfactoria. A lo más que se ha llegado es a subrayar ciertos temas que aparecen muy a menudo en la literatura filosófica existencialista. Estos temas son, entre otros, la subjetividad, la finitud, la contingencia, la autenticidad, la “libertad necesaria”, la enajenación, el compromiso, la anticipación de sí mismo, la soledad existencial, el estar en el mundo, el estar abocado a la muerte, el hacerse a sí mismo.
1.2 Rasgos comunes
Lo primero que hace la filosofía existencial es negarse a reducir su ser humano, su personalidad, a una entidad cualquiera. El hombre no puede reducirse a ser un animal sociable, o un ente psíquico, o biológico. En rigor, el hombre no es ningún “ente”, porque es más bien un “existente”. El hombre no es, pues, ninguna substancia, susceptible de ser determinada objetivamente. Su ser es un constituirse a sí mismo. En el proceso de esta su autoconstitución existencial, el hombre puede engendrar el ámbito de inteligibilidad que le permitirá comprenderse a sí mismo, y a su situación con los demás y en el mundo.
El rasgo común más importante de las diversas filosofías de la existencia lo encontramos en que todas ellas arrancan de una llamada vivencia “existencial”, que es difícil de concretar y que muestra cariz distinto en los diversos filósofos. Así, por ejemplo, en Jaspers parece consistir en un percatarse íntimo de la fragilidad del ser, en Heidegger en un experimentar auténtico de nuestra “marcha anticipada hacia la muerte”, en Sartre en una repugnancia o náusea general. Los existencialistas no tratan de ocultar que su filosofía arranca de una “vivencia” semejante. Por eso se explica que la filosofía de la existencia rezuma siempre un fuerte sabor de experiencia personal.
El tema principal de la investigación de estos filósofos es la llamada “existencia”. Se trata del “modo de ser” peculiarmente humano. El hombre (que rara vez es denominado así, pues más bien recibe el nombre de Existencia, de Yo, de “ser-para sí”) es el único ser que posee existencia. Mejor dicho, no la posee, sino que es su existencia. Si tiene alguna esencia, ésta ha de ser su existencia o producirse después de la existencia.
La “existencia” es concebida con una “actualidad” absoluta. No es nunca, sino que se crea a sí misma en libertad, deviene, es un pro-yecto. En cada momento es más (o menos) de lo que es. Esta tesis la refuerzan a menudo mediante la afirmación de que la “existencia” coincide con la temporalidad.
La diferencia entre este actualismo y el de la filosofía de la vida consiste en que los existencialistas consideran al hombre como mera subjetividad y no como manifestación de otra corriente vital (cósmica). Además, la subjetividad es entendida en sentido creador: el hombre se crea libremente a sí mismo, es su libertad.
Y, sin embargo, sería inexacto deducir por esto que para los existencialistas el hombre se halle encerrado en sí mismo. Por el contrario, parece que, como realidad inacabada y abierta, se halla esencial e íntimamente vinculado con el mundo y en especial con los demás hombres. Todos los representantes del existencialismo aceptan esta doble dependencia de modo que, por un lado, la existencia humana aparece engastada en el mundo, y por eso el hombre tiene siempre una situación determinada, más todavía, es su situación, y, por otro lado, hay también un vínculo particular entre los hombres que, lo mismo que la situación, constituye el ser auténtico de la “existencia”. Éste es el sentido que corresponde a la “co-existencia” de Heidegger, a la “comunicación” de Jaspers y al “tu” de Marcel.
Todos los existencialistas rechazan la distinción entre sujeto y objeto y desvalorizan así el conocimiento intelectual dentro del campo de la filosofía. Según ellos, no es la inteligencia la que logra el conocimiento verdadero, pues es menester vivir la realidad. Este “vivirla” tiene lugar, preferentemente, mediante la angustia, por la cual el hombre se percata de su finitud y de la fragilidad de su posición en el mundo, en el cual, proyectado hacia la muerte, ha sido arrojado (Heidegger).
1.3 ¿Qué es el existencialismo?
La filosofía existencial es el producto de una situación social y cultural de crisis profunda a consecuencia de la terrible ola de violencia y destrucción originada por las dos guerras mundiales. La filosofía existencialista debe considerarse como formando parte de un movimiento general de los espíritus, que no está únicamente limitado al dominio estrictamente filosófico, y que representa una profunda reacción contra el proceso paulatino de disolución de la persona humana que se había llevado a cabo a lo largo de los últimos cien años. El existencialismo representa el esfuerzo más colosal del hombre contemporáneo para recuperar los valores singulares de la persona humana frente al degradante proceso de despersonalización que se había iniciado de forma irreversible desde comienzos del siglo XIX.
En este sentido el existencialismo es una reacción contra el materialismo mecanicista y el idealismo hegeliano. El primero consideraba al hombre como un mero producto de las fuerzas de la materia y todos los rasgos de su conducta podían explicarse por meras reacciones físico-químicas. El sujeto carecía de libre iniciativa y todas sus reacciones futuras podían determinarse previamente mediante leyes matemáticamente rigurosas. En cuanto al idealismo hegeliano quedaba aniquilado ante el Espíritu Absoluto. Y, así, el hombre concreto, el hombre en su singularidad y sus cualidades personales, quedaba totalmente fuera del horizonte de la reflexión filosófica.
La filosofía existencialista iniciará un proceso de subjetivización del pensamiento. Reflexionará desde la perspectiva del actor, en lugar de hacerlo, como era habitual en la filosofía tradicional, desde el ángulo del espectador. Sus reflexiones, por lo general, brotan de una experiencia personal vivida, en contraste con las especulaciones tradicionales del pensar filosófico fruto de una consideración abiertamente académica y desapasionada.
El existencialismo también es una reacción contra la metafísica clásica. La metafísica clásica había establecido la distinción entre la esencia y la existencia. La esencia es lo que un ser es. No expresa todo lo que un ser es; únicamente hace referencia a lo que dicho ser tiene en común con los demás seres de la misma especie; además, no implica ni supone la existencia del ser definido. Hay esencias no existentes. Una esencia tiene la posibilidad de existir. Gracias a la existencia dicha posibilidad se realiza.
Platón y sus seguidores consideraban que la esencia era anterior a la existencia. Y, en general, toda la filosofía occidental ha sido una filosofía fundamentalmente esencialista: ha concedido más importancia a la esencia que a la existencia. El existencialismo, por el contrario, es la doctrina que afirma la prioridad de la existencia en relación con la esencia respecto a la naturaleza humana. Las cosas, los objetos, es indudable que tienen esencia, y podemos preguntarnos, por ejemplo, lo que esla mesa o el lápiz. Pero acerca del hombre no puedo preguntarme lo que es, sino sólo ¿quién es?. En el hombre, según los existencialistas, prima la existencia sobre la esencia. La existencia es previa a la esencia. Es decir, el hombre no tiene esencia prefijada, sino que él libremente se la constituye a lo largo de las vicisitudes de su existencia en el mundo.
La filosofía existencialista occidental, utilizando la razón abstracta, definía mediante las esencias. Se quedaba, así, con lo común, con lo universal, prescindiendo de lo singular, de lo particular. Pero el existencialismo, con su reacción subjetivista, se interesaba por recuperar aquello que de propio, o singular, tiene cada persona. Es decir, aquello que por definición escapa siempre al esencialismo. A la esencia se le escapa, se le escurre siempre, aquello que más interesa al existencialista: captar lo más singular, lo más subjetivo del sujeto, que es lo más valioso de él.
Para el esencialismo lo que define al hombre es lo común (la esencia). Para el existencialismo, lo que lo define, por el contrario, es lo singular, lo que lo diferencia radicalmente de todos los demás hombres que han existido, existen o existirán. Es decir, aquello que es irreductible a la esencia: mi existencia.
El existencialismo es, también, un intento de dar prioridad a la vida sobre la razón. Para el hegelianismo todas las cosas debían ser explicadas racionalmente; para el existencialismo las cosas no deben ser explicadas, sino vividas.
Mi vida, mi existencia particular, no tiene por qué subordinarse a los dictados de la razón. En todo caso la razón está al servicio de mi existencia. La existencia es un valor irreductible porque es el primer valor. Hay vivencias existenciales que no pueden ser comprendidas por un saber, que no pueden ser reducidas a un conocimiento objetivo.
Las verdades objetivas y universales, de la razón abstracta, no interesan a los existencialistas. Cada cual debe buscar, en todo caso, su verdad subjetiva, parcial y particular. Es necesario encontrar mi verdad singular, fruto de mis vivencias existenciales, no la verdad objetiva de las definiciones esenciales de la razón filosófica. Esta, mediante la utilización de los conceptos abstractos, presenta a la inteligencia un objeto universal, el cual se realiza en una multitud indefinida de sujetos. Deja escapar, pues –en todo momento–, la existencia y la individualidad. Más aún, rechaza, desecha todo lo que es de naturaleza existencial con objeto de quedarse con la esencia común.
El existente, por tanto, escapa por naturaleza al pensamiento abstracto, a las definiciones esenciales de la razón; es, pues, impensable, irrazonable, ilógico o misterioso. No puede ser captado por la razón, sino por una experiencia personal concreta o por alguna intuición singular del sujeto protagonista de su propio proyecto existencial.
Y esto es así porque, en realidad, todo conocimiento es objetivo; puedo, pues, conocer un objeto, pero en ningún caso al sujeto humano. Por definición un sujeto no puede ser objeto. Al intentar objetivar al sujeto lo desubjetivo, es decir, lo elimino, lo destruyo, lo pulverizo. Me quedo sin nada. La razón fracasa ante el sujeto. El sujeto está más allá de la razón conceptual. Es irracional o transrracional. Es incognoscible, no puede ser conocido, sino –en todo caso– existido en su misteriosa incognoscibilidad.
El existencialismo representa, pues, una abierta protesta contra la fe incondicional en el poder ilimitado de la razón propio de la época de la ilustración.
El existencialismo tiene en común con el marxismo y el vitalismo su reacción contra el panlogismo hegeliano y su ruptura con la filosofía occidental desde Platón hasta Hegel. Ahora bien, cuando Nietzsche habla de la vida, cuando afirma el derecho de la vida frente al despotismo de la razón abstracta o de la moral universal, se refiere a la vida biológica común a todos los hombres; y cuando Marx denuncia la explotación del hombre por el hombre, se refiere a lo que los hombres de una clase social tienen en común (la burguesía) frente a los hombres de otra clase social (el proletariado), sin atender a los caracteres específicos de cada individuo en particular.
El existencialismo, en cambio, representa una llamada a aquellos rasgos que singularizan a cada sujeto y lo hacen, de alguna manera, único e insustituible en el universo. Kierkegaard subrayó, sobre todo, la singularidad de mi existencia concreta y, consiguientemente, la irrepetibilidad de la existencia de cada individuo en su situación vital.
El existencialismo es también un intento de cubrir el vacío dejado por el derrumbe del cristianismo en el seno de la filosofía contemporánea. Nietzsche descubrió que el ateísmo transformaría profundamente la vida del hombre sobre la tierra, dado que Dios era el fundamento de la moral, la verdad, la religión, las costumbres europeas. Y con la muerte de Dios todo eso se derrumbaba. Esto originó una profunda crisis, una conmoción de las conciencias, un vacío metafísico de gran amplitud.
Los temas centrales del existencialismo nacen como respuesta a esta profunda doble crisis –espiritual y material–, crisis profunda y profundamente vivida de un modo desgarrado, de un mundo en un callejón sin salida, de un mundo absurdo, pero también de la rebelión contra este absurdo y del intento desesperado de darle un sentido, un significado íntimo y personal que sirviera de tabla de salvación.
El existencialismo, pues, debe entenderse también como una vía de salvación para todos aquellos que habían perdido su confianza en la religión tradicional.
Los existencialistas hacen una llamada al hombre singular, a cada persona humana, para que no exista simplemente, para que no lleve una vida anónima, vulgar, inauténtica, y para que no se contente con cualquier cosa periférica, sino que deje muy lejos el mero existir impersonal, se distancie de todos los contenidos uniformizadores del mundo exterior, se aísle y, a la vista de la nada que entonces se le manifestará a causa de la ausencia de cualquier esencia preconcebida que le obligue a comportarse de alguna manera determinada, procure buscar un centro de actividad personalísimo y por medio de una entrega incondicionada trate de configurarse y realizarse a sí mismo, conseguir la autenticidad y, de esta manera, existir como una persona humana.
El hombre tiene que realizar una elección entre un doble modo de existencia: una existencia falsa, sin existencia, la existencia de lainautenticidad; y el otro modo de existencia, la existencia verdadera; la existencia de la autenticidad.
La existencia inauténtica es estar caído y perdido en el mundo, en la cotidianidad, en la rutina diaria, dejándose llevar pasivamente por los acontecimientos. Es la actitud de la masa, del hombre masa, irresponsable e inconsciente; no ha encontrado todavía el verdadero yo, la fuente de creatividad que emana del sí mismo.
Frente a la tendencia despersonalizadora, los existencialistas proponen la existencia auténtica. El existir como existir de la autenticidad y del ser de sí mismo sólo es realizable en la soledad. En la soledad nos reencontramos a nosotros mismos, y sólo después será posible, en todo caso, la auténtica comunicación con los demás.
Cuando el existente llega a tener conciencia de su situación, a vivir la angustia, entonces se despierta de todas las falsas ilusiones y seguridades, de su situación masificada, y se ve situado auténticamente ante sí mismo y conducido a una personalísima decisión y realización de sí mismo frente al absurdo del mundo sin sentido que le rodea.
Sobre la base de la existencia auténtica, el hombre actualiza su libertad. Deviene creador de valores subjetivos ante un mundo absurdo, sin sentido, sin esencias objetivas y universales. El existente experimenta con angustia su radical libertad. Y, desde ella, erigirá su proyecto, suyo, propio, personal, sometido siempre a revisión bajo su responsabilidad y ante las nuevas contingencias que le sobrevengan, pero condenado irremisiblemente a su definitiva disolución ante la nada.
El existencialismo aparece como una filosofía propiamente dicha cuando adopta el método fenomenológico. Éste método rehusaba encerrarse en presupuestos filosóficos abstractos, y encaminaba su esfuerzo filosófico en describir exactamente los fenómenos tales como aparecen a la conciencia. No autorizaba, para el estudio del hecho concreto, deducción ni interpretación alguna; la filosofía debía limitarse a describir lo inmediato.
Este método permitió dar una forma rigurosamente filosófica a las intuiciones de Kierkegaard. Nació así la filosofía existencialista. El existencialismo no se limita a ser mera reacción contra ciertos aspectos de la filosofía anterior, sino que aporta, también, elementos nuevos dentro del campo del pensamiento. En el aspecto negativo es rechazo del pensamiento abstracto, lógico, objetivo; rechazo del proceso de despersonalización del sujeto; rechazo del idealismo esencialista. En el aspecto positivo: afirmación, en cuanto al objeto, de la existencia humana en su realidad concreta; en cuanto al método, utilización del análisis descriptivo del método fenomenológico.
2. Martin Heidegger
La obra que supone la elevación de Heidegger a la primera línea de la filosofía es Sein und Zeit. Ésta comienza con el planteamiento de la pregunta por el ser como pregunta fundamental y fundacional de la filosofía. Es la pregunta fundamental porque todo reconocer entes, sea teórico o práctico, presupone un cierto modo de entender qué es ser. Toda consideración de la realidad, de lo que es, exige una previa consideración de cuál es el sentido del ser mismo. Por eso podemos decir que es a la vez pregunta fundacional de todo pensamiento filosófico, que en tanto que pretende llevar a cabo un análisis de la realidad, de la praxis y de la teoría que se desarrollan sobre ella, ha de plantear previamente la mencionada cuestión. Así, Heidegger mostrará cómo en el mismo comienzo griego de la filosofía esta pregunta está presente. Ahora bien: que la pregunta por el sentido del ser se muestre fundamental no significa que toda filosofía históricamente dada funcione con conciencia de esa fundamentalidad. Es lo que Heidegger denomina olvido del ser, entendido como olvido de que su cuestionamiento constituye la pregunta fundamental de la filosofía. Este olvido, sin embargo, no es trivial. Se debe, más bien, al hecho de que la tradición ha considerado respondida la cuestión por quienes dieron comienzo a la filosofía planteándola. Lo que ocurre es que un análisis de esas respuestas pone de manifiesto no sólo su indeterminación, vaguedad y carga de prejuicios, sino también que se ha perdido el sentido mismo de la pregunta.
Al análisis de la ontología tradicional, revelador del progresivo olvido de la cuestión del ser, lo denomina Heidegger destrucción de la ontología, y muestra las limitaciones de toda ontología elaborada con un lenguaje en principio adecuado sólo a la caracterización de entes. Estas limitaciones implican una esencial diferenciación de nivel entre el ser y lo ente, entre lo ontológico y lo óntico, diferencia a la que Heidegger denomina ontológica, y que implica la necesidad de encontrar un lenguaje específicamente adecuado a la investigación del ser, que recibe ahora, para diferenciarla de la tradicional, el nombre de ontología fundamental. Pero hemos visto que, contra lo que la filosofía tradicionalmente ha parecido asumir, no hay respuesta concluyente para la cuestión del ser. Por eso, la ontología fundamental consistirá, por lo pronto, en un replanteamiento de la misma. Sein und Zeitintentará llevarlo a cabo, asumiendo las implicaciones que la diferencia ontológica conlleva, es decir, generando nociones específicas de esta ontología. Puede verse en el mencionado cuestionamiento de los planteamientos ontológicos cómo Heidegger dirige el pensamiento filosófico hacia el preguntar mismo, considerando esta tarea como la propia del pensamiento. Despertar la necesidad de esta pregunta, así como explicitar el modo en que se pretenderá desarrollarla es, pues, el motivo principal de la introducción a la obra. El desarrollo mismo va a partir de la noción de ser-ahí (Dasein). Este término designa a aquél que somos en cada caso nosotros, pero no al hombre entendido como un género o como un ente cualquiera al que le es ajeno su propio ser, sino como aquel ente al que precisamente le es esencial una comprensión de su ser, lo que hace de él el ente que puede formular la pregunta por el ser en general, así como aquél al que puede dirigirse esa misma pregunta. En definitiva, podemos decir que el ser-ahí se singulariza ónticamente por su carácter ontológico. Esta especificidad del ser-ahí comporta a su vez una especificidad de su análisis, que no se situará al nivel de la psicología o la antropología (que consideran al hombre como un ente más) sino que lo hará a un nivel ontológico, recibiendo el nombre de analítica existenciaria. Que Heidegger no hable de un análisis categorial, típico de la tradición que se inaugura con Aristóteles, pretende ser coherente con la mencionada especificidad del tipo de tratamiento que pretende darse a la cuestión del ser: mientras que, para la ontología tradicional, el sentido del ser se entendía como un sistema de categorías válido para cualquier ente, al que no le era en absoluto inherente una comprensión de ese sentido del ser; en la analítica existenciaria se trata de hallar los caracteres ontológicos inherentes a aquel ente destacado precisamente por su comprensión de ese sentido del ser (existenciarios). Ésta no aspirará, no obstante, a zanjar la cuestión del ser, sino que sencillamente se trata de que, por la manifiesta relación del ser-ahí con la misma, se convierte en una preparación, necesaria pero provisional, de su abordaje, que se producirá, como veremos, al hilo del concepto de temporalidad.
En relación a esto, cabe destacar que el que no haya un método previo de análisis de ese ente destacado, sino que sea su misma mostración la que guíe su analítica, da a la investigación un carácter fenomenológico, heredero, a pesar de las importantes diferencias que los separan, del de Husserl. En efecto, la adopción, por parte de este filósofo, de un punto de vista intencional en la consideración de la conciencia, en rechazo del punto de vista psicologista (por tanto, empírico y positivista) constituye, para Heidegger, un avance filosófico determinante que halla su reflejo en la perspectiva metodológica explícita de la analítica existenciaria. Ello, desde luego, en el marco de la profunda crítica del modo en que su maestro desarrolla este punto de partida, y que podríamos sintetizar en crítica a la noción de una conciencia pura que resulta incoherente con el carácter fenomenológico de la investigación.
Esta crítica está, a su vez, inspirada por la lectura de Dilthey, sobre todo en su pretensión de una autointerpretación de la vida fáctico-histórica, esto es, en su darse por sí misma, sin acudir a instancias trascendentales. Nuevamente, nos encontramos con que, elogiando la orientación básica, Heidegger rechaza el modo en que ésta se materializa en la obra de Dilthey, que considera oscurecida por lo que denomina indiferencia ontológica (en tanto que no relaciona la pregunta por la vida fáctica con la pregunta por el ser). Ello, por su parte, converge con la influencia en la obra de la tradición hermenéutica. En efecto, si, como decimos, no hay un método previamente establecido en la analítica existenciaria es porque, como hemos visto antes, toda comprensión del ser parte ya de un cierto entendimiento, una precomprensión, del mismo. Por eso toda comprensión del ser es concebida como interpretación, y se la califica de hermenéutica, extendiendo así a un nivel ontológico la discusión que acerca de la comprensión del texto se ha venido sosteniendo durante las últimas décadas. El ser-ahí se interpreta a partir de su existencia, cuyo análisis revelará unas estructuras fundamentales que llamaremos existenciarios. La existencia no es, coherentemente con el carácter fenomenológico de la investigación, un concepto teórico deductible, sino que pretende nombrar su facticidad, es decir, su darse inmediato que, en su análisis heideggeriano, se muestra como un encontrarse siempre ya siendo, como un arrojamiento que va, a su vez, unido a la noción de un poder ser, en el sentido de que está abierto a un ámbito de posibilidades de las que tiene que «hacerse cargo», ámbito que viene delimitado por la comprensión del ser en que el ser-ahí está ya situado, y a las que su existencia se refiere. Este poder ser inserto en una situación fáctica lo denomina Heidegger proyecto, constituyendo, así, uno de los caracteres ontológicos del ser-ahí. A ello apunta también al decir que a éste «le va», «se cuida», «se hace cargo de» su propio ser. Como síntesis de todo ello, se hablará de la facticidad del ser-ahí como proyecto arrojado, constituyendo además la finitud de la existencia, término con el que se pone énfasis en el siempre partir de una determinada comprensión del ser .La existencia así caracterizada se comprende siempre como un ser en algo que denominamos mundo, y cuya comprensión es así inherente a la del ser del ser-ahí. La noción de existencia se concreta, pues, en la de ser-en-el-mundo. No se trata, sin embargo, de comprender el mundo como las ciencias comprenden sus objetos, sino precisamente como horizonte en el cual esos objetos, llamados entes intramundanos, se dan. Este darse tampoco es el del objeto de la ciencia tradicional, el ser-ante-los-ojos, la substancia caracterizada por propiedades, el objeto opuesto al yo; sino el del ser-a-la-mano, disponible para algo. El ocuparse de los entes intramundanos, el comprende, es concebido así como una relación, un trato con las cosas en tanto que útiles, y no como la observación de la ciencia tradicional, lo cual disuelve la escisión entre teoría y praxis, y pretende recuperar un modo de entender el ser que Heidegger cree evidente en los inicios de la Grecia clásica pero que inmediatamente dará paso a la ontología del ser-ante-los-ojos (ontología de la cosa). En su disponibilidad, los útiles se relacionan entre sí formando una red, siendo lo que son sólo en virtud de su posición en ella.
