1.- Introducción.
; siendo así, se plantea el problema de si el hablar es condición del pensar, o, por el contrario, el pensar condición del hablar; en otras palabras, si el lenguaje es un reflejo del pensamiento, o el pensamiento una consecuencia del lenguaje. La filosofía y la lingüística tradicionales consideraban el lenguaje como una imagen del pensamiento, como un pensar en voz alta; y las palabras como expresión de los conceptos, las frases como la manifestación lingüística de los juicios, y esta opinión, aunque modificada y con muchas limitaciones, es sostenida hoy por muchos filósofos, lógicos y lingüistas. Para los románticos, encabezados por Humboldt, y para los neorrománticos o neoidealistas, principalmente los alemanes, el hablar es condición del pensar, y el lenguaje el creador de la representación objetiva y, por tanto, de los conceptos; los partidarios de esta teoría están convencidos de que sin el lenguaje la categorización mental de la realidad y, en consecuencia, el pensamiento, son imposibles.
No parece oportuno ni sensato decidirse por ninguna de las dos concepciones; el lenguaje y el pensamiento, manifestaciones ambos del espíritu humano, se complementan actuando paralela y solidariamente; el lenguaje necesita del pensamiento y el pensamiento necesita del lenguaje; entre ambos, entre ambas facultades, logran la categorización del mundo objetivo y la representación de la realidad en la que el hombre se halla inmerso. Ha dicho muy bien A. Alonso: “El lenguaje, al aplicar su red de categorías a la impresión, al organizarla, alrededor de un símbolo, al reducirla a fórmulas, la transforma de arriba abajo, por dentro y por fuera; y la transforma precisamente debido a la intromisión de la razón ordenadora, que reduce a leyes el caos de las impresiones” (“Por qué el lenguaje en sí mismo no puede ser impresionista”, Rev. de Filología Hispánica, II, 1940, 381); y el filósofo y lingüista Cassirer afirmó: “el lenguaje no es una traba, no es un freno para la rueda del espíritu; por el contrario, es como una segunda rueda que corre paralelamente a la primera y sobre el mismo eje” (Le langage et la costruction…, 42-43). Así mismo el filósofo y lingüista polaco Adam Schaff dice que “el pensamiento y el uso del lenguaje se deben concebir como dos partes de un proceso único del conocimiento de sí mismo, y la comunicación del resultado de este conocimiento a los demás” (Lenguaje y conocimiento, México 1967, 205).
La relación que mantienen lenguaje y pensamiento es un problema que no sólo compete a la lingüística, sino a otras disciplinas como la sicología y la filosofía. De ahí que para estudiar este asunto en toda su dimensión vayamos a abordarlo desde cuatro puntos complementarios: la ontogénesis, o nacimiento del lenguaje en el individuo; el procesamiento del lenguaje desde el punto de vista de la sicología del enunciado y la neurolingüística; los fundamentos lógicos y sicobiológicos y culturales de la sintaxis, haciendo hincapié en las posibles homologías entre la forma lógica y la forma gramatical de los enunciados; y, por último, la relación entre conciencia y lenguaje.
2.- La ontogénesis.
Para Chomsky la ontogénesis se relaciona con la estructura profunda e innata que todo individuo posee: ésta es el conjunto de estructuras universales de la frase, y es de índole sintáctica. A la estructura profunda se le añade una teoría heurística por la que el individuo decodifica la sintaxis del idioma particular, que le viene del exterior. Para él, por tanto, la ontogénesis tiene su origen en una aportación orgánica puramente lingüística. En un principio fue apoyado por la escuela innatista, para la que la adquisición del lenguaje se da por una predisposición biológica innata en el hombre.
