1. JOSÉ ORTEGA Y GASSET
1.1 Ortega y Gasset y el exilio español
En 1963 el Presidente del Tribunal Supremo, Castán Tobeñas, suspiraba por una España católica, que no admitiera en su seno en laicismo. El Providencialismo y la Jerarquía Católica eran aliados del régimen. Y desde aquí se comprende que las concepciones “positivistas” (en sentido amplio), vinculadas a la burguesía liberal, no tenían cabida en la ideología del régimen. Y fue precisamente la figura de Ortega la que sirvió de piedra de toque o paradigma para este episodio de la historia de España.
Recordemos que en 1929 Ortega dimitió durante unos meses de su cátedra como protesta por la dictadura de Primo de Rivera, y en 1930 fue cofundador, junto con Unamuno, Marañón y otros, de la Agrupación al Servicio de la República. No obstante, en 1931 publicó un polémico manifiesto titulado Rectificación de la República y abandonó la política activa como diputado en las Cortes; tuvo un defraude de la política similar al de Unamuno. Pero, a pesar de sus recelos con los gobiernos republicanos, se mostró contrario a la sublevación franquista, razón por la que se exilió en 1936, aunque posteriormente regresó a España, alternando sus frecuentes viajes al extranjero, sobre todo a Alemania, Francia, Italia, Argentina, Portugal, etc.
Las relaciones de Ortega con la dictadura siempre fueron difíciles, pese a que Ortega volvió del exilio tempranamente (en comparación con otros, como María Zambrano, su discípula, que sólo lo hará en plena transición española, y para morir aquí). Ortega regresó en 1946, y ello supuso incluso una cierta propaganda para el régimen franquista. Algunos incluso vieron una cierta influencia de Ortega sobre el pensamiento falangista, en concreto, sobre José Antonio (y recordemos la militancia de Laín Entralgo en este movimiento, sobre todo al principio). Para el falangismo lo espiritual es el resorte decisivo de la vida de los hombres y de los pueblos; pero el racio vitalismo orteguiano va por otro sitio.
De hecho, Ortega (siempre elitista) se ha referido en sus obras a la “minoría selecta” que, como élite intelectual y dirigente, es la que está llamada a conducir a los pueblos; José Antonio (que llamaba a Ortega “el maestro”) y Franco no se sentían incómodos en esto. Aunque, en verdad, el elitismo de Ortega no tiene cabida en un estado totalitario, unitario, exclusivista y tiránico como el franquista. Para Ortega la división de los tres poderes es esencial a cualquier Estado; el Parlamento, para él, debe ser democrático y liberal, y eso nada tiene que ver con el franquismo.
Por otro lado, el agnosticismo religioso de Ortega siempre fue visto por el régimen como la puerta de destrucción de la “unidad de la patria”. Pese a todo, hay unas palabras significativas del fundador de la Falange sobre Ortega: A “don José Ortega y Gasset se le puede ofrecer el regalo de un vaticinio: antes de que se extinga su vida, que todos deseamos larga, y que por ser suya y larga tiene que ser fecunda, llegará un día en que al paso triunfal de esta generación, de la que fue lejano maestro, tenga que exclamar complacido: Esto sí es” (José Antonio Primo de Rivera). Este “esto sí es” recuerda expresamente el artículo de Ortega cuando, en pleno desorden republicano escribió un artículo titulado “Esto no es”.
Recién regresado del exilio, Ortega anunció una conferencia en el Ateneo de Madrid, el día 4 de abril de 1946. Fue anunciada como una “charla literaria”, que era su presentación en sociedad tras su regreso. El régimen esperaba que hiciera un reconocimiento del mismo, pues su legitimación moral era anhelada. Ortega dejó de lado su “irritante” agnosticismo, pero tampoco dijo “esto sí es”. Se trató de una conferencia ambigua, pero, sin embargo, como una cierta concesión, afirmó: “España goza de una salud magnífica, casi podríamos decir que de una salud indecente”, en medio de una “gran multitud de países enfermos”. Esta afirmación, a propósito irónica, levantó sospechas. Finalmente dijo: “Muchos de vosotros no me conocéis, ni yo os conozco. Ignoráis mi pensamiento, así como yo desconozco el vuestro. Cuando tenía vuestros años, en esta misma tribuna se debatían temas variados, y entre ellos el de la política. Si no en esta ocasión, en otra nos encontraremos y hablaremos de la política buena y de la mala. No renuncio a entenderos y a que me comprendáis. Nos veremos las caras”.
Pero ese reto nunca llegó a producirse. Muchos vieron en Ortega a un “burgués discutidor” (que tanto molestaba a Donoso Cortés). En todo caso, permanecía en pie el agnosticismo del viejo filósofo. El franquismo respondió airadamente. En un artículo de ABC se decía que: “aprender cuál es la buena y la mala política nos ha costado un millón de muertos”. Otros le acusaron de ofuscar a las muchedumbres y a los intelectuales. Mientras tantos, otros, más modosos, pedían convivir con Ortega, tolerarlo, pues no se había aliado claramente con el antifranquismo. En los bancos de las iglesias se decía, en referencia a Ortega, que o católico o acatólico: “Qui non est mecum, contra me est”. De este modo, el orteguismo fue tolerado, pero no pudo desarrollarse. De hecho, Ortega vivió alejado de la vida docente directa universitaria y a su mejor discípulo, Julián Marías jamás se le dejó optar a una cátedra universitaria en España. También en esto Ortega es un exponente del exilio interior como antes lo fue del exilio exterior.
1.2 Ortega ante el lenguaje
1.2.1 Hombre y lenguaje
La importancia radical, para Ortega en cuanto filósofo, de la reflexión sobre el lenguaje hay que buscarla en su convicción de que el lenguaje es uno de los elementos constituyentes –quizás el más importante– de nuestro ser humano. El lenguaje es un medio de socialización y de hominización privilegiado:
El hombre, en efecto, nace en una sociedad o contorno formado por otros seres humanos, y una sociedad es, por lo pronto, un elemento de gestos y de palabras en medio de las cuales se halla sumergido. No es arbitrario llamarla “elemento” porque posee buen derecho a ser adjuntado a los cuatro tradicionales. Pues bien, todos los demás “mundos” que pueda haber, desde el físico hasta el de los Dioses, son descubiertos por el hombre mirándolos al trasluz de un enrejado de gestos y de palabras humanos (O.C., VII, pp. 35 y 36)
El hombre nace a su mundo en un entorno social mediatizado por el lenguaje. Hasta tal punto éste aparece como un medio vital en el que el hombre está inserto, que cualquier otro ámbito de la realidad que pueda conocer, lo conoce necesariamente desde el ámbito radical del lenguaje. De ahí que éste sea calificado de “elemento”, esto es, de atmósfera semántica en la que el hombre está sumergido y equivalente a los cuatro elementos que, para el pensamiento tradicional, eran los constitutivos de toda materia. Frente a la materia, el hombre, para desarrollarse en lo que tiene de suyo, necesita este quinto “elemento”, pues al igual que “en el humus se sedimenta su herencia biológica, en el verbum está encerrada la otra herencia cultural”.
Pero el lenguaje es una entidad abstracta que es necesario descomponer en otras entidades más tangibles, que son la palabra y el gesto: el signo lingüístico que penetra en el interlocutor por el oído y el que penetra por la vista. Y no es, para Ortega, el gesto un signo lingüístico de menor importancia o meramente accidental al lenguaje, sino que, por el contrario, los signos gestuales son tan esenciales a éste que fundamentan los propios signos fonéticos, pues hablar es, en primer lugar, “gesticular”.
Por otra parte, el lenguaje, con ser una característica esencial de la especie humana, no tiene una realidad en sí y separada, como las ideas platónicas, sino que se da encarnado en un hombre concreto, sujeto a circunstancias; al menos, a tres circunstancias: 1ª, el lenguaje se da concretizado en la circunstancia de la lengua materna; 2ª, el lenguaje se da, primeramente, en la lengua común, de la que, cualquier otro lenguaje, es un metalenguaje, y 3ª, el significado de cada palabra está sometido a circunstancias prelingüísticas.
La socialización y hominización no las recibe el hombre por el lenguaje abstracto, sino por esa circunstancia en la que nace inmerso que es la lengua materna; lengua que condicionará su perspectiva de la realidad:
La lengua materna le ha acuñado [al individuo] para siempre. Y como cada lengua lleva en sí una figura peculiar del mundo, le impone, junto a ciertas potencialidades afortunadas, toda una serie de radicales limitaciones. Aquí vemos con toda transparencia cómo lo que llamamos el hombre es una acentuada abstracción. El ser más íntimo de cada hombre está ya informado, modelado por una determinada sociedad (O.C., VII, p. 254)
Así pues, la lengua recibida es la impronta circunstancial que recibe el hombre y que lo marca e identifica para siempre, como sucede con las señales marcadas al fuego en las reses de una ganadería. Justamente porque esta marca siempre permanecerá con el hombre, la lengua materna recibida será, para él, instrumento especializado para su relación con las cosas. Pero, a la vez, como todo instrumento especializado, le impondrá todo un cúmulo de limitaciones en esa relación del hombre con el mundo. De aquí que la visión del mundo de cada hombre sea una visión mediatizada por la lengua recibida.
1.2.2 Lenguaje y pensamiento
El valor de la lengua materna viene dado, pues, por lo que esa lengua tiene de “lengua común” para un grupo de hombres y por lo que tiene de certera doctrina sobre la realidad, muchas veces más exacta que las más elevadas doctrinas filosóficas, científicas y religiosas:
Recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la vida, la han dejado a su espalda … Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es (O.C., V, p. 393)
Así pues, la elaboración doctrinal que está implicada en el lenguaje común es la responsable de nuestra peculiar visión del mundo y subyace a cualquier interpretación científica expresada mediante cualquier metalenguaje.
Justamente porque la lengua común es un instrumento y un filtro para nuestra relación con la realidad y esta lengua es fruto de una serie de circunstancias azarosas, el significado de una palabra no tendrá ninguna relación objetiva con ella, sino que estará también en relación con la circunstacialidad de la palabra:
Nadie pretenderá que el Diccionario baste para revelarnos lo que una palabra significa. Ya es mucho con que logre proporcionar un esquema dentro del cual puedan quedar inscritas las infinitas significaciones efectivas de que una palabra es susceptible. Porque es evidente que el significado real de cada vocablo es el que tiene cuando es dicho, cuando funciona en la acción humana que es decir, y depende, por tanto, de quién lo dice y a quién se dice, y cuándo y dónde se dice. Lo cual equivale a advertir que el significado auténtico de una palabra depende, como todo lo humano, de las circunstancias (O.C., VI, p. 55)
Frente a cualquier idealismo semántico, Ortega insiste en el carácter circunstancial y mutable del significado, que enlaza con lo circunstancial de la acción humana del decir. Frente a la pretendida objetividad semántica de la lengua, Ortega reivindica el valor semántico del habla. Y es precisamente el ámbito del habla el que interesa a la investigación orteguiana sobre el lenguaje, pues es en el habla donde el hombre consigue llevar a cabo acciones con palabras. Es en los actos de habla donde se hace vivir esa abstracción que es la lengua, por ser en ellos donde esta última se inserta en la vida.
1.2.3 Deficiencia y exuberancia del decir
Como toda actividad, aquella a la que invita la palabra puede ser realizada o no, es decir, tan actividad lingüística es lo que la palabra muestra como lo que la palabra calla. Ello lleva a Ortega a establecer dos principios hermenéuticos aparentemente paradójicos, que él llega a llamar “leyes” y que repetirá en dos lugares distintos de su obra.
Veamos estas dos “leyes” hermenéuticas:
Una suena así: “Todo decir es deficiente – esto es, nunca llegamos a decir plenamente lo que nos proponemos decir. La otra ley, de aspecto inverso, declara: “Todo decir es exuberante” – esto es, que nuestro decir manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos e incluso no pocas que queremos silenciar (O.C., VIII, p. 439)
La traducción aparece como problemática –y como tarea casi imposible– porque en ella hay que poner de manifiesto en la lengua a la que se traduce lo que en la lengua de la que se traduce está implícito u oculto
De aquí la enorme dificultad de la traducción: en ella se trata de decir en un idioma precisamente lo que este idioma tiende a silencia (O.C., V, p. 444)
Y lo que se tiende a silenciar en la lengua original es lo inefable, lo que no se puede expresar porque está sobreentendido en esa lengua y no hace falta explicitarlo, o lo que no se puede expresar porque está no-entendido en esa lengua o por la persona que manifiesta su pensamiento en el decir:
Todo decir expreso subdice o da por dichas muchas cosas que en el pensamiento actúan, que forman parte de un pensamiento, pero o que por sabidas se calla o él mismo, de puro serle evidentes, no ha reparado en ellas (O.C., IX, p. 394)
Precisamente, conseguir que el lenguaje exprese, cada vez con más nitidez, aquello que en cierto momento puede ser indecible es una de las tareas básicas del pensador. Consiste ésta en abrir brechas en el lenguaje y en el pensamiento.