Este trato con las cosas es el modo originario de ser-en-el-mundo, frente al conocimiento tradicional que constituye un modo deficiente y derivado del mismo, en el cual el Yo se toma como contrapuesto al objeto ante los ojos. En la relación originaria que mantiene el ser-ahí con las cosas, en tanto que útiles, es inherente un modo de descubrir esos entes que difiere del conocimiento conceptual y que denominamos ver-entorno. Esta estructura ontológica implica que también el ser-ahí se inserta en esa red, aunque la relación que los otros entes mantienen con él no es la propia del útil, la del ser-para otro útil, sino la de un ser-por el ser-ahí mismo. Establecido qué son el mundo y los entes intramundanos, Heidegger pretende a continuación establecer quién es en el mundo. Evidentemente, el ser-ahí que en cada caso somos nosotros, que en cada caso es el mío propio. Pero ello abre la necesidad de establecer a su vez el carácter de su relación con los otros ser-ahí, su ser-con, puesto que no va a tratarse, en este caso, de la relación que se guarda con un útil (el ocuparse de), sino de la relación que se guarda con otro ente igualmente destacado por su carácter óntico-ontológico, con todo lo que hemos visto que ello conlleva. Esta peculiar relación de un ser-ahí con otros, recibe el nombre de preocuparse por. La existencia así descrita tiene dos modos posibles: el de la autenticidad o modo propio o auténtico, y el de la inautenticidad o modo impropio o inauténtico. Entendemos por modo impropio aquél en el que el ser-ahí no toma su existencia como un proyecto arrojado ni, por tanto, la estructura ser-en-el-mundo como una estructura unitaria constitutiva de su propio ser, sino que, considerando el mundo como un conjunto de entes a conocer, se asimila él mismo a esos entes. Decimos que se trata de una existencia impropia, caída en la impersonalidad (el uno), porque es interpretada como la de un ente cualquiera, y no la que es en cada caso mía. Esta caída no la toma Heidegger de modo exclusivamente negativo, sino que la ve como una de las caras ontológicas del ser-ahí, que sólo podrá superarse, como veremos, a través de la angustia.
A partir de aquí surgen todavía tres existenciarios más: el encontrarse, el comprender como interpretar y el habla. Se refieren, a tres disposiciones ontológicas del ser-ahí que corresponden, respectivamente: al «estado de ánimo», no psicológica sino ontológicamente entendido, relativo al arrojamiento; a que de este mundo hay una comprensión que implica una entendimiento previo del ser ligado a la proyección de sus posibilidades; y a una organización lingüística de este mundo y de las interrelaciones entre sus entes. Estos existenciarios pueden corresponder tanto a una existencia propia como impropia. Un modo fundamental del primero de ellos es la angustia, que es lo que sobreviene en el darse cuenta de que, a parte del haber de ser mismo, nada sostiene su ser si no es en referencia precisamente a este haber de ser del ser-ahí. Es esta nadificación de lo ente lo que empuja a la superación de la existencia impropia, para asumir la existencia tal como es, en su carácter, como vamos a ver, de cura. Efectivamente, todos los existenciarios se estructuran unitariamente en la noción de cura que expresa, por tanto, el mundo como horizonte de mis posibilidades y el estar arrojados en él teniéndonos que hacer cargo de nuestro propio ser en una situación fáctica de caída. Con esta noción termina la primera sección de Ser y tiempo, esto es, la analítica existenciaria del ser-ahí.
La cura no constituye, sin embargo, la conclusión de la ontología fundamental, sino que es la noción que nos va a permitir entender el ser-ahí a partir de la muerte y de la temporalidad, y pasar así del análisis de la existencia al del sentido del ser del ser-ahí, lo que compone la segunda sección de la obra. La muerte es concebida como un «no ser ya más». Implica, por tanto, la no realizabilidad de ninguna de mis posibilidades. Es, sin embargo, la posibilidad más propia de mi existencia, es decir, su fin, en el sentido de que toda mi existencia está referida a la muerte, entendiéndose como un ser-para-la-muerte. Ello muestra el carácter de pura posibilidad de la misma. Pero pone de relevancia también el que la existencia es en cada caso la mía, puesto que su posibilidad más propia, la muerte, es una experiencia intransferible. Ahora bien, entender el ser como posibilidad remite, a su vez, a una noción de temporalidad de la existencia que constituye una temporalidad distinta de la tradicional (un marco ya dado en el que los acontecimientos externos se suceden, y que Heidegger califica de comprensión vulgar del tiempo). Por un lado, tenemos que el ser-ahí es comprendido como referido a lo que hemos visto que constituye su posibilidad más propia, a una posibilidad por venir. Ello recibe el nombre de futuro. Por otro lado, tenemos que el ser-ahí se concibe como arrojado, como siempre ya siendo y, por tanto, ya sido; esto es, como pasado. Su presente consiste precisamente en un hacerse cargo, en el sentido que hemos visto, de su futuro y de su pasado. La temporalidad no constituye, pues, una sucesión de pasado, presente y futuro, como sí ocurriría en la temporalidad tradicional, sino la expresión de la referencialidad del ser-ahí a algo que se sitúa fuera de él, de su carácter extático. Así, el análisis de las estructuras del ser-ahí se revela como un análisis de su temporalidad, la cual, a su vez, deviene el sentido del ser del ser-ahí.
Los últimos capítulos se dedican a la noción de una historicidad de la existencia fundada en la de temporalidad, así como al origen de la concepción vulgar del tiempo. Heidegger lo presenta con el título de destrucción de la historia de la ontología. Finalmente, insiste en que la analítica de la existencia es tan sólo un camino hacia el ser, terminando con preguntas relativas a si el tiempo originario conduce al sentido del ser, es decir, si constituye la vía correcta de respuesta a la pregunta que se planteó desde el principio.
La tercera sección de la segunda parte de Ser y tiempo tenía que estar consagrada, según el proyecto inicial de la obra, a un estudio de la relación entre tiempo y ser, así como a una crítica de la metafísica tradicional: la doctrina kantiana del esquematismo trascendental, la metafísica cartesiana y su recepción de la medieval, y la concepción aristotélica del tiempo. Algunos de estos temas acabarán tratándose en textos separados. Ello puede interpretarse como la asunción de que la vía elegida por Ser y tiempo para el desarrollo de la pregunta por el ser no resulta la adecuada para llevarnos a su respuesta definitiva, quedando de esta manera valorada sencillamente como aproximación a ella. Ahora bien, esto no tiene por qué significar que Ser y tiempo constituya un error tras el cual podamos emprender el camino definitivamente correcto sino que, como irá mostrando la obra del convencionalmente llamado «segundo Heidegger», sólo diversas aproximaciones desde distintos puntos de partida mediante asimismo distintos modos de desarrollo de la respuesta son posibles. Ello va unido, no obstante, a un cierto cambio de enfoque: de constituir aquel ente destacado por su carácter ontológico (lo que se quería expresar en la denominación ser-ahí), el hombre pasa ahora a «habitar» un ámbito o «apertura», un «claro», que constituye la verdad del ser, al que se accede en el modo del dejarse hablar, propiciando una mostración, una donación del ser por sí mismo. El hombre no deja por ello de tener un papel esencial, sólo que no al modo de la existencia como autoreferencia, sino al de aquel ente que puede corresponder a esa mostración del ser, papel que Heidegger expresa ahora calificándole de «pastor del ser», y cambiando la existencia de Ser y tiempo por el neologismo ec-sistencia. Este ser, además, no es el ser inmutable de la tradición, sino que se trata de un ser histórico, epocal, en el sentido de que, mostrándose los entes de modo distinto en cada época histórica, el ser se entiende a su vez de modo distinto en cada una de ellas, como instancia fundante de las mismas. Es lo que Heidegger denomina historia del ser. El mismo Heidegger explícita que esta adopción de puntos de partida distintos, con lo que hemos visto que conlleva, significará un giro o reversión respecto a Ser y tiempo. Entre los temas que ocupan la obra del «segundo Heidegger» podemos destacar, además de la mencionada consideración de la metafísica tradicional, el tratamiento de cuestiones relativas al arte y la poesía, a la por Heidegger mismo llamada «cuestión de la técnica», así como al lenguaje y al «final de la filosofía». Estas preocupaciones suelen llevarle a una consideración de los grandes clásicos de la filosofía (especialmente los presocráticos, Platón, Aristóteles, Kant, Hegel y Nietzsche). Dos son las maneras en las que se suele intentar dar coherencia a esta aparente dispersión de temas y autores. La una ve en ella la aplicación del modo de análisis utilizado en Ser y tiempo a distintos ámbitos de la experiencia humana, como la ciencia, la estética, etc. La otra ve en ellas sucesivos intentos de aproximación al mismo objetivo que se marcó Ser y tiempo, y viene avalada por la imagen que el propio Heidegger ofrece de una de sus obras más destacadas: Holzwege (Caminos de bosque), que es la de un bosque penetrado por los diversos caminos sin rumbo concreto que los leñadores abren con el único fin de hacer transitable el bosque que talan. La cuestión de la técnica engloba el análisis de cómo la época moderna se caracteriza por una consideración del ente en la que lo que se prima es la estructura a priori que nuestro entendimiento anticipa (im-posición) en él, convirtiéndose, pues, la realidad en algo así como una extensión del Yo y no en algo dado a cuya donación correspondemos, sino como algo que ha de ser dominado por el cognoscente. Esto sucede como consecuencia de ver en el análisis filosófico de la estructura a priori de nuestro conocimiento su respuesta definitiva y no, como mostró Ser y tiempo, un intento de formulación de la cuestión del ser.
El tratamiento del tema del arte se apoya sobre todo en la consideración de los textos y obras de arte griegos, así como en los de algún autor moderno como Hölderlin. El hilo conductor de este tratamiento es el de ver una íntima unidad de la cuestión de la belleza y de la cuestión de la verdad, unidad cuya pérdida sería una expresión más del olvido del ser del que nos hablaba Ser y tiempo. Sería en la obra de arte donde acontecería la verdad, en el sentido de que sería ella la capaz de mostrar, dejar hablar, las cosas por sí mismas, sin la imposición de la antes mencionada estructura a priori de un moderno conocimiento desligado de la cuestión de la belleza. De esta concepción de la verdad, así como del papel que con respecto a ella juega el arte, ve Heidegger el modelo en la cultura griega. En ella, la verdad (alétheia), el ser, es concebida como un desocultamiento del ente a partir de lo que, como fondo, permanece oculto.
El 8`(@H permite ver algo (n”\<,Fh”4), a saber, aquello de que se habla, y lo permite ver al que habla (voz media) o a los que hablan unos con otros. […] En el habla (GB`n”<F4H), si es genuina,, debe sacarse lo que se habla de aquello de que se habla, de suerte que la comunicación por medio del habla hace en lo que dice patente así accesible al otro aquello de que habla. Tal es la estructura del 8`(@Hcomo GB`n”<F4H. No a todo «hablar» le es peculiar este modo del hacer patente en el sentido de «permitir ver» que muestra. El ruego (,ÛPZ), por ejemplo, hace también patente, pero de otro modo.
En la manera concreta de llevarlo a cabo tiene el hablar (permitir ver) el carácter de proferir sonidos, voces, vocablos, palabras. El 8`(@Hes nT<Z y además nT<Z :,J n”<J”F\”H -sonidos o voces en que siempre se avista algo.
Y sólo porque la función del 8`(@Hcomo GB`n”<F4H consiste en el permitir ver algo mostrándolo, puede tener el 8`(@Hla forma estructural de la Fb<J,F4H. Síntesis no quiere decir aquí unión ni enlace de representaciones […] El FL<tiene aquí una significación puramente apofántica y quiere decir: permitir ver algo en su estar junto con algo, permitir ver algo como algo.
Y nuevamente, porque el 8`(@Hes un permitir ver, por ello puede ser verdadero o falso. Todo se reduce también a librarse de un artificial concepto de verdad en el sentido de una «concordancia». […] El «ser verdad» del 8`(@H como G8Z2,b,4<quiere decir: en el 8X(,4< como GB`n”\<,Fh”4, sacar de su ocultamiento al ente de que se habla y permitir verlo, descubrirlo como no oculto (G8Z2XH). Igualmente quiere decir el «ser falso», R,b*,Fh”, lo mismo que engañar en sentido de encubrir: poner algo ante algo (en el modo del permitir ver) y hacerlo pasar por algo que ello no es.
Pero por tener «verdad» este sentido y ser el 8`(@Hun determinado modo de permitir ver, no puede considerarse justamente al 8`(@Hcomo el «lugar» primario de la verdad. Cuando, como hoy, se ha vuelto de todo punto usual, se define la verdad como aquello que conviene «propiamente» al juicio, y encima se apela en favor de esta tesis a Aristóteles, se trata tanto de una apelación injustificada cuanto, y ante todo, de una mala inteligencia del concepto griego de verdad. «Verdadera» es en el sentido griego, y encima más originalmente que el llamado 8`(@H, la “ÇFh0F4H, la simple percepción sensible de algo. En cuanto que cada “ÇFh0F4Hapunta a sus Ç*4”, a los entes genuinamente accesibles justo sólo mediante ella y para ella, por ejemplo, al ver a los colores, es la percepción siempre verdadera. Lo que quiere decir: el ver descubre siempre colores, el oír descubre siempre sonidos. En el sentido original y más puro, «verdadero», es decir, simplemente descubridor, de tal suerte que nunca puede encubrir, es el puro <@,Ã<, el percibir, con sólo dirigir la vista, las más simples determinaciones del ser de los entes en cuanto tales. Este <@,Ã<no puede nunca encubrir, nuca ser falso; puede, en todo caso, quedarse en un no-percibir, un G(<@,Ã<, un no bastar para el simple acceso adecuado.
Lo que ya no se lleva a cabo en la forma del puro permitir ver, sino que al mostrar recurre siempre a otra cosa y así permite ver siempre algo como algo, carga debido a esta estructura sintética con la posibilidad de encubrir. La «verdad del juicio» es sólo el caso contrario de este encubrir -es decir, un fenómeno de la verdad de fundamento múltiple. Realismo e idealismo desconocen con la misma radicalidad el sentido del concepto griego de verdad, que es el único por el que se puede comprender la posibilidad de lo que se dice una «teoría de las ideas» como conocimiento filosófico.
Y porque la función del 8`(@Hconsiste en el simple permitir ver algo, en el permitir percibir los entes, puede 8`(@H significar también «percepción racional» y «razón». Y porque, una vez más, no sólo se usa 8`(@Hen la significación de 8X(,4<, sino al par en la de 8,(`:,<@<, lo mostrado en cuanto tal, y porque esto no es otra cosa que lo ÛB@P,\:,<@<, lo que como «ante los ojos» sirve siempre ya de fundamento a todo posible «decir de…» y que «decir de…», quiere decir 8`(@H qua8,(`:,<@< fundamento, razón de ser, ratio. Y porque finalmente 8`(@Hqua 8,(`:,<@< puede significar también aquello de que se dice algo en cuanto se ha vuelto visible en su relación a algo, tomándolo en su «ser relato», cobra 8`(@Hla significación de relación y proporción. (El ser y el tiempo, § 7)
Hablar de desocultamiento pretende poner énfasis en el hecho de que el ente, en su manifestarse como tal, no pierde nunca su referencia a lo oculto, sino que de lo que se trata es más bien de un continuo sustraerse a la ocultación, algo que la ontología tradicional ignora cuando considera al ente sólo en tanto que puede fijar su manifestación en conceptos. En este contexto cabe situar la concepción heideggeriana del mundo habitable, contrapuesto al de la técnica, como Cuaternidad, formado por: tierra (en referencia a lo oculto) y cielo (en relación al ámbito de lo divino, lo des-oculto), los divinos (en referencia al carácter divino del ente en tanto que se manifiesta por sí mismo, sin presuponer su reductibilidad a una estructura a priori impuesta por un entendimiento conceptualizador) y los mortales (cuyo papel intermediario entre la tierra y los dioses designa su papel óntico-ontológico).
Tierra y cielo, los divinos y los mortales, formando una unidad desde sí mismos, se pertenecen mutuamente desde la simplicidad de la Cuaternidad unitaria. Cada uno de los cuatro refleja a su modo la esencia de los restantes. Con ello, cada uno se refleja a sí mismo en lo que es suyo y propio dentro de la simplicidad de los Cuatro. Este reflejar no es la presentación de una imagen copiada. Despejando a cada uno de los Cuatro, este reflejar hace acaecer de un modo propio a la esencia de éstos llevándolos a la unión simple de unos con otros. En este juego, reflejando de este modo apropiante-despejante, cada uno de los Cuatro da juego a cada uno de los restantes. Este reflejar que hace acaecer de un modo propio franquea a cada uno de los Cuatro para lo que les es propio, pero a la vez vincula a los franqueados en la simplicidad de su esencial pertenencia mutua.
Este reflejar que liga en lo libre es el juego que, desde la cohesión desplegante de la unión, confía cada uno de los Cuatro a cada uno de ellos. Ninguno de los Cuatro se empecina en su peculiaridad particular. Por lo contrario, cada uno de los Cuatro, en el seno de su unión, es de-propiado a lo suyo propio. Este depropiante apropiar es el juego de espejos de la Cuaternidad. Desde ella los cuatro están vinculados en la simplicidad que los confía los unos a los otros.
A este juego de espejos de la simplicidad de tierra y cielo, divinos y mortales -un juego que acaece de un modo propio- lo llamamos mundo. El mundo esencia haciendo mundo. Esto quiere decir: el hacer mundo no es ni explicable por otra cosa que no sea él, ni fundamentable a partir de otra cosa que no sea él. Esta imposibilidad no radica en que nuestro pensamiento de hombres no sea capaz de este explicar ni de este fundamentar. Lo inexplicable e infundamentable del hacer mundo del mundo se basa más bien en el hecho de que algo así como causas o fundamentos son algo inadecuado al hacer mundo del mundo. Así que el conocimiento humano reclama aquí un explicar, no traspasa los límites de la esencia del mundo sino que cae bajo la esencia del mundo. El querer explicar del ser humano no alcanza en absoluto lo sencillo de la simplicidad del hacer mundo. Los Cuatro, en su unidad, están ya asfixiados en su esencia si nos los representamos sólo como algo real aislado que debe ser fundamentado por los otros y explicado a partir de los otros. (“La cosa”, pp. 156-157)
Heidegger concede en la reflexión acerca del arte un lugar preeminente la poesía, lo que podemos relacionar con su preocupación por el lenguaje mismo, en el sentido de que, en la medida en que es el ámbito en el que aparece el ser (siempre que no se trate, como hemos indicado, del lenguaje de la ciencia moderna en tanto que lo convierte en objeto, ni del lenguaje técnico, en tanto que lo que pretende es dominarlo) puede establecérselo como horizonte, en el mismo sentido en que lo fue el tiempo en Ser y tiempo. Este ámbito también resulta de especial relevancia por el hecho de que Heidegger ve en el poeta precisamente aquél que propicia la mostración del ser. La expresión «final de la filosofía» se refiere al hecho de que, hallándonos en el momento de mayor agudeza del problema del olvido del ser, hallándose la técnica en su grado máximo de desarrollo, hallándose como perdida la capacidad poética del lenguaje, ya no parece posible una filosofía entendida como pensar originario del ser, sino sólo la lectura e interpretación de unos textos, los de la tradición filosófica que vienen a constituirse en crónica de ese olvido.
2.1 La formación del pensamiento heideggeriano
El esfuerzo de Heidegger está dirigido a pensar un único problema: el problema del significado de “ser”, de la unidad o diversidad de sus sentidos.
El ser es el tema del pensar; pensar y ser se copertenecen necesariamente, como ya anunciaba Parménides en el inicio de la filosofía occidental. Intentar comprender a Heidegger supone ante todo hacerse cargo del sentido y la necesidad de la cuestión del ser, “su” cuestión.. Todos los demás aspectos de su filosofía –la analítica existencial, el desmontaje de la metafísica, la crítica de la técnica, etc.,– se encuentran indiscutiblemente ligados al problema del ser, son siempre afrontados desdey para él.
2.1.1 Los antecedentes de la cuestión del ser
2.1.1.1 La influencia de Aristóteles
El instinto intelectual de Aristóteles al plantear como problema básico de la filosofía una posible ciencia del ser, convencerá a Heidegger de que no cabe otra cuestión más radical y, a la vez, más abarcante que la de los significados de ser, que la ontología en sentido amplio, no como un simple inventario del mundo. Esta cuestión, precisamente por ser la más radical, está siempre presente en toda filosofía, aún en aquellas que creen poder postergarla o que no la plantean explícitamente. Una cierta idea de ser constituye el meollo, no ya de una filosofía, sino de la vida concreta de una época histórica. Hay, pues, que recuperarla y replantearla, lo que no significa aceptar la solución aristotélica, ni siquiera el modo de su planteamiento, pero sí la sencillez y el énfasis y el vigor de su preguntar: ¿qué quiere decir “ser”? ¿hay uno o varios sentidos? ¿hay alguno fundamental?
2.1.1.1.1 Ser y verdad
El ser de algo sólo puede determinarse si éste se muestra tal como es. Ahora bien, ese mostrarse tal como es, es precisamente su estar descubierto para un comportamiento que desencubre, que lo capta. El estar descubierto es correlativo al descubrir. Este, cuando es un descubrir verdadero, deja ver las cosas como son, las cosas en sí mismas, desde sí mismas, etc. Todas estas expresiones apuntan a lo mismo: las cosas son siempre las cosas-en-su-estar-descubiertas. Por eso puede Aristóteles, dirá Heidegger, hacer equivalentes en el mismo contexto cosas, fenómenos y verdad. Preguntarse por las cosas (“ser”) es a la vez y necesariamente preguntarse por su descubrimiento (verdad).
Si hay algo que distinga a la fenomenología es la idea de intencionalidad, la correlación intentio-intentum, nóesis-nóema. El análisis intencional consiste en mirar las vivencias siempre en este doble aspecto, exponiendo el objeto tal como es vivido, es decir, en su peculiar modo de aparecer. Todo análisis que no tenga en cuenta a la vez objeto y modo de conciencia no es un análisis fenomenológico. El objeto se da siempre de un modo determinado, de acuerdo con el respectivo modo de conciencia en que aparece. Es extremadamente importante reparar en que esta posición no implica, de partida, subjetivismo alguno. Que una cosa sea vivida de una cierta manera no quiere decir que toda su entidad se reduzca a ese ser vivida, a ser meramente una representación o un contenido de conciencia. Por el contrario, el análisis intencional muestra que, en determinados modos de conciencia, el objeto se da él mismo. El concepto fenomenológico de “cosa misma”, siempre en su respectivo modo de darse, nada tiene que ver con la tesis metafísica kantiana de la cosa en sí. Este esencial descubrimiento de la fenomenología no fue nunca puesto en duda por Heidegger, para quien “sólo se tiene ante la vista, aunque de manera provisional, la estructura fundamental de la intencionalidad cuando se ve que a toda intentio le pertenece en cuanto tal un modo de ser intendido” (Prolegómenos a la historia del concepto de tiempo, G. A., p. 60). Pues bien, lo que Heidegger ve, fenomenológicamente, en Aristóteles es que “las cosas mismas” y los “entes” apuntan al mismo fenómeno, son conceptos idénticos. Al igual que “cosa misma” implica un modo de darse, “ente” implica un estado de descubierto. Hay, pues, un intercambio constante entre ser y verdad.