No obstante, ya Jakobson le criticó a Chomsky que se valiera de un método deductivo analítico. De esa manera, le arguyó, no se podían aclarar las verdaderas causas neurobiológicas del lenguaje. Esta fue la tarea emprendida en parte por Piaget: para éste, toda conducta humana se relaciona con la maduración de una aportación orgánica. El lenguaje, concretamente, se relaciona con el desarrollo de la inteligencia, y no con una maduración cognitiva no específicamente lingüística, como afirmaba Chomsky. Tal desarrollo de la inteligencia y su concreción en el fenómeno del lenguaje es como sigue:
· Inteligencia sensorio-motora: El individuo siente sensaciones y articula movimientos: coordina éstos y los va asociando a resultados externos hasta ser capaz de llevar a cabo voluntariamente una pauta motora en busca de un determinado resultado externo. Así sucede con la emisión de los primeros fonemas. En esta etapa la madre adecua su lenguaje al niño mediante el baby talk. Desde el tercer mes la madre potencia los sonidos pertinentes de entre el balbuceo, que no es más que una respuesta acústica no diferenciada. Con el tiempo el niño, por refuerzo materno, va adecuando las pautas motoras de sus órganos articulatorios hasta conseguir un determinado resultado externo: los primeros fonemas. El niño empieza por esbozar las primeras vocalizaciones, ya en el sexto mes reconoce y enuncia algunos rasgos suprasegmentales; en el décimo mes el niño es capaz de diferenciar un buen número de fonemas. No obstante, la fonética no termina de alcanzarse hasta los cinco o los seis años, pues no sólo es aprendida por discriminación auditiva, sino también por el propio uso del lenguaje: las diferenciaciones fonéticas son relevantes en la medida en que sirven de soporte a distinciones de significado.
· Inteligencia simbólico-representativa (o simpráxica, según la terminología de Luria): Llega a evocar con pautas motoras realidades ausentes, es decir símbolos, mediante determinadas pautas motoras. Esta inteligencia puede ser alcanzada por los chimpancés. Vigotsky le adujo a Piaget que es el lenguaje el que genera la inteligencia simbólica y no al revés: Piaget le respondió que los sordomudos, carentes de lenguaje, también poseen esta inteligencia.
· Inteligencia constructivo-operatoria (o sinsemántica, según la terminología de Luria): El niño adquiere la sintaxis y combina símbolos mentalmente, alcanzado una etapa de la inteligencia exclusivamente humana.
Estas dos últimas inteligencias suponen la adquisición de la morfología y la sintaxis. El niño adquiere los primeros símbolos y recibe las primeras valencias semánticas de los términos categoremáticos, es decir, el plus de sentido derivado del uso de los verbos, los adjetivos, los nombres y los adverbios. Esta habilidad empieza a consolidarse entre los dieciocho y los veinte meses, cuando el niño es capaz de emitir una holofrase, es decir un núcleo semántico que todavía no ha admitido las valencias sintácticas: por ejemplo ¡agua! Cuando el niño quiere decir Mamá dame un vaso de agua.
El dominio total de la sintaxis se produce a los tres años, cuando el individuo es capaz de crear emisiones cuyo significado no sea una mera yuxtaposición de elementos sino cuando la construcción sea desde el punto de vista sicológico una gestalt, es decir, un todo orgánico donde el significado y el lugar que ocupa cada elemento le viene dado por su relación con los demás componentes de su misma construcción. De este modo se da una semántica química, no aditiva, que demuestra que se han adquirido las valencias sintácticas y semánticas y los términos sincategoremáticos, o relacionantes.
3.- Procesamiento de lenguaje. Psicología del enunciado y neurolingüística.
La neurolingüística se ocupa de las bases neurológicas del comportamiento lingüístico, fundamentalmente a partir de las patologías afásicas cerebrales. Sus resultados se pueden complementar con los de la sicología cognitiva como la de Piaget, que se ocupa de las maduraciones cerebrales. De hecho la sicología del enunciado es una subdisciplina de ella, y estudia, desde un punto de vista psicológico, la codificación y decodificación de enunciados en la comunicación. Hay dos grandes teorías acerca del procesamiento del lenguaje: la realista y la hipotético-deductiva.
El modelo realista de Luria propone un proceso de codificación basado en cuatro pasos: en el hemisferio izquierdo se produce una motivación que ha de ser codificada. Esta motivación equivale a una proposición con sujeto y predicado lógicos, que se toman con matriz semántica. En un segundo momento, el predicado lógico se traduce en una palabra, que trata de desglosarse para construir un sujeto y un predicado gramaticales. Luego la zona anterior del hemisferio izquierdo añade las valencias sintácticas y semánticas para su correcta sintaxis. Por último el cerebro comprueba si el resultado se corresponde con la motivación primera y, si es así, se procede a la emisión del enunciado. Lógicamente, el proceso de decodificación seguirá el camino inverso al descrito.