1.3 El objetivismo
1.3.1 Las razones del objetivismo orteguiano
En relación con el problema de la inadecuación de España a Europa va a surgir la doctrina objetivista orteguiana. La disciplina intelectual que puede proporcionar el objetivismo será la terapia que necesite España para que esta parte periférica de Europa pueda empaparse de Europa y, a su vez, pueda “ser manantial” que riegue a Europa de lo que de valor hay en España.
1.3.2 Objetividad para España
Ortega parte de la convicción de que España se encontraba desfasada con respecto a Europa social, política, técnica y culturalmente. Ante esta situación cabían tres posturas básicas. La primera consistía en aceptar que ese desfase era negativo para España e intentar paliarlo importando miméticamente los subproductos técnicos que Europa proporcionaba, pero sin aclimatar la ciencia que los había hecho posibles. La segunda consistía en reconocer tal desfase, pero en mantener que el balance negativo lo era para Europa y no para España. Esta sería la postura mantenida por Unamuno. La tercera actitud, la que hará suya Ortega, consistía en el intento de que en España echasen raíces las actitudes intelectuales que, en cierto momento histórico, habían llevado al desfase entre Europa y España. Estas actitudes eran las que habían hecho posible la ciencia europea, de modo que “la decadencia española consiste pura y simplemente en falta de ciencia, en privación de teoría”.
Y lo que hay que conseguir que eche raíces es aquello que constituye la diferencia específica de Europa con respecto a España y al resto de la humanidad: la ciencia y la teoría: “Europa = ciencia: todo lo demás le es común con el resto del planeta”.
Y la ciencia, que constituye la diferencia específica del hombre europeo con respecto al resto de la humanidad (a la que pertenece España), es la que ha posibilitado que los pueblos de Europa se despeguen moral y materialmente de los otros pueblos que, por no haber tenido una actitud científica frente a la realidad, tienen que contentarse con las migajas de una técnica que ha sido posible sólo desde la ciencia:
Esa otra cosa que ha de haber tras los periódicos y las conversaciones públicas, es la ciencia, la cual representa – no se olvide – la única garantía de supervivencia moral y material en Europa (O.C., I, p. 106)
La ciencia es el fruto de una disciplina intelectual que echa sus raíces en lo que podemos calificar como objetivismo. Con ello tenemos que, si la ciencia no es una actitud originaria ni un don gratuito, habrá que indagar esas actitudes originarias que la han hecho posible. Y esas actitudes son, para Ortega, básicamente la precisión y el método, el hábito crítico y la racionalidad. Con estos tres ingredientes se puede cocinar la necesaria disciplina intelectual que nos lleve al objetivismo, a la ciencia, y nos libere de “la secreta lepra de la subjetividad” (O.C., I, p. 447)
La falta del primero de estos ingredientes, la falta de precisión y de actitud metódica, es quizás la única herencia recibida de nuestros antepasados; una herencia que nos lleva a discutir sobre cuestiones que no hemos definido con anterioridad, esto es, sobre campos de la realidad que no hemos acotado previamente. De este modo, la misma discusión sobre la europeización de España se plantea sin el rigor necesario. Se plantea sin haber definido antes qué sea Europa:
La necesidad de europeización me parece una verdad adquirida, y sólo un defecto hallo en los programas de europeísmo hasta ahora predicados, un olvido, probablemente involuntario, impuesto tal vez por la falta de precisión y de método, única herencia que nos han dejado nuestros mayores. ¿Cómo es posible si no que en un programa de europeización se olvide de definir Europa? (O.C., I, p. 98)
Si se quiere hacer ciencia no queda otra alternativa que hacerla desde un método riguroso. Frente a cualquier voluntarismo, Ortega retoma el ideal metódico como único camino hacia la verdad y la ciencia:
Pero acontece que el estudio científico no es un mero pasatiempo inventado por algunos ociosos, sin el cual pueden alcanzarse las mismas cosas que con él. La verdad no tiene otro camino que la ciencia: la fe sólo lleva a creer. Benditas nos sean las buenas intenciones; pero preferimos los buenos métodos (O.C., I, p. 122)
Así pues, hay una verdad que no es alcanzable más que por un único camino, y ese camino es el camino metódico de la ciencia. Cualquier atajo que se pretenda seguir es un camino errado. Y la verdad de la ciencia no puede ser juzgada desde el ámbito de las intenciones, sino desde el ámbito de los resultados constatables.
Precisamente porque el ámbito de las “buenas intenciones” no es suficiente, hay que aplicar a cualquier doctrina que se proponga el segundo de los ingredientes citados anteriormente. Este ingrediente es el del hábito crítico, que nos lleva a contrastar cualquier doctrina con la piedra de toque de la verdad y de la razón. La carencia de hábito crítico es la que conduce a juzgar las cosas con las vísceras y no con la cabeza:
Tenemos el ánimo hecho a las admiraciones integrales y, exentos de hábitos críticos, toda continencia en el loor nos parece una censura general. Y es que alabamos o contradecimos con los nervios, los cuales son esencialmente irreflexivos y funcionan por descargas (O.C., I, p. 117)
Si hay algo que no puede funcionar desde la irreflexión es la ciencia, que sólo puede ser fruto de una actitud crítica y metódica. Esta actitud no debe entenderse como desprecio hacia el pasado, por ser meramente pasado, sino como la capacidad para extraer de él “la audacia del pensar científico o artístico”. El pensar científico, que saca del pasado su audacia, y que es corregido por hábitos críticos, tiene que educar esa audacia y esos hábitos desde la potencia rectora de la razón.
De este modo es como la racionalidad aparece como el tercer ingrediente del modo científico de enfrentarse el hombre a las cosas y como el ingrediente corrector de cualquier disciplina intelectual. Y la racionalidad no es patrimonio exclusivo de ningún pueblo o raza, sino patrimonio de todo hombre. Frente a las teorías que mantienen la especificidad de una racionalidad indoeuropea, condicionada por el clima o por los hábitos lingüísticos o alimenticios, Ortega tiene que insistir en la necesidad de implantar hábitos críticos y metódicos, que, en principio, son asequibles a todo hombre apoyado en la razón y corregido por ella, para situarse en el camino seguro de la ciencia.
1.3.3 La doctrina del objetivismo
El grito de guerra de Ortega contra cualquier nacionalismo, contra cualquier mimetismo, contra cualquier exotismo, y en favor de la actitud intelectual rigurosa y metódica de la ciencia, es el grito de vuelta a las cosas. Porque en las cosas es donde el hombre puede encontrar esa salvación laica que Ortega predica:
Poco a poco va aumentando el número de los que quisiéramos que las querellas personalistas cedieran en España la liza a las discusiones más honestas y virtuosas sobre la verdad verdadera. En el naufragio de la vida nacional, naufragio en el agua turbia de las pasiones, clavamos serenamente un grito: ¡Salvémonos en las cosas! La moral, la ciencia, el arte, la religión, la política, han dejado de ser para nosotros cuestiones personales; nuestro campo de honor es ahora el conocido campo de Montiel de la lógica, de la responsabilidad intelectual (O.C., I, pp. 131 y 132)
No debe haber, pues, actividad humana, práctica o teórica, que escape al imperio del contraste con las cosas. En cualquier querella intelectual, la última palabra no la puede tener ninguna opinión más o menos fundada, sino el crisol de nuestras posturas teóricas, que son las cosas.
No son las cuestiones individuales o personales las que pueden interesar al intelectual en cuanto tal. No es el hombre de carne y hueso que hace ciencia, arte o política, el que interesa, sino la ciencia, el arte, la política o el hombre mismo, en cuanto “cosas”; esto es, en cuanto realidades sobre las que cabe teorizar.
Pero, para que el hombre pueda enfrentarse con las cosas y para que las cosas nos puedan salvar, no podemos ir a ellas desde la completa inocencia intelectual; pues las cosas, como los diamantes en bruto, tienen que ser pulidas para que se nos aparezcan con todos sus destellos. Este pulido es el fruto de la actividad teórica del hombre. Para ilustrar dicha actividad, que no puede suprimirse sin correr el riesgo de que nos quedemos sin conocer lo que las cosas sean, Ortega proporciona un ejemplo que, llevado a sus últimas consecuencias, lo obligará a reintroducir al hombre.
Darwin, para quien el hombre proviene de un lemuriano como el hallado en Java, y Kant, que le considera como creador y legislador del universo, tienen a la vez razón, y la existencia de Darwin fue una demostración experimental de lo que Kant sostuvo (O.C., I, p. 161)
Tenemos, por una parte, que Kant ha situado a tan gran altura la dignidad del hombre que lo ha hecho legislador sobre las cosas que hay en el universo; mientras que, por su parte, Darwin ha rebajado esa dignidad del hombre a su punto más bajo, ha hecho del hombre un eslabón más de la escala zoológica. Pero Darwin no podía haber hecho lo que hizo si no hubiese visto los datos que recopiló (las cosas) desde una teoría que, en cierto modo, era una legislación sobre las cosas, con lo que Kant tenía razón. La salvación por las cosas está mediatizada por una abstracción teórica – que ya no es una “cosa” –, y es esta mediación de la teoría la que nos permite ver la individualidad de las cosas en un plano superior. Porque “no basta con ver las cosas; es menester pensarlas, reconstruirlas”. Y es este proceso de reconstrucción el que separa el mero conocimiento y la ciencia.
1.3.4 La voluntad de sistema
La teoría sola no basta para pensar las cosas; o, mejor dicho, la teoría sólo es tal teoría en la medida en que se da en un pensamiento sistemático; esto es, en la medida en que es posible situar las cosas dentro de un armazón de coordenadas al modo como se sitúa un punto geográfico en un mapa. La misma posibilidad del saber científico o filosófico estriba en que los datos de que disponemos sobre las cosas sean entendidos y localizados desde el andamiaje del sistema. La renuncia a la sistematización es la renuncia al saber teórico, pues el saber teórico es el fruto de la coherencia sistemática:
Sistema es unificación de los problemas, y en el individuo unidad de la conciencia, de las opiniones. Esto quería yo decir. No es lícito dejar flotando en el espíritu, como boyas sueltas, las opiniones, sin ligamento racional de unas con otras (O.C., I, p. 114)
El sistema aparece, pues, como la forma superior de la teoría, lo que unifica la conciencia del individuo iluminando su saber todo, de tal modo que la multiplicidad de los problemas encuentra en el sistema el cemento que les da consistencia y permite afrontarlos como un solo problema. La idea tiene que ser “esa realidad definitiva” que nos oriente en nuestro comercio intelectual con las cosas, porque esté ligada a otras ideas, para constituir un pensar sistemático.
Hasta tal punto está convencido de la necesidad ineludible del sistema para orientarse en el pensamiento, que llega a afirmar que esa verdad es una de las pocas verdades adquiridas por el hombre sobre las que no cabe ninguna duda razonable:
Creo que entre las tres o cuatro cosas inconmoviblemente ciertas que poseen los hombres, está aquella afirmación hegeliana de que la verdad sólo puede existir bajo la figura de un sistema (O.C., I, pp. 439-440)
El sistema no es sólo un método para orientarse en el pensamiento, como parecía indicar el símil de la boya, sino que es algo de mayor trascendencia para la relación del hombre con la verdad. El sistema es la mismísima condición de posibilidad para que la verdad se dé.
Distingue Ortega entre el hecho de haber alcanzado un sistema, en el sentido riguroso del término, y la voluntad de llegar a construirlo, aunque tal sistema no se haya logrado nunca o, en el mejor de los casos, sólo en muy contadas ocasiones. Con ello sería la voluntad de sistema la que caracteriza al filósofo, y no el haberlo alcanzado. Esta posición es la que parece mantener Ortega:
Cabe, naturalmente, no tener listo un sistema; pero es obligatorio tratar de formárselo. El sistema es la honradez del pensador. Mi convicción política ha de estar en armonía sintética con mi física y con mi teoría del arte (O.C., I, p. 114)
El sistema no es ya algo que se posee o no se posee. No radica la sistematicidad en una cuestión de hecho, es decir, que exista o no exista en un pensamiento, sino que ahora el sistema radica en la voluntad. La sistematicidad no es algo meramente cuantificable, con su más y su menos, sino una cuestión de “honradez” intelectual, y la honradez tiene su origen en la voluntad. De este modo, la voluntad de sistema, como cualquier otra cuestión relacionada con la voluntad, no es cuantificable, pues la voluntad – en principio – aparece como una potencia infinita.
Desde la voluntad de sistema, las doctrinas y las convicciones que, en principio, pueden parecer más heterogéneas deben estar armonizadas en un filósofo desde la idea rectora de tal sistema. Las convicciones artísticas, políticas, físicas o morales de un filósofo no aparecen ahora como compartimentos estancos, sino informadas y unificadas desde la idea rectora del sistema, de modo que son permeables unas a otras.