2.1.1.1.2 Ser como presencia
Heidegger cree posible determinar la idea, latente e inexpresa, que preside la concepción griega de ser y verdad: presencia. En el ámbito del des-encubrir, el ente aparece como lo que viene a la presencia, lo que está presente o se presenta, siendo este presentarse el rasgo propio de su ser. En lógica correspondencia, el comportamiento descubridor tiene el carácter de un presentar, presenciar o traer a la presencia. Este presenciar no quiere decir otra cosa, señalará Heidegger, que dejar que lo presente venga a una presencia actual.
El puro estar descubierto de los entes no significa en el fondo más que la pura, imperturbada e imperturbable presencia actual de lo presente. La presencia actual es así el más alto modo de la presencia de los entes. La codeterminación de verdad (descubrimiento, presencia actual) y ser (presencia) es posible porque ambos se mueven en el mismo horizonte significativo: presencia, estar presente. Ahora bien, concluye Heidegger, el concepto clave (presencia actual) es la palabra con la que nos referimos al presente temporal e inclusive, por tanto, un momento del tiempo. “Entender ser como presencia a partir de la presencia actual significa entender ser desde el tiempo” (Lógica, G. A., 21, p. 193). He aquí, pues, un nuevo elemento que se entrelaza irremisiblemente con ser y verdad: el tiempo.
2.2 La cuestión del ser: Ser y tiempo
2.2.1 El proyecto de “Ser y tiempo”
La concreta elaboración de la pregunta por el sentido de “ser” es el propósito del siguiente tratado. La interpretación del tiempo como horizonte posible de toda comprensión de ser es su meta provisional (Ser y tiempo)
Se trata de elaborar concretamente una pregunta, es decir, de plantearla de tal modo que tomemos conciencia de todo lo que exponerla implica. Es lo que Heidegger llama la transparencia de una pregunta. El pensamiento no se dispara, formulada la pregunta, a la búsqueda de la respuesta posible, sino que se detiene en el propio preguntar: ¿qué significa el hecho mismo de tal pregunta?. Preguntar es la manera originaria que tiene el pensamiento de recoger los interrogantes de la realidad. Es la expresión inequívoca de la condición en que se encuentra todo pensamiento, siempre referido a su mundo, pero siempre distante de él. De ahí que las preguntas auténticas, no meramente retóricas, sean la máxima forma de respecto a la realidad.
Siempre que se hace una pregunta, se pregunta a alguien algo de algo. A su vez, todo preguntar supone un cierto conocimiento, un cierto trato previo con lo buscado. Esto ocupa ya algún lugar en el contexto teórico o práctico de mi vida, sin el que no sería posible dirigir mi atención hacia él en forma de pregunta. Por lo absolutamente desconocido no cabe preguntar. Toda pregunta envuelve, pues, una noticia previa de lo preguntado, momento que la hermenéutica de raigambre heideggeriana suele llamar “precomprensión”. El preguntar implica entonces: 1) una precomprensión de lo buscado, 2) aquello de que se pregunta, 3) lo que se pregunta y 4) aquello a quien se pregunta.
Si trasladamos a la pregunta por el sentido de “ser” los rasgos inherentes a todo preguntar, tenemos que: 1) el significado de “ser” no es ciertamente algo desconocido. Constantemente lo usamos y lo entendemos sin reparar especialmente en él. Hay, pues, una precomprensión de “ser”, acrítica y no acuñada conceptualmente, pero que está ahí dada y es algo; 2) aquello de que preguntamos es el “ser” del que 3) lo que se pregunta es su sentido, es decir, buscamos establecer rigurosamente y en un concepto preciso el significado que dicha palabra tiene; 4) aquello a quien se pregunta son necesariamente los entes, las cosas que son, pues “ser” se dice siempre de algo que es. ¿Hay que ir rastreando uno a uno todos los géneros y tipos de cosas?, ¿hay que quedarse en la abstracción máxima del concepto de ente?, ¿o hay algún ente que por sus particulares características se encuentre en mejores condiciones que los demás para responder?. Heidegger encuentra la salida de responder afirmativamente a la última cuestión, mediante la fusión de los puntos 1 y 4: la precomprensión de ser es un comportamiento específico de un ente, nosotros, los seres humanos, al que Heidegger denominará siempre “ser-ahí”.
Hay un hecho, la comprensión de “ser”, que forma parte esencial de esa realidad que es el ser humano. Investigar éste es lo mismo que ahondar en aquélla. El análisis de la existencia humana como “lugar” del ser es, pues, el primer estadio de la investigación. Dicho análisis no es la respuesta a la cuestión del ser, sino su “elaboración concreta”, es decir, la base desde la que acceder a la fijación del concepto de ser o, como dice Heidegger, su “horizonte trascendental”. Lo que el análisis revela – la temporalidad como el sentido básico de la existencia humana – suministra un concepto, “tiempo”, muy distante del tiempo de la concepción habitual. El horizonte desde el que se entiende algo no es el sentido mismo de lo entendido. Por eso la respuesta a la pregunta por el sentido de ser sólo estará dada cuando se muestre la articulación de tiempo y ser, es decir, cuando se establezca en qué preciso sentido “tiempo” constituye “ser”. Esta fundamental etapa del proyecto no ha sido cumplida por Heidegger, que la dejó, bajo el título “Tiempo y Ser”, como tercer capítulo de la primera parte del libro, sin realizar.
2.2.2 El concepto de ser
¿A qué apunta la interrogación heideggeriana? ¿Al concepto clásico de ente? ¿Al uso corriente de la palabra? ¿A algún otro concepto en la línea de la tradición mística?
Aquello de que se pregunta en la pregunta que hay que elaborar es el ser, lo que determina al ente en cuanto ente, aquello en que los entes, como quiera que se los dilucide, son en cada caso ya entendidos. El ser del ente no “es” él mismo un ente (Ser y Tiempo, p. 6).
La presencia de la fórmula aristotélica “ente en cuanto ente” sitúa la cuestión del ser en la inmediata vecindad de la ontología clásica; pero lo hace justamente para desmarcarse de ella. Heidegger contempla las ideas clásicas sobre el ser, como un conjunto de prejuicios que obstruyen, más que abren, el adecuado planteamiento del problema. La pregunta heideggeriana está pensada desde la metafísica clásica, pero como algo que ésta no atiende, que da, en cierto sentido, por supuesto. “Ser” es lo que determina al ente en cuanto ente, es decir, es la idea desde la cual es posible la formación del concepto de ente. Si ente significa cosa, algo que es, entonces es evidente que “ente” presupone el “es”. ¿Cuál es el significado de este “ser” presupuesto?
No se trata de investigar las estructuras universales de lo real, es decir, del conjunto de lo que hay (“es”), sino de si el ser, en ello implícito, posee algún sentido determinado o es, por el contrario, una palabra vacía, superflua, que nada añade o quita al ente. Pero en cualquier caso, hay que hacer notar, desde este momento, que “ser”, así entendido, no puede ser pensado como un objeto, un algo, una cosa. Aunque por la servidumbre del lenguaje digamos el ser y los substantivemos para hacer de él sujeto lógico-gramatical de oraciones, ser no es nunca un algo que efectúe tales o cuales acciones: esto es lo propio de los entes. Y si algún sentido tiene la pregunta heideggeriana por el ser es, justamente, el centrarse en esta distinción ser-ente – la por él llamada diferencia ontológica –, que es una diferencia última, constitutiva e insuperable. Para intentar comprender la cuestión del ser es preciso, por difícil que sea, no someter “ser” a las representaciones de la cosa o del sujeto, sino más bien, y provisionalmente, entenderlo como un horizonte significativo vigente, desde el que toda realidad, todo ente es siempre visto.
En la pregunta por lo que es el ente en cuanto tal, se pregunta por aquello que, en general, determina al ente como ente. Llamamos a esto el ser del ente, y a la pregunta que interroga por él, la pregunta que interroga por el ser. Esta investiga aquello que determina al ente como tal (…). Pero para poder comprender la determinación esencial del ente por el ser, es preciso que el elemento determinante mismo sea suficientemente comprensible, es menester comprender de antemano el ser como tal y no primariamente el ente en cuanto tal. De este modo, en la pregunta ¿qué es el ente? está encerrada esta otra más originaria: ¿qué significa el ser previamente comprendido en aquella pregunta? (Kant y el problema de la metafísica, p. 186)
Ser es, pues, la idea, no captada conceptualmente, que la metafísica supone sin tematizar. Es una idea indefinida, de la que no tenemos, en principio, ningún contenido que la precise, pero que está actuando desde el momento en que hay entes. Esta básica indefinición de “ser”, proviene de que, basándose en la diferencia ontológica ser-ente, Heidegger tiende siempre a ver “ser” como un significado anterior a todas las distinciones que la tradición ha efectuado en la conceptualización de los entes. Así por ejemplo, resulta inútil preguntarse si el ser del que habla Heidegger tiene el sentido de esencia o de existencia, porque con “ser” Heidegger está apuntando a un horizonte de significado en el que ya se está efectuando esta distinción. El “qué-es” de la esencia y el “que es” de la existencia suponen ya ser.
Pese a su fundamental indeterminación, pueden hacerse algunas precisiones que ayuden a entender el uso heideggeriano de “ser”.
1. Un rasgo esencial es comprenderlo en la línea de lo que Aristóteles llamaba el “ente en tanto que verdadero”. Con ello Aristóteles se refería a que el “es” de cualquier juicio tenía, además del de atribución sujeto-predicado, el sentido de “es verdad que”. Sin interpretar esto como el valor lógico de verdad, ni mucho menos como una propiedad del juicio, la idea aristotélica es un componente esencial de la idea de ser. Heidegger veía en Aristóteles, con ayuda de la fenomenología, una clara copertenencia de ser y verdad. Esta se encuentra expresada por el “es” de la proposición. Normalmente nos fijamos sólo en el “es” como momento de la pura atribución de una propiedad a un sujeto, pero ese “es” expresa también el que la cosa sujeto aparece, entonces y sólo entonces, como siendo esto o lo otro, es decir, como ente. Sólo en la proposición, en la que algo es algo, se ve lo que una cosa es. Ese momento de dejar ver, de mostrar algo en lo que es (esencias, propiedades, relaciones, etc.) es constitutivo del “es” de la cópula. “Ser” no significa aquí entonces ni la esencia ni la existencia de la cosa, sino precisamente el hacer que la esencia o la existencia se manifiesten, comparezcan. Este es el sentido que primordialmente interesa a Heidegger.
b) La contraposición ente-ser se mueve en el esquema forma-contenido. Un ente – lo que es – es más bien un “qué”, su “ser” es más bien un “cómo”. Con ello parece repetirse la vieja distinción entre esencia y modos de ser. Pero lo específico del pensamiento heideggeriano es la interpretación fenomenológica de forma-contenido. El ente es el qué, lo que aparece, la cosa con todas sus características, su ser es el carácter que esa cosa tiene en cuanto aparece en un modo determinado de darse o, para usar el término predilecto de Heidegger, de hacer frente. El ser de un ente responde siempre a la estructura que éste tiene por su específico como de hacer frente, de presentarse. “Ser” hace así referencia a una modalidad, pero a una modalidad en el darse.
c) Las expresiones tipo de ser o constitución de ser hacen referencia a la estructura que el ser de un ente tiene. “Constitución de ser” expresa el conjunto articulado de caracteres que el ser de algo presenta. En virtud de esa constitución de ser, la cosa de que se trate posee un cierto tipo ontológico, un peculiar modo de ser. Este constituye el “sentido de ser” de un ente. “Tipo de ser” resulta, pues, un concepto equivalente al clásico de categoría, con la salvedad de su mayor amplitud, pues Heidegger estima que las categorías tradicionales son modos tan sólo del “estar ahí dado”, no de todo ser.
2.2.3 El hecho de la comprensión de ser
La legitimidad de la cuestión del ser no descansa en la propia filosofía. No olvidemos que, a su modo, Heidegger había hecho suyo el lema fenomenológico ¡a las cosas mismas!, cuya traducción en este terreno había sido claramente formulada por Husserl: «el incentivo para la investigación tiene que partir de las cosas y de los problemas, no de las filosofías» (La filosofía como ciencia estricta). Esto significa que el planteamiento de un problema filosófico se mueve bajo la presión de asuntos o enigmas enraizados en un ámbito pre-filosófico del que la filosofía se nutre y del que provienen los impulsos de renovación.
Este es, y muy especialmente, el caso de la pregunta por el ser. Lo que la legitima como problema y lo que justifica su replanteamiento es lo que Heidegger llama el factum de la comprensión común y corriente de ser. Este factum es un momento estructural de la pregunta misma, el señalado como pre-comprensión, como dirección previa en la que toda búsqueda se mueve. De él forma parte también el conjunto de teorías filosóficas que se entremezclan con la comprensión corriente y la dominan. De ahí la necesidad de un método que distinga la atención a lo precomprendido de la pura y simple asunción de prejuicios.
El fenómeno al que Heidegger apunta con el mencionado factumes el simple y cotidiano hecho de que, en los más diversos contextos, entendemos siempre “ser” sin dificultad. Aunque no podamos inmediatamente expresar en un concepto elaborado el significado del “es”, esta es justamente la característica fundamental de la comprensión corriente: su falta de precisión, su vaguedad. Todas las teorías, clásicas y modernas, son interpretaciones de este fenómeno. Pero, por encima de las interpretaciones, está el fenómeno mismo. Esta es la propuesta de Heidegger: atenerse al hecho, sin precipitar sobre él la conceptuación tradicional, sino al contrario, “dejar ser” al hecho y, desde él cribar la tradición. Esta decisión está dirigida por la sospecha de que la metafísica no se ha hecho cargo en toda su integridad del problema del ser. El replanteamiento de la cuestión del ser exige no dejarse dar acríticamente los conceptos con que encarar la comprensión corriente.
De un largo análisis de ejemplos del uso de ser, la Introducción a la Metafísica extrae dos ideas principales: 1) vaguedad no significa ausencia de determinación. El hecho mismo de que entendamos “ser” en los más diversos contextos indica que tiene un (o unos) sentido(s) determinante(s) pero, 2) la vaguedad es un reflejo de la dificultad intrínseca que la diferencia ontológica comporta.
La misma consideración puede extenderse a otros órdenes de la vida. La comprensión habitual de ser es un fenómeno que recorre la entera praxis humana. Por ello puede decir Heidegger que “en definitiva pertenece a la constitución esencial de la existencia”. Antes de toda teoría explícita sobre el ser (ontología) hay, enraizada en la existencia humana, unacomprensión pre-ontológica de ser. Este es el fenómeno esencial. Su papel en la cuestión del ser es decisivo.
Si se pregunta por la posibilidad de comprender una noción como la de ser, este “ser” no fue inventado ni reducido artificialmente a un problema con el fin de retomar una pregunta de la tradición filosófica. Se pregunta más bien por la posibilidad de comprender algo que todos nosotros, siendo hombres, entendemos constantemente y hemos entendido siempre. La pregunta por el ser, como pregunta por la posibilidad del concepto de ser surge, a su vez, de la comprensión preconceptual de ser. Así, la pregunta por la posibilidad del concepto de ser se remite, una vez más, a una etapa anterior: a la pregunta por la esencia de la comprensión de ser en general (Kant y el problema de la metafísica, p. 204)
2.2.4 La primacía de la existencia humana
La comprensión habitual de ser se ha mostrado como el origen de toda categorización del ser y como el único terreno al que se puede acudir cuando se torna problemática la conceptuación heredada. Ahora bien, esa comprensión es un comportamiento, una conducta de un ente determinado, el ser humano, y ella misma también “es”. Se dibuja así, respecto del problema de a qué ente dirigir la pregunta, una cierta primacía de aquel en que se da el factumde la comprensión. Dos momentos estructurales de la pregunta se encuentran, pues, internamente relacionados. Pero una auténtica primacía sólo se justificaría si al ente en cuestión le fuera constitutiva una referencia a “ser”, o lo que es lo mismo, si la comprensión de ser no fuera en él una simple “propiedad”, sino el centro de su entidad.
Para caracterizar la existencia humana con este fin, Heidegger toma por base las posibilidades que le brinda una lectura ontológica de la “vida”, en su concreción práctica e histórica, tal como la ven las filosofías de la vida. La idea que preside esta visión es la realizacióno gestación, la de la vida como un ser in fieri, como constante tener que hacerse a sí misma. Lo decisivo de la vida no es su naturaleza, el conjunto de propiedades dadas, sino precisamente el tener que hacerse con y desde ellas; lo absolutamente dado es la tarea de hacerse; de ahí que vivir implique siempre el ocuparse de la propia vida.
El ser-ahí es un ente que no se presenta sin más entre otros entes. Está, antes bien, ónticamente caracterizado porque en su ser le va este ser mismo. A esta constitución de ser le es inherente, pues, tener una relación de ser con su ser. Y esto a su vez quiere decir: el ser-ahí se comprende en su ser de modo más o menos expreso. A este ente le es peculiar el serle, con su ser y por su ser, abierto éste a él mismo. La comprensión de ser es ella misma una determinación esencial del ser-ahí. Lo ónticamente señalado de ser-ahí es que es ontológico (Ser y Tiempo)
La idea de realización de la vida es entendida como una realización de ser. Un viviente cuyo vivir no consiste simplemente en transcurrir, sino en tener que hacerse su vida, es un ser que, por paradójico que parezca, tiene que construirse su propio ser. Es lo que Heidegger indica con la expresión, puramente formal, “irle su ser”. Ser = haber de ser = ocuparse de ser. Podría denominárselo, en cierto sentido, un concepto práctico de “ser”. Es en la medida en que hace su ser. Pero si esto es así, entonces es evidente que la realización del propio ser es una relación, específica y esencial, con “ser”. Relación que implica una comprensión, expresa o tácita, del ser que se hace. Este “comprender” no es una característica nueva que se añada a la realización, sino que es el propio realizarse en cuanto “sabe” de sí. El “irle su ser” es, a la vez, relación ontológica y autocomprensión, fundidos en un mismo movimiento. A este momento de comprensión alude Heidegger con el término “abrir” justamente para indicar que ese “saber” del propio ser está integrado en la realización, es esencialmente tácito y alejado, por tanto, de toda autoconciencia. Al irle su ser, éste le es abierto.
Pero la construcción de la propia vida (“ser”) no es una digestión solitaria de lo que yo mismo segrego, sino un comercio constante con un mundo, sin el que no hay eso que llamamos “vida”. Al “tener que ser” que es la existencia humana le es inherente una comprensión del mundo y de las cosas que se dan dentro de él, por tanto, también de los seres que no soy yo; para decirlo exactamente: del ser que hay que hacer forman parte también el mundo y las cosas.
El vocablo técnico con el que Ser y Tiempo designa a la existencia humana, es Dasein, que en alemán corriente significa sencillamente “existencia”. Pero Heidegger aprovecha su etimología – da= aquí o ahí, sein = ser – para darle un significado acorde con su peculiaridad ontológica: ser-ahí. El Dasein, en cuanto le es abierto el ser – suyo y de las cosas – es comprensión de ser, es el ámbito en que “hay” ser.
Junto a Dasein, Heidegger utiliza otro término técnico,Existenz – existencia –, para indicar el modo de ser privativo del Dasein, su “esencia”. Mientras “ser-ahí” es un título puramente formal que expresa una mera referencia a ser, existencia designa el modo específico en que consiste esa referencia: “irle” su ser, tener que ser. Heidegger utiliza una vez más la etimología –sistere ex, estar fuera de– para que resuene en existencia ese “estar fuera de” propio de quien tiene un ser delante, como algo que construir y no como algo fijo en lo que reposar. Existencia es, pues, el tipo de ser del ser-ahí. Por eso, tras este trastrueque del sentido tradicional de los términos, puede decir Heidegger provocativamente: «la “esencia” del ser-ahí radica en su existencia» (Ser y Tiempo, p. 42)
2.2.5 La idea de una ontología fundamental
Exponer el ser del Dasein, la existencia, es poner de manifiesto el “ser” al que ella está abierto y, con ello, preparar el camino a la respuesta buscada sobre el sentido de ser. Una analítica de la existencia es, así, un elemento estructural de esa elaboración concreta de la pregunta por el ser. Su función es desgranar todo lo que la comprensión de ser comporta y fijar el horizonte en el que ser se entiende. En cuanto investigación del ser de un ente determinado –el ser-ahí– es ontología regional, pero en la medida en que ese ente encierra en sí la comprensión de ser, la analítica de la existencia es la ontología fundamental, que lleva a cabo de modo concreto la pregunta por el ser en general, condición de posibilidad de toda ontología.
La analítica de la existencia no tiene por objeto el hombre, sino la comprensión de ser o, «el ser-ahí en el hombre». Este es visto sólo como lugar del ser, como ámbito de la comprensión de ser. Ciertamente es éste un momento esencial y constitutivo de lo que el hombre es, pero no da cuenta de toda la diversidad de caracteres que en el hombre pueden ser puestos de relieve. La mirada de la analítica existencial, dirigida a ver cómo aparece “ser” en el cotidiano existir humano, es radicalmente diferente de las ciencias que buscan establecer los rasgos determinantes de la conducta o los componentes esenciales del ser humano.
2.3 Problemas de método
2.3.1 El círculo hermenéutico
Buscar en el ser de la existencia humana el horizonte de comprensión de ser en general es justamente el sentido de lo que se quiere demostrar, a saber, ser. ¿Cómo, si no, puede plantearse una investigación del ser de la existencia humana, que a su vez es entendido como un “haber de ser”? Heidegger se deshace de este reproche admitiendo la presencia de una circularidad, pero rechazando la idea de demostración. “Ser” es, en efecto, presupuesto al emprender la tarea analítica, pero no como lo que se busca, un concepto con su sentido definido y preciso, sino como un significado vago e indeterminado, que, sin embargo, es suficiente para orientar provisionalmente el rumbo de la investigación.
Esta orientación previa no es una particularidad de la pregunta por el ser, sino un rasgo más general de la comprensión. Es el ya viejo problema del círculo hermenéutico.
No cabe ignorarlo, pero sí es imprescindible romper su asimilación al defecto lógico del circulus in probando. Este tiene vigencia allí donde hay una demostración en sentido riguroso, es decir, unas premisas de las que se deducen consecuencias; el fallo surge cuando entre éstas aparece alguna premisa de la que se partía. Ahora bien, en el paso de pre-comprensión a comprensión conceptual no hay nada semejante a una demostración. Hay más bien una mostración, un sacar a la luz lo que en la precomprensión se encontraba ya dado y que sólo ahora manifiesta enteramente su sentido. Tal es la virtualidad del análisis: exponer y aclarar un sentido que está ya presente.