El modelo hipotético-deductivo de Chomsky expone que al lenguaje le corresponde una unidad mínima, la palabra, la combinatoria de éstas se da en la frase, que tiene una forma gramatical que comprende sujeto y predicado gramaticales; cuando varias frases se combinan se da el texto en la estructura superficial. El pensamiento tiene como unidad mínima al concepto, que tiene una forma lógica con sujeto lógico, o expresión retenida (también llamada presuposición o tema), y predicado lógico, o expresión añadida (denominada también foco o rema). Cuando los conceptos se relacionan forman proposiciones: la combinatoria de proposiciones es el pensamiento propiamente dicho en la estructura profunda. Para él forma lógica y forma gramatical no siempre coinciden por lo que la decodificación supone que el hablante-oyente ideal descubre la forma lógica que subyace a la gramatical.
No obstante, al margen de estas dos posturas, cabe apuntar que forma gramatical y forma lógica no siempre coinciden. La filosofía del lenguaje define la proposición como un acto de cognición dirigido a un objeto determinado del pensamiento. Este modo de conocer se organiza en un sujeto lógico que expresa el concepto acerca del objeto de pensamiento y un predicado lógico que manifiesta el concepto de las propiedades que se le asignan al sujeto lógico.
4.- Fundamentaciones lógicas, psicobiológicas y culturales de la sintaxis.
Lenguaje y pensamiento forman una unidad dialécticamente contradictoria: si se asigna un papel absoluto al pensamiento exagerando su influencia sobre el lenguaje, estaremos ante una orientación lógica, como la de Chomsky; mientras que si se le otorga una relevancia absoluta al lenguaje sobre el pensamiento, se dará una postura de orientación neohumboldtiana, como la de Sapir y Whorf. Para Chomsky, la estructura profunda es sintáctica y de base universal. Si tal sintaxis es de índole universalista, también se puede definir como la estructura lógica de la mente. De ahí que, para este autor, la estructura profunda sea el recurso innato que tienen los hombres para conceptualizar el mundo: las lenguas sólo difieren en las piezas léxicas.
La postura opuesta la representan lingüistas como Sapir y Whorf. Para ellos el individuo hereda la concepción que la lengua de su comunidad ha hecho de la realidad, realidad que, por lo demás, no es más que una corriente de impresiones sólo asible en parte por la lengua. Siendo esto así, las lenguas son las que regulan nuestro comportamiento y nuestro pensamiento en el seno de una comunidad. Por eso no pueden permitir un universalismo lingüístico o conceptual –de hecho, en sus trabajos antropológicos descubrieron lenguas que carecen de forma gramatical–: entre las lenguas sólo es posible un cierto parentesco.
Por otro lado, desde un punto de vista filogenético, afirma esta escuela que los componentes sintácticos se crearon para expresar los predicados y sujetos lógicos, pero por la independencia en la evolución de las lenguas, los mecanismos para marcar el tema y el rema fueron haciéndose muy diversos, no sólo porque las lenguas las marquen de distintas maneras, sino porque hay unas que las señalan más que otras: así el español, mediante el orden envolvente del orden de palabras señala más tema y rema que el orden fijo que presentan las lenguas anglosajonas.
Una línea muy parecida es la que sigue Vigotsky: filogenéticamente, el trabajo generó el lenguaje por la necesidad de comunicación entre los individuos. Al principio la palabra tuvo un carácter simpráxico: evocaba objetos ausentes y experiencias pasadas. Luego adquirió una naturaleza sinsemántica y conceptual: no evocaba objetos o hechos concretos sino abstracciones de ellos, categorizando la realidad a través de conceptos, que posibilitan el pensamiento abstracto. Esta categorización de la realidad que hace una lengua pasará de generación en generación hasta conformar la cosmovisión de una lengua. No obstante un individuo puede emanciparse en cierta medida de los significados de su lengua mediante el sentido que le dé a los mismos a través del uso del lenguaje.
No obstante hoy se acuerda una postura intermedia: hay una relación de interdependencia mutua entre pensamiento y lenguaje. Así, Watson piensa que hay que centrase en cómo funciona esta relación, más que en la preeminencia de uno sobre el otro, pues hay dos axiomas inexcusables: en primer lugar, el pensamiento es un lenguaje interior, mientras que el lenguaje es un intento de exteriorizar el pensamiento; en segundo lugar, es indudable que el hombre sólo puede razonar al margen de la impresión sensorial inmediata a través de conceptos generados lingüísticamente.