Ello lleva a la vieja idea de la unidad del saber, idea que Ortega comparte con Descartes. Efectivamente, para Descartes el saber era como un árbol en el que todas sus partes están íntimamente conectadas, de modo que no se puede dar una sin que se den las otras. Para Ortega el saber también debe tener tal unidad. La ciencia, sea física o moral, debe ser hecha desde la perspectiva de la unidad, hasta el punto de ser inseparable cualquiera de las ramas del árbol de la ciencia:
La ciencia es una máquina, que en cuanto ciencia natural, produce el perfeccionamiento físico de la vida humana, arrancando a la naturaleza una comodidad tras otra, y, en cuanto ciencia moral, favorece el adiestramiento espiritual de los individuos (O.C., I, p. 119)
Nuestro saber debe estar informado por una voluntad sistemática tal que pueda dar razón por igual de nuestro conocimiento sobre la naturaleza y de nuestro comportamiento moral. Y ello porque ambos conocimientos no son, en última instancia, sino uno solo, aunque lo podamos diseccionar en partes con vistas a un análisis más exhaustivo.
1.4 El perspectivismo
1.4.1 La doctrina del circunstancialismo
Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, ésta: “salvar las apariencias”, los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea (O.C., I, p. 322)
En este texto está germinalmente casi todo lo que Ortega tendrá que decirnos sobre la realidad en cuanto filósofo. La propia afirmación orteguiana de que, además de su yo, están las circunstancias en las que el yo está inmerso y a las que el yo tiene que conferir sentido para que ambos –yo y circunstancias– puedan “salvarse”, está avalada por un ejercicio práctico de lo que significa la circunstancialidad. Este aval son las dos citas con las que quiere confirmar su postura y, a la vez, mostrar las “circunstancias” de las que ha emergido su pensamiento.
En contraste con las circunstancias mayúsculas, que ninguna reflexión filosófica osaría menospreciar, Ortega nos invita a tomar buena nota de las circunstancias minúsculas y cercanas a las que, precisamente por cercanas y minúsculas, no prestamos la debida atención. Y, sin embargo, son éstas las que confieren sentido a la realidad que nos rodea, con tanta o más fuerza que las circunstancias mayúsculas de las grandes tradiciones culturales.
Con ello estamos ante la primera enseñanza del circunstancialismo orteguiano: no debe haber ningún dato de la realidad ni ningún problema, por nimios que nos pudieran parecer, que deban ser dejados de lado en la reflexión filosófica.
El descubrimiento de la circunstancialidad conlleva la voluntad filosófica de hacer patente “la plenitud de su significado” de cualquier cuestión que aparezca ante nosotros, sea “un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor”.
El método de la circunstancialidad parte de la reflexión sobre las cosas que nos son más próximas, las cosas que nos rodean, para elevarse paulatinamente a las más lejanas. Esto es, Ortega parte de las circunstancias que le son más cercanas para, desde ellas, llevarnos a la meditación sobre problemas filosóficos análogos a los tradicionales. Este método se puede rastrear en cada una de sus obras, individualmente consideradas y e su totalidad.
En cualquier doctrina de la circunstancia hay un peligro patente y que es urgente aclarar y evitar. Dado que se ha establecido la tesis de que la reflexión filosófica debe estar atenta a las circunstancias, y que las circunstancias son tan cambiantes y en número tan grande que es altamente improbable que se den exactamente las mismas en dos hombres, hay que preguntarse ahora cómo es posible establecer algún tipo de teoría que dé razón unitaria de ellas. Esto es, cómo establecer un orden en las circunstancias que nos permita saber qué circunstancias son las más significativas. Estas preguntas sólo parece posible contestarlas de un modo:
Poniendo mucho cuidado en no confundir lo grande y lo pequeño; afirmando en todo momento la necesidad de la jerarquía, sin la cual el cosmos se vuelve caos, considero de urgencia que dirijamos también nuestra atención reflexiva, nuestra meditación, a lo que se halla cerca de nuestra persona (O.C., I, p. 319)
Así pues, ante la multiplicidad caótica de las circunstancias, el criterio principal para poder teorizar sobre ellas es el de comenzar la meditación filosófica por aquéllas que nos son más cercanas, que serán las que, presumiblemente, nos afecten más. Ello no significa necesariamente que estas circunstancias cercanas tengan una prioridad jerárquica absoluta, pero sí que son prioritariamente absolutas para el hombre que está entre ellas. De ahí la forma ejecutiva con que Ortega se enfrentó a sus circunstancias, porque “lo que yo hubiera de ser” – confesará – “tenía que serlo en España, en la circunstancia española” (O.C., VI, p. 348)
1.4.2 El perspectivismo
Es el ser consecuente con el punto de vista propio lo que nos permite captar fielmente la realidad:
La verdad, lo real, el universo, la vida – como queráis llamarlo –, se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo O.C., II, p. 19)
La verdad con que captamos la realidad no va a consistir para Ortega en considerar a ésta de forma atemporal y circunstancial. La verdad de la captación de la realidad por parte del hombre estará precisamente en lo contrario: en saber dar cuenta de la realidad desde la perspectiva vital en la que nos hallamos situados.
Si se quiere dar cabal cuenta de la realidad, hay que darla desde la perspectiva en la que cada uno está, aunque haya que procurar, también, que las perspectivas se complementen, pues lo contrario sería caer en el relativismo. La tesis de la complementariedad de las perspectivas es la que permite dar una solución airosa al problema de la multiplicidad de éstas:
La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales … La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real (O.C., II, p. 19)
El perspectivismo, pues, no está reñido con la búsqueda de la objetividad. Por ello no hay corte doctrinal entre el objetivismo del primer Ortega y el perspectivismo del Ortega maduro. Lo que hay es continuidad y desarrollo, pues su propio objetivismo fue fruto de la perspectiva circunstancial. La diversidad de perspectivas es la que hace posible, en cuanto es complementaria la variedad de las perspectivas, una mayor objetividad sobre la realidad.
1.4.3 Perspectivismo contra relativismo y racionalismo
Frente al suicidio teórico que constituye cualquier postura escéptica, Ortega quiere mantener la dignidad del teorizar. Frente a la abstracción de lo real que subyace en todo racionalismo, quiere mantener la riqueza cromática de la multiplicidad de las perspectivas posibles y la validez de todas ellas. Y la solución la proporciona el perspectivismo, corregido con la idea de la complementariedad de las perspectivas:
Es inconsecuente guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen absoluto. Y esto es precisamente lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista – que salva la razón y nulifica la vida –, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón (O.C., III, p. 162)
El perspectivismo es, pues, la postura filosófica que se niega a “guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio”, ya que lo que se trata de conseguir es que ambos, príncipe y principio, funcionen en común armonía. Para ello es necesario asumir positivamente la tesis básica del relativismo: que la realidad es múltiple y que de ella caben múltiples perspectivas. Pero, también, hay que asumir la tesis básica del racionalismo: que la multiplicidad de los posibles puntos de vista sobre la realidad debe ser unificada desde algún principio rector. Este principio rector radica, para Ortega, en la afirmación de que esas perspectivas múltiples no son contradictorias y excluyentes unas para las otras. Muy al contrario, esas perspectivas deben ser unificadas, porque en cada una de ellas hay una gota de verdad; de modo que “la Verdad” estará constituida por la unificación de las múltiples perspectivas. Ello lleva a entender la verdad como algo que se va alcanzando paulatinamente en la medida en que se van unificando perspectivas.
1.4.4 Dos aplicaciones del perspectivismo: la individual y la social
El descubrimiento y la aceptación de que, además de la mía, hay un amplio abanico de perspectivas posibles que son tan válidas como la mía propia, tiene una consecuencia inevitable: la de aceptar que el otro tiene un valor en sí, en cuanto sujeto de perspectivas, aunque su perspectiva no coincida en ningún momento con la mía. Esto es, el valor del otro no radica en su acuerdo conmigo, sino, precisamente, en su desacuerdo, porque su desacuerdo es signo de su autonomía frente a las cosas. Ello lleva a mantener que el otro será más valioso a medida en que refleje mejor su perspectiva, en la medida en que sea más fiel a su individualidad:
El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad, no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse “visión de las cosas sub specie aeternitatis”. El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad (O.C., III, p. 237)
De acuerdo con esto, el único imperativo que puede mantenerse como absoluto es, precisamente, el imperativo de la individualidad, el que nos ordena ser fieles a nuestros propios puntos de vista. Pero, si esto es así, ¿cómo es posible organizar la convivencia entre los hombres, si cada uno está encerrado en su propia perspectiva? Mantener esto ¿no sería, en el ámbito social, retroceder a la ley de la selva?
La solución está en la síntesis de las perspectivas. Síntesis que, en el plano moral, político o religioso, puede ser resumida con el término “tolerancia”. Tolerancia no significa la renuncia a las propias posiciones o el empeño en que el otro renuncie a las suyas. Por el contrario, tolerancia significa la aceptación de que las posiciones del otro tienen el mismo derecho a existir que las mías, porque unas y otras son parciales y complementarias. Así entendida, la tolerancia es un valor positivo que cimenta la convivencia dentro de la sociedad.
Y la tolerancia nacida del perspectivismo es también el método adecuado para comprender a las otras culturas que son distintas de la nuestra. Las demás culturas no son mejores ni peores que la nuestra propia, sencillamente son distintas.
1.5 El raciovitalismo
1.5.1 La madurez filosófica
El raciovitalismo es el intento filosófico orteguiano de superar el irracionalismo a que lleva el vitalismo, y también, a la vez, de corregir la miopía intelectual que significa el racionalismo.
El raciovitalismo es desarrollo y concreción del perspectivismo porque es una meditación sobre las dos perspectivas más radicales en las que el hombre está situado: la perspectiva de la vida y la perspectiva de la razón. La primera viene dada como realidad; en la segunda se sitúa el hombre en su esfuerzo por comprender la realidad. Pero ambas gozan del privilegio de ser las dos perspectivas radicales y el fundamento de cualquier otra perspectiva. La primera, porque es la propia raíz; la segunda, porque es el modo que el hombre tiene de conocer la raíz. Tan radical es el modo de conocer la razón, que incluso la propia crítica al racionalismo tiene que ser una crítica “racional”.
Es la propia reflexión racional la que lleva a plantearse los límites de la razón y los excesos del racionalismo. Por ello Ortega no hará una crítica de la razón, pues eso sería un contrasentido desde el momento en que para llevarla a cabo hay que hacerlo desde la razón misma. Así pues, la crítica de Ortega se dirigirá hacia los excesos del racionalismo.
Igualmente, tampoco hay en él una crítica de la vida, sino de la estrechez filosófica del vitalismo, pues la vida, como todo lo dado, no es algo que sea susceptible de crítica, sino de comprensión
1.5.2 La crítica del vitalismo
Lo primero que llama la atención del término “vitalismo” es su ambigüedad, pues ese término se aplica tanto a doctrinas relacionadas con las ciencias biológicas como con la filosofía, y en ambos casos hay varias acepciones posibles del término.
En el ámbito biológico se suelen calificar de vitalistas a aquellas escuelas que postulan que los fenómenos y funciones propias de los seres vivientes no pueden reducirse a meras explicaciones físico-químicas. Esto es, las funciones específicas y particulares de los organismos vivientes – reproducción, crecimiento, etc. – son explicadas por las escuelas vitalistas en biología recurriendo a un principio propio y privado del que ninguna combinación física y/o química podrían dar razón suficiente.
La segunda de las acepciones del término vitalismo en biología es una formulación atenuada de la primera, que Ortega llama “biologismo” y que yo voy a llamar “biologismo metodológico”. Este biologismo metodológico no postula ninguna fuerza ni ningún principio vital específico que dé razón de los seres vivos. Simplemente, se limita a establecer una distinción metodológica entre la materia inerte y la materia viva, quedándose en la constatación empírica de que hay alguna peculiaridad en los seres vivos que no se da en los seres inertes, pero negándose a postular un principio explicativo de tal distinción. Este biologismo metodológico es una postura precavida que permite al biólogo delimitar el ámbito de su ciencia sin comprometerse en si hay o no una razón última para distinguir la materia inerte de la materia viva.
Para Ortega, ninguna de estas dos acepciones del término es extrapolable a la filosofía, pues ambas quedan limitadas a la provincia del saber que es la investigación de los seres vivos. No obstante, se inclina en favor de la segunda acepción como más fructífera para la biología. Con ello descartamos que sea aplicable la palabra “vitalismo” a la filosofía de Ortega en ninguno de los dos sentidos en que se emplea en las ciencias de la naturaleza.
Pero el término “vitalismo” ha sido empleado también para definir doctrinas filosóficas. Y en este ámbito, Ortega distingue tres posiciones distintas.
El primer sentido que tiene la expresión “vitalismo filosófico” es el de entender por tal aquella teoría del conocimiento que mantiene que para explicar el proceso del conocer humano no hace falta recurrir a principios exclusivos, sino que el conocimiento es fruto del proceso biológico, explicable por las mismas leyes que rigen todo proceso biológico. Desde esta perspectiva, la filosofía – y en especial la teoría del conocimiento – queda diluida en la biología.