2.3.2 La fenomenología como método
El problema al que responde la idea de método estriba en decidir lo que Heidegger llama “el recto modo de acceso” al ente que se trata de investigar, el ser-ahí. Establecida una cierta idea previa y provisional de éste, la cuestión se reduce a cómo lograr que la existencia se muestre tal cual es. En tanto que factum poseedor de su propio sentido, la tarea no puede consistir en otra cosa que en enseñarlo, ponerlo a la luz pública. La idea de un “recto acceso” implica tan sólo que es menester fijar la “situación” en que el Dasein ha de estar y el punto de vista correlativo que hay que adoptar para que su ser – la existencia – pueda ser visto y enunciado. “El modo de acceso e interpretación, dice Heidegger,tiene que ser elegido de tal forma que este ente se pueda mostrar en sí mismo desde sí mismo”. La idea rectora es, pues, la de verdad – desocultamiento o mostración de la cosa – y no la de método. Incluso cabe decir que este planteamiento excluye la idea, típicamente moderna, de la primacía del método, es decir, de un conjunto de reglas de procedimiento que, firmemente seguidas, nos conducen ineludiblemente a un saber seguro sobre cualesquiera objetos. La obsesión por la metodología como instancia legitimadora del conocimiento es consecuencia de la supremacía de la certeza e, incluso, de la “validez general” sobre la verdad. Cuando se trata de que algo se muestre en sí mismo desde sí mismo, no es posible someterlo al método de la “ciencia unificada”, a una metodología predeterminada y estándar, ni tampoco, al estilo de la metafísica clásica, aplicarle deductivamente una serie de principios ontológicos de validez indiscutida. Hay que dejarse ser y atenerse descriptivo-interpretativamente a lo que se ofrece.
Estrictamente tomada, “fenomenología” expresa sólo un método en el sentido de un modo determinado de referirse a sus objetos, los “fenómenos”. No significa ni una dirección o escuela filosófica, ni tampoco una filosofía, esto es, un conjunto de tesis sobre la realidad o una región de ella. Es una pura idea de método, sin ningún compromiso ontológico, lo que interesa a Heidegger. De ahí su interés por mantenerse independiente de toda ortodoxia fenomenológica.
2.3.2.1 El concepto de fenómeno
Su significado primigenio es el que indica la voz griega phainomenon: lo que se muestra en sí mismo, las cosas (apareciendo) como son. Esta es laidea general, formal, de fenómeno. De ella hay que distinguir otras formas de aparecer o mostrarse las cosas. Una de ellas consiste precisamente en aparecer como no siendo lo que se es. Es lo que llamamos apariencia engañosa, ilusión: una cosa parece otra, pero en realidad no lo es. Esta apariencia suponela idea formal de fenómeno: sólo en la medida en que lo que aparece lleva consigo la pretensión de mostrarse como es, cabe la posibilidad de la falsa apariencia.
Caso diferente representa el aparecer propio de los signos. En éstos aparece siempre algo cuyo sentido es anunciar algo que no aparece. No puede decirse, pues, sin más que el aparecer del signo sea un mostrarse en sí mismo. Pero sin embargo hay que decir, como en el caso anterior, que lo supone. Visto desde el lado del signo, es evidente que aparece algo –una señal de tráfico, un cierto color de las mejillas– como siendo él mismo, a saber, un indicio de otra cosa. Contemplado desde lo significado –curva a la derecha, un estado de salud–, esto ciertamente no aparece, sino que se anuncia, pero el sentido de “no aparece” es justamente el de “no aparecer en sí mismo”, esto es, el concepto formal de fenómeno.
El concepto formal de fenómeno –lo que se muestra en sí mismo– es el sentido primario, original de aparecer, sin el que todas las demás formas de “apariencia” resultan literalmente ininteligibles. De ahí se desprenden dos consecuencias de gran importancia: ante todo, que fenómeno no prejuzga nada acerca de su contenido, es decir, nada indica acerca de qué tipos o qué regiones de ser han de considerarse fenómenos. «Fenómeno, señala Heidegger, significa sólo una forma peculiar de hacer frente algo», a saber, la de presentarse como siendo ello mismo, dejando absolutamente indeterminado qué deba ser lo que se presente así. En segundo lugar, que “tras” los fenómeno no hay nada. La noción de fenómeno no implica ninguna referencia a algo transfenoménico. Carece de sentido, fenomenológicamente hablando, buscar en el fenómeno indicaciones hacia un trasfondo que no aparece. Pues es contradictorio que lo que se muestra en sí mismo tenga su auténtico ser en otro en sí más “profundo”. En lugar de la “manía de los trasmundos”, de la oposición fenómeno-cosa en sí, la fenomenología introduce la dialéctica desocultamiento-ocultación.
Ante los fenómenos, así entendidos, no cabe otra actitud que la de un puntual y fiel atendimiento a ellos. El logos de la fenomenología sólo puede tener un carácter apofántico y descriptivo, como en el sentido original griego: deja ver lo que se muestra. De ahí que no quepa concebirlo como una razón que sienta a priori las reglas del acercamiento a sus objetos. El lenguaje fenomenológico saca lo que dice del contenido de su respectivo fenómeno sin la precondición de una metodología fija.
Ciencia “de” los fenómenos quiere decir: una forma de aprehender sus objetos tal que todo cuanto esté en discusión sobre ellos tiene que tratarse mostrándolo y comprobándolo directamente (Ser y Tiempo)
¿Hay un tema propio de la fenomenología? ¿Hay algo que la fenomenología deba tratar específicamente de convertir en fenómeno?, ¿qué ha de ser “lo que se muestra en sí mismo”? Si desformalizamos el concepto de fenómeno tomando como contenido los objetos de la intuición empírica, obtenemos lo que Heidegger llama el concepto vulgar de fenómeno. Según los diversos entes o tipos de cosas que den contenido al fenómeno, se forman las distintas ciencias.
Pero el concepto fenomenológico de fenómeno opera en otra dirección y justo por eso es la fenomenología el método de la cuestión del ser: aquello que, por antonomasia, debe ser llevado al fenómeno es precisamente lo que no se muestra sin más, aquello que está oculto, pero a la par presente en lo que habitualmente se da, a saber, el ser, distinto de los entes, pero siempre presente en ellos como su sentido y fundamento. Tratar de lo que inmediatamente se da no es el cometido último de la fenomenología. Mediante la aplicación del concepto de fenómeno que ella lleva a cabo, es posible desvelar, “fenomenizar” lo no objetivo, pero que se da con el objeto, constituyendo su sentido y haciéndolo posible. En sentido fenomenológico son ante todo fenómeno aquello que, kantianamente hablando, no aparece, pero que es la condición de posibilidad de todo aparecer. Pues, a su modo, tiene que poder darse, mostrarse en sí mismo, para que podamos hacer enunciados verdaderos sobre ello. La fenomenología se mueve, pues, decididamente en la dirección del peculiar modo de darse que caracteriza a lo no objetivo.
Lo oculto es el tema de la fenomenología. Pero hay diversas formas de estar encubierto. Una es la propia de lo todavía no descubierto. Otra, la de lo que yace sepultado, es decir, la de algo que fue descubierto y pasó después a quedar encubierto. Este encubrimiento, sin embargo, no tiene por qué ser absoluto. Puede ser, y de hecho ocurre con frecuencia, que deje ver la cosa de manera desfigurada. El ocultamiento toma la forma de la desfiguración, de la falsa apariencia. Esta es la forma fundamental de encubrimiento: la alteración del sentido originario de algo. En la medida en que deforma el “recto acceso” a algo, la fenomenología es necesariamente crítica de las desfiguraciones.
2.3.2.2 Las etapas del método fenomenológico
El trabajo fenomenológico, vertido en su tema, la cuestión del ser, puede concretarse en los siguientes momentos:
1. Fijación del punto de partida del análisis, esto es, determinación del modo o figura en que el ser-ahí se muestra tal cual es. Es el problema de la cotidianidad.
2. Reducción. Manteniendo el término husserliano, Heidegger altera radicalmente su sentido. En lugar de significar abandono de la actitud natural hacia la vida pura de la conciencia, la reducción cobra el sentido de reconducir la mirada desde lo inmediatamente dado, el ente, la cosa, hacia su ser; desde lo que se da hacia el cómo se da, hacia los caracteres de su específica forma de presentarse. Sólo desde ahí se ve qué sentido tiene decir de ese ente que es. Pero puesto que el sentido de este ser no se ofrece a la mirada inmediata e ingenua, sino que es preciso captarlo a través de lo que se da, este tránsito tiene el carácter de una interpretación. Se parece más a la comprensión del sentido de un texto que a la intuición visual, unívoca y exacta. La “visualización” del ser –fenomenología– es hermenéutica.
3. Construcción. Es el momento positivo en el que se exponen los diversos rasgos constitutivos del ser del ente de que se trata. En la analítica existencial es la determinación del contenido de los “existenciales”, los componentes básicos de la existencia y de su interna conexión en una estructura, que forma la “constitución del ser” del Dasein.
4. Destrucción. La fenomenología es crítica de esa forma esencial de encubrimiento que es la desfiguración. Pero hay una deformación constitutiva que tiene su raíz en la estructura histórica de la comprensión. Todo intento de comprender algo, incluida la propia pregunta por el ser, es, como la existencia a que pertenece, esencialmente fáctico, es decir, parte de una situación en la que ya se encuentra. No hay algo así como un “grado cero” de la comprensión, un encuentro sujeto-objeto absoluto y sin supuestos. Hay siempre, por el contrario, un determinado círculo de posibilidades en el que la investigación se mueve. Esta situación no es una limitación exterior, un tributo a una instancia ajena que hay que satisfacer, sino algo que pertenece intrínsecamente a todo comprender. La condición básica de la situación es la historicidad. Por ésta entiende Heidegger una estructura del propio ser-ahí; por tanto, no indica que éste acontezca en la historia o en el tiempo, como un suceso natural, sino algo más radical. La naturaleza no tiene historia, aunque transcurra en el tiempo. La existencia sí, porque ella misma es histórica. Si el ser-ahí es un haber de ser, un hacerse, esta gestación, como todo proceso, es temporal, pero en un sentido radicalmente distinto del fluir sucesivo de la representación habitual del tiempo. Temporalidad significa aquí que los momentos del tiempo, pasado, presente y futuro, se imbrican, se entrelazan y no se suceden: pasado y futuro son presentes. El hacerse del vivir humano implica, pues, que se es el pasado (y el futuro). La historia no es, por tanto, algo en lo que estemos, sino algo que somos. Al ser histórico, todo comprender se acerca a su objeto no cual tabula rasa dispuesta a ser impresionada, sino con un repertorio de conceptos, creencias e ideas sobre lo que ha de ser entendido. Ese arsenal de conceptos, producto de la tradición y vigentes en la comprensión, poseen habitualmente el carácter de algo obvio, “natural”, no de algo surgido de una precisa experiencia. Justo por eso han perdido su sentido original. Transformándose en fórmulas o esquemas más o menos vacíos, que transmiten el “concepto” sin la experiencia. Esta estructura permanente de la tradición transforma la historicidad en prejuicio: dirige de modo ciego las posibilidades de la comprensión. Es en este momento cuando la fenomenología, que exige la absoluta exención de prejuicios, se hace necesaria. La fenomenología, por fidelidad a la “cosa misma” –la historicidad de la existencia– se torna crítica de la historia y de la tradición. Su tarea es el desmontaje de la tradición. No es en modo alguno el simple rechazo de lo heredado, sino al contrario, su apropiación. Se trata de “ablandar la tradición endurecida y disolver las capas encubridoras producidas por ella” para llevar los conceptos a las experiencias originales de que proceden (al modo peculiar de presentarse el objeto al que responden, el problema del que pretenden hacerse cargo, etc.). Sólo así entramos en posesión del sentido, y sólo entonces ganamos una relación libre con la tradición. La fenomenología crítica, en la medida en que se hace cargo de la historicidad, no destruye el pasado, sino que lo asume. El puro rechazo o la sumisión inconsciente son, frente a ella, posturas ingenuas.
¿Qué consecuencias tienen todas estas consideraciones para el problema del ser? Pues obviamente que la pregunta por el ser no escapa a la historicidad y que, por consiguiente, la elaboración autotransparente de la pregunta requiere hacerse cargo de su propia historia. Es lo que Heidegger llama “el cometido de una destrucción de la historia de la ontología”, es decir, la apropiación del sentido original de los conceptos ontológicos, con los que velis nolis hacemos frente hoy al problema del ser, mediante el retroceso crítico a sus fuentes. La interpretación del pasado vigente –segundo momento de la fenomenología– libera la mirada para apreciar la novedad del fenómeno que se investiga –la existencia– y hace posible un enjuiciamiento crítico de la aptitud de lo heredado para conceptuarlo. «Sólo mediante la destrucción puede asegurarse la ontología enteramente de la autenticidad fenomenológica de los conceptos» (Los problemas fundamentales de la fenomenología, G. A., 24, p. 31)
2.3.3 La concreción del método en el análisis de la existencia
2.3.3.1 El punto de partida
El método fenomenológico ha de ocuparse, en primer lugar, de fijar el modo en que la existencia pueda mostrarse tal cual es. El problema de la determinación del modo originario de darse algo, en nuestro caso el propio existir. “Originariedad” se opone a “construcción”, es decir, a preparación artificial de la experiencia. Originario es un modo de darse cuando el objeto se presenta espontáneamente así, cuando todo otro modo de presentarse se da ya en él. ¿Cuál ha de ser, en el caso de la existencia humana tal modo de darse? La posición natural, el mundo de la vida tal como es inmediata y habitualmente vivido. De él no cabe decir que sea una posición, porque es algo en lo que siempre ya estamos; se encuentra, por tanto, más acá de todo posicionamiento, de todo punto de vista que podamos adoptar. Por eso es originario. Cualquier otro punto de vista es una modificación que opera sobre el terreno ya dado por lo inmediatamente vivido.
La analítica existencial se adhiere, pues, al movimiento, latente en las filosofías de la vida y en la propia fenomenología, de lograr “un concepto natural de mundo”, donde “natural” nada tiene que ver con la “naturaleza” objeto de las diversas ciencias, sino con lo inmediatamente vivido. Su tarea es, precisamente, llevar a sus últimas consecuencias este movimiento y emprender una investigación sistemática de las estructuras de la existencia tal como se ofrecen al único punto de vista adecuado a ellas, el del propio vivir. Se trata de ganar la figura del mundo en que realmente se vive y hacerlo a la vez filosóficamente, con la mirada puesta en lo estructural y sistemático.
Este terreno, fenomenológicamente privilegiado, de lo inmediatamente vivido, desde el que acceder a la facticidad de la existencia –el concepto natural de mundo–, lo concreta Heidegger con la expresión “cotidianidad media”. Con dicha idea, Heidegger quiere ante todo subrayar que las estructuras de la existencia han de obtenerse a partir de la vida tal como de hecho se vive, no como la ve o la siente un determinado hombre. Las ideas de mundo de la vida, mundo natural y similares hacen referencia a ese territoriocomún en el que se está y a partir del cual cada concreto ser humano construye su propia figura individual. Pero eso, “lo de todos los días” es el lógico punto de partida para establecer lo estructural y no lo privado del ser-ahí, lo ontológico-existencial y no lo óntico-existencial. Cotidianidad media es una modalidad indiferenciada de existencia, es más un concepto sociológico que psicológico. En él no se hace acepción de ningún tipo de peculiaridades caracteriológicas o personales, sino que se destacan comportamientos y formas de conciencia indiferentes a tal o cual sujeto, es decir, intercambiables por principio, públicos. De ahí que pueda decirse que el sujeto de la vida cotidiana sea un “se” impersonal (se piensa, se dice, se hace, etc.).
2.3.3.2 Los conceptos ontológico-existenciales
Heidegger llama ontológico-existencial a lo que se refiere o expresa el ser del Dasein –la existencia– a diferencia de lo óntico-existencial, que afecta a las particularidades de cada concreto existente humano, al modo en que cada uno conduce o interpreta su propia existencia.
La estructura de la existencia se despliega en una serie de conceptos ontológico-existenciales:
1) Todos los “existenciales” que componen la estructura de la existencia son caracteres formales. No sólo por referirse al ser que como sabemos está más del lado del cómo que del qué, sino por expresar el peculiar ser que es la existencia. Esta consiste en irle su ser, haber de ser, tener el ser como algo que realizar. Por tanto, lo elementos que la componen son modos o formas del tener que, del realizar, y no propiedades determinadas y comprobables de una cosa. Esto significa que los conceptos existenciales no apuntar a, por ejemplo, los rasgos constitutivos del compuesto humano: cuerpo, alma, razón, espíritu, etc. esta forma de comprender la existencia humana deja fuera lo esencial: que, dados esos componentes, con ellos hay que ser. Si entendemos por esencia el conjunto de rasgos que definen el compuesto humano, entonces el tener que ser no expresa nada del qué, de la esencia, y es, sin embargo, lo decisivo. Este es el sentido de la célebre frase de Ser y Tiempo “la ‘esencia’ del ser-ahí está en su existencia”.
Frente a estos caracteres que expresan el contenido de lo que el hombre es, la existencia es la forma pura del haber de ser. Los conceptos existenciales son, por tanto, formales en el preciso sentido de que significan diversos momentos del tener que ser. Por eso Heidegger insistirá constantemente en que son modos de ser: expresan siempre y sólo un posible modo de ser (tener que ser) esto o lo otro. “Todo ser tal de este ente, dirá Heidegger, es primariamente ser”. De ahí que el título ser-ahí con el que designamos a este ente no exprese su qué, como mesa, casa, árbol, sino el ser. Esto lleva consigo que no quepa hacer una definición abstracta del Dasein con independencia del modo como cada existente lleve a cabo su propio tener que ser.
2) Todos los existenciales son caracteres a priori. «Hay siempre que tener presente que estos fundamentos ontológicos nunca pueden inferirse subsecuente e hipotéticamente a partir de un material empírico, antes bien, están ya ahí siempre, incluso cuando sólo se recogematerial empírico» (Ser y Tiempo, p. 50). Este es el sentido original de lo a priori: lo siempre ya en algo. Una estructura a priori no es el resultado obtenido a partir de la comparación o suma de experiencias, no es un constructo, sino al revés algo que está ya siempre en cada caso de experiencia, que se muestra justamente como lo que estaba ya ahí. En nuestro caso, la analítica existencial tiene por fin sacar a relucir lo estructural apriórico, es decir, lo que se encuentra ya siempre en todo comportamiento humano. Por obra del poderoso pensamiento kantiano estamos habituados a una concepción de lo a priori que en modo alguno se justifica por sí misma. Ante todo, no hay ninguna razón para que “lo siempre ya en” –kantianamente, condición de posibilidad de– haya de ser referido al conocimiento o a la subjetividad, como si sólo en las estructuras subjetivas del conocer tuviera sentido hablar de a priori. La práctica del análisis intencional ha mostrado, por el contrario, que hay perfecto derecho a establecer algo así como un a priori material. La noción de a priori no prejuzga a qué deba aplicarse. De este modo, una estructura como “ser-en-el-mundo” se comporta como a priori respecto de los variados y concretos comportamientos que un existente determinado puede llevar a cabo, y ni es subjetiva ni cognoscitiva.
A lo a priori no se accede necesariamente mediante un proceso de inferencia. La representación filosófica habitual del camino hacia lo a priori es la de un hecho que está ahí dado, que se “ve”, a partir del cual y por medio de una inferencia hacia las condiciones de su posibilidad, se establece algo que no se “ve”, algo transempírico, pero que da sentido a lo dado. Los “existenciales” no son tratados como hipótesis inferidas para explicar los hechos, sino como su estructura invariante, como lo que siempre está ya en ellos y, por eso, nos hace inteligible su posibilidad. La ampliación del concepto de fenómeno –y de intuición– tiene precisamente el sentido de hacer posible que lo apriórico y no objetivo se haga fenómeno, se muestre en sí mismo, y la forma de mostrarse en sí mismo lo a priori es justamente la de estar siempre ya en los hechos, mostrarse en ellos y a través de ellos. Una estructura a priori, la mundanidad del mundo, por ejemplo, no es un hecho junto a otros hechos, una cosa junto a otras cosas del mundo, sino su sentido, su fundamento. No se da, no se ve, por tanto, como las cosas, pero eso no quiere decir que no tenga su propio modo de ser fenómeno. El modo de acceso a lo a priori no es la inferencia, sino más bien lo que Heidegger llama la “puesta en libertad”. Los reiterativos análisis fenomenológicos tienen por fin despejar el terreno, mediante una fiel descripción, para que se “libere” el sentido que yace en ellos y pueda, así, ser visto.
3) Todos los existenciales son co-originarios. Si la analítica de la existencia tiene por fin destacar el ser del Dasein, todos los caracteres que lo componen son originarios en el sentido de que no son derivables ni explicables a partir de otros elementos o principios. Analizarlos no quiere decir resolverlos en otras entidades, sino exponerlos. La exposición de los existenciales es la explicación última de la existencia.
La co-originalidad de los “existenciales” significa que hay una multiplicidad que no recibe su explicación ni su legitimidad de un principio unificante, al modo del “yo pienso” kantiano, o cualquier otro principio supremo, sino que, por el contrario, su unidad no es otra que la de formar parte del hecho de la existencia.
2.4 La analítica existencial
2.4.1 El ser-en-el-mundo
Heidegger concreta el concepto formal de existencia en la idea de “ser-en-el-mundo”. Ser-en-el-mundo no tiene nada que ver con el estar una cosa contenida en otra, ni con el estar una cosa junto a otra, ni tampoco con el tener una determinada propiedad. No significa ningún estar ahí espacial. Tales representaciones podrían dar a entender que “hay” un ente, el hombre, que está en el mundo, de forma tal que hombre y mundo son dos cosas, dos entidades diferentes que entran en una posterior relación. Por el contrario, sólo si apartamos esta forma cosificante de pensar podemos penetrar en el sentido del cotidiano ser-en-el-mundo. “Ser” como infinitivo del “yo soy”, es decir, comprendido como “existencial”, significa “habitar cerca de”, “estar familiarizado con”.
Conocer no es la forma primaria, inaugural, de relación con eso que llamamos mundo, sino que es un modo de ser en el mundo, y un modo derivado. Precisamente porque estamos ya permanentemente volcados en el mundo es por lo que puede plantearse ese puro estar un objeto ante mí que es lo que tradicionalmente se entiende por “conocer”, “conciencia”, etc. La relación sujeto-objeto es una modificación idealizada del ser-en-el-mundo posible sólo a partir de él. Heidegger interpreta esta modificación como una deficienciaen el sentido de un abstenerse del trato familiar con las cosas, de un “parón” en el tráfico cotidiano en el mundo, para dar lugar a una nueva actitud, la del mero considerar una cosa en sus propiedades “objetivas”, es decir, el puro estar dirigido hacia un objeto (intencionalidad). El mundo como conjunto de objetos o cosas con sus esencias respectivas es el correlato de esta actitud modificada. La autointerpretación de nuestro ser en el mundo como “subjetividad” y “objetividad”, propia de toda la filosofía moderna es un encubrimiento de la estructura original de la existencia, que ha de ser fenomenológicamente destruida.