Junto a estas funciones cognoscitiva y comunicativa del lenguaje, autores como Richelle, Piaget y Vigotsky apuntan una tercera: la regulativa, por la que el individuo organiza mentalmente sus propias conductas. Piaget y Vigotsky coinciden en que el niño usa egocéntrica y autísticamente el lenguaje para planear acciones sin un fin comunicativo.
5.- Las relaciones entre el pensamiento y el lenguaje en la filosofía contemporánea.
Ya los presocráticos equipararon lenguaje y razón: ser un animal racional implicaba ser un ente capaz de usar el lenguaje para comunicarse y para razonarse a sí mismo y al mundo. De este modo el lenguaje es el logos mismo en cuanto expresa una estructuras inteligible la realidad. Posteriormente, los sofistas, aceptando lo anterior plantearon la idea de que las palabras fueran meras convenciones nacidas en el seno de una comunidad que tenía la necesidad de entenderse.
Con Aristóteles y los estoicos nació la idea del concepto, o noción, entendido como un conjunto de abstracciones acerca de las cosas que nos permite razonar. Tales abstracciones se fundaban en una serie de rasgos universales. Esta idea vertebró la filosofía del lenguaje en la Edad Media y la Edad Moderna. De un lado estaban los que muestran una actitud de confianza en el lenguaje, representada por los racionalistas, que siguen la postura realista medieval en la cuestión de los universales: los rasgos básicos abstractos son innatos en nuestro pensamiento y son la base para que el lenguaje conforme nuestro pensamiento; si no fuera así, arguyen, sería imposible entender algunas de las cosas particulares. Por otro lado están los que desconfían del lenguaje, que continúan la tradición nominalista medieval, para quienes los universales son producto de las inducciones cognitivas humanas. En este grupo que desconfían del lenguaje se encuentran Hobbes, Berkeley, Hume y Locke. En todos ellos se pone de relieve que el lenguaje es un instrumento capital para el pensamiento. No obstante, no hay que cesar de someter a crítica al lenguaje con el fin de no caer en las trampas que puede tender, principalmente aquélla que nos hace creer que a cualquier expresión le corresponde una determinada realidad a la que designa.
Es en todos estos antecedentes en los que se fundan los problemas acerca de la filosofía del lenguaje en la actualidad. Así, las doctrinas pragmatistas estiman que el razonamiento humano sólo puede alcanzar la esencia de la realidad a través de la intuición, mientras que el lenguaje está condenado a limitarse a apresar la realidad manipulándola, es especialmente representativo, por su influencia, Wittgenstein. Este autor llegó a afirmar que la filosofía es una lucha contra el embrujamiento de la inteligencia por medio del lenguaje. En efecto, el pensamiento se ve mediatizado por un lenguaje que es incapaz de conceptualizar fidedignamente la realidad. Los significados de las lenguas no se corresponden tanto con la designación de la realidad como por las relaciones pragmáticas y sociales que presentan en el uso: hay tantos significados como usos tenga una palabra o una expresión.
En este sentido, Wittgenstein hizo ver que la expresión del propio pensamiento, en cuanto cúmulo de razonamientos acerca de las percepciones personales del mundo, no se pueden expresar. De este modo estaríamos condenados a comunicar una serie de sinsentidos los unos con los otros, en cuanto seríamos incapaces de mostrar nuestra verdadera concepción del mundo. De ahí que concluyera en su Tractatus Logicus–Philosophicus que todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad y de lo que no se puede hablar mejor es callarse.
Algunos autores, como Carnap, apelaron contra estas últimas ideas de Wittgenstein aduciendo que la intersubjetividad de una comunidad lingüística permite el mutuo entendimiento porque un pensamiento que no compartiera una parte de la conceptualización de la realidad de su comunidad sería sicológicamente muy improbable. De otro lado tenemos doctrinas más o menos existenciales de la comunicación, como la de Heidegger, que entienden que el lenguaje es pura manifestación de la persona más que de la realidad. Para él el lenguaje es la manifestación del ser, de modo que se convierte en la expresión de las circunstancias existenciales del individuo y no en una categorización fiable de la realidad. La filosofía moderna supone, pues, una continua fiscalización acerca de cómo el pensamiento se refleja en lenguaje.