La segunda acepción de vitalismo filosófico mantiene que la razón no es el modo superior de conocimiento del hombre, sino que hay un modo de conocimiento más profundo, que es la vivencia íntima con las cosas en lugar de pensarlas. Puesto que la realidad se define como devenir, el conocimiento más perfecto deberá ser intuitivo y estar en consonancia con el devenir que constituye la realidad, la cual quedaría petrificada desde el conocimiento racional. Aquí no se trata de descartar completamente el método racional, pero sí de colocarlo en un segundo plano.
Finalmente, la tercera formulación del vitalismo filosófico, la que hará suya Ortega, defiende la primacía absoluta del método racional de conocimiento y sitúa en el centro de la reflexión filosófica el problema de la vida, por ser ese problema el que más directamente afecta al sujeto pensante. Aquí no se trata de descartar la racionalidad, pasándola a un segundo plano o sustituyéndola por otra instancia de conocimiento, sino de hacer patente que lo racional es “breve isla rodeada de irracionalidad por todas partes”.
El vitalismo orteguiano es una doctrina filosófica que insistirá en que hay límites a la razón, pero de ningún modo significará eso una descalificación de la razón misma, sino de los excesos del racionalismo. Y es necesario que así sea porque, paradójicamente, la crítica de la razón sólo es posible desde una teoría; esto es, desde una construcción mental racional, lo cual establece implícitamente la primacía de la razón, porque “razón y teoría son sinónimos”
1.5.3 La crítica del racionalismo
Una vez establecido que el vitalismo orteguiano no significa el abandono del modo racional de conocer, veamos por qué se ve obligado a criticar el racionalismo, precisamente en nombre de la razón. El propio Ortega comienza su crítica del racionalismo con una confesión pública de fe en la razón:
Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va sólo contra el racionalismo (O.C., III, p. 273)
Porque él quiere mantener la primacía de lo racional es por lo que se ve obligado a pensar la vida desde la razón y a criticar los excesos teoréticos del racionalismo. El racionalismo, por utilizar una palabra muy grata a Ortega, sería el fruto de la beatería de algunos filósofos que quisieron poner a la razón en tan alto lugar que terminaron por dar pie a toda clase de irracionalismos.
Para analizar el concepto de razón, Ortega se remonta a Platón y a Leibniz, cuyas posturas en este tema son análogas. Y el concepto de razón que subyace en el pensamiento de ambos es el siguiente:
Cuando de un fenómeno averiguamos la causa, de una proposición la prueba o fundamento, poseemos un saber racional. Razonar es, pues, ir de un objeto – cosa o pensamiento – a su principio. Es penetrar en la intimidad de algo, descubriendo su ser más entrañable tras el manifiesto y aparente (O.C., III, p. 273)
Razonar sobre algo, “dar razón” de algo es hacer una averiguación sobre los fundamentos o sobre los principios últimos de ese algo. Y el modelo paradigmático del ejercicio de la razón es la definición, ya que definir es desentrañar los elementos últimos de algo que se nos aparece como compuesto. La definición es una operación de análisis en la que diseccionamos mentalmente el objeto que tenemos ante nosotros.
Pero en esta disección mental estamos abocados a encontrar ciertos elementos que ya no son susceptibles de ser objeto de un análisis posterior. Frente a esos elementos, el análisis racional tiene que frenar su marcha, al topar con algo que ya no es racionalizable. Ante esta situación cabe establecer que esos objetos no pueden ser conocidos por el sujeto, o, en caso de ser conocidos, lo son por un medio irracional.
En la primera alternativa tenemos que el último paso de la razón es descubrir elementos irracionales, de modo que el trabajo de la razón da como resultado algo irracional. En la segunda alternativa llegamos a reconocer la insularidad de la razón, rodeada de un mar de irracionalidad que sólo puede ser conocido – si es que puede serlo – recurriendo a instancias irracionales, como pueden ser la intuición, el “sexto sentido” o el sentido común.
En cualquier caso, la propia razón nos ha llevado a ponernos ante lo irracional. Y este es el último paso de la razón: el reconocimiento de que la razón tiene unos límites más allá de los cuales no puede avanzar, porque le vienen impuestos por la propia realidad.
La creencia en un uso ilimitado de la razón, la creencia de que no hay límites en el uso de la razón, lleva, según Ortega, a ir más allá del “justo papel de la razón”, cayendo en el pecado filosófico del racionalismo. El racionalismo obedece, pues, a la creencia filosófica de que no hay límite alguno, ni en los objetos ni en la propia razón, al ejercicio de ésta:
Lo que el racionalismo añade al justo ejercicio de la razón es un supuesto caprichoso y una peculiar ceguera. La ceguera consiste en no querer ver las irracionalidades que, como hemos advertido, suscita por todos lados el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas – reales o ideales – se comportan como nuestras ideas (O.C., III, pp. 277-28)
Los vicios del racionalismo tienen su origen en un mismo defecto de perspectiva. Este defecto radica en que los racionalistas no admiten la existencia de zonas de irracionalidad, de zonas de la realidad opacas a la razón, sino que están íntimamente convencidos de que la realidad puede ser aprehendida desde el uso dogmático de la razón. Precisamente porque el racionalista no advierte esta opacidad de ciertas cosas a la razón es por lo que llega a creer que la realidad entera tiene que comportarse en su funcionamiento con la misma trabazón lógica con que se comportan nuestras ideas.
Esta ceguera del racionalismo para con lo irracional es consustancial al propio racionalismo, porque éste nace de un acto de fe en la razón y, como todo acto de fe que sea verdadero, tiende a hacer absoluto el objeto de esa fe. El hecho de que la fe en la razón llevase, en determinados momentos históricos, a ciertos hombres a enfrentarse con cualquier otro tipo de fe, no atenta contra esta afirmación orteguiana de que también hay una excesiva fiducia racionalista. Por el contrario, precisamente por su fiducia en la razón es por lo que ciertos racionalistas tuvieron fuerzas para oponerse a otros tipos de fe.
Si el racionalismo no hubiese consistido esencialmente en un acto de fe en la razón podría haber encarado la cuestión de lo irracional de una forma crítica; pero precisamente por sus características de fiducia, el racionalismo hizo de la razón una instancia absoluta desde la que debería ser abarcable toda la realidad, de modo que ésta debería ajustarse a los imperativos de la razón, y no al revés. El descubrimiento producido por un cierto paralelismo entre el orden del universo y nuestros imperativos racionales es lo que dio pie a la extrapolación consistente en la creencia de que en toda la realidad existía ese paralelismo entre nuestros imperativos racionales y ella.
Precisamente, lo que en el racionalismo hay de anti-teórico, de anti-contemplativo, de anti-racional – no es sino el misticismo de la razón –, me lleva a combatirlo donde quiera que lo sospecho … Todos esos untuosos o frenéticos gestos de sacerdote que hace el “idealismo”; todo ese “primado de la razón práctica” y del “deber ser”, repugnará al espíritu sediento de contemplación y afanoso de ágil, sutil, aguda teoría (O.C., III, p. 280)
Es, pues, el misticismo de la razón, la beatería de la razón –que, como todo misticismo y toda beatería, proceden de un acto de fe– lo que hay que poner de manifiesto en el racionalismo para salvar a la propia razón de los excesos racionalistas.
1.5.4 La solución raciovitalista
Aunque Ortega haya llevado a cabo la crítica de ciertos usos desmesurados de la razón y reclame que se preste una mayor atención al tema de la vida, no deja de reconocer por ello la importancia de las conquistas indiscutibles que el hombre ha hecho desde la razón pura. Es más, la propia reivindicación de una mayor atención a la vida viene promovida desde la teoría y tiene la pretensión de ser, también, una teoría.
La primera tesis del raciovitalismo orteguiano afirma que la realidad – y, dentro de la realidad, la vida como su faceta más significativa – estaba ahí con primacía ontológica anterior a que ningún filósofo diese cuenta de ella. Esto no es volver a un realismo ingenuo y prefilosófico, sino dar cuenta de un hecho que, por obvio, se ha olvidado muy a menudo. El pensamiento viene después y debe abordar esa realidad y esa vida que le son preexistentes.
Había que hacer una reflexión tan obvia para poder escapar con bien a las seducciones del racionalismo y del idealismo, porque la pretensión de estas corrientes filosóficas de que no hay realidad si ésta no es conocida por la razón, es tan halagüeña para el gremio filosófico que es difícil renunciar a ella. Por eso, Ortega tiene que mantener lo siguiente:
El hacer filosófico es inseparable de lo que había antes de comenzar él y está unido a ello dialécticamente, tiene su verdad en lo prefilosófico. El error más inveterado ha sido creer que la filosofía necesita descubrir una realidad nueva que sólo bajo su óptica gremial aparece, cuando el carácter de la realidad frente al pensamiento consiste precisamente en estar ya ahí de antemano, en preceder al pensamiento. Y el gran descubrimiento que éste puede hacer es reconocerse como esencialmente secundario y resultado de esa realidad preexistente y no buscada, mejor aún, de que se pretende huir (O.C., VIII, p. 53)
Si la realidad preexiste al pensamiento y éste es secundario con respecto a aquélla, la tarea de la razón no puede ser pretender rehacer la realidad de acuerdo con los imperativos legales que el pensamiento quiera imponerle, sino la de “dar razón” de aquello que lo precede. El aceptar esta tesis como una tesis racional supone para la razón someterse a una cura de humildad, pues la razón se sitúa en un segundo plano ontológico. De ser el rey absoluto que legisla sobre la realidad, según su libre parecer, la razón pasa a ser un rey constitucional cuyo papel es el de sancionar las leyes que vienen dictadas por los representantes de sus súbditos.
Y, dentro del conjunto de la realidad previa a cualquier reflexión filosófica, el aspecto que más interesa a Ortega investigar es la vida, “la Idea de la Vida como realidad radical”. Esta expresión refleja con toda exactitud el contenido del raciovitalismo orteguiano, pues reconoce que la vida es la radicalidad para el hombre y, a la vez, mantiene que sobre ella hay que teorizar, hacerse una “Idea”, que es su tarea en cuanto filósofo.
La vida, en cuanto realidad radical para el hombre, no es cualquier clase de vida, sino la que cumple con una serie de condiciones determinadas. Estas condiciones son las que permiten distinguirla del concepto de vida empleado por los biólogos. Tales condiciones son: que la vida humana es la de cada cual, es la vida personal; que, por ser personal, lleva al hombre a hacer siempre algo en una determinada circunstancia; que la circunstancia nos presenta diversas posibilidades de hacer y de ser que añaden al concepto de vida la nota de libertad; y que la vida es intransferible, de modo que mi vida es una ineludible responsabilidad mía que no puede ser transferida a ningún otro hombre.
Con ello Ortega introduce el tema de la circunstancialidad del raciovitalismo, pues la vida, y lo que se haga con ella, está en relación directa con las circunstancias en las que está implantada. Son las circunstancias de la vida humana las que permiten entenderla como realidad radical de la que debe partir toda reflexión filosófica. Hasta tal punto esto es así, que si hay alguna vida que no cumpla con esos requisitos, tal vida no es una realidad radical:
Y ahora noten bien esto: si más adelante nos encontramos con vida nuestra o de otros que no posea estos atributos, quiere decirse, sin duda ni atenuación, que no es vida humana en sentido propio y originario, esto es, vida en cuanto realidad radical, sino que será vida, y si se quiere, vida humana en otro sentido, será otra clase de realidad distinta de aquélla y, además, secundaria, derivada, más o menos problemática (O.C., VII, p. 114)
La radicalidad de la vida para el hombre no es, pues, la de cualquier vida, sino la vida de quien tiene conciencia para dar cuenta y razón de ella. Esto hace que “la vida animal” o “la vida vegetal”, que para el biólogo son tan vidas como la vida humana, no tengan cabida, como realidad radical, en la reflexión orteguiana.
Esta perspectiva característica de la vida humana plena, que permite al hombre saberse en sus circunstancias, viene proporcionada por el pensamiento. Con la introducción del pensamiento, la vida humana puede distanciarse de cualquier otro tipo de vida, pues el pensamiento es lo que da sentido a la forma propia de obrar del hombre, a la acción; de modo que no puede hablarse tampoco, con propiedad, de acción, sino en la medida en que ésta esté regida por una previa contemplación, por una teoría:
El destino del hombre es, pues, primariamente acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para lograr pervivir … [Hay que] resolverse a negar que el pensamiento, en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya sido dado al hombre de una vez para siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad o potencia perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la natación (O.C., V, p. 304)
Dado que el hombre está destinado a actuar, y la forma humana de actuar está regida por el pensamiento, el hombre ha tenido que desarrollar todas las potencialidades de este último para lograr la pervivencia. Precisamente la necesidad del hombre de pensar y su capacidad de ensimismarse, de retraerse en sí y de distanciarse de las cosas, es la separación radical existente entre la vida humana y cualquier otra clase de vida. Con ello se introduce en la vida la razón, porque el hombre necesita de ella para la pervivencia. Aunque ahora será ya una razón consciente de sus limitaciones y no la razón legisladora universal del racionalismo. El juego dialéctico entre razón y vida será el que permita la caracterización peculiar del raciovitalismo orteguiano.