El ser-en-el-mundo, pese a responder a la temática de la subjetividad, se dirige conscientemente al cuestionamiento de la idea misma de sujeto. Con la estructura ser-en-el-mundo, Heidegger está apuntando a la condición de posibilidad de todo estar enfrente un objeto y un sujeto, entiéndase éste como un afanarse práctico o como un contemplar teórico. No es lo esencial que nuestro ser en el mundo tenga eminentemente un carácter práctico – lo cual proviene del punto de vista adoptado de la cotidianidad –; lo esencial es que, antes de todo captarme a mí mismo como sujeto agente o contemplativo, estoy ya en el mundo. Ser en el mundo es el horizonte a priori de todo conocer, incluida la autoconciencia. No hay ninguna captación de mí mismo que no sea a la vez e inevitablemente de mí en el mundo.
El ser-en-el-mundo así entendido, no puede ser entonces un yo contrapuesto a un mundo, sino una estructura unitaria que constituye mi propio ser. Ser en el mundo no es un carácter abstracto, genérico, sino justamente lo que yo soy. Carece de sentido referido a un ser que no pueda decirse en primera persona. Es un rasgo esencial del existir humano lo que Heidegger llama, con término intraducible, Jemeinigkeit, es decir, el hecho de que el ser que tengo que construir se presenta siempre como propio, como mío, radicalmente individuado, y nunca como un caso o ejemplar de una esencia universal. La existencia es siempre un “quien” y no un “qué”.
2.4.2 El mundo
2.4.2.1 De las “cosas” al mundo
¿Qué significa ese “mundo” que aparece en la expresión ser-en-el-mundo? ¿Qué es lo primero que se nos muestra del mundo? Las cosas. Pero pese a su aparente inocencia, tal respuesta no es fenomenológicamente inocua. Con ella, señala Heidegger, «se ha errado ya quizás la base fenoménica previa que buscábamos. Pues al llamar a los entes cosas se hace por anticipado una tácita caracterización ontológica» (Ser y Tiempo, pp. 67-68), a saber, la de lo que está simplemente ahí dado como entidad autónoma: la sustancia. Pero que éste sea el sentido de ser que las cosas de nuestro entorno inmediato tienen es harto dudoso. Para no prejuzgar en esa dirección, Heidegger llamará a las cosas “entes intramundanos”. Pues bien, la pregunta adecuada sería: ¿cómo se presentan los entes intramundanos en nuestro cotidiano “ocuparnos de” ellos? Como “cosas” consideradas no abstractamente por una mirada que contempla sus propiedades, sino como aquello con lo que tratamos en nuestro vivir diario. Desde este punto de vista ni el mundo es la totalidad de las cosas, ni las cosas son sustancias. Aquél es más bien entorno, mundo circundante, lo que Ortega llamaría “circunstancia”, y éstas “útiles”. Un útil, en su sentido más amplio, es algo que sirve para algo. Las cosas de nuestro entorno son esencialmente útiles, sin que esto signifique que sean mero utensilios caseros.
¿Qué es lo característico y definitorio de un útil? Su servicialidad, el servir para algo.
El útil, respondiendo a su ser útil, es siempre por adscripción a otro útil: palillero, pluma, tinta, papel, carpeta, mesa, lámpara, mobiliario, ventanas, puertas, habitación. Estas “cosas” jamás se muestran inmediatamente por sí para luego llenar como una suma de cosas reales un cuarto. Lo que hace frente inmediatamente, si bien no aprehendido temáticamente, es el cuarto, pero tampoco éste es como lo “entre las cuatro paredes”, en un sentido espacial, geométrico, sino como útil para habitar o habitación. Partiendo de ésta se muestra el “arreglo” de la misma y en él, el útil “singular” del caso. Antes que este último es ya en cada caso al descubierto una totalidad de útiles (Ser y Tiempo, p. 68)
Lo que determina que un útil sea útil es su inserción en una totalidad de referencias utilitarias, lo que podemos llamar un campo pragmático.
Si la inserción en un conjunto de referencias pragmáticas es lo que hace posible que un útil sea lo que es, su ser no puede consistir en otra cosa que en su disponibilidad o manejabilidad. Esta no hay que entenderla como la propiedad que una cosa tiene en virtud de su posible uso por un “sujeto”, sino estrictamente como su ser, es decir, como aquello que hace que sea lo que es. «Disponibilidad es la determinación ontológica categorial de los entes tal como son» (o. c., p. 71).
El saber del útil no es una constatación de propiedades, sino justamente su uso. Esta es una tesis esencial. La utilización de las cosas que no establece conocimiento alguno ni repara en ellas es el saber más apropiado que de ellas puede tenerse. Usar es comprender. Por ello, y con el fin de resaltar el saber tácito que todo uso comporta, Heidegger propone un término especial, “circunspección”, ver en torno.
El “ver en torno” es la forma original de saber. Sin necesidad de enunciar ni de reflexionar comprende la circunstancia y se adecua perfectamente a ella. Frente a él, la visión de una cosa en sus propiedades objetivas es un saber derivado.
2.4.2.2 El concepto de mundo
El tránsito desde los útiles al mundo es el paso desde lo inmediatamente dado a lo que lo hace posible.
Un determinado útil es lo que es por el conjunto de útiles con el que guarda relación. Este conjunto, a su vez, refiere a una determinada obra o actividad; la cual se lleva a cabo para servir a otra cosa más compleja, y así puede continuarse en una cadena de referencias de utilidad, hasta topar con un “para qué” que ya no sirve a otra finalidad ulterior. Este “para qué” primario, dice Heidegger, ya no es un ente o actividad de tipo “disponible”, sino un “por lo que” hacemos todo lo demás. Ahora bien, ¿qué es aquello por lo que hacemos todo sino la propia existencia, nuestra propia posibilidad de ser? “El ‘por lo que’ conviene exclusivamente al ser del ser-ahí, al que le va esencialmente su propio ser”. Este, en cuanto es el “por lo que” de todas las utilidades, da sentido al conjunto de referencias enlazadas y se integra, de esta forma privilegiada, en ellas. El sistema total de referencias existe para y por el ser-ahí, éste, en cambio, existe para sí mismo; “sí mismo”, sin embargo, no quiere decir una entidad autónoma, sino el “término” al que apuntan todas las referencias, de las que, por tanto, el ser-ahí no puede separarse.
Esa totalidad de relaciones ensambladas, intrínsecamente referidas al Dasein y a las que éste permanentemente se refiere el es fenómeno del mundo. Su rasgo más decisivo es su absoluto carácter a priori: el mundo es aquello a lo que siempre ya estamos referidos y aquello que necesariamente precede a toda captación de una determinada cosa.
Dos consecuencias se derivan de este hecho. 1) Que el mundo no tiene la misma forma de ser que los útiles que se dan dentro de él; no es algo disponible, ni algo que esté como un objeto ante mí. Precisamente porque hace que se den esos dos tipos de ser, no puede estar al mismo nivel que ellos. El mundo no es un género ni una suma de cosas, sino un “existencial”, un carácter estructural de la existencia, de la que forma parte indisoluble; esto es exactamente lo que quiere indicar la expresión ser-en-el-mundo. 2) Que el mundo tiene un peculiar modo de ser fenómeno. Si lo entes intramundanos son descubiertos desde el mundo, éste tiene que estar predescubierto, tiene que estar ya “ahí”. Ese estar ya ahí es una forma de ser fenómeno sin ser objeto, incluso fenómeno en el pleno sentido fenomenológico, si recordamos que la fenomenología se ocupa ante todo de lo que no se muestra inmediatamente. Para esta forma inobjetiva de ser fenómeno, Heidegger reserva un término especial, de enorme trascendencia en toda su obra: “abrir”. El mundo está “abierto” y “abre” el espacio en que se dan las cosas. Abrir no puede pensarse nunca con el modelo de la intencionalidad objetivante que ve cada acto de conciencia dirigido a un objeto. La idea de ser-en-el-mundo pone de manifiesto que la intencionalidad primaria no está referida a objetos o series sucesivas de objetos, sino a una totalidad de significado “abierta”.
2.4.3 El “sujeto” de la cotidianidad
En la anterior descripción del mundo como una totalidad de relaciones estaban ya los otros, aunque no fijáramos en ellos la atención. Las cosas o útiles conllevan una relación esencial a los “otros” como sus fabricantes, usuarios, propietarios, etc. No se presentan como puros objetos o trozos de naturaleza, sino como de alguien o para alguien. Es la lógica consecuencia de que sean, ante todo, “útiles”. En el entramado de relaciones que es el mundo, los otros son un punto significativo fundamental. Son, al igual que las cosas, entes intramundanos que afrontamos desde el horizonte del mundo, pero no se presentan como útiles disponibles, ni como cosas que están ahí, sino como otros Dasein que son-en-el-mundo-conmigo, a la par que yo; los otros no aparecen como aquellos frente a los cuales yo me distingo, sino al revés, como aquellos de los que, por lo común, no me destaco. «En razón de este “co-ser-en-el-mundo” es el mundo, ya siempre y en cada caso, aquel que comparto con otros. El mundo del ser-ahí es un mundo del con. El ser-en es ser con otros» (o. c., p. 118).
2.4.4 El ser-en
2.4.4.1 “Encontrarse”
Con el término “encontrarse” alude Heidegger a la condición afectiva de la existencia. Es un hecho que nuestro movernos en el mundo acontece siempre en determinados temples o estados de ánimo. Los asuntos –las “cosas”– de la vida no aparecen como meros datos “objetivos”, sino como temibles, gozosos, dolorosos, exorbitantes, etc. y, en contrapartida, nos sentimos alegres, tranquilos, asustados, exaltados, etc. Este universal fenómeno de las disposiciones anímicas ha sido tradicionalmente entendido en términos de “sentimientos”, es decir, como meros estados subjetivos, que recogen el eco interior que produce un suceso objetivo exterior y que carecen, por tanto, de valor cognoscitivo alguno sobre el mundo; tan sólo revelan nuestros propios estados.
Heidegger se opone a esta tradicional manera de entender los “sentimientos”. El que siempre y en cada ocasión estemos en un cierto temple de ánimo es prueba de la condición afectiva de nuestro ser-en-el-mundo. Incluso la diferencia, la ausencia de un estado de ánimo definido es una forma de “sentirse” en el mundo. Pero lo que la analítica existencial pretende es captar el significado ontológico de este hecho. Es lo que expresa Heidegger con el término “encontrarse”, que designa la forma general de toda disposición anímica concreta.
En los estados de ánimo nos encontramos de esta o aquella manera (bien, mal, contentos, etc.). “El estado de ánimo hace patente cómo le va a uno”. Este “irnos” no es en absoluto un estado “interior”, sino el modo como nos encontramos en el mundo. Las disposiciones anímicas, lejos de ser ciegas, tienen un esencial carácter informativo: nos colocan ante nuestra propia situación de seres que tienen que ser en el mundo y nos dicen cómo “lo llevamos”
2.4.4.2 La comprensión
“Comprender” no es, primariamente, un acto de conocimiento o intelección. Tampoco hace referencia a un tipo de conocimiento opuesto al de las ciencias de la naturaleza, tal como sucede en la polémica entre “explicación” y “comprensión”. En la analítica existencial, comprensión es una estructura o forma de ser del propio existir, un modo de ser-en el mundo que es previo a la disyunción ser-conocer y que, por tanto, es, en cierto sentido, ambas cosas a la vez.
Heidegger se apoya en un uso de “comprender” prácticamente sinónimo de “poder”. El momento de saber o comprender no se distingue del poder hacer. Comprender no es un acto de conocimiento que se añada o que recaiga sobre el ejercicio de una actividad, sino que es este ejercicio mismo; lo que se comprende o puede no es un objeto, sino mi propio poder hacer algo. «Lo que se puede en el comprender en cuanto existencial no es ningún algo, sino el ser en cuanto existir» (o. c., p. 143).
El comprender existencial es el carácter que la existencia tiene como un permanente poder (saber) ser esto o lo otro. Existir, para el hombre, es ocuparse de sus propias posibilidades de ser, es estar referido a lo que en cada ocasión puede ser. Los comportamientos humanos son siempre esencialmente realización de posibilidades, adopción de modos posibles de ser, nunca meros “hechos”. Que vivir sea una constante realización de posibilidades, indica que la existencia es “poder ser” o, si se quiere, que el ser del Dasein está determinado por la posibilidad.
Posibilidad, realidad, necesidad, son inaplicables a la existencia humana, son, diría Heidegger, conceptos valiosos para entender lo vorhanden, modos diversos del estar ahí algo. Pero la existencia no es un objeto. El poder ser existencial no es la abstracta posibilidad lógica de lo no contradictorio. En él, posibilidad es lo que yo puedo en cada instante ser. En la medida en que lo que yo actualmente soy es un posibilidad realizada, inteligible sólo desde otras posibilidades mías, es perfectamente legítimo decir que soy mis posibilidades. Lo posible existencial es real, forma parte de lo que soy.
La estructura del “poder ser” de la existencia la comprende Heidegger como “proyecto”. Proyecto no significa aquí una planificación deliberada previa a la acción, sino la estructura de la propia acción en cuanto es realización de posibilidades. Proyecto es la forma de ser de un ente que sólo existe vertiéndose hacia sus posibilidades, “proyectándose” sobre ellas
en el fenómeno del proyecto hay un doble aspecto. Primero: aquello sobre lo que el Dasein se proyecta es un poder ser de sí mismo. El poder ser es descubierto originariamente en y por el proyecto, pero de manera que la posibilidad hacia la que el Dasein se proyecta no es captada objetivamente. Segunda: este proyecto hacia algo es siempre un proyecto de … En la medida en que el Dasein se proyecta sobre una posibilidad, se proyecta en el sentido de que se descubre como este poder ser (Los problemas fundamentales de la fenomenología, G.A., 24, p. 392)
Al estar referidas a una posibilidad – al proyectarnos sobre ella –, la posibilidad es comprendida, esto es, es descubierta como posibilidad mía. Pero este comprender no es anterior ni posterior al proyecto, sino rigurosamente simultáneo. No hay una posibilidad previa y subsistente en la que pienso para luego proyectarme sobre ella ni, al revés, una proyección que me deja ver ulteriormente lo proyectado. Mi posibilidad se constituye como mi posibilidad en la estructura de la existencia como proyecto. Esta “abre” mis posibilidades antes de toda reflexión o deliberación. Ese “abrir” es una comprensión no temática, no explícita de mis posibilidades, gracias a la cual es posible, luego, una deliberación consciente sobre ellas. El “comprender” anticipa al “conocer” su tema.
2.4.4.2.1 La interpretación
Todo conocer supone la condición proyectante-comprensiva de la existencia. Haber comprendido algo significa saber a qué atenerse respecto de ello, saber “dónde estamos”, es decir, tener una idea del “lugar” que ocupa para mi poder ser. Insertándose en el campo de mis posibilidades es como algo resulta comprensible. Lo que Heidegger llama “Interpretación”, a saber, la captación explícita de algo como algo, el momento en que algo es entendido como lo que es, es un desarrollo de lo ya abierto por el comprender original. La interpretación es la apropiación expresa de lo que como posibilidad estaba ya abierto en el proyecto.
La interpretación se funda en lo ya abierto en el comprender. Este fundarse tiene el carácter de un triple “suponer”, de un haber ya comprendido lo que posibilita la interpretación explícita, que se despliega en tres momentos: 1) un “tener previo” de la totalidad de significación que es el mundo, como espacio abierto en el que se mueve mi poder ser; 2) un “ver previamente” el ámbito concreto de posibilidades desde el que va a ser entendido algo. “La interpretación se funda en todos los casos en un ‘ver previo’ que ‘recorta’ lo tomado en el ‘tener previo’ de acuerdo con una determinada posibilidad de interpretación. 3) Por último, “lo comprendido tenido en el ‘tener previo’ y visto en el ‘ver previo’ se vuelve, por obra de la interpretación, concebible”. El último supuesto de la interpretación es el repertorio de conceptos del que nos vamos a servir para “encajar” la comprensión. Sea la que sea, la interpretación suponecomo algo previo una determinada conceptuación. «Interpretación nunca es la captación sin supuestos de algo dado» (o. c., p. 150). Lo cual significa lógicamente que el sentido de algo es decir, locomprendido, está en función de esa estructuración previa, característica de la existencia. Heidegger lo dice con toda claridad: «cuando los entes intramundanos son descubiertos a una con el ser del ser-ahí, decimos que tienen sentido». El “sentido” no es una región ideal de significados, el ámbito de lo “lógico”, distinguido de sujeto y realidad. Por el contrario, tiene la forma de ser de la existencia, es un “existencial”.
2.4.4.2.2 El enunciado
Lo que llamamos enunciado, la proposición que dice algo sobre algo, no puede ser, a la luz de la estructura general del comprender, más que el último estadio de la comprensión, el momento de su expresión explícita y consciente, no quien primariamente descubre lo comprendido. Lo enunciado en la proposición está ya presente en la interpretación. Esta es esencialmente antepredicativa. No necesita de su explicitación en la estructura proposicional sujeto-predicado para dar a conocer lo que algo es. Antes de la enunciación que determina y fija el sentido de algo tiene ese algo que estar ya abierto, comprendido. Esta previa comprensión es el momento hermenéutico fundamental: el ocuparse de las cosas sobre el trasfondo de significatividad del mundo determina a priori su lugar – su significado: lo que “es” – y por ello puede ser enunciado. Sin expresar enunciativamente lo que las cosas son, vivo constantemente comprendiendo su ser.
2.4.4.2.3 El habla
El habla es indisociable de esa apertura constitutiva de la existencia. «El habla es existencialmente tan originaria como el encontrarse y el comprender. La comprensibilidad está siempre ya articulada, antes, incluso, de la interpretación apropiadora. El habla es la articulación de la comprensibilidad. Está ya, por tanto, en la base de la interpretación y del enunciado» (o. c., p. 161)
La comprensibilidad general del mundo, como espacio organizado de sentido, es incoativamente habla, discurso. El fenómeno del sentido, con el que topábamos en la comprensión, es en el fondo, indistinguible del habla; tener sentido y poder ser dicho son, en realidad, una misma cosa. «La comprensión afectiva del ser en el mundo se expresa como habla. La totalidad significativa de la comprensibilidad viene a la palabra» (ibídem).
2.4.5 El “estar-a-la-muerte”
La muerte es, ciertamente, el “fin” de la existencia. Pero fin no podemos representárnoslo aquí ni como el estado final en que un proceso llega a su plenitud ni como la cesación de algo que está ahí. La muerte es indiferente a toda plenitud y no es un suceso que me sobrevendrá desde fuera. Por el contrario, es mi propio fin, lo que significa que, en la misma medida en que soy mis posibilidades, soy la posibilidad de mi propio fin. Las posibilidades que aún no soy, pero a las que estoy constitutivamente abierto como proyecto, llevan inscritas su propio fin. La muerte es, por tanto, una posibilidad peculiar de mi existencia. Su “realidad” no es entonces la de un “hecho”, sino la de una posibilidad a la que estamos referidos: “el acabar mentado con la muerte no significa que el ser-ahí haya llegado al fin, sino que este ente es relativamente al fin”. La presencia de la muerte es la de un estar a la muerte, la de un conducirnos respecto a ella.
2.4.6 La existencia auténtica
En cuanto arrojada, la existencia es esencialmente un nohaberse puesto a sí misma, un no ser su propio fundamento; ser-ya significa justamente que no soy como resultado de una proyección mía, sino al revés que estoy anclado ab origine en una circunstancia que no puedorebasar. Por eso es imposible a priori que la existencia pueda ser dueñade sí misma. En cuanto proyecto, la existencia no está menos transida de negatividad; despedida sin fundamento hacia sus posibilidades, éstas no son ilimitadas, sino restringidas por el arrojamiento; pero, además, la proyección implica que se es una posibilidad y no otra; este “no otra” es esencial: mi poder ser sólo es eligiendo una posibilidad y no pudiendo a la vez elegir otra; la proyección es, en sí misma, negativa … Por otro lado, el fin al que apunta la existencia, su posibilidad más propia, la muerte, es la posibilidad de un poder no ser, que “completa” de manera radical la negatividad de la existencia.
La culpabilidad fundamental que la conciencia revela no es otra que la condición originariamente negativa, finita de la existencia. Dado que se encuentra grabada en su propia estructura, la existencia es irremediablemente finitud. La voz de la conciencia que llama a salir del “ser” anónimo para ser sí mismo, es, desde ahora, una llamada a aceptar la finitud radical, a asumirla como nuestra posibilidad más propia. Esta actitud implica una disponibilidad básica de apertura a la conciencia, que Heidegger expresa como “querer-tener-conciencia” y que es distintiva del existir auténtico. Este toma sobre sí su condición finita, se hace cargo de ella, es decir, elige el proyecto de vivir su finitud como su propio poder ser y, de esta manera, se hace responsable de su culpabilidad irremisible. Esta “decisión” que abre la existencia en su originalidad, denominada por Heidegger “estar resuelto”, es la entraña de la existencia auténtica.
2.5 El cambio del pensamiento heideggeriano
2.5.1 El resultado de Ser y Tiempo
La analítica existencial había constituido una investigación de la existencia humana en cuanto ésta es “comprensión de ser”. Como tal había arrojado un doble resultado. En primer lugar, que las cosas intramundanas, en sus dos formas de ser, Vorhandenheit y Zuhandenheit, son, esto es, se muestran siendo esto o lo otro, en virtud de la previa apertura del mundo. Ese abrirse del mundo es la condición de la posibilidad de que las cosas sean. En segundo lugar, el ser del mundo y del propio Dasein, al que pertenece, es radicalmente distinto al ser de lo intramundano, como muestra la estructura de los diversos existenciales. Para aparecer así, el Daseinno necesita, a su vez, de ninguna nueva condición de posibilidad: con su propia forma de ser está dada la transparencia para sí mismo: el Dasein es su “abrirse”: «como ser-en-el-mundo está iluminado en sí mismo, no por otro ente, sino de tal forma que él mismo es su iluminación» (Ser y Tiempo, p. 133). Ciertamente, esta apertura hacia sí no es una nueva estructura junto a los demás existenciales, sino algo que los atraviesa a todos ellos, que se da a la par que ellos. De ahí que sea una apertura mediada por el mundo, al cual la existencia está siempre referida. O mejor aún, la apertura del mundo, que hacer ser a los entes intramundanos, es a la vez, la apertura delDasein para sí.
2.5.2 El pensar de la verdad del ser como superación de la filosofía de la subjetividad
2.5.2.1 De la verdad del enunciado a la libertad
Un enunciado es verdadero cuando, en algún sentido por determinar, concuerda con la situación objetiva a que se refiere. El pensamiento de Heidegger no se dirige a discutir la pertinencia o no de esta idea en su nivel – la proposición –, sino a trascenderla en la dirección de su condición de posibilidad: ¿qué hace posible que, en general, un enunciado pueda “concordar” con su objeto?
Para que el enunciado pueda ser verdadero ha de concebirse con cuidado la relación de adecuación. El enunciado “representa” lo real. Ahora bien, este representar no puede verse como un reproducir imaginativo o intelectual, sino entendiendo Vorstellung(representación) literalmente, como un poner delante, presentar: el enunciado deja que la cosa se ponga delante, se contraponga como objeto. Esto implica que la cosa se abra, se muestre y a la vez permanezca siendo lo que es, pues sólo así puede el enunciado ser verdadero, esto es, decir la cosa tal como es. Por su parte, el enunciado tiene que ser un comportamiento que esté constantemente abierto al manifestarse de la cosa, pero con una apertura tal que haga posible que la cosa sea el patrón-medida al que el comportamiento se atiene. La apertura de éste contiene entonces la previa donación o decisión de dejarse regir por las cosas. La apertura constante del comportamiento así entendido hace posible la rectitud o conformidad del enunciado.
¿Pero cómo tiene que ser esa apertura del comportamiento que la hace susceptible de regirse por una norma? ¿Cuál es la condición interna de su posibilidad?: la libertad. El poder atenerse a las cosas como norma sólo es posible si se es constitutivamente libre para la manifestabilidad de las cosas, para el “es” que indica el aparecer de ellas. Sólo si no se está predeterminado para tal o cual ente o regiones de ente, sino libre para el puro manifestarse de las cosas, es posible que la cosa se muestre como lo que es y pueda servir de norma al comportamiento dirigido a ella. La esencia de la verdad, concluirá Heidegger, es la libertad. Pero obviamente tal concepto de libertad tiene poco que ver con el libre albedrío, con la libre elección de posibilidades. Es más bien su condición trascendental de posibilidad: para poder elegir entre diversas cosas, situaciones, etc., tienen éstas que aparecer como tales y esto implica esa apertura originaria, ese pre-acuerdo con el ser como manifestabilidad que Heidegger llama libertad.
Esa libertad trascendental no puede consistir entonces en otra cosa que en un dejar ser a los entes, que no hay que entender como abandono o indiferencia, sino como un comprometerse en que las cosas sean lo que son:
El comprometerse en el desvelamiento del ente no se pierde en éste, sino que se despliega retrocediendo ante el ente para que éste se manifieste en lo que es y como es y la adecuación representante lo tome como patrón de medida. En cuanto deja ser, se ex-pone al ente como tal y transfiere todo comportamiento hacia lo abierto. El dejar ser, es decir, la libertad, es en sí ex-ponente, ex-istente. La esencia de la libertad, mirada desde la esencia de la verdad se muestra como la exposición al desvelamiento del ente (De la esencia de la verdad, G.A., 9, pp. 188-189)
El enunciado verdadero es un comportamiento que muestra la cosa como es y su condición última de posibilidad está en el abrirse de la existencia, ahora entendido como libertad. La libertad no aparece como una forma de ser del Dasein, sino como pura referencia al mostrarse de las cosas, sin pasar a través de los momentos estructurales de la existencia.
2.5.2.2 De la libertad a la verdad como ocultamiento
«La libertad es el fundamento de la posibilidad intrínseca de la conformidad sólo en tanto ella recibe su propia esencia de la esencia más originaria de la única verdad esencial» (o. c., p. 187).
La libertad es el compromiso de dejar ser al ente lo que es. Esto supone el pre-acuerdo o ajustamiento previo de la libertad con el “es” como pura manifestabilidad, sólo desde el cual las cosas pueden ser. Heidegger llama a este “es” el ente en total, que no significa la totalidad de las cosas, sino el ser. Pues bien, en la misma medida en que la libertad deja ser, desvela o muestra un ente en concreto, se oculta el ente en total: la cosa manifiesta deja en segundo plano el fondo de manifestabilidad en el cual está.
Mirado desde la verdad como desvelamiento del ente, el ocultamiento es la no verdad, significa una pura negatividad, un puro no ser, sino al contrario, un ámbito previo que, oculto, hacer ser. El “no” de la no verdad indica “el campo aún no experimentado de la verdad del ser (no sólo del ente)”. Este campo es más antiguo, más originario que el propio dejar ser que ha de encontrarse ya en él para poder desvelar. La libertad como esencia de la verdad está radicalmente conectada con el ocultamiento como su esencia más originaria.
3. Jean Paul Sartre
Sartre es, de todos los filósofos de la existencia, quien más cerca está de la filosofía del ser. Siendo el único filósofos que profesa expresamente el existencialismo, no se encuentra en él esa veta poético-romántica tan frecuente en este tipo de filosofía. Por el contrario, sus sistema se halla construido con rigurosa lógica, de un modo muy racionalista y hasta se pudiera decir que a priori. Es cierto que Sartre hace antropología, pero esta antropología descansa en una ontología y hasta se podría decir que no es sino la aplicación consecuente de principios ontológicos al hombre y sus problemas.
Como todos los filósofos de la existencia, Sartre es un sucesor de Kierkegaard, pero, en ocasiones, la problemática de la existencia desarrollada por el pensador danés recibe de aquél soluciones completamente antitéticas. También parece influido por Nietzsche en varios aspectos. Las teorías de Husserl constituyen el supuesto general de su sistema. Algunas de sus ideas fundamentales proceden de Hegel; por ejemplo, la contraposición del ser y la nada. Pero con sus desarrollos metafísicos Sartre llega al plan en que se movían los viejos filósofos griegos; puede interpretarse su sistema como el intento de desarrollar una filosofía paralela y al mismo tiempo contrapuesta al aristotelismo; algunas de sus tesis fundamentales son parmenídeas, mientras que sus ideas sobre la libertad empírica se aproximan al tomismo.
El pensamiento filosófico de Sartre nace en las fuentes de la fenomenología de Husserl, a las que acude como reacción a su formación idealista y racionalista, y se desarrolla en etapas marcadas por sus obras más representativas: adaptación de la fenomenología husserliana (La trascendencia del Ego), fundamentación ontológica de la libertad (El ser y la nada), humanismo existencialista (El existencialismo es un humanismo), y humanismo marxista (Crítica de la razón dialéctica).
Su primera etapa es herencia directa de sus estudios de la fenomenología de Husserl y Heidegger durante su estancia en Berlín, en 1934. Las obras de esta época –La trascendencia del ego, La imaginación,Lo imaginario, Bosquejo de una teoría de las emociones– son descripciones fenomenológicas sobre el yo, la imaginación y las emociones, entendidos como conciencia o modos de la conciencia, a partir del principio fundamental de Husserl acerca de que «la conciencia es conciencia de algo», pero criticando toda clase de idealismo y subjetivismo. Critica a Husserl haber hecho del yo una conciencia trascendental igual como critica a Descartes y a Kant haber hecho del yo algo que está más allá de la conciencia: no hay otro yo (trascendental) que la misma conciencia como principio unitario de nuestras acciones, y ella misma no es otra cosa que ser «consciente de»; el yo no es más que el conjunto unitario de la intencionalidad de la conciencia (mundo psíquico), igual como el mundo no es sino el conjunto unitario de las cosas (mundo físico). Un yo trascendental -más allá del psiquismo- es una pura ilusión. De manera parecida, la imaginación (por la que hago presente lo ausente) y las emociones (por las que me represento cómo deseo que sea el mundo) no son actividades «de» la conciencia, sino modos de ser de la misma conciencia, o maneras como ésta se representa el mundo o se relaciona con el mundo. Se sigue que la conciencia no es una cosa del yo ni del mundo, sino el mismo sujeto humano, en cuanto es para sí (en cuanto es reflexivo o consciente de sí mismo). De este modo introduce el análisis fenomenológico y la conciencia en el mundo de la existencia, rechazando cualquier planteamiento idealista. Las ideas de esta primera época, sobre todo las expuestas en La trascendencia del ego, constituyen la base de su ontología existencialista, tal como la expone, principalmente, en El ser y la nada, que subtitula Ensayo de ontología fenomenológica, donde a través de la conciencia se descubre el mundo y los otros. Puesto que la conciencia es «conciencia de» algo (del mundo) y se percibe como lanzada hacia el exterior, ha de percibirse también como distinta del mundo. Estas dos percepciones de la realidad, como conciencia y como mundo, o como ser para sí y ser en sí son dos datos inmediatos de la conciencia. La ontología se plantea el sentido del ser escindido en estos dos tipos de ser. La diferencia entre uno y otro es que el segundo simplemente es y es idéntico consigo mismo (es «lo que es»); mientras que el primeroes un ser que se cuestiona su ser (es el ser «para el cual en su ser está en cuestión su ser»), es «carencia» de ser -como constantemente expresa el deseo-, por lo que es una mezcla de ser y no-ser, y «ha-de-ser lo que es», es decir, no es simplemente, sino que está obligado a hacerse y en esto consiste su libertad.
El ser de la conciencia […] es un ser para el cual en su ser está en cuestión su ser». Esto significa que el ser de la conciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plena. Esta adecuación, que es la del en-sí, se expresa por esta simple fórmula: el ser es lo que es. No hay en el en-sí una parcela de ser que no esté sin distancia con respecto a sí misma. No hay en el ser así concebido el menor esbozo de dualidad, es lo que expresaremos diciendo que la densidad del ser del en-sí es infinita. Es lo pleno. […] El en-sí está pleno de sí mismo, y no cabe imaginar plenitud más total, adecuación más perfecta de contenido al continente: no hay el menor vacío en el ser, la menor fisura por la que pudiera deslizarse la nada.
La característica de la conciencia, al contrario, está en que es una descompresión de ser. Es imposible, en efecto, definirla como coincidencia consigo misma. De esta mesa, puedo decir que es pura y simplemente esta mesa. Pero de mi creencia, no puedo limitarme a decir que es creencia: mi creencia es conciencia de creencia. […]
Así conciencia de creencia y creencia son un solo y mismo ser, cuya característica es la inmanencia absoluta. Pero desde que se quiere captar ese ser, se desliza por entre los dedos y nos encontramos ante un esbozo de dualidad, ante un juego de reflejos, pues la conciencia es reflejo, pero justamente, en tanto que reflejo, ella es lo reflejante; y, si intentamos captarla como reflejante, se desvanece y recaemos en el reflejo. (El ser y la nada, pp. 108-112)
Lo característico del «para sí», de la conciencia humana, es esta paradójica negación de identidad consigo misma, que supone la capacidad reflexiva, que al no poderse captar es descrita por Sartre como la «nada». Por eso mismo el hombre es libre: no es una cosa existente del mundo, sino un yo constantemente por hacer, condenado a hacerse y, por lo mismo, a ser libre: la libertad no es una cualidad de ningún sujeto, sino el mismo hacerse de la conciencia humana; más que «ser» el hombre es «hacerse» y no se es nada que no se haya elegido. Por eso mismo el hombre es fundamento de todos los valores, cuya existencia decide. Obligado el hombre a decidir lo que es y a decidir el sentido que da a las cosas y al mundo, no puede por menos de experimentar la angustia que nace de esta responsabilidad consustancial a la estructura misma de la conciencia. Por otro lado, ignorar la propia existencia angustiada, enmascararla, rehuirla, es rehuir la propia naturaleza y acomodarse a un modo de existir propio de las cosas, no de las conciencias; Sartre llama a esto mala fe.
La conciencia se desvela su propio sentido confrontada a lo que es en sí, a los objetos y cosas del mundo, pero además, entre los objetos de su experiencia, halla también al otro. En el conocimiento del otro, como otro para sí u otra conciencia humana, se tiene una nueva experiencia de la nada que somos. No somos «nada», no sólo porque en el ser mismo de la conciencia anida la nada, sino porque experimentamos una nueva aniquilación al sentirnos, nosotros que somos sujetos, objeto de la atenta mirada consciente del otro. A partir de este momento, no sólo somos un ser «para sí», somos también ser «para otro», que nos convierte en un «en sí». Sartre apela a la dialéctica del señor y del esclavo para explicar la necesidad que tiene la conciencia humana de surgir por mediación -por el reconocimiento- del otro, en un proceso en que uno se siente objeto del otro que, a su vez, sentimos como objeto nuestro.
Metafóricamente expresa Sartre esta relación dialéctica entre sujetos-objetos con la idea de la «mirada»: el «ser-visto-por-otro» es la verdad del «ver-al-otro». La situación de miradas mutuas se convierte en situación de conflicto de solución imposible: o la conciencia convierte al otro en objeto o es convertida por el otro en objeto. No es de extrañar, pues, que Sartre dijera, en A puerta cerrada y aludiendo a esta dialéctica de negación, que «el infierno son los otros».
La tercera etapa, la que corresponde a El existencialismo es un humanismo, quiere ser la respuesta a las críticas que, de lado católico y marxista, le llegan a Sartre por el individualismo irreconciliable e insolidario de su existencialismo y por afirmar la primacía y precedencia de la existencia respecto de la esencia y hasta por su pesimismo. En su respuesta Sartre reitera que la angustia es la esencia de la vida humana, que el hombre está condenado a ser libre porque no es otra cosa que lo que él mismo se hace, que no hay valores escritos en el cielo, que sólo el existencialismo hace humana la vida y que éste no es más que la consecuencia razonable de la afirmación de Dostoievski: «Si Dios no existiera, todo estaría permitido». En efecto, afirma, Dios no existe y al hombre sólo le queda su libertad. Amenazando de nuevo el individualismo insolidario y amoral, Sartre coloca como fundamento de la moralidad el compromiso y la universalidad del proyecto individual: el proyecto de la propia vida que sólo existe al hacerse realidad puede abarcar también a toda la humanidad, no porque haya valores absolutos que deban respetarse, sino porque todo hombre es conciencia abierta a la comprensión del otro: «Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea». Que también es posible la moral sin valores absolutos, lo afirma comparando la moral con el arte.
Si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. […] Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi acto ha comprometido a la humanidad entera. (Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, pp. 22-23)
Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una obra de arte. […] Se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y el cuadro. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad [irresponsabilidad] de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso, nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se incorpora a su vida.
Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, en los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer. (El existencialismo es un humanismo, pp. 35-36)
En la última etapa considerada, la de la Crítica de la razón dialéctica, prosigue la temática iniciada con Cuestiones de método, cuyo título inicial era Existencialismo y marxismo: determinar un método, a la vez existencialista y marxista, que permita conciliar el individuo con la comunidad humana, la libertad individual con el materialismo dialéctico; el planteamiento supone, según algunos, una revisión de los enfoques de su existencialismo adaptándolos al marxismo o una simple evolución de los mismos, según otros. Marxismo y existencialismo parten de puntos de vistas distintos: el grupo o la colectividad sometidos a la necesidad histórica, y el individuo, o la subjetividad, como existencia libre; Sartre busca conciliar ambos puntos de vista. Considera al marxismo como la «filosofía insuperable» de nuestra época y humus natural de todo verdadero pensar, pero el existencialismo, que por un lado ha de enraizar en la filosofía de la época, porque muestra una verdadera preocupación por el hombre concreto, por el otro se siente doctrinalmente rechazado por la teoría marxista. Pero cree, además, que la teoría marxista se ha vuelto «saber totalitario» y que carece del armazón antropológico que puede proporcionarle el existencialismo, así como que a éste le falta la perspectiva dialéctica del método marxista. Sartre admite sin reservas los presupuestos del materialismo histórico y la dialéctica de Engels («los que hacen la historia son los hombres, pero en un medio dado que les condiciona») y de Marx («El modo de la producción material domina en general el desarrollo de la vida social, política e intelectual»), aunque rechaza lo que se considera materialismo dialéctico soviético de su época y su culto como «totalizaciones» ideales. El marxismo ha de abrirse a la libertad del hombre individual, que es quien hace la historia. Ahora bien, la libertad humana está en el corazón mismo de donde arrancan las condiciones materiales de la existencia humana: el hombre es lo que éstas determinan, pero no sólo ellas. La totalización -la comprensión- del saber marxista, esto es, la interpretación de la realidad, ha de integrar, para no ser una integración semivacía y todavía abstracta, lo que otras disciplinas científicas de la actualidad determinan sobre la raíz del comportamiento humano: el psicoanálisis, la sociología y la etnología, pero sobre todo la antropología existencialista. Por esto dice, como si fuera expresión de un deseo: «La comprensión de la existencia se presenta como el fundamento humano de la antropología marxista». La crítica de Sartre a la (razón) dialéctica, que ejerce con el que llama método «regresivo-progresivo», consiste en sustituir la dialéctica dogmática por una dialéctica crítica y realista. Ésta parte de la afirmación existencialista de que no hay más dialéctica totalizadora de la realidad que la praxis humana individual, que la única dialéctica histórica es la acción dialéctica del individuo y que existe dialéctica sólo en cuanto existen hombres dialécticos. La realidad de la dialéctica no es otra que la de la praxis humana, y ésta es la superación de las condiciones materiales dadas de cara a un fin que el hombre individual libremente se propone como un proyecto. Esta praxis, la realización del hombre como individuo, se concreta en una sucesión de enfrentamientos entre libertad y necesidad. Se enfrenta primero el hombre a la necesidad de la naturaleza y de la materia a la que domina, pero en la que se aliena a través del trabajo, y luego a la limitación de la propia libertad y del ejercicio de la praxis individual, frente al ejercicio de la libertad y la praxis del otro, con quien se disputa la escasez -la «rareza» de bienes de la naturaleza, y frente a lo que es propio de otra forma de alteridad social, el «colectivo», o grupo. Siempre, y en cada caso, la propia libertad y, con ella, la propia existencia y la persistencia del proyecto propio, amenazadas y a la vez hechas posibles por «lo otro».
La dialéctica histórica, el materialismo histórico, sólo es posible si logra fundarse en la praxis individual de los hombres, libres y al mismo tiempo dependientes de las condiciones materiales; esto es, de los individuos constitutivamente dialécticos.
3.1 Lo en-sí
El sistema existencial de Sartre se aleja mucho de la marcha mental subjetiva, apoyada en experiencias personales, de Kierkegaard. Se manifiesta como un sistema de ontología rigurosamente racional y casi a priori: partiendo del análisis del Ser, los principios más generales cobrados en este análisis se aplican a los campos especiales, entre ellos a las cuestiones antropológicas.
Tenemos entre estos principios el repudio más radical de la teoría aristotélica de la potencia. Todo lo que es, es actual; en el ente no hay ni puede haber ninguna posibilidad, ninguna potencia, ninguna hexis. Así, por ejemplo, carece de sentido preguntar qué es lo que el genio de Proust pudo haber producido todavía, porque su genio consiste sencillamente en el conjunto de sus obras como expresión de su personalidad y no en la posibilidad de crear alguna otra obra cualquiera. Del ente sólo se puede decir que es, que es en sí y que es lo que es. El ente es: no tiene ser ni tampoco lo ha recibido. No existe razón alguna para la existencia del ente, que es radicalmente contingente, inexplicable y absurdo. Se puede explicar, ciertamente, las esencia, pero la existencia sólo podría explicarse por Dios; pero no hay dios, y también el concepto de creación es contradictorio. De aquí se sigue que la existencia precede a la esencial del ente: los guisantes no crecen según una idea divina, sino que son, simplemente. Además, el ente es en sí; no es ni pasivo ni activo, ni afirmación, ni negación, sino sencillamente, reposa en sí, es compacto y rígido. Finalmente, el ente es lo que es; otro ser se halla absolutamente excluido. El ente no tiene relación alguna con otros entes y se halla fuera de la temporalidad. No se puede negar el devenir de lo en sí, pero éste se halla rigurosamente determinado por causas, y hay que concebirlo, por tanto, como un devenir rígido e inmóvil.
3.2 El para sí
¿Cómo es posible que en un mundo tan rígido, inmóvil y determinista pueda darse, en general, un hombre conocedor y libre? La respuesta a esta pregunta dice así: porque en el mundo, además de los entes plenos, rígidos, determinados por lo en sí, hay otro tipo muy diferente de ser: el para sí, el ser específicamente humano. Pero como todo lo que es, debe ser ente, es decir, un en sí, deduce Sartre que ese otro tipo de ser no puede ser sino un no-ser, es decir, que consiste en nada. Adviene el ser-hombre por el hecho de aniquilarse el ente. La nada hay que tomarla literalmente. La nada no es; ni siquiera se puede decir que se anihila – sólo el ente puede anihilarse y sólo en el ente puede anidarse la nada como un gusano, como un “pequeño mar”.
El hombre, en cuanto tal, es decir, el para-sí, consiste en el anihilar. No es la negación la que funda la nada, sino, al revés, la negación encuentra un fundamento en el objeto, es decir, que hay realidades negativas. Así, por ejemplo, cuando se altera la marcha del motor del automóvil, miramos al carburador, lo inspeccionamos y vemos que no hay allí nada. Pero la nada no puede proceder de lo en-sí, porque lo en-sí se halla denso y compacto de ser. Por lo tanto, la nada viene al mundo por el hombre. Pero para ser hontanar de la nada, el hombre debe albergar en sí mismo la nada. Y, de hecho, el análisis del para-sí muestra no sólo que el hombre abriga la nada, sino que consiste precisamente en nada. No hay que entenderlo como si el hombre en su totalidad fuera nada; en el hombre tenemos también un en-sí: su cuerpo, su yo, sus costumbres, etc. Pero lo específicamente humano consiste precisamente en nada.
3.3 Conciencia y libertad
El “para-sí” se caracteriza por tres “éc-tasis”, a saber, por una tendencia a la nada, al otro y al ser. El primer éc-tasis es el de la conciencia y la libertad. La conciencia que acompaña a todo conocimiento no posee contenido alguno, ninguna esencia: es mera existencia, porque lo que parece ser su contenido procede de hecho del objeto. Es nada: pues si fuera un ente, sería algo compacto y lleno, no podría convertirse en lo otro en que se convierte al conocer: que es en lo que consiste el fenómeno fundamental del conocimiento. La conciencia es, por consiguiente, una decompresión del ser, una especie de grieta del ser. También en la autoconciencia se hace visible el anihilar: entre aquello de lo que nosotros somos conscientes y la conciencia misma no hay más que un gajo de nada. También el típico interrogar humano se funda en la nada, porque, para preguntar, el interrogador debe antes anihilar el ente (sin esta anihilación no sería cuestionable) y luego a sí mismo, a su determinación, porque, si no, toda pregunta carecería de antemano de sentido.
Todavía con mayor claridad aparece la nihilidad del “para-sí” en la libertad. Si el hombre estuviera determinado por su pasado, entonces no podría escoger, pero lo cierto es que escoge, lo cual quiere decir que anihila su pasado. También se empeña por algo que, como tal, no es. No hay que entender, por lo tanto, la libertad como una propiedad del “para-sí”, sino que se identifica con él. El “para-sí” es un pro-yecto.
De aquí se derivan dos tesis importantes. En primer lugar, el hombre, como tal, no posee naturaleza alguna, ninguna esencia determinada; su esencia es, más bien, la libertad, es decir, la indeterminación. En segundo lugar, no sólo la existencia precede a la esencia, como en el caso de “lo en-sí”, sino que la esencia de “el para-sí” es su existencia”.
La libertad se revela en la angustia; ésta no es sino la forma de conciencia por el hombre de su propio ser, que se crea como nada, es decir, de la libertad. El hombre huye de la angustia y de este modo trata de sustraerse no sólo a su libertad, es decir, al por venir, sino también a su pasado. Porque le gustaría concebir ese pasado como un principio de su libertad, a pesar de que se trata de un en-sí ya acabado, inmóvil y extraño. Pero el hombre no puede librarse de la angustia, puesto que es su angustia. Con esto tenemos que el primer éc-tasis del “para-sí” se halla condenado necesariamente al fracaso.