1.5.5 El pensamiento como necesidad
La causa de que el hombre se lanzase a conocer no está solo en que tuviese una facultad, un instrumento que le permitiese el conocimiento, pues no basta con tener un instrumento para decidirse a usarlo. El hombre se decidió a conocer – y una forma de conocimiento es la filosofía también – porque se sintió falto de algo:
El hombre se compone de lo que tiene “y de lo que le falta”. Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta … Ni el Dios ni la bestia tienen esa condición. Dios sabe todo, y por eso no conoce. La bestia no sabe nada, y por eso tampoco conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente, el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora (O.C., IV, p. 109)
El conocimiento nace, pues, de la necesidad, originada a su vez en la tensión entre saber un poco – al menos saber ese poco consistente en que se ignora algo – y reconocer que se ignora mucho. Ni el ser omnisciente, ni los seres que son absolutamente ignaros sienten la necesidad del conocimiento. En el primer caso, porque no hay lugar para la ignorancia; en el segundo, porque la magnitud absoluta de la ignorancia impide vislumbrar el conocimiento.
1.5.6 La multivocidad de las ideas
Una de las formas de manifestarse el pensamiento es lo que llamamos “ideas”. Las ideas constituyen las coordenadas con las que el hombre se orienta en el mundo y con las que pretende solucionar su necesidad radical y cualquier otra necesidad adventicia de la que tome conciencia.
Es más, cuando se quiere entender a otro hombre lo que hacemos es averiguar sus ideas, su forma particular de orientarse en el mundo y de responder a sus deficiencias. Pero el término “idea” no es un término que goce del privilegio semántico de la univocidad – esto es, que se aplique siempre al mismo objeto mental y en el mismo sentido –, sino que, por el contrario, es un término equívoco, pues calificamos de ideas a cosas tan heterogéneas como una doctrina filosófica, una teoría científica o el pensamiento de que fuera de nuestra habitación hay un mundo al que podemos salir a pasearnos.
Esta heterogeneidad de las ideas es la que lleva a Ortega a clasificarlas en “ideas” propiamente dichas y “creencias”. Las ideas son aquellos pensamientos que construimos y de los que somos conscientes; esto es, las ideas las tenemos y las discutimos porque no nos sentimos totalmente inmersos en ellas. Las creencias, por su parte, son una clase especial de ideas que tenemos tan asumidas que no tenemos ni siquiera necesidad de defenderlas, porque en las creencias vivimos inmersos, son nuestra realidad y como tal realidad las tomamos sin hacernos habitualmente cuestión de ellas.
La distinción entre ideas y creencias es también una ejemplificación de la distinción orteguiana entre vida y razón. Las creencias son nuestra vida, lo dado, la realidad en la que estamos inmersos y de la que partimos. Por su parte, las ideas son equiparables a la razón, con la cual pensamos la realidad que es la vida. Y, al igual que Ortega propugna una armonía entre razón y vida, también será la armonía entre ideas y creencias la que dé razón del modo en que el hombre se enfrenta a la realidad.
1.5.7 Las creencias
Las creencias son la realidad intelectual en la que vivimos; contamos con ellas y no sentimos la necesidad de formularlas explícitamente ni defenderlas. Nos encontramos tan confortablemente instalados en nuestras creencias que no nos hacemos cuestión de ellas, como no nos hacemos cuestión de nuestra vida ni de nuestro cuerpo sano. Estas serán las notas definitorias de las creencias:
Esas ideas que son, de verdad, “creencias” constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma (O.C., V, p. 384)
En contraste con las ideas, que nosotros poseemos, las creencias nos poseen a nosotros, porque nos rodean al modo como lo hace el aire que respiramos. Hasta tal punto estamos impregnados de nuestras creencias, que la carencia de ellas paralizaría nuestra acción, sería nuestra muerte en cuanto hombres como sería nuestra muerte biología la carencia de aire.
Es también una nota característica de las creencias la de haber sido recibidas, la de estar ya ahí antes que nosotros. Precisamente por ser recibidas, por precedernos a los hombres que estamos en ellas, son compartidas por los miembros de la comunidad humana sin que nadie, o muy pocos, se lleguen a hacer cuestión de ellas.
1.5.8 La duda
La duda surge cuando se ha perdido la fe en las creencias en las que nos encontrábamos, por los motivos que sean. Puesto que ya no podemos vivir de y en determinadas creencias, porque nos han fallado alguna vez, la duda aparece como la búsqueda de la seguridad perdida:
Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto … Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa actividad de conocimiento (O.C., V, p. 407)
Así pues, la duda es la primera actitud reflexiva del hombre que ha dejado de hacer pie en la realidad de una creencia y tiene que buscar la solidez de un nuevo asentamiento sobre el que vivir. Por tanto, la duda es el punto de tránsito entre una certeza y otra, aunque la certeza que abandonamos no sea de la misma especie que la que vamos a adquirir. La primera certeza será una idea que no podrá ser, por lo pronto, una fiducia.
Aunque el hombre sigue siempre teniendo alguna creencia – porque no puede vivir sin creencias –, desde el momento en que se introduce en él la primera duda, el proceso de conocimiento se dispara y ya no será nunca posible volver a la ingenuidad y a la confortabilidad de las creencias primigenias. Esta labor de zapa de nuestras creencias primigenias es la que hace del filósofo un ser desazonador del cuerpo social. Y, dentro del gremio filosófico, es el escéptico el que introduce el mayor grado de inquietud entre los hombres, porque es el que aplica el bisturí de la duda con más profundidad. El escéptico es, pues, el más terrible de los filósofos:
Lo que él [el griego] llamó “escépticos” – sképticoi – le eran unos hombres terribles. Terribles no porque ellos “no creyesen en nada” –¡allá ellos!–, sino porque no le dejaban a usted vivir; porque venían a usted y le extirpaban la creencia en las cosas que parecían más seguras, metiendo en la cabeza de usted, como buidos aparatos quirúrgicos, una serie de argumentos vigorosos, apretados, de que no había manera de zafarse (O.C., IX, p. 356)
La duda, “construcción tan laboriosa como la más compacta filosofía dogmática”, es la que hace que, en el lugar que ocupaban las creencias, el hombre tenga que poner las ideas. De las ideas el hombre no podrá ya vivir y, por ser fruto de la reflexión, tendrá que defenderlas de múltiples modos. La duda es, pues, el lugar de tránsito entre una creencia y una idea.
1.5.9 Las ideas
Así como las creencias eran nuestra vida misma, vivíamos en ellas sin hacernos problema de ellas, las ideas son pensamientos y, como todo pensamiento, es reflexivo y crítico, esto es, no nos permite vivir en él confortablemente establecidos, sin que está en un continuo hacerse y deshacerse.
Precisamente porque el pensamiento es fruto de la inestabilidad originada en la duda, la duda estará siempre – activa o latente – en el pensamiento, y las ideas nacidas del pensamiento hay que defenderlas y reformularlas en todo momento; al menos, hasta que se hagan creencias:
De estas ideas-ocurrencias – y conste que incluyo en ellas las verdades más rigurosas de la ciencia – podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es … vivir de ellas (O.C., V, p. 384)
Con las ideas es con lo que podemos hacer cosas, aunque sea morir, mientras que con las creencias no podemos hacer nada porque son ellas las que nos hacen a nosotros, al constituir el suelo vital sobre el que estamos asentados.
Y, además, nos arriesgamos a morir por nuestras ideas porque, al ser productos nuestros, nos vemos obligados a defenderlas o a atacar las ideas de otro en más de una ocasión. Por ser las ideas fruto de la reflexión y del afán de conocer originado por la duda, su arraigo no llega a ser tan profundo que podamos vivir de ellas sin tenerlas que defender y reformarlas constantemente.
Las ideas son susceptibles de discusión y polémica porque no son la realidad, sino construcciones que el hombre se hace al separarse de la realidad o, como dice Ortega, al ensimismarse. Incluso aquellas ideas que parecen dar mejor cuenta de la realidad son una construcción de nuestra imaginación análoga a las construcciones del poeta. La propia física es una de estas construcciones:
La ciencia física, por ejemplo, es una de estas arquitecturas ideales que el hombre se construye. Algunas de esas ideas físicas están hoy en nosotros actuando como creencias, pero la mayor parte de ellas son para nosotros ciencia – nada más, nada menos. Cuando se habla, pues, del “mundo físico” adviértase que en su mayor porción no lo tomamos como mundo real, sino que es un mundo imaginario o “interior” (O.C., V, p. 402)
Nuestras ideas pueden pasar a ser creencias y, viceversa, nuestras creencias pueden convertiste en ideas.
Cuando logramos apartarnos críticamente de las creencias, de las que vivimos, cuando logramos ensimismarnos, éstas pueden ser rechazadas o aceptadas, pero, en cualquier caso, dejan de ser creencias y pasan a ser ideas. Desde el momento mismo en que tomamos distancia de una creencia, para pensarla, ésta deja de ser tal y pasa a ser una idea. Por el contrario, ciertas ideas pueden ser asumidas por un hombre o una época hasta tal punto que dejen de ser ideas, y ese hombre o esa época pueden vivir de ellas, haciéndolas creencias. Ciertas creencias de las que vive una época han sido antes ideas.
1.5.10 Raciovitalismo y razón histórica
La realidad radical para el hombre – que es la vida, de la cual el raciovitalismo quiere dar cabal cuenta – no es simplemente la vida vegetativa ni la sensitiva. La vida, para el hombre, va más allá de esos conceptos biológicos y enlaza con la historia. Precisamente porque el hombre tiene historia es por lo que no se le puede aplicar el mero concepto biológico de vida, y su realidad radical está también en lo que los hombres que lo han precedido le han transmitido.
A cada generación sus predecesores le han transmitido una considerable hacienda compuesta de infinidad de ideas y de creencias, de modo que el hombre de cada época no parte de cero, sino que se encuentra con un haber legado por sus antecesores. Esta convicción es la que va a permitir a Ortega definir al hombre como “heredero”. Porque somos herederos de un capital de creencias acumulado durante milenios es por lo que se hace imprescindible alcanzar una conciencia histórica y perfeccionarla:
Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencia que son el capital sobre el que vivimos. La grande y, a la vez, elementalísima averiguación que va a hacer el Occidente los próximos años, cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero, es tener conciencia histórica (O.C., V, p. 400)
1.6 El hombre: Ser inmerso en su historia
1.6.1 La naturaleza histórica del hombre
La idea de que el hombre es heredero conlleva anejas otras ideas sobre el hombre que Ortega va a desarrollar: 1ª, que el ser del hombre consiste en su mutabilidad; 2ª, que esa mutabilidad se puede estudiar en la historia, y 3ª, que, por ser un animal mutable e histórico, puede aumentar o dilapidar el caudal cultural heredado de sus antepasados. La sistematización de estas tres ideas será la que dé razón de la naturaleza histórica del hombre.
En razón de que el hombre es cambio, en razón de que su constancia consiste en cambiar, es por lo que la comprensión de qué sea el hombre o nos puede venir por una definición previa del tipo de la aristotélica de “animal racional”, o de la cartesiana como un compuesto de mente y cuerpo. Aunque en esas definiciones haya algo de verdad, la auténtica idea del hombre debemos hacérnosla en la observación de su devenir histórico, como el ser que hereda algo y que cambia siempre.
Y precisamente por ser un animal heredero, mutable e histórico, es por lo que está en las manos del hombre de cada época dilapidar o incrementar la herencia recibida. En esta idea de que el hombre puede perder o incrementar dicha herencia hay una crítica implícita a la idea – que llegó a ser creencia – decimonónica de la posibilidad de un progreso intelectual continuo del hombre.
La sistematización de las tres ideas sobre el hombre a las que se ha hecho referencia es lo que va a permitir a Ortega ensayar una nueva definición de éste que ya no haga referencia a una naturaleza inmutable, de cualquier tipo que ésta sea, sino a la historicidad del hombre originada en su específica plasticidad:
En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene … historia. O, lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia – como res gestae – al hombre (O.C., VI, p. 41)
Por no tener una naturaleza prefijada de antemano, sino que el hombre de cada época está constituido por lo que ha heredado de la historia y por lo que él hace de sí mismo, es por lo que Ortega puede hablar del hombre como “mera potencia”. El recurso al término aristotélico “potencia” es sumamente acertado para expresar la idea orteguiana de la plasticidad del hombre, porque este ser, que nace – individual y socialmente – como un animal sin ninguna marca definitiva, tiene en sus manos el llegar a ser infinidad de cosas. Por ser el hombre mera potencialidad indeterminada, en él, el paso de la potencia al acto no tiene un solo sentido, sino que puede tener (y de hecho los tiene) infinidad de ellos. El hombre puede ser muchos “actos”.