3.4 El “para-otro”
El segundo éc-tasis del “para-sí” es un “para-otro”. La relación con el otro es esencial al hombre; dice Sartre que nosotros poseemos impulsos sexuales no porque poseamos órganos sexuales, sino al revés: poseemos órganos sexuales porque el hombre es, esencialmente, sexual, es decir, un “para-otro”. No es menester demostrar la existencia del otro: se nos da en forma directa en el fenómeno del pudor. Al “para-sí” el otro se le aparece en primer lugar como una mirada. Mientras no hay ningún otro en nuestro horizonte visual, organizamos todas las cosas en torno a nosotros mismos como centro: son nuestros objetos. Pero en cuanto surge el otro en este horizonte y mira, a su vez, en su torno, se produce una perturbación: el otro trata de atraer a su horizonte visual no sólo nuestras cosas, sino también a nosotros mismos y de convertirnos en un objeto de su mundo.
Por lo tanto, no puede haber más que una relación fundamental entre los “para-sí”: ambos tratan de convertirse recíprocamente en objeto.
3.5 Posibilidad, valor y Dios
En “lo en-sí” no hay posibilidad alguna; la única fuente de lo posible es “el para-sí”, puesto que lo posible no es. También el valor es nada, una modalidad de la nada; el fundamento de cada valor es la libre elección del “para-sí”, que se escoge a sí mismo y, con esto, sus valores. En la moral no hay más que una ley fundamental: escógete a ti mismo. Esta ley es obedecida siempre, porque el hombre “está condenado a ser libre”.
¿Qué es lo que el hombre busca siempre en el fondo, en qué consiste su proyecto fundamental y su primera elección?. El “para-sí” no anhela, en el fondo, más que una cosa: el ser. Siendo por su esencia nihilidad, quisiera ser. Lo que el hombre quiere es convertirse en un “en-sí” que al mismo tiempo sea su propio fundamento, es decir, un “en-sí-para-sí”. Con otras palabras, que el hombre quiere ser Dios. La pasión del hombre es, en cierto sentido, la inversión de la pasión de Cristo: el hombre debe morir para que se convierta en Dios. Pero Dios es imposible: un “en-sí-para-sí” es una contradicción. Con esto tenemos que también el tercer éc-tasis del “para-sí”, su busca del ser, tiene que fracasar. El hombre es una pasión inútil.
3.6 El absurdo
El hombre, el para-sí, que es vacío de ser, aspira a alguna forma de en-sí, aspira a ser-en-sí, pero conservando su realidad de para-sí. El hombre aspira al proyecto ideal de llegar a ser en-sí-para-si. Y este ideal coincide con el concepto con el que la filosofía siempre ha definido a Dios, ser consciente autofundado. Pero la idea de Dios es contradictoria:
Porque la conciencia es precisamente la negación del ser. Si la conciencia fuese ser dejaría de ser consciencia, y si el ser fuese consciencia dejaría de ser ser
De ahí que el hombre es un ser absurdo, una pasión inútil. El sin sentido, el absurdo de la existencia, produce en el hombre el sentimiento de la náusea. La náusea es el sentimiento que el hombre experimenta hacia lo real, cuando adquiere plena conciencia de que está desprovisto de ser, de que es absurdo.
3.7 Teoría del conocimiento
Sartre profesa un fenomenismo radical: no hay más que fenómenos, y eso en el sentido husserliano. Tras ellos no hay ningún noúmeno kantiano ni ninguna sustancia aristotélica. Pero un fenómeno, entre otros, es el fenómeno del ser, puesto que el ser también se da. Pero no sólo hay el fenómenodel ser, sino también el ser de este fenómeno. Los idealistas, que pretenden reducir el “ser” al “ser-conocido”, no se percatan de que, para ello, tienen que establecer antes el ser del conocimiento, pues, de otro modo, todo desemboca en un nihilismo radical. Pero también se equivoca el realismo clásico al concebir el conocimiento como una propiedad, como una función del sujeto ya existente. En verdad, todo lo que es, es un “en-sí” y el conocimiento una nada; carece de contenido, no es más que una presencia del “para-sí” para “lo en-sí” como otro. De aquí se sigue que todo lo que tiene que ver con el conocimiento, por lo tanto, la verdad misma, es puramente humano. Humano es también el mundo: ha sido formado por el “para-sí” con el ente rígido y compacto. Las cosas que aparecen en este mundo son siempre los “útiles” de Heidegger. Porque el hombre es un eterno buscar el ser y a sí mismo que sale al encuentro de sus posibilidades y “lo en-sí” se le aparece necesariamente como un medio al servicio de sus proyectos.
3.8 Existencialismo y marxismo
En la Crítica de la razón dialéctica, pretende determinar un método, a la vez existencialista y marxista, que permita conciliar el individuo con la comunidad humana, la libertad individual con el materialismo dialéctico; el planteamiento supone, según algunos, una revisión de los enfoques de su existencialismo adaptándolos al marxismo o una simple evolución de los mismos, según otros. Marxismo y existencialismo parten de puntos de vistas distintos: el grupo o la colectividad sometidos a la necesidad histórica, y el individuo, o la subjetividad, como existencia libre; Sartre busca conciliar ambos puntos de vista. Considera al marxismo como la “filosofía insuperable” de nuestra época y humus natural de todo verdadero pensar, pero el existencialismo, que por un lado ha de enraizar en la filosofía de la época, porque muestra una verdadera preocupación por el hombre concreto, por el otro se siente doctrinalmente rechazado por la teoría marxista. Pero cree, además, que la teoría marxista se ha vuelto “saber totalitario” y que carece del armazón antropológico que puede proporcionarle el existencialismo, así como que a éste le falta la perspectiva dialéctica del método marxista. Sartre admite sin reservas los presupuestos del materialismo histórico y la dialéctica de Engels (“los que hacen la historia son los hombres, pero en un medio dado que les condiciona “) y de Marx (“El modo de la producción material domina en general el desarrollo de la vida social, política e intelectual”; aunque rechaza lo que se considera materialismo dialéctico soviético de su época y su culto como “totalizaciones” ideales. El marxismo ha de abrirse a la libertad del hombre individual, que es quien hace la historia. Ahora bien, la libertad humana está en el corazón mismo de donde arrancan las condiciones materiales de la existencia humana: el hombre es lo que éstas determinan, pero no sólo ellas. La totalización la comprensión del saber marxista, esto es, la interpretación de la realidad, ha de integrar, para no ser una integración semivacía y todavía abstracta, lo que otras disciplinas científicas de la actualidad determinan sobre la raíz del comportamiento humano: el psicoanálisis, la sociología y la etnología, pero sobre todo la antropología existencialista. Por esto dice, como si fuera expresión de un deseo: “La comprensión de la existencia se presenta como el fundamento humano de la antropología marxista”. La crítica de Sartre a la (razón) dialéctica, que ejerce con el que llama método “regresivo progresivo”, consiste en sustituir la dialéctica dogmática por una dialéctica crítica y realista. Ésta parte de la afirmación existencialista de que no hay más dialéctica totalizadora de la realidad que la praxis humana individual contra el abstraccionismo hegeliano , que la única dialéctica histórica es la acción dialéctica del individuo y que existe dialéctica sólo en cuanto existen hombres dialécticos. La realidad de la dialéctica no es otra que la de la praxis humana, y ésta es la superación de las condiciones materiales dadas de cara a un fin que el hombre individual libremente se propone como un proyecto. Esta praxis, la realización del hombre como individuo, se concreta en una sucesión de enfrentamientos entre libertad y necesidad. Se enfrenta primero el hombre a la necesidad de la naturaleza y de la materia a la que domina, pero en la que se aliena a través del trabajo, y luego a la limitación de la propia libertad y del ejercicio de la praxis individual, frente al ejercicio de la libertad y la praxis del otro, con quien se disputa la escasez la “rareza” de bienes de la naturaleza, y frente a lo que es propio de otra forma de alteridad social, el “colectivo”, o grupo. Siempre, y en cada caso, la propia libertad y, con ella, la propia existencia y la persistencia del proyecto propio, amenazadas y a la vez hechas posibles por “lo otro”. La dialéctica histórica, el materialismo histórico, sólo es posible si logra fundarse en la praxis individual de los hombres, libres y al mismo tiempo dependientes de las condiciones materiales; esto es, de los individuos constitutivamente dialécticos.
3.9 Características fundamentales del existencialismo de Sartre
Sartre atribuye al existencialismo las siguientes características fundamentales:
1. El existencialismo es “esencialmente” ateo: Dios no existe, y, por tanto, no hay una “naturaleza” humana común a los hombres. La primacía sobre la esencia humana la tiene la existencia concreta de los hombres. Y como Dios no existe, no existe norma ni ley que obligue al hombre incondicionalmente (contra el imperativo formal de Kant). El hombre está “condenado a ser libre”. Según Sartre, si Dios existiera, el hombre no sería libre; pero el hombre es libre; luego Dios no existe.
2. Al no existir Dios, la angustia y la desesperación son lo propio del hombre. No puede el hombre refugiarse ni remitirse a ningún Dios. El hombre está solo en el mundo, aunque rodeado de otros hombres y de las cosas. No existen normas morales definitivas a las que referirse, sino que cada cual debe asumir en su vida lo que quiere hacer de ella, en una especie de “tabula rasa” moral y existencial. Nada garantiza que el hombre sea feliz. El estado de angustia y desesperación son, pues, consustanciales a la vida humana.
3. Condenados a ser libres. La libertad del hombre es algo irrenunciable para él, a no ser que tenga “mala fe” e incluso pese a eso. La libertad es la consecuencia que Sartre estima que es inevitable una vez postulado el ateísmo más radical.
4. El hombre es lo que hace. No existe una naturaleza humana que “diga” lo que el hombre debe hacer. No hay en el existencialismo lugar para el descanso ni la calma existencial. El destino de cada cual está en su propia mano; pero no hay nada ni nadie que garantice que, si obra “moralmente”, será feliz. Ni tampoco hay lugar para la resignación: el hombre debe hacerse a sí mismo, sin quedarse quieto en su desesperación. El mundo será lo que él quiera que sea; o, al menos, debe hacerlo; aunque nada ni nadie le obliga a ello ni nada ni nadie garantiza que hacer lo “mejor”. Pese a esto, el hombre es lo que hace; el hombre son sus obras, y con ellas puede ser un héroe (con su compromiso) o un villano, pese a que no tenga que dar cuentas a nadie “superior” al hombre.
5. El hombre no está solo: la intersubjetividad. La existencia humana se roza, choca o se relaciona con las otras existencias; somos responsables de nosotros mismos, pero también de los demás. Lo que nosotros somos es lo que hemos querido ser, pues somos lo que hacemos. Pero nuestras acciones afectan a todos los hombres. Desde la fenomenología, Sartre defiende la primacía de la propia conciencia, pero advierte sobre el riesgo del solipsismo en el que desembocó la filosofía de la subjetividad. Sólo en la relación con los otros, ante la mirada (a veces cosificadora) del otro, somos conscientes de lo que verdaderamente somos. El hombre surge no desde la soledad de la conciencia, sino del trato existencial con los demás hombres. Pero no pocas veces, el otro se convierte en “mi infierno”. Estamos condenados a la relación con los demás, pero esa relación, como “el mundo de los otros no es un jardín de delicias” (Mounier).
6. Primacía de la existencia sobre la esencia. No existe una existencia humana, sin embargo, sí es común a los hombres la “condición humana”, caracterizada por la finitud, la indigencia, la temporalidad, el absurdo, la libertad, la angustia, etc. Esta condición humana consiste, pues, en tener que construir cada uno su destino, asumir la condición finita y mortal del hombre, vivir relacionándose con los otros hombres, aceptar la condición de “estar arrojado” en la existencia, etc.
7. La buena y la mala fe. Lo que Heidegger describía como vida “auténtica” (la que encara el ser finito del hombre) y la vida “inauténtica” (la que se aliena y no acepta su ser para la muerte), Sartre lo describe en términos de “buena o mala fe”. Pese a que no existe una jerarquía “revelada” ni “natural” de valores, no todos los valores valen lo mismo. El hombre que actúa de mala fe se excusa afirmando que no puede luchar contra las determinaciones. los condicionamientos o el destino. El que actúa con mala fe no quiere tener que elegir. Pero no existe el destino, y es necesario actuar con responsabilidad, llevando a término la propia libertad y la responsabilidad ante los otros. La mala fe, en fin, consiste en no asumir la responsabilidad de los propios actos, que son los que definen lo que el hombre es. Además de la mala fe, Sartre habla de “la mentira a secas” que se refiere al mundo de las cosas y también a engañar a los otros en nuestra relación con ellos.
8. La vida no tiene sentido “a priori”. Dios no existe, ni existen leyes fijadas en este sentido para la vida del hombre. No existe un sentido de la vida; si la vida tiene sentido es porque cada uno se lo construye, se lo inventa, lo conquista.
9. El existencialismo es un humanismo. No se trata de un humanismo que valore una supuesta naturaleza humana, común a todos los hombres; ni apela a la bondad de la Humanidad en la historia, etc. No existe ningún otro ser moral que no sea el hombre mismo, ni valores prefijados; es un humanismo, pues, en tanto que está en las manos del hombre vivir su vida en libertad y responsabilidad, bebiendo hasta el fondo el vaso de la condición humana, que es el único mundo que el hombre posee.
4. Gabriel Marcel
Marcel es, en el tiempo, el primero de los filósofos existencialistas, pues ya en un artículo de 1914, titulado Existence et Objectivité expuso tesis existencialistas. Entre todos los representantes del existencialismo es quien más se acerca a Kierkegaard, aunque no había leído ni una sola línea de él cuando desarrolló sus ideas fundamentales. También su desenvolvimiento marcha por un camino paralelo al de Kierkegaard: como él, partió de una toma de posición frente a Hegel; poco a poco se ha ido liberando del idealismo para desembocar en una filosofía subjetiva, existencial. Arrancó de la idea de que, para responder a la cuestión de la existencia de Dios es imprescindible precisar primero el concepto de existencia.
No hay en Marcel la elaboración de un pensamiento sistemático, sino que es fruto de un tanteo que se va manifestando a lo largo de sus obras, tanto literarias como filosóficas, así como en sus artículos periodísticos y de crítica literaria. Inicialmente el punto de partida de su reflexión fue el idealismo americano de Bradley, pero progresivamente se fue inclinando hacia Pascal, Bergson y Jaspers. Mantuvo tesis próximas a las de Kierkegaard, aunque Marcel solamente conoció la obra de este autor después de haber llegado por sí mismo a la defensa de tesis semejantes. En la tradición existencialista, Marcel combatió el idealismo al que anteriormente estuvo vinculado, y afirmó que debe pensarse la existencia como fundamento de todo pensamiento y no a la inversa. Es la existencia humana la que funda todo pensamiento, por ello no puede explicarse el hombre como si de una cosa se tratase, y rechaza toda utilización del hombre como un objeto. El objeto es siempre algo externo a mí, y siempre es estudiado desde fuera, en cambio, el sujeto, en su existencia personal, es irreductible al mero tener. En cuanto que la existencia se identifica con el existente no puede ser objetivada, de manera que todo intento de racionalizar la existencia bajo los modos de la objetivación aplicables a las cosas conduce a la pérdida de libertades, a la despersonalización de las relaciones humanas, al desprecio del individuo en favor de la razón de Estado o de la colectividad abstracta. Los intentos de objetivar el ser del hombre son el caldo de cultivo de la fanatización de las conciencias que conducen a una vida falsa y, en última instancia, a la guerra, a la vez que engendran un mundo de falsa racionalidad, en la que se ha opuesto el ser al tener, y se ha sustituido aquél por éste. Si, en cambio, se recupera la opción de vivir una existencia que no esté dominada por el tener, sino por el ser, puede explorarse dicha existencia en su dimensión de misterio en la propia implicación del ser. Este misterio del ser, como lo denomina Marcel, es el que explora en sus obras, y no sólo en las puramente filosóficas, sino también en sus obras teatrales, que trascienden el mero análisis psicológico para abrirse a la angustia metafísica, y en este mismo misterio del ser encuentra la trascendencia y la presencia de Dios en el fondo de la conciencia del existir.
4.1 Epistemología subjetiva
El idealismo, al que se adhirió en su primera etapa, dejó huellas en su teoría sobre el problema del conocimiento. Preocupado por saber si la realidad se ocultaba en la apariencial del fenómeno pensado, reaccionó contra el idealismo, que caía en un relativismo y en un inmanentismo que negaba la trascendencia del conocimiento. Sin embargo, continúan apareciendo rasgos idealistas cuando dice que «siempre ha tenido aversión a pensar en las categorías del ser» y que la realidad no se puede pensar como un cuadro externo, pues «el conocimiento sólo es asequible en el interior de una realidad». Esta oposición entre lo “interno” o inmanente y lo “externo” o trascendente lo conduce a su distinción entre “problema” y “misterio”, llevándolo a rechazar todo intento de sistematizar y universalizar, mediante fórmulas teóricas, las verdades. Prefiere una “filosofía concreta” que se base sobre la experiencia vivida y en ella muestre cómo se articula la realidad del ser.
Problema es todo aquello externo a mí, que se coloca frente a mí y al que yo puedo delimitar y reducir como objeto o cosa extraña. Misterioes lo que está en mí,, formando parte de mi propio ser y en el que mi ser está implicado y comprometido. «El problema es algo que uno encuentra, algo que le cierra a uno el camino; está todo él ante mí. El misterio, en cambio, es algo en que me encuentro implicado y envuelto o comprometido, algo en cuya esencia va entrañado el que no esté todo él ante mí». Mi actitud frente al problema es la de un “espectador”; frente al misterio, es la de un “actor” que sufre, se compromete, se envuelve y se identifica con el contenido mismo.
El ser no puede conocerse como problema, pues yo no me puedo situar fuera del ser para contemplarlo como algo extraño a mí. El hombre inauténtico trata todo como problema, como cosa extraña a él, sin adentrarse en su propio ser; vive tratando a los demás y a las cosas como un “tener”, como un tomar posesión de ellas. Este ha sido el pecado de las filosofías racionalistas: objetivar el pensamiento, tratar al ser como un “tener”, como un objeto extraño que la mente posee: «Pensar, formular, juzgar son siempre, en el fondo, traicionar… Nada sería más falaz que la fe en el valor de la deducción». De ahí que ese hombre del conocimiento abstracto y despersonalizado, el de la técnica, caiga en esa conciencia trascendental de los idealismos, en el seimpersonal e irresponsable, “democratización” del conocimiento, que es la ficción de la realidad y la ruina del conocimiento mismo.
Para el hombre que vive auténticamente, adentrándose en su propio ser, éste se le hace misterio, algo propio que él ama, con quien él se compromete en un inagotable acto que sacia plenamente su vida, porque ya no es un “objeto” extraño y que se teme perder, sino el propio ser que se enriquece con el amor.
El acceso al misterio no se hace ni con la experiencia sensible ni con la reflexión primera, que opone el objeto al sujeto y que importa, por consiguiente, un olvido de sí mismo y del ser, convirtiendo a éste en abstracción impersonal sin penetrar en la realidad íntima. Esta inteligencia abstractiva, útil para la técnica y las ciencias, dejará al sujeto insatisfecho y desesperado porque problematiza el mismo ser.
La reflexión segunda, por la que el hombre se posee a sí mismo en el recogimiento interior, es el verdadero misterio que hace reencontrar al hombre su relación vivida con el ser, colocándolo en el seno mismo de la realidad inefable y personal, o sea en el “misterio ontológico”. De esta manera se aprehende, no un objeto o “pensamiento pensado”, sino “el pensamiento pensante”, la existencia o ser, de donde brota el pensamiento mismo. Desaparece así todo dualismo de subjeto-objeto, porque se intuye la realidad misma en sí, es decir, en su subjetividad creadora, ya que es una coincidencia experimentada inmediatamente del sujeto con el ser. Se llega a esta reflexión con un previo “recogimiento” en el que se impone silencio a las sensaciones e intelecciones conceptuales; con ello caen de plano todas las objeciones y cavilaciones críticas para comunicarse con el ser en una vibración intuitiva.
4.2 Ontología subjetiva
La distinción entre “problema” y “misterio” en el conocimiento tiene su correspondiente oposición entre tener y seren el orden ontológico. Los hombres somos nosotros mismos, pero tenemoso nos apropiamos como nuestro lo externo a nosotros; en esta zona del “tener” entra todo lo que no es directamente el “yo”, y así, mi cuerpo, mis cualidades, mis cosas no son mi ser, sino mi tener. Ahora bien: si respecto al conocimiento descubríamos que los misterios metafísicos habían degenerado en “problemas” científicos, esto acontecía porque al ser lo convirtieron los filósofos en un “tener”, lo “cosificaron” como cosa poseída.
Un análisis fenomenológico del “tener” me muestra que en esta zona hay una tensión entre la exterioridad y la interioridad, entre poseído de fuera y poseedor de dentro, posesión que está amenazada en su duración, por lo cual todo poseedor se aferra a lo poseído y procura incorporárselo; vano intento, porque lo poseído puede destruirse y perderse; de ahí el estado de desesperación que tipifica el orden del tener. Porque la cosa tenida corre el peligro de perderse, su posesión nos devora.
Para que el ser no se disuelva en el tener, el “yo” ha de dominar consciente y activamente la relación sujeto-objeto, de tal manera que el objeto se convierta en ocasión o materia de actos libres, con lo cual el tener se hacer ser, se interioriza con la libre creación personal, pues se constituye en expresión de la realidad viva, que es el propio “yo”. Por consiguiente, lo característico del ser es la “disponibilidad”, esa apertura que vuelve todo tener en ser, contra la tendencia del hombre inauténtico que pierde su ser en su tener, su “yo” en lo “suyo”. Volver todo ser sólo es posible por obra de la creación y del amor que eleva lo mío hasta el “yo”, incorpora el tener al ser, reconociendo sus respectivos valores; el amor rompe la tensión propia del tener entre poseedor y poseído, pues se relaciona con el amado, no como si fuera un objeto, sino como una persona, que a su vez es disponible y considera al amante como persona.
En consecuencia, si el ser es misterio, la pregunta sobre el ser se identifica con aquella que indagaba “quién soy yo”. «Formular el problema ontológico equivale a preguntarse por la totalidad del ser y por mí mismo como totalidad». El ser le es inmanente a la trascendencia y, por consiguiente, yo me soy presente a mí mismo como participación del ser, que se conoce, no objetivándolo como problema, sino abordándolo como misterio. Si el ser es la existencia, no se le puede afirmar como objeto; ella es sujeto que afirma.
4.3 Ser y tener
Marcel considera de suma importancia recuperar la realidad individual de la persona negada por la sociedad industrial contemporánea, que degrada al hombre al reducirlo a un simple haz de funciones sociales: la persona se agota en ser consumidor, ciudadano, funcionario, etc. De esta forma el individuo se convierte en un ser anónimo e impersonal. Se agota en su actividad exterior, objetiva, social.
En el seno de la sociedad tecnocrática el hombre deja de ser sujeto para convertirse en simple objeto del mundo exterior. Ha perdido su ser propio, su insustituible intimidad. Al olvidarse del ser, por haber perdido el ser, el hombre sólo se preocupa por el tener. Se valora al hombre por lo que tiene y no por lo que es. Se cultiva por esta razón el deseoque apunta siempre hacia la posesión. Surge así la técnica que quiere conquistar de forma impositiva el mundo y la sociedad de consumoque es fuente de permanente frustración, pues tiene por correlato la angustia de perder lo que se tiene y la desesperación de no poder tenerlo todo.
4.4 Ciencia y filosofía: problema y misterio
El punto de vista del tener reduce al hombre al nivel de las cosas y de los objetos. El objeto es exterior. Susceptible de ser poseído por mí: el pensar científico también obedece a las características del tener. La ciencia proporciona leyes universales para el conocimiento del objeto exterior, pero es indiferente a la realidad interior del sujeto. La perspectiva de mi ser subjetivo es eliminada por la epistemología científica. Todo juicio científico puede ser pensado por un sujeto, pero es indiferente al sujeto que sea. La ciencia es impersonal. Tiene por misión solucionar problemas, pero son problemas que están fuera de mí, que no me afectan vitalmente.
La ciencia, que Marcel denomina reflexión primaria, sólo establece relaciones entre las cosas, relaciones impersonales, prescindiendo de la verdad de mi ser.
De esta forma la ciencia resuelve problemas referentes al mundo exterior y a la relación entre objetos, pero es incapaz de dar cuenta del misterio de mi persona y de la peculiaridad de mi situación concreta. Una cosa es resolver un problema y otra muy distinta es desvelar el misteriode mi ser. La ciencia (reflexión primera) tiene por objeto aquello, la filosofía (reflexión segunda) tiene por objeto esto.
En la perspectiva de la reflexión primera veo el mundo como espectador, e intento desentrañar los problemas que plantea el mismo con fines utilitarios. Pero cuando se trata del conocimiento de mí mismo, del conocimiento del ser que soy, ya no puedo objetivarme y considerarme como mero espectador, pues estoy comprometido como actor en la empresa libre de mi propia autorrealización.
Preguntarme por el ser no equivale a plantear un problema que puede ser resuelto mediante una determinada técnica. El ser no es un problema a resolver, es un misterio a comprender. Luego un misterio puede exteriorizarse y objetivarse; solamente puede ser reconocido por un acto concreto de intuición, que puedo vivenciar en mi existencia y en mi situación particular. El ser no es un objeto, sino una presencia; no puede consiguientemente ser demostrado o deducido, sino simplemente experimentado y reconocido.
La función de la metafísica, cuyo objetivo es alcanzar la comprensión del ser, no consiste en construir un sistema racional que se compone de conceptos objetivos, sino que es una reflexión personal que apunta hacia la vivencia del misterio del ser de mi existencia. La metafísica no resuelve problemas; su función es la de hacerme reconocer el misterio del ser en ciertas experiencias sobre las cuales se refleja.
4.5 La experiencia existencial de la intersubjetividad
La pregunta metafísica sobre cuál sea mi ser, sobre quién soy yo, no me encierra en mí mismo, sino que me abre hacia el mundo, hacia los otros y hacia Dios. Pues el ser es aquello de que formo parte y que al mismo tiempo me rebasa. La comprensión profunda de mi ser, por ende, me revela que él es apertura hacia los demás. El yo encuentra en el tú su verdadero ser porque ya no está solo. Entonces descubre que la apertura es el rasgo más profundo del yo. Lo subjetivo es ya fundamentalmente intersubjetivo.
En la experiencia existencial de la intersubjetividad se produce un intercambio creador: yo soy modificado en mi ser por la presencia del otro. Sólo en la medida en que estoy abierto a los demás, y los considero como sujetos y no como meros objetos que puedo utilizar para satisfacer mis intereses, llegamos a conocernos verdaderamente a nosotros mismos. Esta comunión ontológica es la experiencia existencial fundamental de la reflexión segunda. Con ella adquiero la profunda certeza interior de que el ser es esa intersubjetividad de la cual participamos y por la cual somos.
4.6 La Trascendencia
Las cosas del mundo no pueden satisfacerme por entero y los hombres pueden, a causa de su congénita imperfección, traicionarme o mostrarse infieles a mi entrega. El fracaso del ser, entonces, es posible. El hombre vive así entre la angustia; mas por otra parte abriga la esperanza de la perfección y la eternidad. La fe es el único puente entre ambos sentimientos. Por la fe se manifiesta el Tú que siempre me será fiel y nunca me traicionará; es decir, Dios.
Pero el objeto de la fe, Dios, es inverificable, porque no puede ser en modo alguno el término de ningún problema del saber objetivo. El creyente no puede dar razón de Dios en el plano de las demostraciones lógicas, porque Dios está más allá de toda razón. Y, por otra parte, Dios tampoco es objeto de experiencia porque Él no puede figurar en la experiencia dado que la domina y la trasciende. Él no es exterior a mí, como los objetos del mundo, sino que se revela ante mi conciencia como interior a mí mismo, como más interior incluso de lo que yo pueda ser para mí mismo.
Así el acto de fe, por la indeterminabilidad objetiva de su término, escapa totalmente del dominio del pensamiento científico. No constituye problema objeto de la ciencia.
Dios es la realidad misteriosa que da sentido definitivo a todas mis acciones. La dinámica interior de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad están magnéticamente orientados hacia él. La relación amorosa yo-tú se me hace posible porque yo no soy otra cosa que relación al Tú absoluto. Él es el amor siempre disponible, el Ser siempre fiel que nunca me traicionará, el paradigma que me sirve de guía en todas las formas de intersubjetividad que mantengo a lo largo de mi existencia.
La relación divina es la única que me abre a la esperanza: sólo ella puede salvarnos de caer en el mundo despersonalizado del tener, arrancarnos al proceso de materialización, evitarnos el peligro de la desesperación y el suicidio, y, en fin, colmar de sentido a nuestros sufrimientos.
5. Karl Jaspers
Médico psiquiatra que se pasa a la filosofía con la publicación, en 1919, de Psicología de las concepciones del mundo, pero su gran obra filosófica es Filosofía (1932). El punto de partida es que la filosofía es el «autoesclarecimiento de la razón»: la razón que explica la Existencia (Dasein: el hombre), entendiendo por tal, influido por Kierkegaard, la existencia del individuo singular, «mi» propia existencia.
En los tres volúmenes de esta obra, en la que resume sus enseñanzas en los cursos de Heidelberg, desarrolla las tres fases por las que ha de discurrir el pensamiento filosófico. La Existencia, que a su vez no puede prescindir de la razón, busca «orientarse en el mundo»; como cosa del mundo que es, el hombre cree, en un primer momento que la explicación de lo que él es puede hallarla en las ciencias de la naturaleza. Las ciencias producen conocimiento, pero sólo de las cosas, no de la Existencia, que es el sujeto que quiere esclarecer su propia existencia; las ciencias ofrecen conocimientos dentro del mundo, pero no del mundo como totalidad. No queda, pues, sino la perspectiva filosófica de considerarse uno mismo, no como objeto, sino como sujeto que forma parte de la totalidad. En este caso, el sujeto que intenta aclarar su Existencia es él mismo Existencia: yo soy exactamente mi situación en el mundo. La situación, como idéntica que es a la Existencia, no puede ser cambiada, pero puede ser aceptada. La libertad es, justamente, la aceptación consciente de la necesidad de la propia situación: libertad sin alternativas, que consiste en elegir la única alternativa posible, esto es, la de decidir ser lo único que se puede ser. En esto también consiste la culpa originaria e inevitable: aceptar su necesidad e inevitabilidad es libertad. En realidad el hombre es su Existencia, es lo que realmente es. Llegar a este punto de partida, mediante la filosofía, ser «sí mismo», es aceptar conscientemente la propia necesidad (Existencia auténtica), de otra forma desconocida pero igualmente inevitable (Existencia inauténtica). Estos conceptos de «libertad», «sí mismo», «Existencia», etc., carecen de sentido en el mundo de la ciencia, pero lo alcanzan en el ámbito de la filosofía, porque en él se refieren al individuo singular y concreto, y se está en el mundo de la razón práctica. El esclarecimiento por la razón de la propia Existencia no se alcanza más que mediante la comunicación con otras Existencias; sólo puedo llegar a ser yo mismo en comunicación con otras Existencias. No ver agotada en mí la Existencia lleva a la comprensión de que la Existencia sólo puede llegar a ser en relación con una trascendencia. A la trascendencia se llega por el hecho de intentar captar una Existencia, cuyo esclarecimiento nunca se alcanza. La metafísica enseña que «ser» no es precisamente posibilidad, sino imposibilidad: lo que se es se manifiesta en la imposibilidad de llegar a serlo, lo cual a su vez manifiesta que la Existencia está envuelta en un horizonte inalcanzable, que la trasciende pero que le da sentido. Sólo se llega a ser (Existencia) en la comunicación con los demás (finitamente) o en la aceptación del límite-revelación que es la trascendencia. Experimentamos la trascendencia en dos tipos de situaciones: en símbolos, o cifras, como mitos, dogmas, poesía, arte, vivencia estética, comunicación, etc., o en situaciones-límite, como por ejemplo, la inevitabilidad de la muerte, el sufrimiento, la culpa, etc.; la imposibilidad de evitar estas situaciones revela la presencia de la trascendencia. Situación límite y cifra por excelencia es el fracaso: en él acepta el hombre lo inevitable y lo insuperable y se abre a lo trascendente. En el fracaso se experimenta el ser.En su segunda gran obra filosófica, De la verdad, desarrolla el concepto central de lo abarcador o circunvalante, con el que caracteriza la trascendencia. Describe lo «abarcante» o «circunvalante» como el horizonte total de sentido, o el absoluto, Dios, siempre lejano, nunca alcanzable, siempre presente. Al Dios oculto e indemostrable sólo se llega por el salto de la fe filosófica, que Jaspers quiere distinguir de la cristiana, dogmática y rígida, como abierta y tolerante; sólo por la fe filosófica puede alcanzar el hombre a Dios, que ya no es «cifra», sino realidad misma y sentido de la Existencia.
Filosofar sobre lo Circunvalante significaría penetrar en el ser mismo. Esto sólo puede tener lugar indirectamente. Pues mientras hablamos, pensamos en objetos. Necesitamos alcanzar por medio del pensamiento objetivo los indicios reveladores de ese algo no objetivo que es lo Circunvalante.
Ejemplo de lo que acabo de decir es lo que acabamos de pensar juntos. La separación del sujeto y el objeto, en la que siempre estamos, y que no podemos ver desde afuera, la convertimos en nuestro objeto al hablar de ella, pero inadecuadamente. Pues separación es una relación entre cosas del mundo que me hacen frente como objetos. Esta relación resulta una imagen para expresar lo que no es en absoluto visible, lo que no es nunca objetivo ello mismo.
De esta separación del sujeto y del objeto nos cercioramos cuando seguimos pensando en imágenes, partiendo de lo que nos está originalmente presente, como de algo que tiene por su parte un múltiple sentido. La separación es originalmente distinta cuando me dirijo como intelecto a objetos, como ser viviente a mi mundo ambiente, como «existencia» a Dios.
Como intelectos estamos frente a cosas comprensibles, de las que tenemos, en la medida en que se da, un conocimiento de validez universal y necesaria, pero que es siempre de objetos determinados.
Como seres vivientes, situados en nuestro mundo ambiente, somos alcanzados en éste por aquello de que tenemos experiencia intuitiva sensible; por aquello que vivimos realmente como lo presente, pero no capta ningún saber general.
Como «existencia» estamos en relación con Dios -la trascendencia- mediante el lenguaje de las cosas, que la trascendencia convierte en cifras o símbolos. La realidad de este ser cifras no la capta ni nuestro intelecto ni nuestra sensibilidad vital. Dios es como objeto una realidad que sólo se nos da en cuanto «existencia» y que se encuentra en una dimensión completamente distinta de aquella en que se encuentran los objetos empíricamente reales, que pueden pensarse con necesidad, que afectan nuestros sentidos.
Así es como se desmiembra lo Circunvalante en cuanto queremos cerciorarnos de ello, en varios modos del ser circunvalante, y así es como tuvo lugar el desmembramiento al seguir ahora el hilo conductor de los tres modos de la separación del sujeto y el objeto: primero, el intelecto como conciencia en general en que somos todos idénticos; segundo, el ser viviente, en el sentido del cual somos cada uno de nosotros una individualidad singular; tercero, la «existencia», en el sentido de la cual somos propiamente nosotros mismos en nuestra historicidad. (La filosofía desde el punto de vista de la existencia, pp. 27-28)
5.1 La busca del ser
La filosofía es por esencia metafísica: se plantea el problema del ser. Sin embargo, el ser no es, como tantas veces se supone, algo dado. En este respecto, el pensador admite dos tesis fundamentales de Kant. Por un lado, hace valer el principio de la conciencia: no hay objeto sin sujeto, todo lo que tiene carácter de objeto ha sido determinado por la conciencia en general. El ser objetivo es siempre una apariencia. Por otro lado, acoge la doctrina kantiana de las ideas y la desarrolla: jamás se nos da el todo y así las tres ideas kantianas (mundo, alma, Dios) se convierten en tres “abarcadores”. Todo lo que conocemos nos es cognoscible dentro del marco de un horizonte. Aquello que abarca todos los horizontes es lo abarcador incognoscible: el primer lugar, lo abarcador que es el mundo, después lo abarcador de mí mismo, finalmente lo abarcador total, la trascendencia.
El mundo es, como tal, una ruina permanente. No ofrece ningún apoyo firme. La realidad cósmica no es ninguna totalidad. La existencia jamás se realiza. El hombre es, realmente, no más que como existencia histórica posible. La realidad genuina del ser va deslizándose sin cesar hasta que puede anclar en la trascendencia. Pero la trascendencia no se da objetivamente. Se nos hace real en la ruptura con toda existencia. Así llegamos, mediante el fracaso de todo, al ser.
Se puede hablar del ser en tres sentidos. Encontramos primero el ser como lo existente, como aquello que es objeto. También conocemos el ser como algo que es para sí, que en su raíz es distinto de todo ser de las cosas y que lleva el marchamo de Existencia. Por último, tenemos lo que es en sí, que no puede ser abarcado ni por lo existente ni por el para sí: la trascendencia. Estos tres modos del ser son otros tanto polos del ser en los que yo me encuentro. Cualquiera que sea el ser de donde arranque no encuentro nunca la totalidad del ser. Por eso la empresa de la filosofía es un trascender. La trascendencia en el mundo, en el esclarecimiento de la Existencia y en la metafísica. La primera levanta al mundo de los goznes de la consistencia objetiva que descansa en sí misma y marcha hacia los límites, que ya no se sobrepasan. El esclarecimiento de la Existencia arranca del yo como existente, como objeto de la psicología, y llega, trascendiendo, a “uno mismo” como Existencia. El trascender en la metafísica le es posible únicamente a la Existencia que de lo existente ha llegado a sí misma; se eleva, todavía, en la trascendencia metafísica.
5.2 La existencia
Lo que en el lenguaje mítico se denomina “alma” en el filosófico se llama “Existencia”. Se trata de un ser que se encara con todo el ser cósmico. No es, propiamente, sino que puede y debe ser. Este ser soy yo mismo, con tal de que no me convierta en objeto para mí mismo. Representa una irrupción en el ser del mundo y no se halla más que en el hacer.
La percatación reflexiva de la Existencia es el esclarecimiento de la Existencia. Pero los recursos mentales de semejante esclarecimiento deben poseer un carácter peculiar, porque la Existencia no es ningún objeto; jamás podré decir de mí lo que soy. El pensamiento esclarecedor jamás podría captar la realidad de la Existencia, porque ésta se encuentra únicamente en el hacer de hecho. Sin embargo, cuando el esclarecimiento no es meramente pensado, sino pensado trascendiendo la Existencia (que, a su vez, es un trascender) no es menos que la realización de la posibilidad existencial y puede aprehender la Existencia posible.
Los métodos de esclarecimiento de la Existencia son: ir hasta el límite, donde no hay más que vacío; la objetivación en el lenguaje psicológico, lógico y metafísico; finalmente, la concepción de un universal específico. Mediante lo último se establece un lenguaje con el cual vibra a la par la Existencia posible y se establece también un esquema formal de la Existencia que es, por lo general, inadecuado y sólo posee un sentido conductor para interrogar a la Existencia.
Con ayuda de semejantes esquemas se puede describir la Existencia mediante un haz de categorías peculiares que se enfrentan a las de Kant y que hay que aplicar a la Existencia: en lugar de estar sometida a reglas, la realidad existencial es absolutamente histórica. La Existencia no es algo rígido, sino algo que perdura en el tiempo. No conoce ninguna causalidad recíproca, sino la comunicación. No es real en ella lo que corresponde a una sensación, sino lo absoluto en el momento decisivo. A la magnitud de lo existente corresponde el rango de la Existencia; en contraste con la posibilidad objetiva tenemos la posibilidad de elección como indecisión del futuro en que consiste mi Existencia. A la necesidad de lo existente se enfrenta el tiempo lleno del instante y al tiempo indefinido el presente eterno. La Existencia no es objetiva, mensurable, experimentable, universal, sino libre en su raíz. Cada Existencia posee su tiempo; hay en ella origen y nacimiento.
5.3 Libertad y culpa
La Existencia “es” libertad. Esta libertad se halla en un plano completamente distinto de la cuestión del determinismo y el indeterminismo. Porque ambos toman al ser objetivo como si fuera todo el ser y la libertad se les hace perdediza por el mismo camino. La libertad de la Existencia no es objetiva, tampoco es demostrable ni refutable. No se identifica con el saber, tampoco con el arbitrio ni con la ley; sin embargo, no hay libertad sin saber, sin arbitrio, sin ley. Como es idéntica con la Existencia, la libertad es sencillamente incomprensible. Tengo certeza de ella, no en el pensamiento, sino en el existir. Por eso se presenta la libertad como unidad contradictoria entre arbitrio y necesidad: puedo, puesto que debo. Libre en la elección, me vinculo por ella, pues realizo y soporto consecuencias. No es una vinculación por la realidad empírica, sino por la autocreación en el instante de la elección. De aquí se sigue que así como no tenemos Existencia alguna que no esté como existente, tampoco existe ninguna libertad absoluta.
Como me sé libre me reconozco también como culpable. Pero la culpa no es algo ajeno a la libertad: se da dentro de mi libertad y por el hecho de ser yo libre. Porque existimos en una actividad que es fundamento de sí misma: tengo que querer y obrar para vivir. Ya el no obrar es un obrar. Pero mediante la elección y la acción hecho mano de una alternativa, es decir, que debo dejar a un lado otras posibilidades. Estas otras posibilidades son los hombres.
6. Merleau-Ponty y la fenomenología de la ambigüedad existencial
En Merleau Ponty confluyen la fenomenología, el existencialismo, el marxismo, el psicoanálisis, el humanismo, etc. El método filosófico de Merleau Ponty es la fenomenología y la existencia humana es el objeto privilegiado de su reflexión. No acepta una esencia o naturaleza del hombre; quizás este concepto (naturaleza) sirva para los animales irracionales, pero es completamente insuficiente para tematizar al hombre. La existencia del hombre concreto no se remite a ningún concepto anterior o previo; el hombre no puede apelar a nada anterior, sino que el hombre se hace a sí mismo en la relación libre con las cosas y los hombres; el hombre es sujeto libre. contingente y siempre en “situación”.
En el centro de su propuesta nos encontramos con la descripción fenomenológica del cuerpo; y las explicaciones dadas hasta entonces fluctuaban entre el idealismo y el espiritualismo, fundándose todas ellas en el dualismo de Descartes. Las antropologías reducen el cuerpo a condición de mero objeto, es el decir, el yo o el sujeto reduce al cuerpo a un objeto de representación. Dos mundos se delimitarían: el del en sí, cerrado y regido por leyes mecánicas; y el para sí, abierto, libertad creadora. Yo no estoy ante mi cuerpo; éste no es un en sí para la propia conciencia, yo no estoy dentro de mi cuerpo, sino que yo soy mi cuerpo (cosa que también afirmaba Marcel). Mi cuerpo es, pues, cuerpo mío; es la textura común de los objetos.
Hay dos sentidos, y solamente dos, del vocablo existir: se existe como cosa o se existe como consciencia. La experiencia del propio cuerpo nos revela, por el contrario, un modo de existencia más ambiguo. Si trato de pensarlo como un haz de procesos en tercera persona “visión “, “motricidad”, “sexualidad” advierto que estas ‘funciones ” no pueden estar vinculadas entre sí y con el mundo exterior por unas relaciones de causalidad, están todas confusamente recogidas e implicadas en un drama único. El cuerpo no es, pues, un objeto. Por la misma razón, la consciencia que del mismo tengo no es un pensamiento, eso es, no puedo descomponerlo y recomponerlo para formarme al respecto una idea clara. Su unidad es siempre implícita y confusa. Es siempre algo diferente de lo que es, es siempre sexualidad a la par que libertad, enraizado en la naturaleza en el mismo instante en que se transforma por la cultura, nunca cerrado en si y nunca rebasado, superado. Ya se trate del cuerpo del otro o del mío propio no dispongo de ningún otro medio de conocer el cuerpo humano más que el de vivirlo, eso es, recogerlo por mi cuenta como el drama que lo atraviesa y confundirme con él. Así pues, soy mi cuerpo, por lo menos en toda la medida en que tengo un capital de experiencia y, recíprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total (Merleau-Ponty, M.,Fenomenología de la percepción, p. 215
La preocupación por la praxis también ha ocupado a Merleau Ponty, siendo el motor de cualquier preocupación teórica. La praxis del hombre es dialéctica de la libertad en situación, y esa libertad, que se realiza éticamente a través de un compromiso positivo, remite a una toma de posición ante los hombres, esto es, a un necesario compromiso político. Así, ilumina la praxis sobre la base de un humanismo existencial, que postula una moral de situación
La primacía de la existencia (es decir, de la libertad)sobre la esencia la acepta Merleau Ponty, pero no sin otras consideraciones. Para él el mundo ha de concordar con lo que se diga del hombre. El mundo no es una suma de objetos o de cosas que están ahí para ser conocidas por el hombre, sino que es una oferta de posibilidades y obstáculos del hombre. El mundo es “dado al hombre” como una situación, sea favorable o desfavorable. El hombre vive en el mundo y depende de él, nadando a tiempo o a destiempo entre sus múltiples posibilidades, con lo que el mundo es humanizadopor el hombre, modificando sus potencialidades, sus paisajes, sus habitaciones. Entre el hombre y el mundo existe un contacto “cuerpo a cuerpo”, que no necesariamente acaba en lucha, sino también en convivencia armónica. El hombre también conoce las cosas, incluso científicamente, pero siempre que se incluya a sí mismo entre el mundo y no se acepte la dualidad cartesiana.
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