Por radicar la naturaleza del hombre precisamente en no tener ninguna, sino en ser un animal heredero de la historia, plástico y con capacidad de hacerse a sí mismo, hay que entenderlo como el fruto de la relación entre el pasado y el futuro. Lo que el hombre haga de sí mismo y sus proyectos para el futuro son una “función” del pasado, entendiendo el término “función” en un sentido análogo al matemático.
De modo que, para Ortega, el recuerdo del pasado no es un don que haya sido otorgado al hombre, sino una potencialidad que el hombre ha desarrollado para enfrentarse a sus necesidades del futuro, que no le vienen resueltas como al animal:
No, el hombre no tiene pasado porque es capaz de recordar sino, al contrario, ha desarrollado y adiestrado su memoria porque necesita del pasado para orientarse en la selva de posibilidades problemáticas que constituye el porvenir … Por eso he dicho que se trata de una ecuación, y toda ecuación expresa una función en el sentido matemático de la palabra. En efecto, nuestro pasado es función de nuestro futuro (O.C., IX, p. 654)
2. García Morente: valor, progreso, Dios
Para García Morente el neokantismo era el ideal supremo de una filosofía verdadera, contra las ilusiones de los antropomorfismos y los cosismos. García Morente suscribe el criticismo de Kant, en la interpretación idealista lógica de los neokantianos de Marburgo (cosa que influye en sus célebres interpretaciones de la obra de Kant, que es mucho más clara y pedagógica que “objetiva”). Sin embargo, el formalismo ético kantiano lo “llena” Morente con su teoría de los valores: el hombre es el portador y realizador de los valores, en el avance progresivo de la historia. Pese a esto, una vez hecho sacerdote, consideró que la filosofía kantiana era una “filosofía cerrada” (lo que equivale, quizás, a dogmática), en contraposición a una “filosofía abierta”, más verdadera, como la de Santo Tomás de Aquino, con la que caen las barreras artificiales levantadas por el “prejuicio” imnanentista del pensamiento de la modernidad, abriéndose a las realidades espirituales y trascendentes, que en último términos conducen a Dios. En efecto, influido por Bergson, criticó el kantismo con dureza, así como la sequedad de un pensamiento cientifista y matematismo, desde su anhelo de una espiritualidad pura, evitando, sin embargo caer en un espiritualismo desencarnado y dualista. Y tras esto, influido por la fenomenología de Scheler, reflexionó con hondura sobre el tema del “valor”. Pese a todo sus relaciones con los neoescolásticos españoles (de proverbial dogmatismo reaccionario), tras ser ordenado sacerdote. fueron fuertes; pero todos respetaban su enorme preparación intelectual.
Dos ideas originales impregnan su pensamiento: el progreso y la intuición. El progreso no es el proceso. Éste es un simple devenir de la naturaleza, de orden mecánico; el progreso, en cambio, es un rico devenir del espíritu, que descubre y desarrolla los valores en un continuo esfuerzo moral, aunque muchos pensadores confunden estas dos categorías. Existen, por otra parte, tres formas de intuición:
1. La primera, la de Bergson, es emotiva: opera mediante una inmersión en la profundidad de lo real.
2. La segunda, la de Dilthey, es volitiva, y se experimenta en la resistencia que los objetos oponen a la conciencia al revelarle su existencia.
3. La tercera, la de Husserl, es intelectual, y abstrae la singularidad de cada representación poniendo entre paréntesis el problema del objeto para concentrarse en la esencia dada en la conciencia.
La influencia de Ortega en García Morente es patente, siendo uno de sus discípulos y amigos más queridos. Para ambos el vivir del hombre era el más radical y decisivo de los problemas filosóficos. En el vitalismo historicista de ambos ni uno ni otro se refirieron para nada a Dios, hasta la conversión cristiana de Morente. Éste se abrió después paso a un providencialismo que puso en crisis su vitalismo; el motivo de la crisis, más que teórico fue vital, existencial, personal; huido de España, se refugió en París.
Su conversión al catolicismo llevó a Morente a un replanteamiento radical de todo su pensamiento filosófico. El idealismo supedita la realidad a las posibilidades del conocimiento humano, concibiéndola en función de él. Lo que no entra en nuestra capacidad cognoscitiva no puede, según el idealismo, ser real: he aquí el prejuicio inaceptable del idealismo; y esta es también, según Morente, la causa de la aversión a la fe religiosa del pensamiento moderno: la realidad sobrenatural trasciende al ámbito natural de nuestra facultad de conocer.
El “último” Morente denuncia la tesis según la cual el “ser” es equívoco (tesis tan extrema como la que afirma la univocidad del ser), defendida por Heráclito y Bergson, entre otros. Se adhiere, pues, a la analogicidad del ser. Lo que es incompatible con la fe cristiana no es el espíritu científico, ni la filosofía, sino la aberración que consiste en admitir que la única y exclusiva forma de conocimiento es el saber fisico matemático. El cientifismo no es el verdadero espíritu científico, pues tiene por presupuesto (sabido o no) la univocidad del ser, en virtud de la cual, el ser se da en exclusividad en la versión susceptible de tener un tratamiento fisico matemático; su contrario es el caos del equivocismo del ser.
Finalmente, Morente estima que la realidad de la historia está configurada por tres estructuras esenciales:
1. La temporalidad: el tiempo cumple en la historia una función esencial, por cuanto en las realidades de carácter histórico lo que una cosa es varía precisamente en el transcurso del tiempo.
2. La libertad: la realidad histórica no está determinada, es libre. Y aquí hay que diferencias entre la “vida biológica” y la “vida biográfica”; la primera corresponde al hombre como ser vivo, pero no en cuanto hombre, que es como le conviene a la segunda. De aquí deriva la tercera estructura.
3. La personalidad: es la vida propia del ser humano con las demás personas, donde, según Morente, tiene cabida la trascendencia, el encuentro con el Dios personal.
3. José Gaos: el tiempo y la mano
Nació en Gijón y se doctoró en Filosofía en Madrid (1928). Fue profesor en Zaragoza y Madrid, donde fue rector con el Frente Popular. Tras la derrota republicana, se exilió a México, donde vivió hasta su muerte, enseñando en la UNAM y en el Colegio de México, durante treinta años. Estaba seguro de ser un profesor de filosofía, pero no estaba seguro de ser filósofo. Tradujo magníficamente Sein und Zeit de Heidegger, así como algunas obras de Hegel. Hombre muy tolerante y respetado, luchó contra todo dogmatismo político y filosófico.
En su continua búsqueda intelectual, pasó del raciovitalismo a un marxismo humanista, hasta el neokantismo, a la fenomenología (a Husserl dedicó su tesis: “La crítica del psicologismo en Husserl”, Zaragoza 1933.), a la fenomenología de los valores (Scheler y Hartmann), al bergsonismo, al diltheísmo, la historicismo, hasta desembocar en un agnosticismo desilusionado, que denomina “personismo” (para distinguirlo del “personalismo”), donde sólo queda la persona individual, pero sin pretensión de sustancialismo alguno, sino aproximándose a un actualismo de lo personal.
En su obra más importante, De la filosofía (1960), se muestra desengañado y escéptico sobre la fragilidad de los sistemas filosóficos, que se contradicen entre sí, engañándose a sí mismos frecuentemente sus constructores. Por eso se hace necesario realizar una filosofía de la filosofía, y una filosofía de la historia de la filosofía. Piensa Gaos que los dos rasgos característicos del hombre son que tiene manos (y no sólo cuatro patas) y que vive sumergido en el tiempo, del que tiene conciencia. La riqueza de la mano humana es inagotable, explicando su evolución hacia formar superiores de vida: la “cultura de la mano”. De ahí la importancia que da a la mano en las relaciones interpersonales, analizando meticulosamente la caricia, cuyos rasgos son: la movilidad, la suavidad, la fugacidad y el calor. La caricia es “lo no sexual en lo sexual”. El hombre vive en el tiempo; lo primero que ha de hacer es asumir su temporalidad; además existe un “descuento” del tiempo (la cronología y la cronometría); además, el hombre se “representa” el tiempo. Por ello Gaos realiza una “filosofía del tiempo”, como condición de la vida temporal humana. Sólo el hombre tiene conciencia del tiempo, y de su tiempo, y puede hacer algo con su tiempo, en función de la limitación que la muerte le impone.
4. Joaquím Xirau I Palau: metafísica del amor
Xirau se empeñó en construir una “metafísica del amor”, rechazando el ontologismo cosificador de la metafísica clásica, oponiéndose igualmente al intelectualismo matematizante y panlogicista, así como al subjetivismo, al relativismo y al negativismo contemporáneo. El desconcierto del hombre actual se debe al triunfo del naturalismo, donde sólo existen luchas de clases así como antagonismo entre los pueblos. Se adhiere, aunque de forma personal, al raciovitalismo de Ortega, construyendo una fenomenología del amor. El amor no es algo original y natural en el hombre. El cristianismo ha dado al amor una expresión inaudita, que abarca a todos los seres, por lo que el mundo debe ser una comunión de “espíritus personales”. El amor, contra Nietzsche y con Scheler, no es lo que une a los resentidos, sino que es la virtud de los más fuertes: la plenitud espiritual. Desde esta perspectiva hay que realizar una renovación del ser: mientras que el naturalismo reduccionista lo explica todo comenzando por lo inferior, el amor llena de símbolos la realidad, abriendo nuevos caminos en ella, posibilitando relaciones de reciprocidad entre las personas, sin que haya ni alienación ni fusión, sino un respeto a lo otro donde cada uno sigue siendo cada cual.
Desde esta perspectiva hay que superar la crisis o ruptura entre el ser y el valor. El ser nunca es exclusivamente ni en sí ni en otro, sino que para que algo sea es necesario que se encuentre en la confluencia entre estas dos formas absolutas de existir, lo subjetivo y lo objetivo. El ser es distensión y trascendencia; el perenne fluir de la realidad mantiene una dirección, orientando su devenir según esquemas eternos e intemporales. Existen, pues, dos eternidades que no deben contraponerse: la eternidad del devenir y el fluir, y la eternidad de lo inmutable. La realidad no es simplemente cósica y quieta, sino que la “personificación” de lo real exige el amor y la eternidad. Tanto el ser como el valor, lejos de estar enfrentados, confluyen, y lo hacen tanto en la contradicción como en la confluencia. El valor no se encuentra, por tanto, como puro “sujeto”, como no está el ser como puro objeto. La realidad, pues, es subjetiva y dinámica, sin que excluya lo objetivo. El tiempo no es un fantasma abstracto, sino que es siempre concreto, estando formado por una prodigiosa profundidad donde se mezclan las experiencias emocionales e intelectuales con los hechos. El tiempo no es sólo horizontal (contra Bergson y Husserl) sino que también es verticalidad, es decir, llamada de la espiritualidad y del amor. De aquí su afiliación a un socialismo libertario y abierto, no dogmático.
5. María Zambrano: la razón poética
Muy influida por Ortega y Gasset, y con su mismo estilo literario sumamente cuidado, le supera en sensibilidad, claridad y profundidad poética. Desarrolla el concepto de “razón poética”, especie de intuición intelectual, con raíces bergsonianas, espiritualistas y vitalistas, que utiliza como método fenomenológico para examinar las profundidades del espíritu humano, no totalmente accesible, según ella misma, a la razón discursiva. Al mismo método recurre para sus estudios históricos y antropológicos. La fusión de filosofía y poesía, que busca conscientemente como expresión de la finura de la razón, está plenamente lograda; sus obras han sido consideradas modelos de filosofía poética o de poesía filosófica: auténtico ars pulchre cogitandi. Existe una vida filosófica y también una vida poética. Su análisis de “lo divino” lo ha realizado desde una perspectiva no sociológica, sino metafísica y religiosa; lo divino es un temor que embarga al mismo tiempo que sostiene a la persona.
Influida también aquí por Ortega, elabora una distinción entre las ideas y las creencias (decía Ortega que nosotros tenemos ideas, pero que las creencias nos tienen a nosotros). Para Zambrano existe un substrato más importante incluso que las creencias: la esperanza (influyendo en esto sobre Laín Entralgo), que siempre, también, aparece unida a la posibilidad de la desesperación. Venida del raciovitalismo, María Zambrano ha evolucionado a la vez contra el idealismo y contra el materialismo ateo y en pos de una fenomenología espiritualista y vitalista, donde la dimensión personalista es preponderante. Ayudada por su método de la “razón poética”, mediadora entre nosotros y lo real (contra el logicismo o el intelectualismo), elabora una antropología existencial, donde el intercambio fraternal entre el yo y el otro es capital. A sus ojos, la persona humana, que exige una verdadera primordialidad, es inseparable de las otras personas: todos estamos suspendidos, conjuntamente, en la misma fragilidad, en el Ser de los seres, que es en sí mismo una Trinidad de personas. El hombre está llamado a discernir, poco a poco, al Absoluto a través de los signos que Dios le dirige discretamente en las “claridades” de la cotidianidad; de ahí la atención vigilante a los frecuentes estados psíquicos de la experiencia corriente: angustia, alegría, tiempo, futuro, vida espiritual, y sobre todo, amor oblativo. Para Zambrano, la persona es por una parte imprevisible, en sus acciones y modos de conducta: nunca se conoce enteramente a una persona, aunque esta persona sea la propia; no puede prever con certeza qué decisión se tomará en un futuro, ni siquiera dadas de antemano las circunstancias. La persona se revela a sí misma y es como el lugar desde el cual la realidad se revela. En definitiva, piensa que no es posible elegirse a sí mismo como persona sin elegir, al mismo tiempo, a los demás. Y los demás son todos los hombres. La persona, como dijo también G. Marcel, no es un problema, sino un misterio.
6. Ferrater Mora: el integracionismo
6.1 El integracionismo
Ferrater Moral define su propia filosofía como integracionismo, que puede entenderse como la postura tendente a integrar filosofías opuestas, u orientaciones filosóficas divergentes, y aún conceptos opuestos o polares, y que expone fundamentalmente en El ser y la muerte. Su “integracionismo”es un método que define como “empirismo dialéctico” y que se inscribe en el marco de un “completo relativismo”, aunque reconoce que debe estar siempre puesto en revisión, mostrando una especial aversión a cualquier tipo de dogmatismo. El integracionismo niega cualquier tipo de absoluto, llámese como se llame: naturaleza, Dios, espíritu, etc. Sin embargo, admite los absolutos en su totalidad, es decir, negando que uno solo de ellos se erija en exclusivo, considerándolos más bien “conceptos límites”. Entre las oposiciones sujeto objeto, conciencia-realidad, idealismo realismo, etc., todas las realidades que se presentan como primeras se expresan en conceptos límite;sin embargo, ninguna entidad es exclusivamente conciencia o exclusivamente objeto; antes bien, algunas realidades son más conciencia que objeto, mientras que otras son más objeto que conciencia. Nada es puro espíritu ni pura materia, ni puro sujeto ni puro objeto, aunque hay realidades que son más materiales que otras, o “más conciencia” que otras. Piensa Ferrater que sólo desde la conjunción de los dos opuestos se puede fundar una realidad o un proceso; de aquí el nombre de “integracionismo”. En su opinión, el nominalismo y el realismo designa concepciones extremas, “a la vez falsas e inevitables”. Los conceptos, más que excluirse, se completan, de igual modo que las realidades forman “grupos ontológicos”. Por eso rechaza Ferrater Mora el cientificismo, como culpable de reducir todos los existentes al plano inmanente y natural. Por su parte, pretendió integrar la ciencia con la filosofia y rechaza a la vez el positivismo, en panlogicismo, el vitalismo, el fideísmo y el idealismo.
6.2 El ser y la muerte
El estructuralismo ferrateriano defiende expresamente una vigorosa teoría del sentido: todo lo real, incluso lo más humilde, es un prodigio, porque no se agota nunca; cuando se ha creído haber acabado con él, nos dispara nuevas perspectivas. No es que las realidades sean eternas; si lo fueran, se llegaría tarde o temprano a decir cuanto cupiera enunciar de ellas. Lo maravilloso de las realidades es que son inagotables en su propia incertidumbre y precariedad. Igual que Aristóteles habla de una analogía de los entes, Ferrater piensa que existe una “analogía mortis”: si el ser se dice de muchas maneras (analogia entis), también la muerte se dice de muchas maneras. Ser real es ser mortal, aunque existen grados de mortalidad: la mortalidad mínima es la de la naturaleza inorgánica; la máxima, la del hombre. Es decir, existen tres grandes ámbitos del ser: la realidad inorgánica, la realidad orgánica y la realidad personal. Están sujetas, en diverso grado, a la realidad de la muerte, sea como cesación en el primer ámbito, sea como proceso terminal de la vida biológica en el segundo, o sea como muerte “propia” en el tercero; este último es el grado de “mortalidad máxima”. La muerte humana es “una culminación, pero no una separación”; y se funda en la mismidad de la persona. Piensa que Heidegger erró al pretender que el hombre está completamente polarizado por la muerte; pero Sartre cae, según Ferrater, en el error contrario al pensar que la muerte es simplemente un avatar despreciable y desprovisto de sentido. La inmortalidad es algo sobre lo que no podemos pronunciarnos.
En su pensamiento político, Ferrater propone un cierto distanciamiento entre la persona y la sociedad. Existe una crisis de todos, en la que todos los hombres disienten, en todos los planos de lo real, contra la tecnocracia, contra el estatismo, contra el maquinismo de lo humano, que es inhumano. Existe un gran peligro de que se perpetre, a gran escala, la manipulación tecnicista de los hombres. Su diagnóstico considera el futuro como bastante oscuro, y la civilización es ambigua, lo cual no entorpece un serio esfuerzo de pedagogía científica y moral, completamente radical, pues no existen los remedios milagrosos.
7. Zubiri: realismo radical
7.1 Crítica al idealismo y a la fenomenología: realismo radical
Zubiri reclamaba la necesidad de constituir una lógica de la realidad que fuera más allá de una mera lógica de los razonamientos. En 1962 publicó Sobre la esencia, obra en la que estudió la esencia, que concibe como estructura la realidad, pero no como un mero momento lógico de ésta, sino físico y que posee un carácter entitativo individual. Es esencia de la sustantividad, no de la sustancia de Aristóteles. Partiendo de este enfoque de la esencia descubrió que, bajo este concepto, se ha forjado una tradición filosófica que ha dificultado la comprensión verdadera de lo real. Para superar estas dificultades abordó el estudio de las nociones de ser, realidad y esencia. Esta posición se basaba en la fenomenología y en la tesis de Husserl de ir a “las cosas mismas”, pero Zubiri declaraba que la fenomenología es insuficiente, ya que se limita a ser mera descripción.
Según Zubiri, que admiraba profundamente a Heidegger, ser y realidad se unifican en cuanto que el ser es la actualización de la realidad, razón por la que, en oposición a Heidegger, consideró una prioridad ontológica de la realidad sobre el ser: no es el ser lo primario, sino la realidad. Ésta no es un modo del ser sino, al contrario, el ser es una manifestación de la realidad que, de esta manera, es verdaderamente lo fundamental. El ser es el momento de actualidad de lo real, y lo real, que es lo que es “de suyo”, trascendental, es captado por el hombre como realidad sentida (como inteligencia sentiente). Además, reprocha al último Heidegger su primacía de lo útil y su vitalismo fundamental (su nihilismo), inspirándose en la metáfora de la luz de Platón (la idea del Bien como “más allá de la esencia”). Su doctrina quiere ser un realismo radical, que se eleva al descubrimiento del sentido y de las ultimidades, que finalmente desembocarán en la afirmación de la religación del hombre, vinculado sustancialmente a lo real, y a la “fuerza de lo real”.
7.2 La religación del hombre y de la realidad
En su obra Naturaleza, Historia, Dios estudió especialmente el tema de la religación y desarrolló una filosofía de la religión en la que sustentó que estamos obligados a existir porque estamos directamente religados a la divinidad. El hombre es un ser abierto a las cosas, lo que muestra la existencia de éstas, pero también es un ser marcado por la religación, lo que muestra la existencia de la divinidad. Por la primera característica el hombre aparece como un animal de proyectos, cuyo sistema constituye el mundo humano; por la segunda característica se muestra la dimensión constitutiva del hombre: su religación con Dios a través del todo.
Rechazando las vías tradicionales de la existencia de Dios, Zubiri utiliza el método fenomenológico para poner en evidencia el “presupuesto” de toda afirmación o de cualquier negación de Dios. Tradicionalmente se ha pensado que el hombre es una substancia, las cosas son otra y Dios otra, que está “además” de estas realidades. Pero ni Dios ni el hombre están “además” de las cosas, o como una cosa más entre otras. Es necesario situarse en el corazón mismo de la experiencia total de la realidad, y entonces vemos que el hombre está “implantado en la existencia real”, con las cosas y con los otros hombres. Y lo que le trae a la existencia y le empuja a vivir es un “algo” interior a la entraña de la realidad; y ese algo es Dios, que nos “hace ser”, lo queramos o no. El hombre está incardinado en “el poder de lo real”, de forma que existe en todos los seres una “religación” o vinculación con Dios. Por eso el hombre no tiene religión como algo añadido a lo que es, sino que en su misma esencia humana consiste en religación o vinculación, de modo que estamos esencialmente relacionados con Dios. El ateísmo es un vano intento de religación,pues el ateo no puede dar cuenta de su existencia ni de la de la totalidad de la realidad: “La religación religatum esse, religio, religión en sentido primario es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. Por esto puede tener, o incluso no tener, una religión, religiones positivas. Y, desde el punto de vista cristiano, es evidente que sólo el hombre es capaz de Revelación, porque sólo él consiste en religación: la religación es el supuesto ontológico de toda revelación. Los escolásticos hablaron ya de cierta religio naturalis; pero dejaron la cosa en gran vaguedad al no hacer mayor hincapié sobre el sentido de esta naturalidad. La religación no es una dimensión que pertenezca a la naturaleza del hombre, sino a su persona, si se quiere a su naturaleza personalizada. La pura naturaleza con el simple mecanismo de sus facultades anímicas y psicofisicas, no es el sujeto formal de la religación. El sujeto formal de la religación es la naturaleza personalizada. Estamos religados primariamente, no en cuanto dotados naturalmente de ciertas propiedades, sino en cuanto subsistentes personalmente. Por esto, mejor que de religión natural, hablaríamos de religión personal”
7.3 Sobre la esencia
A su aspiración a la objetividad, en busca de la realidad, consagra su libro Sobre la esencia, donde se cuestiona sobre el objeto clave de la metafísica (la ousía). La esencia fue utilizada por Aristóteles en una acepción parcial, la de substancia, es decir, de “substrato” o soporte de los accidentes; este reduccionismo se da en tres ámbitos: a) reducción de lo esenciable a la naturaleza (physis); b) la primacía de la substancia, fundada en la subjetividad; c) y la inadmisible preponderancia del logos, de la especie y de la definición (mientras que, a la inversa, lo individual puede ser esencial). Esta “deformación” se prolongó hasta el siglo XVI. A partir de este siglo, sobre todo con Descartes, la separación entre esencia y substancia va a acentuarse cada vez más; y el idealismo relega a la substancia más allá de la esencia. Husserl le niega a la conciencia del sujeto o yo pensante el statu de substancia y la considera una “pura esencia”. El existencialismo, a su vez, reduce la conciencia a mi existencia corpórea e histórica. Zubiri critica el concepto de esencia tal y como lo tematizan Leibniz, Spinoza, Hegel y Husserl.
Para Zubiri la esencia posee cinco “momentos” o aspectos: 1) Es la unidad primera de sus “notas”; 2) Es intrínseca a la cosa misma; 3) Es un principio en el que se fundan las demás notas; 4) Constituye la verdad propia de cada cosa; 5) Es un “momento” de la cosa real.
Ahora bien, ¿de qué tipo de esencia gozan las realidades del mundo? Zubiri indica tres niveles: a) La naturaleza inanimada (los átomos, los electrones, los neutrones, etc., no tienen substantividad, pero tienen cierta esencia, compuesta por sus “notas constitutivas: carga, masa, espín); b) Los vivientes, que constituyen una esencia ya más afirmada (sobre todos los animales); c) La persona humana, que goza de una esencia autocognoscente.
Según Zubiri la trascendentalidad es una dimensión de lo real, y no una propiedad del entendimiento humano; es preciso, pues, invertir la perspectiva inmanentista del idealismo: lo primero no es la idea, sino la realidad.
7.4 Teoría del conocimiento: inteligencia sentiente
Para Zubiri es necesario abordar el asunto no sólo de ¿cómo es posible pensar?, sino, previamente, es preciso plantear el terna adecuadamente. Pues bien, a lo largo de la historia de la filosofía se ha insistido dualistamente o en lo ideal o en lo sensible. Pero el hombre no es sólo razón, ni sólo inteligencia, ni sólo cuerpo sentiente; su sentír es necesariamente inteligente, y su inteligencia no es la de un ángel, sino que es necesariamente sentiente. Somos una inteligencia que siente y un sentir que piensa. El hombre es la inteligencia sentiente que puede dar cuenta de esta realidad; el hombre es inteligencia y sensibilidad siempre unidas e indisociables. Todo inteligir es aprehender la realidad y esta aprehensión siempre es sentiente. Rechazando, pues, el intelectualismo, sostiene un inteleccionismo:una doctrina que conserva la intelección pero considerada como aprehensión sentiente de la realidad. De esta manera se opuso tanto al idealismo, que conduce al subjetivismo, como al realismo cientifista y el realismo ingenuo, así como al psicologismo, y calificó su postura como objetivismo o “realismo radical”.
En su concepción antropológica Zubiri, en base a la noción de preeminencia ontológica de la realidad, defiende que el hombre es un ser de realidades, cuya esencia puede percibir mediante la intelección, que no es, a la manera de Kant, una síntesis trascendental sino la actualización de lo real en la inteligencia sentiente. El hombre es, además, persona, concepto que desconocieron por completo los filósofos griegos y que es la mayor aportación del pensamiento cristiano a la historia de la filosofía.
8. Tierno Galván: marxismo y agnosticismo
El pensamiento filosófico y político de Tierno Galván tiene tres etapas.
1. La primera es de un relativismo opuesto a toda forma de dogmatismo, inspirándose en Tácito y en su apología de la tolerancia, utilizando el humor y la paradoja para su reflexión.
2. La segunda es la funcionalista, influido por el neopositivismo anglosajón y la filosofía analítica. Desde aquí sostiene un cientifismo agnóstico. El agnosticismo es la asunción de la finitud del hombre, sin sentir nostalgia de Dios. La creencia en Dios y el deseo de la inmortalidad es sólo el “fruto de una mala educación”, en tanto que no asume el estatuto ontológico finito del hombre. El hombre adulto ni cree en Dios ni le añora.
3. La tercera etapa, que parte de 1960, es su opción por el socialismo marxista, inspirándose en el materialismo histórico y dialéctico, aunque rechazando el totalitarismo soviético. Critica con dureza la inhumanidad de la sociedad capitalista y tradicional. En su obra Razón mecánica y razón dialéctica(1969) defiende la diferenciación entre ambos tipos de razón. La primera es propia de la ciencia y la segunda es la que regula la vida política y social. Sin embargo, siempre sostuvo que el marxismo no es un cuerpo doctrinal fijo y dogmático.
9. López Aranguren: la estructura moral del hombre
El pensamiento de Aranguren se nutre en san Agustín, Lutero, Unamuno, Eugenio D’Ors, Ramón Ceñal y Marx, pero sobre todo en los grandes místicos (principalmente de san Juan de la Cruz); Aranguren se ha consagrado a un discernimiento personalista del catolicismo; es un católico ferviente, pero muy independiente, en la frontera de la heterodoxia. Su descubrimiento de la persona se ha operado a través de la valorización del “talante” original de cada hombre, disposición anímica innata y fundamental, que orienta e incluso a menudo condiciona nuestras decisiones y nuestros actos. Aranguren se ha hecho eco de la contestación de creyentes sinceros contra los milenarios compromisos de la Iglesia con los medios dominantes y dirigentes, especialmente los del poder económico; reclama un “aggiornamento” radical y un respeto de la modemidad, pero sin renunciar al mensaje evangélico. Es un pensador eminentemente crítico, pero de ningún modo negativista. “Cada persona se encuentra perteneciendo a un grupo que posee su propio código moral. La tarea moral no consiste ni en someterse ciegamente a él, ni en rebelarse ciegamente contra él… Consiste en la progresiva moralización del código moral que encontramos vigente en nuestro grupo”.
En el aspecto concreto y práctico, Aranguren se muestra bastante ecuménico, muy sensible a las aportaciones válidas del protestantismo, del existencialismo e incluso del marxismo; se yergue contra la explotación del hombre por el hombre, contra la sumisión tutelar de la mujer, contra el racismo y el colonialismo, contra el egoísmo individual y fariseo, contra el nacionalismo y el militarismo, contra el integrismo, contra la estadolatría; es un renovador completo de la moral, que fundamenta sobre el amor más que sobre la ley.
Uno de sus temas fundamentales es el de la “moral como estructura” en sentido antropológico y social: el hombre se hace a sí mismo a través de sus actos y, por lo mismo, porque los proyecta y realiza libremente, es responsable de ellos; la moral es una segunda naturaleza que consiste en el “quehacer” de la vida. Por ello, la ética forma parte de la cultura; la constituye pero también la refleja. De la misma forma que el hombre hace la moral, la moral hace al hombre; el hombre es constitutivamente y estructuralmente moral: «El hecho de que el hombre ha de hacer su vida [ … ] significa, negativamente, que él no la recibe terminada. Una descripción del comportamiento humano, en contraste con el del animal, nos aclarará la distinción entre una vida que ha de hacerse y otra hecha. El comportamiento vital, lo mismo del hombre que del animal, es desencadenado por un estímulo en relación con la correspondiente estructura psicobiológica, y se ajusta perfectamente a él. En el hombre, en cambio, no siempre se da esta conexión directa, esta “contigüidad”, como la llaman los conductistas, entre estímulo y respuesta. El organismo humano, demasiado complicado, demasiado formalizado, no puede dar espontánea e inmediatamente respuesta adecuada y queda en suspenso ante el estímulo, es libre ante él. Pero esta situación es insostenible y el animal humano, para su viabilidad, necesita salir de ella. ¿Cómo? Mediante la inteligencia, tomada esta palabra en el sentido funcional de hacerse cargo de la situación y convertir el estímulo en realidad estimulante. La respuesta a ella tiene que producirse también, claro está, en el caso del hombre, pero ahora ya no le viene dada por el organismo, sino que ha de darla él. Aquí desaparece la contigüidad entre las dos realidades del estímulo y la respuesta, pues entre una y otra se introduce la irrealidad o “variable intermedia” (por seguir usando el lenguaje conductista), que es la posibilidad puesta en juego. Los estímulos, gracias a la función proyectante de la inteligencia, que inventa o saca posibilidades de ellos, sirven al hombre para el quehacer de sus actos. Ahora bien, las posibilidades, siendo “irreales” o inventadas por la inteligencia, pueden ser muchas y, por tanto, se requiere una elección entre ellas. En cada caso el hombre elige entre los varios proyectos imaginados. He aquí la segunda dimensión de la libertad humana: libertad ya no, como vimos antes, del engranaje estímulo respuesta, sino libertad para preferir entre las diversas posibilidades de realidad. Y este proceso de preferencia o elección no ocurre una sola vez, claro está, sino que se repite a lo largo de la vida. Todos los actos verdaderamente humanos (los actus humani de los escolásticos) son decididos de este modo; y así, acto tras acto se va decidiendo, se va haciendo la vida entera. Las posibilidades sucesivamente preferidas van siendo realizadas. Pero realizadas, ¿dónde? Por supuesto en la realidad exterior a mí, en el mundo; pero también y ésta es la vertiente que aquí nos importa, porque es la vertiente moral en sí mismo, de modo que quedan incorporadas a mi propia realidad. Así se comprende este carácter constitutivamente moral, responsable de sus actos porque los proyecta y realiza libremente; pero con una paradójica libertad necesaria, pues, según vio ya Ortega y Gasset, somos “a la fuerza libres”. Esta moral como estructura e incorporación consiste a la vez en el “quehacer” o ir haciendo libremente mi vida y en mi vida tal como va quedando hecha. Lo moral produce así una “segunda naturaleza”, como decía Aristóteles, o sea, un auténtica realidad: el ethos, el carácter o personalidad moral que he conquistado o adquirido viviendo».
10. Juan David García Bacca: lógica, ciencia y metafísica
Considera que la ciencia no es un cuerpo estable y progresivo linealmente de verdades establecidas, sino una investigación siempre nueva que se resiente de las variaciones históricas ambientes de las sociedades humanas, prefiriendo nuestro autor las filosofías de la transformación (como el marxismo) a las filosofías de la interpretación. En este sentido, ha hecho un especial esfuerzo en sintetizar la primacía de la filosofía de la ciencia con su orientación marxista, sobre todo en su forma económica, pero no se inscribe en el marxismo ortodoxo dogmático.
Piensa que el ser tiene una doble dirección: hacia la entificación y hacia la aniquilación o nadificación. Esto aplicado al hombre lleva a García Bacca a defender que el hombre posee una potencia espiritual trascendente, “transcorporal”; el hombre es el ser que persevera cuando se encuentra con límites, queriendo transcenderlos. Se propuso construir una metafísica donde tienen cabida algunas concepciones que no parecen casar bien: escolasticismo, cientifismo, existencialismo, raciovitalismo, etc. Pese a esto se empeña en construir una “metafísica natural” (o “espontánea”), característica del ser humano, racional y poiético en su ser natural temporal e intramundano. También ha prestado atención a la importancia de la técnica en el hombre, así como al lenguaje literario; la relación entre la filosofía y la literatura (y viceversa) ha sido repetidamente indicada por García Bacca. La filosofía no sólo reflexiona sobre el lenguaje, sino que ella misma lo es.
11. Julián Marías: la vida humana como realidad radical
Pese a ser un trotamundos filosófico, su vinculación con España siempre ha sido estrecha, incluso cuando vivía en el extranjero. Marías es, pues, un exponente del exilio filosófico español, y quizás una de sus figuras paradigmáticas, porque no se replegó sin más a las exigencias de las élites dirigentes intelectuales (muy enconadas hacia la “derecha”) españolas; y eso pese a que Marías no puede ser considerado, en casi ningún sentido, como un pensador “progresista”, sino todo lo contrario. Quizás la sombra de su maestro le pesó en demasía negativamente a lo que al interior de España se refiere. Otra cosa fue en el exterior, donde su magisterio ha sido de sobre reconocido con diversos doctorados honoris causa.
En su Antropología metafísica, reprocha a la filosofía haber renunciado a interesarse por el individuo concreto, por la persona. La filosofía, hipnotizada por la influencia de Aristóteles, se volcó en lo genérico y lo abstracto, olvidando lo concreto. A su juicio los conceptos no son invariantes, sino que su significado está condicionado por sus circunstancias.
Existen dos clases de predicación del ser: a) La concreta (que se ocupa de lo real). b) La abstracta (que sólo comprende a los entes de razón o ideales).
El concepto pleno tiene como misión llenar el hueco del concepto potencial y abstracto, dotándolo de concretez y cotidianidad. Los seres ideales, conceptuales, no agotan la realidad. Así, la lógica del pensamiento concreto capta nuestra situación histórica aquí y ahora, y da cuenta tanto del modo de pensamiento de los antiguos como del de los hombres actuales. La narración histórica constituye la forma de expresión del logos. La antropología, entonces, es el estudio de la vida humana como realidad radical, y es, por ello, metafísica. La antropología, como toda la filosofía, debe analizar básicamente la estructura empírica de la vida humana aquí y ahora, concreta, en su circunstancia.
Marías se ha interesado también por la importancia de la novela filosófica (sobre todo, inspirándose en Unamuno), de los géneros literarios de los que la filosofía se reviste, del análisis de las estructuras sociales, etc. Y también ha trabajado sobre temas de teología y filosofía de la religión, haciendo especial interés en el problema de la inmortalidad del alma e incluso de la resurrección de la persona: es el tema de la escatología. Finalmente, para Marías (hombre profundamente religioso), Dios no es una hipótesis lejana, sino la encarnación del Verbo en Cristo.
12. Bibliografía
- Abellán, J. L., Ortega y Gasset en la filosofía española, Madrid, Tecnos, 1960
- —-, El exilio filosófico en América, México, FCE, 1998
- Cerezo Galán, P., La voluntad de aventura, Barcelona, Ariel, 1984
- Chamizo Domínguez, P.J., Ortega y la cultura española, Madrid, Cincel, 1985
- Ferrater Mora, J., Ortega y Gassett. Etapas de una filosofía, Barcelona, Seix Barral, 1967
- —-, La filosofía actual, Madrid, Alianza, 1978
- —-, El ser y la muerte, Madrid, Alianza, 1988
- Fraile, G., Historia de la filosofía española, vol. I, Madrid, BAC, 1985
- Garagorri, P., Introducción a Ortega, Madrid, Alianza, 1970
- —-, La filosofía española en el siglo XX: Unamuno, Ortega, Zubiri, Madrid, Alianza, 1986
- García Morente, M., El “hecho extraordinario” y otros escritos, Madrid, Rialp, 1986
- Gracia, D., Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri, Barcelona, Labor, 1986
- Guy, A., Historia de la filosofía española, Barcelona, Anthropos, 1985
- Laín Entralgo, P., Teoría y realidad del otro, Madrid, Alianza, 1983
- —-, Cuerpo y alma, Madrid, Espasa-Calpe, 1992
- López Aranguren, J. L., Ética, Madrid, Revista de Occidente, 1958
- López Quintás, A., Filosofía española contemporánea, Madrid, BAC, 1970
- Marías, J., Ortega, circunstancia y vocación, Madrid, Rev. Oc.., 1973
- —- Ortega. Las trayectorias, Madrid, Alianza, 1983
- —- Acerca de Ortega, Madrid, Rec. Occ. 1971
- —- y otros, Centenario de J. Ortega y Gasset, Rev. Cuenta y Razón, Mayo-Junio, 1983
- Ortega y Gasset, J., Obras completas, Madrid, Rev. Occ., 1946-1983
- Rábade Romeo, S., Ortega y Gassett, filósofo, Madrid, Humanitas, 1983
- Rodríguez Huéscar, A., La innovación metafísica de Ortega, Madrid, MEC, 1982
- —- Perspectiva y verdad, Madrid, Rev. Occ., 1966
- Silver, P.W., Fenomenología y razón vital, Madrid, Alianza, 1978
- Vela, F., Ortega y los existencialismos, Madrid, Rev. Occ., 1961